– ¿Gabrán? -Sor Étromma pareció sorprenderse por la pregunta que le hizo Fidelma a las puertas de la abadía-. ¿Qué os hace pensar que yo sé dónde está?
Fidelma se impacientó un tanto con la administradora.
– Porque sois la rechtaire de la abadía. Y como Gabrán comercia regularmente con ésta, es de suponer que vos seríais la primera persona a la que preguntar acerca de su posible paradero.
Sor Étromma reconoció a regañadientes la lógica de Fidelma, pero extendió las manos para indicar que no podía ayudarla.
– Lo lamento, hermana. Es un momento difícil, y desde que el sajón se fugó ayer, la madre abadesa ha estado especialmente… -Vaciló e hizo una mueca-. De verdad: no sé dónde puede estar -dijo, y añadió con voz quejumbrosa-: De repente, todo el mundo busca a Gabrán. No lo entiendo.
– ¿Todo el mundo? -preguntó Fidelma al instante, interesada por el comentario-. ¿Qué queréis decir?
Sor Étromma volvió a formular su afirmación.
– Me refiero a que hoy varias personas me han preguntado si sabía dónde estaba. La madre abadesa, entre otras. Le he dicho hace un rato que yo no soy su posadera.
Fidelma enarcó una ceja con escepticismo, pues no se creía que aquella mujer de aspecto nervioso como un pájaro fuera capaz de contestar con semejante exabrupto a la altiva abadesa.
– ¿Decís, pues, que la abadesa Fainder ha preguntado por él esta mañana? -preguntó procurando ser amable.
– Me ha preguntado si yo sabía dónde estaba -corrigió la rechtaire.
– ¿Y no se os ocurre por dónde podría andar?
Sor Étromma lanzó un suspiro de exasperación.
– Ese hombre vive y duerme en su barco, a menos que esté demasiado borracho para regresar. Es de Cam Eolaing. No está atracado en el embarcadero de la abadía, así que podría estar en cualquier parte del río entre Cam Eolaing y el lago Garman, que queda al sur de aquí. No soy augur, así que no puedo deciros dónde se encuentra exactamente.
A Fidelma le sorprendió la irritabilidad de la rechtaire.
– Bueno, quizá tengáis alguna idea de dónde podría estar -inquirió con delicadeza.
Pareció que sor Étromma fuera a negarse a responder y acto seguido se encogió de hombros.
– La abadesa Fainder se ha inclinado por ir hacia Cam Eolaing a caballo. Por tanto, me figuro que es un buen lugar por donde empezar a buscarlo.
Cuando sor Étromma hizo amago de marcharse, Fidelma la retuvo al decirle:
– Me gustaría haceros unas preguntas para aclarar este asunto, sor Étromma. Es innegable que la abadesa Fainder os inspira animadversión. ¿A qué se debe?
La administradora la miró con desafío y respondió:
– Yo creo que es evidente.
– A veces hay cosas tan evidentes que nos pasan por alto.
– Yo tenía una ambición. Una ambición modesta, cierto. ¿Debería sentir simpatía por la persona que me arrebató esa ambición?
– Entonces tampoco debéis de tenerle simpatía al abad Noé por traer aquí a Fainder y nombrarla abadesa por encima de vos.
Sor Étromma se encogió de hombros.
– Ya no me importa -se defendió-. Ahora tengo otros planes.
– ¿Y ese mercader, el tal Gabrán? -preguntó Fidelma, cambiando de tema-. Parece que tiene una relación especial con la abadesa. El otro día entró en su cámara sin llamar.
Sor Étromma se rió con inquina.
– Eso puede atribuirse a su tosquedad y grosería. Pero es cierto: el marinero debe de tener algún trato comercial privado con ella, porque siempre que vuelve del puerto costero del lago Garman le trae vino y productos similares.
Fidelma se detuvo a reflexionar un instante antes de pasar a otra cuestión.
– La noche que mataron a la pequeña Gormgilla…
– Ya os dije cuanto sabía -la interrumpió sor Étromma de improviso.
– Querría aclarar algo. Cuando Fainder mandó que trajeran el cuerpo a la abadía y que os fueran a buscar, ¿dónde estabais exactamente? ¿Dormíais?
– No -contestó sor Étromma torciendo el gesto-. De hecho, me crucé con el médico, el hermano Miach, al que habían llamado para examinar a la niña muerta; venía de la biblioteca y me dirigía a mi cuarto.
– ¿Qué hacíais tan tarde en la biblioteca?
– Estaba allí por el abad Noé. Me había retrasado porque los mozos de cuadras me preguntaron si debían quitar los arreos al caballo del obispo Forbassach…
Fidelma estaba confusa y preguntó:
– Pensaba que habíais dicho que el abad Noé…
Sor Étromma dio un suspiro de impaciencia.
– Forbassach llegó tarde a la abadía y salió de las cuadras con prisa, sin dar instrucciones sobre qué hacer con el caballo, sin decir si iba a necesitarlo o no otra vez esa noche. Saltaba a la vista que había cabalgado con presura, porque llegó sudado. Di las instrucciones pertinentes a los mozos y me dispuse a ir a la cama…
– ¿Cuándo llegó a la abadía? ¿Antes o después de que llegara la abadesa Fainder? -preguntó Fidelma. Le parecía palmario que Forbassach y Fainder hubieran regresado por separado de Raheen, pero quería estar segura.
– Llegó poco antes de que Fainder anunciara que habían hallado el cuerpo de la niña. Se me dijo que acababa de llegar de la abadía cuando lo descubrió.
Fidelma se paró a analizar la información. Forbassach bien podría haber llegado antes del asesinato. Quizá podía tratarse de un detalle relevante.
– Así que salisteis de las cuadras y os dirigisteis a vuestra habitación -continuó.
– No. Me dirigía a mi habitación cuando oí un ruido en la biblioteca. Me asomé y vi al abad Noé. Le pregunté si se le ofrecía algo. Al fin y al cabo, soy la rechtaire.
Fidelma trató de disimular su reacción.
– De modo que el abad Noé también se hallaba en la abadía esa noche. Creía que sus dependencias estaban en la fortaleza de Fianamail.
– Me dijo que se encontraba allí para consultar unos libros antiguos.
– ¿Cuánto tiempo pasasteis allí antes de regresar a vuestra habitación?
– Apenas unos momentos. Me dijo, y de manera bastante cortante, que no se le ofrecía nada.
– ¿Y luego?
– Luego proseguí en dirección a mi cuarto, hasta que me crucé con el hermano Miach, como ya he dicho, que me dijo que la abadesa había regresado y que habían encontrado muerta a una joven novicia de la abadía. Le acompañé, y todo lo demás ya lo conocéis.
Fidelma guardó silencio unos instantes, cuando advirtió que sor Étromma la estaba mirando con gesto especulativo.
– ¿Os he aclarado algo?
– Algo, sí -concedió Fidelma con una fugaz sonrisa-. De hecho, bastante.
Fidelma regresó a la posada, donde Enda y Dego se habían quedado a ensillar los caballos para ir en busca del marinero.
– ¿Habéis averiguado dónde está? -le preguntó Enda a modo de saludo cuando la vio entrar a las cuadras.
– No exactamente. Pero antes que nada iremos a Cam Eolaing. Al parecer, la abadesa Fainder también está buscando a Gabrán y se nos ha adelantado.
– ¿La abadesa Fainder? -se interesó Dego-. ¿Para qué querrá encontrar a Gabrán?
Fidelma subió al caballo pensativa. Sin embargo, no tenía la respuesta.
Eadulf se sintió atrapado. Sabía de buena tinta que el marinero que se aproximaba no tenía buenas intenciones. Al parecer, Dalbach percibió su tensión, ya que le preguntó:
– ¿Conocéis a mi primo?
– Sé que se llama Gabrán y que ha intentado matarme esta mañana.
– Oh, así que es Gabrán -dijo-. No es primo mío, pero lo conozco. Es un mercader que pasa por aquí de vez en cuando. No veo por qué querría haceros daño, pero noto que le teméis. ¡Deprisa! Esa escalera va al desván. Subid y escondeos… yo no os traicionaré. Confiad en mí. ¡Subid ya!
Eadulf vaciló sólo un instante. No tenía otro remedio. El marinero con cara de zorro casi había alcanzado la puerta.
Eadulf cogió el abrigo del respaldo de su silla, volvió a ponerla de pie y subió por la escalera, y se escabulló por el desván.
Sabía perfectamente que su vida ahora colgaba de un hilo, porque el marinero iba armado y él estaba indefenso.
Tuvo el tiempo justo de tumbarse sobre las tablas de madera que formaban el suelo del desván, con la cabeza cerca de la trampilla por la que había pasado y que le ofrecía una perspectiva, si bien restringida, de la escena que se desarrollaba abajo. Entonces la puerta de la cabaña se abrió.
– Buenos días tengáis, Dalbach. Soy Gabrán -anunció el marinero al entrar.
Dalbach se le acercó tendiéndole la mano.
– Gabrán. Hace tiempo que no pasabais por mi casa. Buenos tengáis vos también. Venid y probad una jarra de aguamiel y contadme qué os trae por aquí.
– Con mucho gusto -respondió el otro.
El hombre se desplazó fuera del ángulo de visión de Eadulf. Éste oyó el ruido de líquido vertiéndose en una jarra de barro.
– Salud, Dalbach.
– Salud, Gabrán.
No se oyó nada durante unos momentos y luego Gabrán chasqueó los labios con apreciación.
– Esperaba encontrar por la zona a otro mercader que me trae productos de Rath Loirc. Supongo que no habréis oído nada acerca de la presencia de forasteros por la zona esta mañana, ¿no? -preguntó a Dalbach.
Eadulf se tensó, pues no estaba seguro de si aquel nuevo amigo iba a traicionarle o no.
– No, no he oído nada de ningún mercader que haya pasado por aquí -dijo Dalbach como respuesta evasiva.
– En fin. Tengo que volver al barco y enviar a uno de mis hombres a buscarlo. -Guardó silencio un momento, como si hubiera recapacitado-. ¿Y ha pasado algún otro extranjero por aquí? Hay una busca y captura de un asesino sajón que se ha fugado y anda por la región.
– ¿Un sajón, decís?
– Un asesino que se ha escapado de la fortaleza de Coba, mi señor; ha matado al guardia que ha intentado impedirle la huida y ha golpeado a otro, que ha perdido el conocimiento. Coba le había dado asilo y así ve correspondido su buen gesto.
Eadulf apretó los labios de rabia por la facilidad con que acudían las mentiras a los labios de aquel hombre.
– Parece algo horroroso -opinó Dalbach con serenidad.
– Cierto, es horroroso. Coba ha enviado a varios hombres a buscarlo. Bueno, como decía, tengo que volver al barco. Si veis al mercader que busco… pero no habéis visto a nadie, habéis dicho, ¿verdad?
– Exactamente, no he visto a nadie -concedió Dalbach.
Eadulf percibió un vislumbre de humor sombrío en su voz al recalcar el verbo: el ciego no mentía.
– De acuerdo. Gracias por el trago. Enviaré a uno de mis hombres a las colinas para buscar al mercader que tiene mi mercancía. Si por casualidad pasa por aquí, decidle que espere al hombre que enviaré. No me gustaría perder una mercancía tan valiosa…
La voz se interrumpió de súbito. Sin poder ver qué sucedía en la sala, Eadulf se tensó, alarmado.
– Si nadie ha estado por aquí, ¿cómo es que hay dos cuencos en la mesa… y las sobras de dos? -preguntó la voz de Gabrán, algo más aguda por la sospecha.
Eadulf soltó un gruñido mudo. Había olvidado retirar el caldo que había estado tomando: las sobras estaban a la vista sobre la mesa.
– Yo no he dicho que aquí no haya venido nadie. -La respuesta de Dalbach fue ágil, convincente-. Creía que sólo os referíais a forasteros. Nadie al que considere un forastero ha pasado por aquí.
Hubo un silencio tenso.
– Bueno, estaos alerta -aconsejó Gabrán acto seguido, al parecer satisfecho con la explicación-. Ese tal sajón puede tener mucha labia, pero es un asesino.
– He oído decir que el sajón es un clérigo.
– Sí, ¡pero ha violado y ha matado a una niña!
– ¡Que Dios se apiade de su alma!
– Puede que Dios se apiade de él, pero nosotros no, cuando le echemos la zarpa -respondió con mal genio-. Tened un buen día, Dalbach.
Eadulf volvió a ver al hombre pasar por su ángulo de visión y abrir la puerta.
– Que tengáis suerte y encontréis a vuestro amigo mercante, Gabrán -deseó Dalbach, a lo que el otro masculló un «gracias».
La puerta se cerró. Eadulf esperó un rato y luego se puso de rodillas y gateó hasta la pequeña abertura. Vio a Gabrán alejarse por el sendero y desaparecer bosque adentro. Contuvo un suspiro de alivio y se acercó a la escalera.
– ¿Se ha marchado ya? -preguntó Dalbach con un susurro.
– Sí, ya se ha ido -respondió Eadulf en voz baja desde arriba-. No sé cómo agradeceros que no me hayáis delatado. ¿Por qué?
– ¿Por qué? -repitió Dalbach.
Eadulf bajó por la escalera y se colocó a su lado.
– ¿Por qué me habéis protegido? Si ese tal Gabrán es vuestro amigo, ¿por qué me habéis escondido de él? Ya habéis oído lo que ha dicho de mí: soy un asesino que no se detendrá ante nada para escapar. Otro hombre se habría sentido amenazado con mi presencia.
– ¿Habéis cometido los delitos que él os atribuye? -preguntó Dalbach sin ambages.
– No, pero…
– ¿Habéis huido de la fortaleza de Coba y habéis matado a un hombre, como ha dicho?
– Di un golpe a un arquero, que le hizo perder el conocimiento, pero no he matado a ningún guardia. Aquel hombre pretendía matarme. Gabrán en persona vino a decirme que podía marcharme con toda libertad. En cuanto puse el pie fuera de la fortaleza, intentó abatirme.
Dalbach quedó en silencio, pensativo durante un momento. Entonces extendió una mano y le tocó el brazo.
– Como he dicho antes, la ceguera no priva a un hombre de los demás sentidos. A menudo los agudiza. Os he dicho que confiaba en vos, hermano Eadulf -le dijo con gravedad-. En lo que respecta a Gabrán, digamos que «amigo» no es la palabra más adecuada para definirlo. Es un hombre que viaja por esta región de vez en cuando y pasa a verme alguna que otra vez. Como es mercader, en ocasiones me trae regalos de amigos. Ahora tomad asiento otra vez, hermano Eadulf: terminemos la comida y contadme vuestro plan de regreso a Fearna.
Eadulf volvió a sentarse.
– ¿Mi plan? -preguntó, distraído todavía por la aparición de Gabrán.
– Antes de que viniera Gabrán, estábamos hablando de vuestro plan para regresar a Fearna y encontraros con vuestra amiga de Cashel -le recordó Dalbach.
– Antes me gustaría saber algo más de ese hombre. ¿Habéis dicho que es mercader?
– Sí, comerciante. Tiene su propio barco y navega a sus anchas por el río.
– Estoy seguro de haberle visto una vez en la abadía de Fearna.
– Seguramente. Comercia regularmente con ellos.
– Pero ¿por qué se molestó en ir hasta la fortaleza de Coba para decirme que podía marcharme a voluntad. Pensé que era uno de los hombres de Coba.
– Quizás el jefe de Cam Eolaing le pagó para liberaros y luego abatiros -conjeturó Dalbach.
– Eso es lo que puede haber pasado -asintió Eadulf, que había dado muchas vueltas al asunto-. Pero ¿qué necesidad tenía Coba de rescatarme de la abadía si pretendía matarme?
– Gabrán ofrece sus servicios a cualquiera que esté dispuesto a pagar, de manera que podría haberlo contratado otra persona. Sin embargo, es un misterio que tendréis que resolver. Yo sólo puedo deciros que Gabrán es muy conocido en toda la ribera.
– Habéis dicho que pasa con frecuencia por aquí.
– Debe de tener parientes en las colinas.
Eadulf mostró interés por aquella suposición y así lo expresó.
– A menudo baja de sus visitas en las colinas con muchachas. Me figuro que son familiares que le acompañan hasta el río para despedirse.
– ¿Os lo figuráis? ¿No os las presenta?
– Se quedan en el bosque cuando viene a verme, pero yo oigo las voces a distancia. Hace una parada aquí para tomar un refrigerio… siempre tengo aguamiel a mano.
– ¿Nunca vienen con él a la cabaña?
– Nunca -confirmó Dalbach-. Bueno, ¿qué pensáis hacer con respecto a vuestro viaje? A juzgar por la visita de Gabrán, sugeriría que no os demorarais. Estoy seguro de que, si en vez de Gabrán, hubiera sido mi primo de Fearna, no habríais pasado desapercibido.
– Quizá sea una imprudencia permanecer aquí más de lo necesario -asintió Eadulf.
– En tal caso, debéis llevaros ropa y un sombrero para pasar inadvertido.
– Sois muy amable, Dalbach.
– No es amabilidad; bien que los sabios nos enseñan a tratar con buena voluntad la miseria del prójimo. Yo obtengo satisfacción de aportar mi grano de arena a favor de la justicia -sentenció y se levantó-. Acompañadme y os mostraré dónde guardo ropa de sobra y así podáis elegir las prendas que deseéis para el viaje. ¿Ya habéis pensado en cómo llegaréis a Fearna?
– ¿En cómo llegaré?
– En la ruta que tomaréis para llegar a la ciudad. Me consta que el obispo y brehon Forbassach es un hombre listo. Quizá deduzca que intentaréis poneros en contacto con vuestra amiga, sor Fidelma, y que monte la guardia en el camino de Cam Eolaing por si lo tomáis. Lo mejor será que os encaminéis hacia el norte, a través de las montañas, y que accedáis a Fearna por el camino del norte. Nunca se les ocurrirá que vayáis a llegar desde esa dirección.
Eadulf consideró la sugerencia y dijo al fin:
– Es una buena idea.
– Será una noche fría, así que procurad no quedaros en las montañas. En la iglesia de la Santísima Brígida hay un santuario no muy grande; está sobre la ladera sur de la Montaña Gualda. Tened presente el lugar. El padre superior, el hermano Martan, es muy bondadoso. Mencionad que yo os envío y os proporcionará una cama caliente y comida.
– Lo tendré presente. Habéis sido un buen amigo para un alma sin amigos, Dalbach.
– Como dice el lema, justitia ómnibus. Justicia para todos o justicia para nadie -respondió Dalbach.
La espléndida y rasa mañana de otoño que se había levantado, pese a la cruda helada, se había convertido en un típico día triste y gris. El viento del sudoeste había transportado nubes de tormenta blancas y argentadas que anunciaban precipitaciones. Las primeras nubes eran elevadas y tenues como la cola de una yegua, y se habían desarrollado hasta formar una capa lechosa que en doce horas o menos traería lluvia, como bien sabía Fidelma.
En compañía de Dego y Enda, había cabalgado por la orilla del río rumbo a Cam Eolaing. En un par de ocasiones, se habían detenido para saludar a marineros que pasaban y para preguntarles acerca de Gabrán. Al parecer, nadie había visto su barco, el Cág, río abajo, por lo que cabía deducir que estaba amarrado en Cam Eolaing.
Cam Eolaing era una curiosa confluencia de ríos y arroyos en un valle. Allí donde buena parte de las aguas concurrían, se ensanchaban formando casi un lago en el que había una serie de islas, que no estaban habitadas porque eran bajas y pantanosas. Al norte y al sur, las colinas protegían el valle. En la orilla norte, situada estratégicamente en la colina, una fortaleza dominaba el valle. Fidelma supuso que era la de Coba, donde había dado asilo a Eadulf el día anterior.
Más allá del lago, descendía otra franja de agua procedente del este, cuyo nacimiento quedaba oculto entre las escarpadas elevaciones. Cam Eolaing dominaba por el oeste el acceso a la campiña montañosa. A los pies de la fortaleza, diseminadas por la ribera, había varias cabañas, sobre todo hacia el norte.
Fidelma sugirió que hicieran un alto en el camino para que Dego fuera a preguntar sobre Gabrán y su barco a un herrero, que en ese momento se hallaba preparando el fuego en la forja. El musculoso hombretón, que vestía una chaqueta de cuero, apenas se molestó en interrumpir su quehacer, aunque respondió con hosquedad a sus preguntas y señaló al otro lado del río. Al reunirse con ellos, Dego les contó qué había sacado en claro.
– Al parecer, Gabrán suele amarrar el barco en la orilla sur del río, señora. Vive justo ahí.
A aquella altura, el río era ancho e infranqueable.
– Tendremos que buscar una barca para cruzar -musitó Enda, señalando lo evidente.
Dego señaló hacia una parte de la orilla donde había varias barcas alineadas.
– El herrero ha dicho que alguna de aquéllas nos cruzará a remo.
El herrero llevaba razón. No tardaron en encontrar a un leñador que se ofreció a llevarlos al otro lado por una cantidad módica. Decidieron que Enda se quedaría con los caballos y que Dego acompañaría a Fidelma a buscar a Gabrán.
A medio cruzar, el leñador miró por encima del hombro y dejó de remar.
– Gabrán no está aquí -les anunció-. ¿Queréis pasar al otro lado a pesar de todo?
– ¿Que no está, decís? -repitió Dego con un gesto severo-. Si lo sabíais, ¿por qué nos habéis hecho venir hasta aquí?
El leñador lo miró con desdén y se quejó.
– Yo no veo a través de las cosas, férvido amigo. Los amarres, que están detrás del islote, no se ven hasta llegar a media corriente. Y el Cág, su barco, no está en su amarre. Así que Gabrán no está aquí. Vive en su barco, ¿sabéis?
La explicación bajó los humos a Dego.
– Aun así, cruzaremos a la otra orilla -insistió Fidelma-. Veo unas cabañas junto a los amarres: puede que alguien sepa adónde ha ido.
En silencio, el leñador se concentró en remar otra vez. Los dejó en un amarre vacío y señaló una cabaña, diciendo que también pertenecía a Gabrán, aunque el marinero nunca se quedaba en ella. Fidelma le hizo prometer que esperaría para llevarlos de vuelta a la otra orilla cuando hubieran acabado. En la cabaña no había nadie, pero una mujer que pasaba por allí con un haz de ramitas se detuvo al verlos.
– ¿Buscáis a Gabrán, hermana? -preguntó con respeto.
– Así es.
– No vive aquí, pero la cabaña es suya. Prefiere vivir en el barco.
– Ya veo. ¿Y que su barco no esté aquí significa que él tampoco está?
La mujer asintió a la lógica de la pregunta y añadió:
– Esta mañana ha estado aquí, pero ha zarpado muy pronto. Ha habido algo de agitación en la fortaleza del jefe esta mañana.
– ¿Y Gabrán se ha visto envuelto en ella?
– Lo dudo. Tenía que ver con la fuga o algo así de un forastero. A Gabrán le interesan más sus ganancias que lo que ocurre en la fortaleza de nuestro jefe.
– Nos han dicho que el Cág hoy no ha ido aguas abajo.
La mujer señaló al norte con la cabeza.
– Entonces ha ido río arriba. Es lo lógico. ¿Sucede algo, que tanta gente está buscando hoy a Gabrán?
Fidelma ya se disponía a alejarse cuando oyó la pregunta. Volvió a mirar a la mujer y repitió:
– ¿A qué os referís con «tanta gente»?
– Bueno, no sé cómo se llama, pero no hace mucho ha pasado por aquí una mujer con alto cargo religioso preguntando por Gabrán.
– ¿Era la abadesa Fainder de Fearna?
La mujer se encogió de hombros.
– No sabría deciros. Nunca voy a Fearna… es un sitio demasiado grande y ajetreado.
– ¿Y quién más ha preguntado hoy por Gabrán?
– También ha pasado un guerrero. Se ha anunciado como comandante del la guardia del rey.
– ¿Se llamaba Mel?
– No lo ha dicho -respondió y volvió a encogerse de hombros-. Ha pasado antes incluso que la religiosa.
– ¿Y andaba buscando a Gabrán?
– Iba muy apurado. Y creo que se ha molestado mucho cuando le he dicho que el Cág se había ido. «¿Río arriba?», ha dicho. «¿Río arriba?» Y ha arrancado a cabalgar como alma que lleva el diablo.
– Supongo que no habrá mencionado para qué buscaba a Gabrán…
– No.
– De modo que si vamos río arriba en algún momento encontraremos a Gabrán.
– Eso mismo.
Fidelma esperó, pero al ver que río obtenía más información, preguntó:
– Pero este río tiene dos afluentes principales al otro lado de esos islotes. ¿Cuál deberíamos tomar?
– Veo que sois forastera en estas tierras, hermana -la reprendió la mujer-. Los barcos sólo pueden seguir una ruta. El ramal del este no es navegable, y menos para un barco del tamaño del Cág. Gabrán suele tomar la ruta norte para llegar a los poblados que hay por la orilla, donde recoge mercaderías antes de volver a bajar para venderlas.
Fidelma dio las gracias a la mujer y, con Dego a la zaga, regresó a la barca del leñador.
– En fin, parece que tendremos que coger los caballos para ir a buscar a Gabrán más arriba -anunció con un suspiro.
– ¿Por qué creéis que la abadesa le está buscando? -preguntó Dego al llegar a la barca-. ¿Y ahora Mel? ¿Están todos implicados en este misterio?
Fidelma se encogió de hombros.
– Esperemos descubrirlo pronto -dijo y sintió un escalofrío-. Hoy hace un frío glacial. Deseo que Eadulf haya encontrado un buen cobijo.
Al llegar a la barca, el leñador los esperaba recostado, envuelto en una capa de lana, y parecía estar a gusto a pesar del frío.
– Ya os aseguré que Gabrán no estaba -les dijo con una sonrisa burlona a la par que tendía una mano a Fidelma para ayudarla a mantener el equilibrio al subir a la barca, que se meció levemente.
– Así es -respondió ella sin añadir nada más.
El leñador los cruzó de vuelta en silencio.
En la orilla norte Dego pagó al hombre con la moneda que les pidió y volvió a unirse a Enda.
– El Cág ha ido río arriba -le contó-. Hemos de subir a caballo.
Enda tenía una expresión lúgubre.
– He hablado con la esposa del leñador entretanto. El ramal norte del río no es navegable a partir de dos o tres kilómetros de aquí, y el del sur tampoco a partir de uno más o menos.
– Eso es una buena noticia -respondió Fidelma, subiéndose al caballo-. Significa que tarde o temprano alcanzaremos el Cág.
– La mujer del leñador me ha dicho que por aquí ha pasado otro guerrero -añadió Enda-, que ha dejado el caballo…
– Ya lo sabemos: es Mel -lo interrumpió Dego, dándose impulso para montar.
– Por lo visto le acompañaba otro hombre, que le ha esperado en esta orilla mientras él atravesaba el río.
Fidelma espero con paciencia a que les contara más, hasta que lo instó a hacerlo con irritación.
– Bueno… ¿nos vais a decir lo que sabéis o no, Enda?
– Sí, claro. La mujer me ha dicho que era el brehon. El obispo Forbassach.
Eadulf había dejado atrás la cabaña de su nuevo amigo, Dalbach, para seguir subiendo por las montañas. El aire era frío, y empezaba a levantarse viento del sudeste. Sabía que se avecinaba mal tiempo. Desde aquella posición elevada, divisaba la sombría masa de nubes tormentosas que se estaba formando hacia el sur.
Se encaminaba derecho al norte, pues, según Dalbach le había explicado, esa dirección lo conduciría hasta un valle en el extremo este de las montañas, al otro lado de una cumbre, desde donde podría girar hacia el oeste y tomar el camino a Fearna. A pesar de su ceguera, Dalbach parecía recordar la geografía de su región con la exactitud de un hombre de ojos sanos. Los recuerdos se hallaban marcados en su mente. La campiña por la que Eadulf se estaba abriendo paso era inhóspita y accidentada, por lo que agradecía doblemente la hospitalidad de Dalbach, así como el gesto de prestarle ropa de abrigo y las botas con las que sustituir el raído hábito de lana y las sandalias. También agradecía el sombrero de lana con orejeras que Dalbach le había proporcionado; hacía juego con la capa de oveja, y se le ajustaba bien a la cabeza y le daba calor. El viento de la montaña era como una hoja que cortaba las partes más sensibles de la piel.
Avanzaba a grandes zancadas y con la cabeza gacha por el sendero, que en algunos tramos parecía desvanecerse. Tuvo que detenerse en varias ocasiones para asegurarse de que lo estaba siguiendo. No era un sendero frecuentado; eso era evidente. De vez en cuando levantaba la cabeza para mirar, pero el viento helado le daba en la cara, por lo que era más fácil caminar mirando al suelo. En una de estas rápidas miradas, se detuvo, sorprendido.
Algo más adelante había un hombre sentado en el camino.
– ¡Vamos! -le grito éste-. Llevo mucho esperándote.
Hacía una hora que Fidelma y sus compañeros cabalgaban por la orilla norte cuando Dego tiró de las riendas y señaló con entusiasmo.
– Mirad ese barco amarrado en el embarcadero que aparece detrás de esos árboles. ¡Debe de ser el Cág!
Fidelma entornó los ojos. No muy lejos de allí había una arboleda, junto a la cual se divisaba un embarcadero con un gran barco de río amarrado. Al lado del embarcadero se veía un caballo atado. Fidelma lo reconoció al instante.
– Es el caballo de la abadesa Fainder -dijo a sus compañeros.
– Entonces supongo que, al fin, hemos encontrado a Gabrán -observó Enda.
Los tres jinetes siguieron adelante poco a poco, hasta detenerse donde pastaba el caballo de la abadesa tranquilamente. El embarcadero era el único signo de civilización en la zona. No había señal de casas u otro tipo de viviendas por allí. Era un lugar extrañamente desolado.
Del Cág no salía ningún ruido y tampoco vieron movimiento alguno. Fidelma se preguntó dónde estaría la tripulación. Supuso que se hallaría bajo la cubierta y que nadie les había oído llegar. Ataron los caballos, y los tres, encabezados por Fidelma, se acercaron al embarcadero. Era una nave larga y plana, utilizable solamente para la navegación fluvial, pues sería inestable para usarla a mar abierto.
Una vez sobre el embarcadero, Fidelma se detuvo: el silencio imperante no era normal.
Con cautela, se dirigió hacia la cabina principal, la parte más elevada y posterior de la nave, con la puerta situada al nivel de la cubierta. Se disponía a llamar, cuando oyó un sonido apenas perceptible en el interior: la intuición le dijo que algo iba mal.
Lanzó una mirada de advertencia a los guerreros, puso la mano sobre el pestillo y lo empujó muy despacio antes de abrir de golpe la puerta.
No estaba preparada para ver la escena que presenció.
En la oscura cabina había sangre por todas partes, procedente de un cuerpo despatarrado en el suelo. Pero lo que más impresionó a Fidelma fue la figura que había arrodillada junto a la cabeza del cadáver. Una figura con un cuchillo ensangrentado en la mano.
La ropa del cadáver habría revelado su identidad aun cuando Fidelma no hubiera reconocido sus facciones retorcidas en el momento de agonía previo a la muerte. Era Gabrán, el capitán del Cág. Pero la figura arrodillada con el arma homicida en la mano, que había vuelto la cabeza y miraba aterrorizada a Fidelma, era la abadesa de Fearna, la abadesa Fainder.