Capítulo X

– ¿Sois vos la mujer que ha tenido problemas con el brehon de Laigin, el obispo Forbassach?

Aquella voz débil y aflautada le resultó familiar a Fidelma.

Ésta apartó la vista del desayuno para ver a un individuo escuálido inclinado sobre ella. No había nadie más en la sala principal de la posada, ya que había bajado a desayunar temprano.

Frunció el ceño ante el aspecto poco atractivo del hombre. Iba vestido con el atavío de un marinero de río. Tardó unos instantes en reconocerlo. Se trataba del hombrecillo bebido que había aparecido la noche anterior quejándose de que la irrupción de Forbassach y sus hombres en la posada lo habían despertado. Sin embargo, era lo menos parecido a la idea de un marinero de lo que Fidelma podía imaginar todavía. Era un hombre menudo, de rasgos angulosos y pelo lacio y castaño. Pese a tener una nariz aguileña, unos labios finos y rojos y unos ojos vacíos de profundidad, era evidente que debía de haber sido guapo en su juventud; aun así, aquella piel curtida no era tanto un efecto de la edad cuanto de haber llevado una vida disoluta.

– Como veis, no he tenido ningún problema -le respondió Fidelma con brevedad y devolvió la atención a su plato.

El marinero se sentó sin haber sido invitado a hacerlo; sin dejarse intimidar por la respuesta hostil de Fidelma, dijo con desdén:

– No me vengáis con ésas. Anoche vi lo que vi. Un brehon no se toma la molestia de salir en mitad de la noche con media docena de guerreros sin una buena razón. ¿Qué habéis hecho? -Se sonrió, mostrando una línea de dientes ennegrecidos-. Vamos, decidme. Puede incluso que pueda ayudaros. Conozco a mucha gente en Fearna (personas influyentes) y si considero que merece la pena…

De pronto el marinero soltó una exclamación y se levantó, al parecer contra su voluntad, con la cabeza inclinada a un lado. Dego lo tenía agarrado de la oreja, de la que tiraba con experta fuerza.

– Creo que estáis molestando a la señora -observó Dego en voz baja, aunque amenazadora-. ¿Os importaría apartaros?

El hombre se retorció intentando deshacerse de él antes de reparar en que su antagonista era un guerrero joven y musculoso. Levantó la voz para soltar un quejido:

– No la estaba insultando. Le estaba ofreciendo ayuda y…

Fidelma hizo una seña de indiferencia y dijo con un suspiro:

– Soltadle, Dego. -Y añadió con firmeza, dirigiéndose al marinero-: Yo no quiero vuestra ayuda. Desde luego, no pagaría por ningún tipo de ayuda que vos pudierais ofrecer. Ahora os sugiero que hagáis caso a mi compañero y os apartéis.

Dego soltó al marinero, que se llevó la mano a la oreja y se apartó unos pasos a tropiezos.

– No me olvidaré de esto -gimió, procurando no estar al alcance de Dego-. Tengo amigos y os haré pagar esta afrenta. ¿Creéis que podéis ganarme la batalla? Otros ya lo han intentado. Y los he puesto en su sitio.

Lassar entró para atender a Fidelma y oyó las quejas del hombre.

– ¿Qué ha sucedido? -quiso saber.

Dego sonrió de manera vengativa y se sentó en la silla que había desocupado el marinero.

– Me he confundido. He tenido la impresión de que este alfeñique -explicó a Lassar, señalando con un pulgar al marinero- insistía en prestar atenciones indeseadas a sor Fidelma. Ya me he disculpado por el malentendido.

El hombrecillo seguía de pie en la sala, frotándose insistentemente la oreja, pero dejó de hacerlo en cuanto oyó el nombre de ella y lo reconoció. Fidelma se dio cuenta y se preguntó a qué podría deberse.

– Estoy segura de que este hombre aceptará vuestras disculpas, Dego, y que no desea causar más molestias -dijo Fidelma con firmeza.

El marinero vaciló un momento y, a continuación, inclinó la cabeza con una sacudida.

– Las personas tienen derecho a equivocarse. ¿No es cierto? -murmuró.

Fidelma entrecerró los ojos al recordar algo.

– Yo os he visto antes, ¿verdad?

– ¡No creo! -exclamó el hombrecillo, frunciendo el ceño.

– ¡Sí, sí que os he visto antes! Estabais en el patio de la abadía contemplando como bajaban el cuerpo del hermano Ibar.

– ¿Y qué tiene de malo? Comercio mucho con la abadía.

– ¿Tenéis curiosidad morbosa en lo grotesco, o acaso un interés particular en la suerte que corrió el hermano Ibar? -Fidelma hizo la pregunta por instinto y no tanto por lógica.

Lassar, algo desconcertada por la conversación, pues había llegado hacía unos momentos, intervino a fin de prestar su ayuda.

– Gabrán también comercia mucho río arriba, río abajo, ¿no?

El hombre se limitó a dar media vuelta y salir de la posada sin responder a ninguna de las preguntas. Lassar sonrió y dijo en tono de lamento:

– Creo que habéis herido sus sentimientos. Si os interesa saberlo, hermana, el hermano Ibar robó y mató a uno de los hombres de Gabrán.

Dego hizo una mueca y preguntó a Fidelma:

– ¿He hecho mal en intervenir?

Fidelma negó con la cabeza y comentó a Lassar, que estaba sirviendo pan recién hecho:

– Ese hombre no me ha parecido un marinero, salvo por la ropa que llevaba.

La mujerona se encogió de hombros.

– Aun así lo es, hermana. Tiene su propio barco, al que llama Cág y con el que comercia por los pueblos a orillas del río. De vez en cuando se queda a dormir en la posada, cuando ha bebido de más y no es capaz de volver al barco. Pasó aquí la noche que mataron a su hombre.

¿Cág, decís que se llama el barco? ¿No es Grajilla un nombre raro para un barco?

Lassar, indiferente a la connotación que pudiera tener el nombre, comentó:

– Cada maestrillo tiene su librillo.

Con una breve sonrisa, Fidelma observó:

– Sabio dicho, éste. ¿Qué sabéis acerca del asesinato de su tripulante?

– No sé nada de primera mano.

– Pero habréis oído algún rumor al respecto -insistió Fidelma.

– Los rumores no siempre dicen la verdad -respondió la mujer.

– En eso lleváis razón. Pero a veces, la información llena de prejuicios puede ser muy útil para conocer a la verdad. ¿Qué habéis oído?

– Sólo que en el muelle encontraron a un marinero muerto el día después de que el sajón asesinara a aquella niña. Un día después sorprendieron al hermano Ibar con algunos objetos del marinero, y entonces fue juzgado y condenado por el crimen.

– ¿Quién presidió el juicio?

– El brehon, claro, el obispo Forbassach.

– ¿Sabéis si el hermano Ibar llegó a reconocerse culpable?

– No. Ni durante el juicio ni después, o eso me han dicho.

– ¿Y la prueba en contra era que tenía en su posesión objetos personales del marinero?

– Para confirmarlo, habríais de preguntar a alguien que hubiera asistido al juicio. Yo tengo cosas que hacer.

– ¡Un momento! ¿Fue acaso vuestro hermano Mel quien participó en el apresamiento de Ibar? Porque era el capitán de la guardia, ¿no es así?

Para su sorpresa, Lassar lo negó.

– Mel no tuvo nada que ver con el caso de Ibar. Aunque fue un hombre de su guardia. Se llamaba Daig.

Fidelma sopesó sus palabras en silencio y a continuación observó con tranquilidad.

– Parece que muere mucha gente en el muelle de la abadía. Da la sensación de ser un lugar siniestro y desdichado.

Mientras recogía los platos, Lassar respondió con una mueca:

– Eso es verdad. Ya habéis conocido a sor Étromma y a su hermano tonto, ¿verdad?

– ¿Cett? Sí, ya los conozco. ¿Qué tienen que ver ellos?

– Nada. Los menciono como un ejemplo de desdicha. ¿Os podéis creer que sor Étromma es descendiente de la línea real de Laigin, los Uí Cheinnselaig?

Fidelma trató de recordar por qué el dato no la sorprendió. Estaba segura de que alguien ya se lo había dicho.

Lassar ganó confianza y relató:

– ¿Sabíais que, cuando los Uí Néill de Ulaidh atacaron el reino, Étromma era muy pequeña, y que los tomaron, a ella y a su hermano, como rehenes? Dicen que hirieron a Cett en la cabeza y que es simple desde entonces. Es una historia triste.

– Sí, es triste, si bien nada excepcional -opinó Fidelma.

– Ah, pero lo excepcional fue que, aun siendo Étromma de estirpe real, el rey Crimthann, que gobernaba en esa época, se negó a pagar el rescate y abandonó a ambas criaturas al tierno cuidado de los Uí Neill. La rama de la familia de Étromma era pobre, y no pudieron pagar el rescate.

– ¿Qué sucedió? -preguntó Fidelma, interesada.

– Un año después, Étromma y su hermano lograron fugarse del norte y regresaron aquí. Creo que ella les guardaba mucho rencor. Ambos entraron al servicio de la abadía. Tenéis razón, es una historia muy triste.

Lassar acabó de recoger los platos y salió. Fidelma se quedó sentada unos momentos antes de levantarse. Dego la miró con gesto intrigado.

– ¿Adónde os dirigís, mi señora? -le preguntó.

– Quiero volver a la abadía para ver si puedo obtener más información -respondió.

– ¿Creéis que el obispo Forbassach está en lo cierto y alguien ha ayudado al hermano Eadulf a escapar? -preguntó Dego.

– Creo que sería difícil escaparse de la celda en la que estaba encarcelado, sin la ayuda de nadie -asintió-. Pero el misterio que debemos resolver es quién le ayudó y por qué. Una persona podría haberle ayudado, y es un jefe llamado Coba. Respeta y defiende sin ningún tipo de dudas las leyes de Fénechus frente a los Penitenciales que tanto le gustan a Fainder. Pero quizá no conviene preguntar directamente a Coba, pues tal vez me equivoque. Mientras yo voy a la abadía, averiguad cuanto podáis sobre Coba. Pero sed discretos.

Dego inclinó la cabeza a modo de asentimiento.

– Eadulf ha hecho algo peligroso, señora. ¿Creéis que tratará de ponerse en contacto con nosotros?

– Eso espero -contestó Fidelma con fervor-. Me gustaría que se presentara ante Barrán para limpiar su nombre. El obispo Forbassach tiene razón al decir que la huida puede interpretarse como una acción propia de un hombre culpable.

– Y si no hubiera huido, ahora sería hombre muerto -le recordó Dego con sequedad.

Fidelma sintió una punzada de resentimiento.

– ¿Acaso pensáis que he olvidado que, a pesar de mis conocimientos jurídicos, fui incapaz de ayudar a Eadulf? -soltó al guerrero-. Quizá debería haber hecho lo que otros han hecho.

– Señora -se apresuró a corregir Dego-, no era mi intención criticaros.

Fidelma le puso una mano en el brazo.

– Disculpad mi mal genio. La culpa es mía -se excusó, contrita.

– Si Eadulf es capaz de evitar que lo capturen durante los próximos días, habrá la posibilidad de que Aidan regrese con el brehon Barrán -señaló Dego para reconfortarla-. Y si es así, podrá celebrarse un nuevo juicio, como deseáis.

– Pero si ahora es libre, ¿adónde irá? -caviló Fidelma-. Podría intentar tomar un barco rumbo a tierras sajonas, podría regresar a su propio país.

– Señora, él jamás abandonaría este país sin antes decíroslo, y menos ahora que sabe que estáis en Fearna.

La idea no consoló a Fidelma.

– Puede que no tenga otro remedio, pero espero que no se demore por mí. Más bien debiera adentrarse en las colinas o los bosques y esperar a que amaine el revuelo. -Se interrumpió, turbada, pues un dálaigh jamás debería considerar el mejor modo de eludir la ley-. Por cierto, ¿dónde está Enda?

– Ha salido temprano. Creo que ha dicho que le habíais encargado una misión.

Fidelma no recordaba haber ordenado a Enda que fuera a ninguna parte, pero se limitó a encogerse de hombros y decir:

– Si no nos vemos antes, trataré de encontrarme con ambos aquí, en la posada, después del mediodía.

Dejó a Dego terminándose el desayuno y enfiló hacia la abadía por las calles de la ciudad.

Era indiscutible que la noticia de la fuga de Eadulf ya se había difundido por el municipio, ya que de camino, la gente la miraba con descarado interés; algunos hasta se detenían a murmurar con sus vecinos. Unos la miraban con hostilidad, otros con mera curiosidad. Y sólo en un par de casos expresaron sus sospechas insultándola a gritos, a los que Fidelma hizo oídos sordos.

Al parecer, en Fearna ya no quedaba nadie que ignorara su identidad, ni su relación con el sajón que debía ser colgado a mediodía.

En el fondo, Fidelma aún sentía una serie de emociones intensas, pero era consciente de que, si quería llegar a alguna parte, debía contenerlas. Se vio obligada a ejercer una tremenda fuerza de voluntad para apartar de su mente cualquier posible sentimiento. Si viera a Eadulf como algo que no fuera sólo como una persona desesperadamente necesitada de su ayuda y experiencia, la angustia que bullía bajo su aparente calma la volvería loca.

A las puertas de la abadía, sor Étromma la recibió con no poca suspicacia.

– Sois la última persona a la que esperaba ver -dijo con grosería.

– Vaya, ¿y eso? -preguntó Fidelma con inocencia mientras la rechtaire le permitía el paso por las puertas de la abadía.

– Creía que a estas horas estaríais de regreso a Cashel, llena de júbilo. El sajón ha escapado. ¿No es esto lo que queríais?

Fidelma la miró con seriedad.

– Lo que yo quería -respondió, haciendo hincapié en sus palabras- era que se hiciera justicia al hermano Eadulf y que se retiraran los cargos de los que le acusaban. En cuanto a regresar a Cashel llena de júbilo… No abandonaré este lugar hasta que averigüe qué ha sido del hermano Eadulf y, desde luego, hasta que haya limpiado su nombre. La huida no absuelve a una persona ante la ley.

– La huida es preferible a la muerte -señaló la administradora de la abadía, repitiendo casi las mismas palabras de Dego.

– Hay parte de razón en eso, pero preferiría que hubiera sido liberado a que sea un fugitivo, en cuyo caso cualquiera puede tratarlo como un hombre fuera de la ley y actuar en consecuencia.

– Todos en la abadía creen que vos habéis tenido algo ver con la fuga. ¿Es así?

– No tenéis pelos en la lengua, sor Étromma. No, yo no he ayudado a Eadulf a escapar.

– Será difícil que la gente se convenza de ello.

– Sea difícil o no, es la verdad. Y tampoco tengo interés alguno en perder el tiempo tratando de convencer a la gente.

– Puede que descubráis que aquí las mentiras os granjean amigos y que la verdad sólo engendra odio.

– Hablando de odio… Vos tenéis poca simpatía por la abadesa Fainder, ¿verdad?

– Para ser administradora no se requiere tener simpatía por la abadesa a la que se sirve.

– ¿Os gusta el modo en que gobierna la abadía? Me refiero a la aplicación de los Penitenciales.

– Son las normas de la abadía. Y yo debo acatarlas. Pero ya veo adónde pretendéis ir a parar, hermana. No intentéis persuadirme de que condene la postura de la abadesa o del obispo Forbassach. Ya se aplique el castigo que dictan los Penitenciales o la ley de Fénechus, no olvidéis que el sajón es culpable de violación y asesinato. Y ese crimen debe ser castigado por la ley, sea ésta cual fuere. Ahora estoy ocupada. Hay mucho que hacer hoy en la abadía. ¿A qué se debe vuestra visita?

– En primer lugar, quisiera ver a la abadesa.

– Me sorprendería que ella acceda a recibiros.

– Pues veamos si es así.

La abadesa Fainder accedió a recibir a Fidelma. Como de costumbre, estaba sentada tras su mesa con gesto austero y mirada suspicaz.

– Sor Étromma me ha dicho que negáis saber nada de la fuga del sajón, sor Fidelma. No esperaréis que me lo crea, ¿verdad? -observó con perspicacia para dar pie a la conversación.

Fidelma sonrió sin inmutarse y tomó asiento sin que la abadesa se lo ofreciera, consciente del vislumbre de fastidio que se dibujaba en el rostro de ésta, si bien en esta ocasión Fainder tuvo la sensatez de no poner ningún reparo.

– No espero que creáis nada, madre abadesa -respondió Fidelma con serenidad.

– Pero queréis defender vuestra inocencia ante mí, ¿cierto? -se burló aquélla.

– Yo no tengo que defender nada ante vos -replicó Fidelma-. Sólo he venido con el propósito de pedir vuestro consentimiento para seguir interrogando a los miembros de la comunidad.

La abadesa Fainder se echó atrás contra el respaldo con expresión de asombro.

– ¿Con qué propósito? -exigió-. Ya tuvisteis ocasión de interrogar y de apelar al tribunal. La verdad se ha corroborado con la fuga del sajón.

– Ayer no tuve tiempo de averiguar cuanto quería con relación a los cargos imputados al hermano Eadulf. Me gustaría reanudar el interrogatorio.

Por primera vez, la abadesa Fainder se mostró del todo perpleja.

– Estaréis perdiendo el tiempo. Según tengo entendido, Forbassach investigará cualquier posible implicación que tengáis en la fuga del sajón. A mi juicio, es una clara muestra de su culpabilidad. Y tendrá que afrontarlo llegado el momento. Quienes le ayudaron a huir también serán castigados. Tenedlo presente, sor Fidelma.

– Tengo muy presentes todos los procedimientos legales, madre abadesa. Y de aquí a que apresen al hermano Eadulf, tengo tiempo para reanudar mi cometido. Esto es, a menos que haya algo que no queráis que descubra.

La abadesa Fainder palideció; se disponía a responderle cuando oyeron un ruido en la puerta y ésta se abrió antes de poder protestar.

Fidelma se volvió en redondo de cara a la puerta.

Para su sorpresa, vio a Gabrán, el escuálido marinero, en el umbral. Éste se quedó quieto al verla, incómodo ante su presencia.

– Disculpad, señora -murmuró éste a la abadesa-. No sabía que estuvierais ocupada. La administradora me ha dicho que queríais verme. Volveré más tarde.

Haciendo caso omiso de la presencia de Fidelma, abandonó la sala cerrando la puerta.

Fidelma se volvió hacia la abadesa Fainder con cierto regocijo.

– Esto sí que resulta fascinante. Nunca había visto a un marinero tan a sus anchas en una abadía, hasta el punto de tener acceso a la cámara privada de la abadesa a voluntad.

La abadesa Fainder parecía avergonzada.

– Ese hombre es un zafio. No tiene ningún derecho a creer que puede entrar aquí -dijo tras vacilar un instante, si bien en un tono nada convincente-. De todas maneras, ¿quién sois vos para juzgarme en estos menesteres?

Sor Fidelma sonrió con serenidad sin hacer comentario alguno al respecto.

La abadesa Fainder esperó un momento y a continuación se encogió de hombros.

– Ese hombre comercia con la abadía, eso es todo -dijo a la defensiva.

Fidelma se mantuvo en silencio, sentada, como si esperara a que la abadesa prosiguiera.

– El obispo Forbassach fue a visitaros anoche -empezó a decir la abadesa-. En cuanto se supo que el sajón había huido… o más bien, cuando se supo que lo habían ayudado a escapar, hice llamar al obispo. A él le pareció evidente que vos sabríais dónde estaba. Pero al parecer no os encontró.

– No fue así -replicó Fidelma-. Me despertó en mitad de la noche buscando en vano al hermano Eadulf.

La abadesa abrió bien los ojos. Era evidente que nadie la había informado de la visita nocturna del obispo Forbassach.

– ¿Registró vuestro cuarto y no halló nada? -preguntó, frunciendo el ceño con incertidumbre.

– Parecéis sorprendida. No, no encontró al hermano Eadulf bajo mi cama, si a eso os referís, madre abadesa. Y, si fuera inteligente, tampoco debería haber esperado encontrarlo allí. El obispo Forbassach no halló nada.

– ¿Nada? -repitió la abadesa con un tono de incredulidad.

Guardó silencio para reflexionar, como si estuviera asimilando la noticia. Luego pareció que su actitud altanera se hubiera desmoronado y se mostró contenida.

– Muy bien -prosiguió-. Si necesitáis reanudar el interrogatorio, adelante. Creo que todos en esta abadía sospechan la identidad de aquellos que han ayudado a huir al sajón.

Fidelma se levantó con tranquilidad.

– Gracias por vuestra colaboración, madre abadesa. Es bueno saber que todos en esta abadía sospechan quiénes ayudaron a huir a Eadulf.

El comentario desconcertó a la abadesa. En su mirada se reflejó una pregunta, a la que Fidelma decidió responder.

– Si en esta abadía todos tienen sospechas acerca de quién puede haber ayudado al hermano

Eadulf a escapar, quizá puedan informarme a fin de poder resolver pronto este misterio. Puede que hasta sepan quién mató en realidad a esa niña, de cuyo asesinato se le acusa falsamente.

La abadesa Fainder recuperó su actitud desdeñosa.

– Y a pesar de todo lo ocurrido, ¿seguís sosteniendo que el sajón es inocente?

– Confieso que sí, a pesar de todo.

La abadesa movió la cabeza muy despacio.

– Debo decir, sor Fidelma, que sois firme en vuestra fe.

– Me alegra saber que os hayáis dado cuenta, madre abadesa. También os daréis cuenta de que no me rindo hasta que la verdad no sale a la luz.

– La verdad es poderosa y prevalecerá -citó la abadesa Fainder con sarcasmo.

– Una buena máxima, sólo que no siempre se cumple. No obstante, es un ideal por el que esforzarse y así lo he hecho toda mi vida. -De súbito tomó asiento otra vez y se inclinó sobre la mesa-. Y ahora que tengo la oportunidad, os haré unas preguntas.

La abadesa Fainder estaba atónita ante aquel cambio de actitud. Hizo una seña con la mano, como si así la invitara a proceder.

– Supongo que sor Fial sigue sin aparecer.

– Que yo sepa, aún no se sabe nada de su paradero. Parece que ha decidido abandonar la abadía.

– ¿Qué podéis decirme de sor Fial, esa misteriosa y joven novicia?

La abadesa Fainder hizo una mueca de disgusto.

– Tenía unos doce o trece años. Vino de las montañas del norte. Creo que dijo que ella y Gormgilla vinieron juntas para unirse a la comunidad.

– Doce o trece años es menos que la edad de elegir -señaló Fidelma-. Eran bastante jóvenes para plantearse por sí mismas formar parte de una comunidad. ¿O acaso las trajeron sus padres?

– No tengo la menor idea. Sor Fial estaba muy afectada, lo cual es normal, tras presenciar la muerte de su amiga. Se negó a hablar de ello, aparte de narrar los detalles de los hechos acaecidos esa noche. No me sorprende en absoluto que nos haya dejado. Seguramente habrá regresado a su casa.

De pronto Fidelma soltó una exclamación al venirle a la mente una idea. La abadesa se desconcertó.

– Una niña de catorce años carece de responsabilidades legales. Para ello debe haber cumplido la edad de elegir.

La abadesa Fainder esperó cortésmente. Molesta, Fidelma recalcó lo que aquello implicaba.

– Esto significa que, ante la ley, una niña de su edad no puede declarar en un juicio. Debería haberlo mencionado en mi apelación. Cualquier posible declaración de Fial no se habría aceptado en el tribunal.

La abadesa parecía regocijada.

– En eso os equivocáis, dálaigh. El obispo Forbassach me lo explicó: el testimonio de un niño en su propia casa puede utilizarse como prueba contra un sospechoso.

Fidelma estaba confusa.

– No entiendo esa interpretación de la ley. ¿Cómo iba a estar esa niña, Fial, en su propia casa?

Fidelma sabía muy bien que, según la ley, el testimonio de un niño que aún no había cumplido la edad madura se permitía en determinadas circunstancias; por ejemplo, si el niño declaraba sobre algo que había sucedido en su propia casa, por tener conocimiento directo de ello. Sólo entonces se tenía en cuenta la declaración de un niño.

La abadesa Fainder respondió con una sonrisa de superioridad:

– Forbassach consideró que esta comunidad era la casa de quienes formaban parte de ella. La niña estaba aquí como parte de la comunidad. Éste era su hogar.

– ¡Eso es ridículo! -saltó Fidelma-. Eso pervierte el sentido de la ley. Llegó aquí como novicia y, por lo que se ha dicho, apenas hacía unos días que estaba en la abadía. ¿Cómo iba a considerarse la abadía su propia casa, su comunidad, de acuerdo con el espíritu de la ley?

– Porque el obispo Forbassach así lo juzgó. Si alguien debe discutir esta ley con él soy yo y no vos.

– ¡El obispo Forbassach! -exclamó Fidelma, apretando los labios con irritación, pues el juez de Laigin mucho había modificado la ley.

La idea de que una menor de edad pudiera declarar no se le había ocurrido hasta ese momento; aunque si Forbassach estaba dispuesto a modificar la ley hasta ese extremo, era sin lugar a dudas porque estaba resuelto a proteger sus sentencias anteriores. Si al menos Barrán hubiera estado presente durante la apelación, a aquellas alturas Eadulf sería libre…

El tono desdeñoso de Fidelma había sonrojado a la abadesa Fainder.

– El obispo Forbassach es un juez sabio y honesto -respondió en actitud protectora-. Tengo plena fe en sus conocimientos.

Fidelma percibió el tono sincero en la voz de la abadesa al defender al brehon.

– Parece que requerís a menudo los servicios del obispo Forbassach en esta abadía -observó Fidelma con tranquilidad.

El rostro de la abadesa se ruborizó todavía más.

– Ello se debe a que en las últimas semanas se han dado una serie de incidentes que han turbado la paz de nuestra comunidad. Además, Forbassach no es solamente brehon, sino también obispo, y dispone de sus propias dependencias en la abadía.

– ¿Forbassach vive en la abadía? No lo sabía -reconoció Fidelma enseguida-. En fin, es un lugar curioso, en el que diversas personas han sido asesinadas y en el que otras tantas han desaparecido. Ya suponía que era un lugar atípico.

La abadesa Fainder hizo caso omiso de la ironía en su voz.

– Y habéis supuesto bien, sor Fidelma -respondió con frialdad.

– Habladme del hermano Ibar.

La abadesa dejó caer los párpados un momento.

– Ibar está muerto. Recibió su justo castigo el mismo día que llegasteis.

– Ya sé que lo colgaron -concedió Fidelma-. Me han dicho que robó y mató a un hombre. Me gustaría conocer los detalles del crimen.

La abadesa Fainder dudó antes de responder.

– No creo que tenga ninguna relación con vuestro amigo sajón.

– Permítame escucharla, abadesa -la invitó Fidelma-. Me parece insólito que haya habido tres muertes en el muelle en un lapso tan breve de tiempo.

La abadesa Fainder se sorprendió.

¿ Tres muertes decís?

– Gormgilla, el marinero y Daig, el vigilante.

La abadesa frunció el ceño y dijo:

– La muerte de Daig fue un accidente.

Fidelma se preguntó por qué la abadesa había apretado los labios.

– Daig también era miembro de la guardia que atrapó al hermano Ibar, y también fue hallado muerto.

– ¡No fue así en absoluto! -exclamó la abadesa con una voz muy aguda, casi quebrada.

– Creía que tan sólo observaba hechos objetivos. ¿Cómo fue entonces? Me gustaría saberlo.

La abadesa volvió a dudar antes de hablar.

– El marinero de nombre Gabrán comercia regularmente con esta abadía. Es el mismo que ha entrado por la puerta hace un momento. El hombre era uno de sus tripulantes. No recuerdo cómo se llamaba.

– Qué triste -comentó Fidelma con frialdad.

– ¿Triste?

– Es triste que no se sepa el nombre de una persona cuya muerte causó la ejecución de un hombre de vuestra comunidad.

La abadesa Fainder parpadeó sin saber si Fidelma estaba siendo sarcástica o no.

– Seguramente sor Étromma sabrá cómo se llamaba, si tanto os interesa. Como rechtaire, su labor consiste en estar al corriente de estas cosas. ¿Queréis que la haga venir?

– No, no os molestéis -respondió Fidelma-. Puedo hablar con ella luego. Proseguid.

– Es una historia sórdida.

– Las muertes que no se deben a causas naturales suelen ser sórdidas.

– El marinero estaba borracho, según me contaron. Había estado bebiendo en la posada La Montaña Gualda e iba de regreso al barco de Gabrán, que se hallaba amarrado allí desde hacía dos días. En el muelle, alguien lo golpeó por detrás con una pieza de madera pesada que le rompió el cráneo. Una vez muerto, el asesino le quitó el dinero y una cadena de oro.

– ¿Hubo testigos de la agresión?

La abadesa Fainder negó con la cabeza.

– En realidad nadie vio la agresión.

– ¿Y cuándo entra el hermano Ibar en escena?

– Daig era capitán de la guardia. Capturó a Ibar.

– ¿Capitán? ¿No era Mel quien ocupaba el cargo?

– Fianamail ya había ascendido a Mel a comandante de la guardia de palacio.

Fidelma sopesó la información y observó a continuación:

– Me habían dicho que la muerte del marinero tuvo lugar un día después de la de Gormgilla.

– Y así es. A Fianamail le complació la diligencia con que Mel actuó y lo ascendió esa misma mañana.

– ¿Mel fue ascendido antes del juicio a Eadulf? -preguntó Fidelma, sacudiendo la cabeza, asombrada-. Un brehon podría interpretar el gesto como un incentivo ofrecido a un testigo.

La abadesa Fainder volvió a ruborizarse.

– El obispo Forbassach no lo vio así. Es más, aconsejó al rey que ascendiera a Mel. Ya me he percatado de que habéis intentado poner en entredicho la moral y las actuaciones del brehon de Laigin. Deberíais recordar que es obispo de la ley y, por tanto, vuestro superior tanto en el credo como en la ley. Yo que vos me cuidaría de… -Se interrumpió al reparar en el brillo de los ojos de Fidelma, cuyo verde parecía haber adquirido un gélido tono azul.

– ¿Decíais? -preguntó Fidelma sin alterarse-. ¿Decíais?

La abadesa Fainder alzó la barbilla para explicarse.

– A mi parecer, es poco ético atacar a una figura respetada como la del obispo Forbassach, sobre todo cuando ni siquiera sois súbdita de este reino.

– La ley de los brehons es la ley, estemos en el reino que estemos de los cinco de Éireann. Cuando el rey supremo Ollamh Fódhla ordenó crear la ley hace un milenio y medio, se promulgó que las leyes de Fénechus se aplicarían a cada rincón de este país. Cuando una sentencia es errónea, el deber de todos, desde el más modesto bó-aire hasta el propio jefe brehon de los cinco reinos, es exigir que ese error se explique y sea corregido.

La abadesa Fainder tensó las facciones ante la intensidad de la voz de Fidelma, y tuvo la prudencia de no decir nada más.

– Decíais, pues -continuó Fidelma, apoyándose contra el respaldo-, que Mel había sido ascendido y que Daig era capitán de la guardia del muelle. ¿Cómo capturó al hermano Ibar? Porque habéis empleado el término «capturar», ¿no es así? Éste implica que el hermano Ibar opuso resistencia o que pretendía escapar.

– No fue el caso. Cuando Daig descubrió el cuerpo del marinero, sabía que se trataba de un tripulante del barco de Gabrán. De manera que llamó a éste para que lo identificara; Gabrán fue quien reparó en que la cadena de oro que solía llevar el hombre faltaba, así como unas monedas que había cobrado hacía poco de paga. Lassar, la posadera, declaró que el marinero acababa de marcharse de la posada con mucho dinero encima. Al parecer, Gabrán acababa de pagarle el salario en la posada. De ahí que el hombre hubiera estado bebiendo. Fue a todas luces un robo.

– Muy bien. ¿Y cómo condujo hasta el hermano Ibar el ataque al marinero sin la presencia de testigos?

– Prendieron al hermano Ibar al día siguiente. Lo sorprendieron tratando de vender la cadena de oro del marinero en la plaza del mercado. Lo irónico del asunto es que trató de vendérsela al propio Gabrán; éste llamó a Daig, tras lo cual se le detuvo, se le acusó, se le declaró culpable y se le colgó.

Aquella enumeración consternó a Fidelma.

– Fue un movimiento necio por parte del hermano Ibar -reflexionó Fidelma en voz alta-. Me refiero al hecho de intentar vender la cadena de oro al capitán de la propia víctima, ¿no os parece? Pero si Gabrán es tan conocido en la abadía por su comercio, ¿no es extraño que Ibar no tuviera en cuenta que aquél podría reconocerle? Lo normal es que buscara un modo menos arriesgado de venderla.

– No me corresponde a mí adivinar qué pasaba por la mente de Ibar.

– Como habéis señalado, Gabrán mantiene actividades comerciales con la abadía desde hace bastante tiempo. ¿Cuánto tiempo hacía que Ibar vivía aquí?

La abadesa se removió con incomodidad en su lugar y respondió:

– Creo que bastante tiempo. Al menos desde antes de que yo llegara.

– Entonces tengo razón al extrañarme. ¿Cómo respondió el hermano Ibar a la acusación?

– Lo negó todo. Tanto el asesinato como el robo.

– Vaya. ¿Qué razones dio para justificar la posesión de la cadena?

– No me acuerdo, la verdad.

– ¿Para qué necesitaría el hermano Ibar dinero con tanta desesperación? Si tenemos en cuenta que él mató y robó al marinero, claro.

La abadesa se encogió de hombros sin responder.

– ¿Y qué le sucedió a Daig? ¿Cómo lo mataron?

– Ya os he dicho que fue un accidente. Se ahogó en el río.

– ¿No es extraño que un capitán de la guardia fluvial se ahogue?

– ¿Qué insinuáis? -preguntó la abadesa Fainder.

– Sólo estoy haciendo conjeturas. ¿Cómo es posible que una persona lo bastante capacitada para ser capitán de la guardia en los muelles pueda sufrir semejante accidente?

– Estaba oscuro. Supongo que resbaló y cayó al agua y, al hacerlo, se golpeó contra un pilar de madera, perdió el conocimiento y se ahogó sin que nadie pudiera ayudarle.

– ¿Hubo testigos del accidente?

– No que yo sepa.

– Entonces, ¿quién os refirió esos detalles?

La abadesa Fainder frunció el ceño con fastidio.

– El obispo Forbassach.

– De modo que también él se encargó de investigar esa muerte. ¿Cuánto tiempo transcurrió entre el juicio del hermano Ibar y este accidente?

– ¿Cuánto tiempo? Que recuerde, Daig murió antes del juicio.

Fidelma cerró los ojos un instante. Tenía que dejar de sorprenderse de las rarezas relacionadas con los hechos ocurridos en la abadía.

– ¿Antes del juicio? De manera que Daig no pudo declarar en el juicio.

– Tampoco habría hecho falta. Gabrán fue el testigo principal. Pudo identificar a la víctima. Declaró acerca del dinero robado e identificó la cadena de oro que Ibar había intentado venderle.

– Parece que las circunstancias fueron propicias. Gabrán fue el único que propuso el robo como móvil para asesinar al marinero; fue el único que afirmó que los objetos se habían robado y el único que relacionó al hermano Ibar con el crimen. Y con la declaración de un solo hombre colgaron al hermano Ibar. ¿No os parece motivo de preocupación?

– ¿Por qué debería preocuparme? El obispo Forbassach no tuvo ningún problema para aceptar la declaración de Gabrán. Cuando Daig dijo que Ibar había intentado vender la cadena de oro, se registró la celda de Ibar en la abadía. Y en ella encontraron la cadena y el dinero. Sea como fuere, el asunto de Ibar nada tiene que ver con el sajón, hermana. ¿Qué tratáis de demostrar? Yo habría dicho que vuestro deber como dálaigh sería ahora ayudarnos a volver a capturar al sajón.

Fidelma se levantó inesperadamente.

– Mi deber como dálaigh es averiguar la verdad en este asunto.

– Habéis oído los hechos, y los hechos son diversos.

– La falsedad suele llegar más lejos que la verdad -sentenció Fidelma, recordando el comentario de su mentor, el brehon Morann.

De lejos les llegaron los repiques de una campana, anunciando el ángelus del mediodía.

La abadesa Fainder también se puso en pie.

– Tengo cosas que hacer -anunció.

– Una última pregunta: ¿dónde se encuentra la cámara del abad Noé?

– ¿Noé? -La pregunta pareció sorprender a la abadesa Fainder-. Fearna ha dejado de ser la residencia principal del abad, aunque conserva aquí unas dependencias en el palacio del rey. Con todo, no lo encontraréis allí, porque partió de Fearna ayer por la mañana, rumbo al norte. Y no espera regresar en mucho tiempo.

– ¿Al norte? -Fidelma se mostró decepcionada-. ¿Sabéis por qué motivo se ha ido?

– Las actividades del obispo no son de mi incumbencia.

Fidelma inclinó la cabeza y dejó a la abadesa en su cámara. Al llegar al pequeño patio interior, una intuición la llevó a detenerse en la sombra de un hueco de los muros de piedra. Instantes después, la abadesa salió de su cámara y cruzó a toda prisa el patio. Pero en vez de ir hacia la capilla en la que se estaban congregando los miembros de la comunidad para las oraciones del mediodía, salió por una puerta lateral.

Fidelma la siguió guardando la distancia. Al abrir las puertas de madera, descubrió que daban a otro patio interior, el mismo con salida al muelle. Entonces, al ver que la abadesa estaba en medio del patio subiéndose a un caballo, se echó atrás sin cerrar del todo la puerta. No había nadie más en los aledaños. La abadesa salió a caballo por la puerta. Fidelma estaba asombrada de que la abadesa abandonara la abadía mientras las campanas tocaban al ángelus, llamando a la comunidad a rezar.

Se preguntó qué podía ser tan importante para hacerla acudir.

Sin perder un instante, Fidelma cruzó el patio hasta la puerta que daba a los muelles y que había quedado abierta. Miró por todas partes sin ver rastro alguno de la abadesa y el corcel. Ésta debía de haber arrancado al galope para desaparecer tan deprisa. No obstante, para su sorpresa, de la penumbra de los muros de la abadía vio aparecer a Enda a caballo, al que echó a trotar sin prisas por la orilla del río. Era evidente que estaba siguiendo a la abadesa.

Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro. Casi había olvidado que había pedido a Dego y a Enda que trataran de averiguar adónde iba la abadesa en sus salidas a caballo, y que no había revocado la orden. Al menos Enda la seguiría y resolvería el misterio.

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