Eadulf no había dormido bien. El canto crepuscular de los pajarillos le hizo desistir de seguir durmiendo; prefirió levantarse y lavarse la cara con el agua fría de un cuenco junto a la cama. Mientras se secaba con una toalla, sintió una nueva determinación. Lo habían dejado en paz un día entero desde que aquel anciano, Coba, lo llevase a la fortaleza. Podía pasearse a sus anchas por allí siempre y cuando no traspasara los lindes del recinto, y cerca de él siempre había algún guardia que le respondía con monosílabos o se negaba amablemente a extenderse en sus respuestas a las preguntas de Eadulf. Cuando solicitó ver a Coba, le dijeron que «el señor del lugar» no podía recibirle. Cierto que lo habían alimentado bien, pero le irritaba que nadie le explicara qué estaba pasando. Necesitaba información.
¿Por qué Coba le había prestado asilo? ¿Sabía Fidelma adónde lo habían llevado y en qué posición legal se hallaba? Aunque Eadulf había oído hablar del maighin digona, no estaba seguro de que entendiera del todo el concepto, si bien se daba cuenta de que la tradición de dar asilo existía desde tiempos antiguos. Coba había dicho que disentía del castigo que le habían impuesto porque discordaba con la ley de Fénechus. Sin embargo, ¿era un hombre capaz de oponerse y desafiar al rey y a las autoridades supremas del reino hasta el punto de liberar a un extranjero de la celda, a las puertas de la muerte? Eadulf no las tenía todas consigo, y recelaba de los motivos del jefe.
Como si alguien hubiera escuchado sus pensamientos, oyó un sonido en la puerta y ésta se abrió. Eadulf soltó la toalla sobre la cama y vio pasar a un hombrecillo bajo, delgado y nervudo de facciones demacradas, al que nunca había visto.
– Me han dicho que entendéis nuestra lengua, sajón -dijo el hombre de pronto.
– Me desenvuelvo bien -reconoció Eadulf.
– Bien. Podéis salir. -El hombre se mostraba muy parco en palabras.
Eadulf frunció el ceño, pues no estaba seguro de haberle oído bien.
– ¿Puedo salir? -repitió.
– Estoy aquí para deciros que sois libre de salir de la fortaleza. Si bajáis hasta el río, encontraréis a una monja de Cashel que os espera.
El corazón empezó a palpitarle deprisa y su rostro se iluminó.
– ¿Fidelma? ¿Sor Fidelma?
– Así me han dicho que se llama.
– Entonces, ¿ha conseguido absolverme? ¿Ha ganado la apelación? -preguntó, sintiendo que lo invadía una sensación de júbilo y alivio.
– Yo sólo tengo órdenes de haceros llegar lo que ya he dicho -respondió el hombre sin mover un ápice las facciones descarnadas, con la mirada fija y oscura.
– Bien, amigo. En tal caso, parto dándoos mi bendición. Pero ¿y el anciano jefe? ¿Cómo puedo agradecer el favor de haberme traído aquí?
– El jefe no está. No hay necesidad de agradecerle nada. Salid sin más demora y en silencio. Vuestra amiga os espera.
Dio estas instrucciones sin emoción alguna en el tono. Se hizo a un lado y no hizo ningún amago de estrechar la mano que Eadulf le tendió.
Éste se encogió de hombros y miró en derredor del cuarto. No tenía nada que llevarse. Todas sus pertenencias se encontraban en la abadía.
– En tal caso, decid a vuestro jefe que estoy en deuda con él y que me aseguraré de corresponderle.
– No tiene importancia -respondió el hombre de semblante zorruno.
Eadulf salió del cuarto, y el hombre lo siguió afuera. La fortaleza parecía desierta a la luz fría y blanquecina de un raso amanecer otoñal. Una capa de escarcha cubría el suelo, que resbalaba bajo las suelas de cuero de las sandalias. Al ver el vaho que despedía por la boca, se dio cuenta del frío que hacía realmente.
– ¿Puedo tomar una capa prestada? -pidió con amabilidad-. Hace frío, y confiscaron el mío en la abadía.
El hombre se impacientaba.
– Vuestra amiga trae ropa para el viaje. No os demoréis. Estará empezando a impacientarse.
Habían llegado a las puertas de la fortaleza, donde había otro hombre, un centinela que se dispuso a descorrer las trancas y abrir la portalada.
– ¿No hay nadie a quien pueda expresar mi gratitud por darme asilo aquí? -insistió Eadulf, pues no le parecía nada cortés irse de la fortaleza de aquella manera.
Tuvo la impresión de que el hombre iba a hacer una observación aguda, pero una curiosa sonrisa asomó en aquel rostro cadavérico.
– Podréis expresarle vuestra gratitud antes de lo que creéis, sajón.
La portalada se abrió de par en par.
– Vuestra amiga os espera ahí abajo, en el río -repitió-. Podéis marcharos.
A Eadulf le pareció un tipo hosco, pero incluso así le sonrió con gratitud y se apresuró a cruzar la puerta. Ante él se extendía un camino sinuoso, que descendía en pendiente desde el otero en el que se alzaba la fortaleza y se adentraba en una zona boscosa a través de la cual se distinguía la franja gris de agua, a unos cientos metros de allí.
Se detuvo para volverse a preguntar:
– ¿Recto por el camino? ¿Ahí me espera sor Fidelma?
– Ahí abajo, en el río -repitió el hombre desde la puerta.
Eadulf se volvió para tomar el camino escarchado. El suelo resbalaba, pero la única alternativa era andar por el centro, donde el fango se mezclaba con bosta de caballo. De modo que prefirió avanzar por un lado, si bien la pendiente le hacía bajar más deprisa de lo que habría querido. Al poco rato sucedió lo inevitable. De súbito resbaló y cayó al suelo.
Sin embargo, ese tropiezo le salvó la vida.
La caída le hizo levantar los pies por delante, lo cual le llevó a caer de espaldas en el momento preciso en que dos flechas pasaban de largo para clavarse con un fuerte golpe seco contra un árbol.
Eadulf miró las flechas un momento, estupefacto. Acto seguido rodó sobre sí mismo a un lado y miró atrás.
El hombre de rostro enjuto que le había invitado a salir estaba colocando otra flecha contra la varilla del arco. A él se había unido otro hombre con todo el aspecto de un arquero profesional, que ya estaba disparando otra flecha. Eadulf volvió a rodar sobre sí, esta vez fuera del camino, se levantó torpe y apresuradamente y se arrojó a la maleza. Oyó el zumbido de la vara al rozarle la oreja.
De pronto echó a correr; a correr por su vida. No pensó ni en cómo ni en por qué; no trató de entender qué había pasado. Un instinto de conservación animal se impuso sobre sus procesos mentales. Simplemente corría abriéndose paso por el bosque, mientras alguna recóndita parte de su mente pronunciaba una oración de agradecimiento por que los árboles y matorrales fueran de hoja perenne y, por tanto, le protegieran de los agresores. Sin embargo, la escarcha no estaba de su parte. Sabía que a su paso dejaba huellas, y rezaba para que saliera el sol y la deshiciera. Si no salía pronto, tendría que encontrar terreno donde se hubiera formado escarcha.
Inevitablemente se dirigía hacia el río. Sabía que el aire situado cerca del agua corriente era a veces más cálido. ¿Estaría Fidelma esperándole?
Soltó una risotada sardónica.
¡Claro que no! Todo había sido una artimaña para matarle. Pero ¿por qué? De pronto se dio cuenta de que tenían la ley de su parte. ¿Qué dictaba el maighin digoná? Le habían dado asilo a condición de que permaneciera en los límites de la fortaleza del protector. El dueño de un refugio estaba obligado a no permitir huir al fugitivo y, si sucedía, se le responsabilizaría del delito original.
Eadulf gruñó, angustiado, sin dejar de correr entre la maleza. Había caído en la trampa. Le habían invitado a marcharse, pero ahora cualquiera podía matarlo por ser un fugitivo que había violado las leyes de asilo. Les había concedido la oportunidad legal de matarle. Pero ¿quiénes eran? ¿Se trataba acaso de algún ardid del propio Coba para aniquilarlo? Si era así, ¿para qué se habría tomado la molestia de rescatarlo? No tenía sentido.
Llegó a la orilla del río y, como esperaba, el aire era más cálido y la escarcha se estaba disipando. El pálido sol estaba ascendiendo y dentro de poco la disolvería por entero. Se detuvo a escuchar: desde allí oía a sus perseguidores aproximándose. Arrancó a correr bordeando el río, mirando aquí y allá en busca de un lugar donde ponerse a cubierto. Sabía que no tardarían en salir de entre los árboles, que tenía que apartarse de la orilla.
Más adelante vio unos enebros no muy grandes y un terreno frondoso de acebos, cuyas gruesas hojas verdes se alzaban formando un cono y las bayas rojas mostraban cuáles eran del sexo femenino. Eadulf sabía muy bien que las espinas puntiagudas de las hojas inferiores -estrategia natural del árbol para protegerse de animales fisgones- le causarían heridas dolorosas, pero no había a mano un lugar mejor donde esconderse.
Para entonces ya oía a los dos hombres que le seguían el rastro hablando a gritos entre ellos. Estaban muy cerca. Eadulf se apartó de la orilla y saltó a esconderse entre los enebros: cayó al suelo y se arrastró como pudo hasta llegar bajo la incómoda capa de acebos. Se tumbó lo más plano que pudo bajo el abrigo de la planta y esperó contra el suelo frío y duro con el corazón desbocado por el esfuerzo. Desde aquella posición estratégica atisbaba un tramo de la orilla y, al poco, vio a los perseguidores, que se detuvieron.
– ¡Que Dios maldiga al taimado sajón! -oyó increpar al hombre del rostro delgado.
Su compañero miró en derredor y dijo con voz taciturna:
– Puede haberse ido por cualquier lado, Gabrán. Río arriba o río abajo. Tú decides.
– ¡Que Dios lo pudra!
– Eso no es respuesta. No veo por qué hemos tenido que esperar a que saliera de la fortaleza para dispararle. ¿Por qué no podíamos haberlo matado mientras dormía?
– Porque Dau, amigo mío -explicó el otro en un tono sarcástico-, tenía que parecer que había huido del refugio, ¡por eso! Y además teníamos que sacarlo de la fortaleza de Coba antes de que se despertaran los ocupantes. El sajón cargará con la muerte del guardia al que he tenido que acallar. Será un asesinato más que añadir a su historial. Bueno, tú ve río arriba, que yo iré en sentido contrario. Tengo el barco amarrado abajo. He de subirlo antes del mediodía. Esto no me gusta nada. Mientras el sajón esté vivo, todo el plan peligra. Mejor habría sido que lo hubieran dejado en la abadía para que lo colgaran.
El hombre de rostro enjuto se separó del otro y enfiló a lo largo de la orilla sin apartar la vista del suelo en busca de las huellas de Eadulf. Su compañero se detuvo un momento, escrutó la campiña y se puso a andar en dirección contraria. Entonces se paró. Eadulf se movió, nervioso. ¿Había localizado el hombre el lugar donde se había apartado de la orilla para abrirse paso entre los enebros?
Sin perder un instante, miró a su alrededor en busca de cualquier cosa con la que defenderse. Cerca vio una vara de endrino que había caído de un árbol próximo. Eadulf extendió el brazo y lo acercó a él con las puntas de los dedos. Lo agarró con firmeza y lo levantó con cuidado, tratando de evitar las hojas puntiagudas del acebo.
El guerrero al que el otro había llamado Dau sostenía una flecha en la misma mano que el arco y estaba mirando aquí y allá en busca de pisadas.
Eadulf se dio cuenta entonces de que sólo tenía una alternativa para el siguiente movimiento. Aquel hombre iba a matarlo. No sabía muy bien por qué, pero en ese momento tampoco importaba. Lo principal era salvar la propia vida. Eadulf se movió despacio, tratando de recordar las técnicas que le había enseñado su padre de niño cuando salían a cazar en su tierra natal, la región de South Folk. Procurando evitar la urdimbre de ramas, avanzó muy despacio, bordeando el acebo a través de los enebros hasta situarse detrás de su adversario. A cada paso que daba, estaba convencido de que éste lo habría oído.
El arquero se encontraba de pie, indeciso, mirando entre árboles y arbustos, sin darse cuenta siquiera de que Eadulf se le acercaba por detrás con la vara de endrino en alto. Bastó un golpe certero para dejarlo sin conocimiento. El hombre cayó redondo, emitiendo un gruñido casi imperceptible. Eadulf esperó un instante junto al bulto inerte, agarrando con firmeza la vara, preso a atizarle otra vez. Pero no volvió a moverse.
– Perdóname, porque he pecado -murmuró, haciendo una genuflexión junto al adversario inconsciente.
Le quitó las botas de cuero y las tiró al río; lo mismo hizo con el arco y la aljaba con flechas. Le quitó el cuchillo de caza y lo hundió en su propio cinturón. También le quitó la capa de piel de cordero, pues la necesitaría si iba a caminar por campo abierto. Al menos, cuando el arquero volviera en sí, no pensaría en perseguirle al momento, desarmado como estaba y sin botas ni capa que lo abrigara. Eadulf miró al cielo, tratando de recordar la cita de Juan: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo».
Entonces se levantó, se echó el pesado abrigo sobre los hombros y se puso a andar hacia las montañas que ante él se alzaban. No estaba seguro de qué dirección le convenía tomar. Tenía presente que debía alejarse lo más posible de la fortaleza de Cam Eolaing antes de tomar decisiones en cuanto a su destino final. Si algo tenía claro era que Fidelma no había participado en aquella extraña conspiración para matarlo. E ir en su busca sería probablemente una tremenda pérdida de tiempo. Lo mejor sería encaminarse hacia el este, en dirección a la costa, e intentar embarcarse en un navío que lo llevara a la tierra de los Sajones del Oeste o a cualquier otro reino sajón. En fin, tendría tiempo de sobra para decidirlo. Pero antes debía encontrar refugio y comida.
Fidelma levantó la vista cuando llamaron a la puerta. Era Lassar, la posadera. Parecía cansada y algo nerviosa.
– Está aquí el brehon, el obispo Forbassach, otra vez. Desea hablar con vos.
Fidelma acababa de vestirse y se disponía a bajar a la sala principal de la posada para desayunar.
– Muy bien. Iré enseguida -informó a la posadera.
Abajo, sentado junto al fuego y deleitándose con la hospitalidad de la posadera, se hallaba no sólo el brehon de Laigin y obispo Forbassach, sino el anciano y canoso Coba, bó-aire de Cam Eolaing. Fidelma trató de disimular el asombro de verle en la posada aquella mañana. Al instante se percató de la presencia de otro hombre sentado delante del fuego. Se trataba de un hombre austero de edad avanzada, gesto agrio y nariz prominente. Iba ataviado con ricas vestiduras propias de un clérigo, con un crucifijo de oro ornamentado colgado al cuello. Saludó a Fidelma con frialdad y sin aprobación.
– Abad Noé -dijo Fidelma, inclinando la cabeza a modo de saludo-. Precisamente anoche estaba pensando en si tendría ocasión de veros durante mi estancia en Fearna.
– Ay, ya veis que ha sido inevitable, Fidelma.
– Desde luego -respondió ella con sequedad, y luego añadió, dirigiéndose a Forbassach-: ¿Deseáis volver a registrar mi cuarto para buscar al hermano Eadulf? Os aseguro que no se encuentra en él.
El obispo Forbassach carraspeó, al parece abochornado.
– De hecho -dijo- he venido a presentaros mis disculpas, sor Fidelma.
– ¿A presentar disculpas decís? -repitió ella, alzando la voz con incredulidad.
– Me temo que la otra noche me precipité al sacar conclusiones. Ahora sé que no ayudasteis al sajón a fugarse.
– ¿De veras? -Fidelma no sabía si asombrarse o preocuparse.
– Me temo que fui yo quien le ayudó a escapar, sor Fidelma.
Ésta volvió el cuerpo en redondo hacia Coba, que había confesado con calma y un atisbo de pesar en el tono.
– ¿Y qué interés podríais tener en ayudar al hermano Eadulf? -preguntó sin dar crédito a lo que estaba oyendo.
– He venido de Cam Eolaing esta misma mañana para confesar mi acción. He sabido que el abad Noé había regresado a la abadía y estaba reunido en conferencia con el obispo Forbassach. Hemos hablado del asunto y he acompañado a Forbassach para apoyarle en sus disculpas.
Fidelma levantó las manos en señal de impotencia.
– No entiendo nada.
– Por desgracia es muy simple de explicar. Ya conocéis mi postura al respecto de infligir castigos siguiendo los dictados de los Penitenciales. No podía desentenderme y ver cómo se aplicaba otro de esos castigos cuando sostengo la opinión de que se oponen al fundamento de nuestro sistema legal.
– Yo comparto vuestra inquietud -reconoció Fidelma-. Pero ¿qué os hizo interpretar la ley por vuestra cuenta y ayudar a Eadulf a escapar?
– Si soy culpable, debo ser castigado.
El obispo Forbassach lo miró con el ceño fruncido y amenazó:
– Habréis de pagar una compensación por este acto, Coba, y perderéis vuestro precio de honor. Ya no podréis ejercer vuestras competencias jurídicas en este reino.
Impaciente por comprobar si la sospecha de que Coba había dado asilo a Eadulf era fundada, Fidelma insistió:
– ¿Qué ha sido del hermano Eadulf?
Coba lanzó una mirada al abad Noé.
– Sería aconsejable que le contarais todo a Fidelma -recomendó el abad a bote pronto.
– Bueno… dado que estoy en contra del castigo, decidí ofrecer asilo al sajón, el maighin digona de mi fortaleza…
– Dar asilo no significa ayudar a escapar a alguien de un encarcelamiento -rezongó Forbassach.
– Sin embargo, una vez dentro de los límites de la fortaleza, el asilo es aplicable -le espetó Coba.
Fidelma consideró el argumento:
– Eso es cierto. No obstante, la persona que busca asilo suele encontrar el territorio del maighin digona por su cuenta antes de pedir asilo. Ahora bien, las normas de asilo son aplicables una vez dentro de los límites del territorio del jefe que esté dispuesto a prestarlo. ¿Confirmáis, pues, mi sospecha de que el hermano Eadulf ha recibido asilo en vuestra fortaleza?
Fidelma había recuperado la confianza al suponer ahora que Eadulf se hallaba a salvo en la fortaleza de Coba y podía permanecer en ella hasta que Barrán llegara. Sin embargo, su ánimo empezó a decaer al reparar en el semblante sombrío de Coba.
– Informé al sajón de las condiciones del asilo. Pensé que las habría entendido.
– Y esas condiciones eran que debía permanecer en los límites del recinto y no intentar volver a huir -intervino el obispo Forbassach con petulancia, pues Fidelma conocía muy bien las restricciones-. Si el refugiado intenta fugarse, el dueño del santuario tiene derecho a abatirlo a fin de evitar la fuga.
Una fría sensación se apoderó de Fidelma.
– ¿Qué estáis diciendo? -quiso saber.
– Esta mañana, al levantarme, he descubierto que el sajón no estaba en su cuarto -afirmó Coba a media voz-. La portalada de la fortaleza estaba abierta, y él había desaparecido. Hemos hallado a uno de nuestros hombres junto a la entrada. Estaba muerto. Le habían golpeado a traición, por la espalda. De noche sólo hay dos guardias de vigilancia, ya que nadie ha asaltado nunca la fortaleza de Cam Eolaing. Más tarde han encontrado al otro guardia, Dau, sin conocimiento junto al río. Le habían robado el abrigo, las botas y las armas. Cuando se ha recuperado ha explicado a mis hombres que había ido tras el sajón para volver a capturarlo. Se hallaba en la orilla cuando de pronto le ha golpeado por detrás. Es evidente que el sajón tiene intención de escapar a campo traviesa.
El obispo Forbassach asentía con impaciencia, pues Coba ya le había contado la historia.
– Coba ha cometido una imprudencia al pensar que el sajón tenía moral alguna y que acataría las normas del asilo. En estos momentos debe de ir rumbo al este hacia el mar para encontrar un barco que lo lleve a tierras sajonas.
Entonces se volvió hacia Fidelma, con la misma expresión abochornada de momentos antes.
– Solamente quería deciros -le dijo- que lamento haber pensado que estabais implicada en la primera fuga. Quiero dejar claro a vuestro hermano, el rey de Cashel, que me he disculpado por cualquier ofensa que pueda haberos causado. No obstante, también quiero haceros saber que ahora el sajón se ha atado la soga al cuello.
Fidelma estaba enfrascada en sus cavilaciones, por lo que sólo había oído la última parte del comentario.
– ¿Cómo? -preguntó.
– Es evidente que ha huido de Cam Eolaing porque es culpable.
– Eso mismo dijisteis cuando asegurabais que se había escapado de la abadía.
– ¿Por qué motivo iba escapar de la fortaleza, si en ella estaba seguro? ¿Por qué si no es culpable? Podía haberse quedado indefinidamente.
– Indefinidamente no: sólo mientras se le prestara asilo -corrigió Fidelma con suficiencia.
– Con todo, no deja de ser cierto que ha huido. Ahora cualquiera puede capturarlo y matarlo sin más. Cualquiera puede hacerlo de acuerdo con la ley.
En ese momento Mel entró en la sala. Se excusó y, cuando se disponía a salir, el obispo Forbassach, irritado, le hizo una seña ordenándole que se quedara.
– Puede que os necesite, Mel -le explicó-. Este asunto concierne al rey.
Entretanto, Fidelma tomó asiento cansinamente al darse cuenta de que Forbassach estaba en lo cierto. Un asesino convicto que rompía las normas del maighin digona y huía del refugio prestado podía ser tratado como hombre muerto. Por un momento, reparó en que estaba apretando los dientes para contener la angustia que sentía.
El obispo Forbassach se dirigió hacia la puerta, anunciando:
– Debo alertar a los guerreros del rey. Venid conmigo, Mel.
– ¡Esperad!
El ruego de Fidelma hizo volverse al brehon.
– Ya que estáis aquí, tengo una denuncia que presentar contra Gabrán. El y sus hombres me atacaron anoche.
– ¿El marinero? -preguntó el obispo Forbassach, desconcertado-. ¿Qué tiene él que ver con el caso que estamos discutiendo?
– Quizá mucho. Quizá nada.
– Gabrán es de Cam Eolaing, territorio del que soy jefe -intervino Coba-. ¿Qué ha hecho?
– Anoche, de regreso a Fearna con uno de mis compañeros, Gabrán y algunos de sus hombres nos atacaron con espadas.
Se impuso el silencio en la sala.
– ¿Gabrán? -repitió Coba con la voz hueca-.
¿Cómo sabéis que fue Gabrán, si la noche de ayer fue muy oscura?
Fidelma volvió el cuerpo hacia él con los ojos entornados para responderle:
– Olvidáis que pese a ser una noche oscura, había luna y hasta las nubes pueden tener un gesto amable y apartarse.
– Pero, ¿qué interés podría tener en atacaros?
– Eso mismo me gustaría averiguar. ¿Sabéis algo más de su vida privada, de sus lealtades o de sus principios?
– Vive fuera del poblado -respondió Coba con un gesto de indiferencia-, al otro lado del río; de hecho, en el lado este del valle. No creo que deba lealtad a nadie ni nada en concreto, salvo a su comercio. Que yo sepa, vive solo. No está casado.
El obispo Forbassach seguía la conversación, si bien con suspicacia.
– ¿Estáis segura de lo que decís, hermana? -preguntó el abad Noé, interviniendo así en la conversación-. Gabrán ha mantenido un trato comercial con la abadía durante muchos años y es considerado persona de confianza.
– Estoy segura de que Gabrán es quien nos ha atacado -afirmó Fidelma.
– ¿Dónde decís que os atacaron? -se interesó el obispo Forbassach.
Fidelma lo miró con cautela y sostuvo su mirada.
– Regresábamos de un lugar que, creo, conocéis muy bien. Volvíamos de visitar una cabaña en el poblado de Raheen. El brehon palideció cual cirio y tardó unos instantes en recuperar la voz.
– En las calzadas que rodean Fearna a menudo hay ladrones que asaltan a viajeros incautos -sugirió con nerviosismo en el tono.
– Era Gabrán -repitió Fidelma.
– Yo habría dicho que Gabrán se ganaba bien la vida con el barco -observó Coba, rascándose la barbilla con aire pensativo-. Suele transportar mercancías a lo largo del río, y llega incluso muy al sur, hasta el lago Garman, adónde transporta cargas destinadas a los barcos de navegación oceánica que van a Gran Bretaña y a Galia.
– ¿Qué clase de mercaderías transporta? -preguntó Fidelma con curiosidad.
– ¿Qué más da? -respondió el obispo Forbassach con impaciencia-. ¿Estamos aquí para hablar de Gabrán y su negocio o de la fuga del sajón?
– De momento, me gustaría saber por qué Gabrán me atacó.
El brehon parecía preocupado pese a su actitud. Sabía las graves implicaciones que un ataque a una dálaigh podía acarrear, y mucho peor si era hermana del rey. Era precisamente la razón por la que había acudido a pedir disculpas a Fidelma por su conducta anterior.
– ¿Estáis acusando a ese hombre de haberos atacado, sor Fidelma? -inquirió.
– Así es.
– En tal caso, mandaré que lo detengan para que responda a tal acusación. ¿Oís, Mel?
El comandante de la guardia asintió con diligencia.
– Así que, en cuanto nos marchemos, saldremos los dos en busca de Gabrán -anunció Forbassach-. Podemos hacer indagaciones sobre el sajón al mismo tiempo. La búsqueda del fugitivo sajón debe primar. En cuanto a esto, Fidelma de Cashel, debo advertiros que vos también corréis peligro si le habéis ayudado a evadir la justicia de este reino.
Un destello cruzó la mirada de Fidelma.
– ¡Tengo muy presente la ley, Forbassach! -protestó-. Yo no he ayudado al hermano Eadulf a escapar, como tampoco le he prestado asilo. Entretanto, mi intención es seguir investigando los misterios que envuelven este asunto… misterios que me han conducido hasta el camino que va a Raheen.
Coba no se apercibió de la dureza de su tono ni de la palidez que cubrió el rostro de Forbassach.
– Lamento que el sajón me engañara al fugarse -dijo-, pero no lamento haberlo liberado con el fin de evitar la ejecución dictada por los Penitenciales. Debería ser castigado según las leyes tradicionales de nuestro país.
El obispo Forbassach había recuperado algo de su talante habitual y, mirando al bó-aire con gesto torcido, sentenció:
– Sois minoría en el consejo del rey de Laigin, Coba. Disteis a conocer vuestro punto de vista cuando el rey y yo tomamos la decisión de aprobar los castigos que pidió la abadesa Fainder. Con eso debería haberse dado por terminada la cuestión.
– De ningún modo: esa cuestión no podía terminar así -objetó Coba con vehemencia-. Esa cuestión debería haberse aplazado hasta el gran festival de Tara para plantearla en la asamblea jurídica de los cinco reinos. La decisión debía haber sido tomada por los reyes, los abogados y las autoridades seglares de los cinco reinos, del mismo modo que se presenta ante ellos cualquier otra ley importante a fin de debatirla antes de aprobarla.
El abad Noé intervino con serenidad.
– Hermanos cristianos, calmaos. A nadie beneficia perder el tiempo en discusiones. Seguro que ambos tenéis asuntos que atender. Si vos no los tenéis, yo desde luego sí.
El obispo Forbassach los fulminó con la mirada antes de despedirse con un saludo cortante y salir sin más demora de la posada, seguido del guerrero Mel, que tuvo tiempo de dirigir una mirada de disculpa a Fidelma antes de marcharse.
Coba miró a Fidelma con tristeza.
– Me pareció que estaba haciendo lo correcto, sor Fidelma -le dijo, avergonzado.
– ¿Estáis seguro de que el hermano Eadulf estaba al corriente de las limitaciones del maighin digona? Aunque ha pasado mucho tiempo en nuestro país, sigue siendo extranjero, y a veces puede confundir nuestras leyes.
Coba movió la cabeza con un gesto comprensivo:
– Esa explicación no vale para sus acciones, hermana -respondió-. Cuando llegamos a mi fortaleza ayer, le expliqué con minucia las consecuencias que habría si intentaba escapar. Seguí el procedimiento con sumo cuidado y anoche envié un mensaje a la abadía en el que informaba a la abadesa de lo que había hecho.
– Entonces, ¿la abadesa ya sabía anoche que habíais trasladado a Eadulf a la fortaleza? -preguntó el abad Noé.
– Así es -confirmó Coba-, seguí los procedimientos de la ley con sumo cuidado. Estoy seguro de que el sajón lo entendió bien. Desearía poder daros algún consuelo en este asunto, hermana.
– Ignorantia kgis neminen excusat -musitó el abad.
– Pero la ignorancia de la ley en el caso de un extranjero -contrapuso Coba- podría considerarse una atenuante.
– Es impropio de Eadulf cometer un acto semejante -susurró Fidelma casi para sí misma.
– Según vos, hermana -dijo el abad Noé con semblante adusto-, ¿es impropio del sajón que violara y matara a una joven novicia? Quizá no lo conocéis tan bien como pensáis…
Fidelma levantó la cabeza para mirar los ojos a su antiguo antagonista.
– Tal vez haya cierta verdad en ello -reconoció-, pero si no la hay, como así creo, es evidente que en este lugar está sucediendo algo extraño. Y pienso sacar a la luz hasta el último aspecto de este asunto.
El abad sonrió sin humor.
– La vida es extraña, Fidelma -apostilló-. Es el crisol de Dios en el que estamos para poner a prueba nuestras almas. Ignis aurum probat, miseria fortes viros.
– El fuego pone a prueba el oro, la adversidad pone a prueba a los fuertes -repitió Fidelma en un murmullo-. La cita de Séneca encierra mucha sabiduría.
El abad Noé se puso en pie inesperadamente frente a Fidelma. La miró con una expresión intensa.
– Hemos tenido nuestras diferencias en el pasado, Fidelma de Cashel -le recordó.
– Así es -concedió ella.
– Sea inocente o no vuestro amigo sajón, quiero que sepáis que me preocupo por la Iglesia de este reino y no quiero que nada la perjudique. En ocasiones, la abadesa Fainder puede ser demasiado entusiasta al defender la doctrina de los Penitenciales; podríamos decir que es una fanática. Y lo digo pese a que es prima lejana mía.
Fidelma levantó la cabeza con curiosidad al oír aquella afirmación.
– ¿La abadesa Fainder es prima vuestra?
– Claro. Por eso cumple con los requisitos para dirigir la abadía. Lo cierto es que ve las cosas con la simple óptica del bien y del mal; sólo las ve blancas o negras, sin sutilezas ni colores intermedios. Vos y yo sabemos que la vida no consiste sólo en extremos.
Fidelma lo miró con extrañeza.
– Creo que no entiendo a qué os referís, abad Noé. Si recuerdo bien, nunca habéis sido partidario de la doctrina de Roma.
El abad de rostro cenceño suspiró y agachó la cabeza.
– Un buen argumento puede convencer a un hombre -reconoció-. He pasado muchos años meditando sobre todos los argumentos. Seguí con interés el debate de Whitby. Defiendo que Cristo dio las llaves del cielo a Pedro y le ordenó que levantara su Iglesia, y que Pedro así lo hizo en Roma, donde sufrió el martirio. Ya no tengo intención de seguir haciéndolo. Lo que digo es que las personas eligen diferentes caminos para llegar a sus objetivos. Para convencer a algunas personas hay que darles argumentos y no órdenes. Yo me convencí tras muchos años meditando sobre los argumentos. Cada uno debe seguir el mismo camino, sin que se le obligue a cambiar. Pero, ay, soy la única voz en estos concilios.
Dicho esto, salió de la posada sin añadir nada más.
Confuso, Coba guardó unos momentos de silencio y luego miró a Fidelma.
– Debo regresar a mi fortaleza -anunció-. He organizado una busca y captura del sajón. Lamento lo de vuestro amigo, hermana. Como dice un viejo refrán, más vale que los amigos se aparten de un hombre desafortunado. Lamento de veras que las cosas hayan resultado de este modo.
Y salió.
Alguien tosió detrás de Fidelma. Allí estaban Dego y Enda, que habían bajado a la sala.
– ¿Lo habéis oído todo? -les preguntó.
– Todo no -confesó Dego-, pero suficiente para saber que el más viejo, Coba, dio asilo al hermano Eadulf y que ahora éste ha huido de la fortaleza. Eso no es nada bueno.
– No, en absoluto -reconoció Fidelma con solemnidad.
– ¿Y de Gabrán? -se interesó Enda-. ¿Qué han dicho de él?
Fidelma les relató con presteza cuanto habían dicho del marinero.
Tomaron buena parte del desayuno en silencio. En la posada no había nadie más o, cuando menos, nadie bajó a desayunar en su presencia.