Capítulo XVII

Fidelma había dejado a la abadesa Fainder sentada en la escotilla, mientras ella volvía a la cabina de Gabrán. Entró y, desde la puerta, hizo el esfuerzo de mirar la escena sangrienta que había ante sí. El capitán del barco había recibido al menos media docena de puñaladas en el pecho y los brazos. No cabía duda de que se trataba de un ataque con ensañamiento. Procurando no mancharse la ropa de sangre y con mucho cuidado, se acercó a un lado del cuerpo y empezó a examinarlo minuciosamente.

La peor herida era un corte que le atravesaba el cuello, como si el agresor hubiera hundido la hoja entera del puñal hacia arriba, a través de la garganta. Las heridas del pecho y los brazos parecían estocadas dadas al azar, pues no seguían un patrón ni parecía que hubieran apuntado a ningún órgano vital. En cambio, daba la sensación de que el tajo de la garganta había bastado para causar la muerte, ya que había atravesado la yugular. Las demás cuchilladas más bien parecían una expresión de violencia movida por la ira.

¿Era la abadesa Fainder capaz de cometer un acto como aquél? En fin, si algo sabía era que cualquier persona era capaz de hacer algo semejante si se daban las circunstancias apropiadas. Pero ¿qué clase de furia había movido a Fainder? Mientras pensaba en esto, reparó en algo que había estado mirando sin realmente verlo. Se concentró. El corte de la garganta no se había hecho con un puñal o, cuando menos, con el que la abadesa había soltado.

A su pesar, Fidelma se acercó más a la herida. El corte se había hecho con una espada. No le cabía ninguna duda, pues la entrada del arma, marcada en sentido ascendente, no sólo había rasgado la carne, sino que había roto la mandíbula desplazando algunos dientes de la parte inferior, tal fue la fuerza del impacto. Para causar una herida como aquélla, el golpe tenía que haber sido contundente.

Reprobándose a sí misma por haber pasado por alto algo tan evidente, miró en derredor, mas no vio el arma que podría haber causado aquella espantosa herida mortal. Recogió del suelo el puñal y comparó la hoja con la media docena de estocadas del pecho y los brazos. No le hizo falta más que un momento para confirmar que el arma podía haber causado las heridas más insignificantes, pero no el corte mortal.

Mientras se hallaba inclinada sobre el cuerpo, otro objeto captó su atención; de no haberse inclinado tanto, le habría pasado desapercibido. Se dio cuenta de que se trataba de pelos de la cabeza de Gabrán, pues los cotejó. Al parecer alguien se los había arrancado de raíz y luego los había tirado al suelo. En las raíces todavía quedaban restos de sangre.

Volvió a dejar el puñal donde estaba y se levantó. Pero al retroceder, pisó una pieza de metal que chirrió al rozar la madera. Miró al suelo y sus ojos se abrieron como platos: eran un par de grilletes. Eran pequeños y parecían de los usados para sujetar las muñecas. Estaban en el suelo como si nada, abiertos, con la llave en el orificio que las cerraba.

Se disponía a apartarse cuando se fijó en otra cosa. En un clavo que sobresalía de una pata de la mesa, la cual se contaba entre los muebles de la cabina; aparecían, además, hilos de una tela. Al pasar, alguien se había enganchado la ropa en el clavo. Los hilos eran de un tejido artesanal de lana teñida de marrón, del mismo tipo que solían llevar muchos clérigos. Con cuidado, descolgó las fibras y las introdujo en el marsupium.

Entonces se levantó y tanteó la situación. Varias piezas formaban aquel rompecabezas. Cada una de ellas encajaba para conformar la escena de los últimos momentos de Gabrán. Si daba crédito a que la abadesa no había matado al capitán y, en concreto, a que aquélla se encontraba fuera junto a la puerta cuando oyó caer el cuerpo, entonces esto quería decir que el asesino aún se hallaba en la cabina en el momento en que Fainder llegó. Lo cual habría sido materialmente imposible, ya que la abadesa habría visto al asesino, y éste la habría agredido a su vez. Fidelma miró alrededor con detalle en busca de cualquier otra cosa pesada que hubiera podido caer al suelo de la cabina. Mas no vio nada aparte del cadáver de Gabrán.

Aquello significaba que, o bien Fainder mentía por razones evidentes, o bien el asesino había salido de la cabina antes de que la abadesa abriera la puerta. Volvió a escrutar con cuidado una vez más la cabina.

Vio la escotilla de la cubierta. No era fácil de fijarse a simple vista en ella, pues era pequeña. Al levantarla y asomarse a la oscuridad de una cubierta inferior, Fidelma se dio cuenta de que era demasiado pequeña para caber a través de ella y que tampoco distinguiría nada por la falta de luz.

Tomó una lámpara que había sobre una mesa auxiliar y regresó a la cubierta principal del barco.

– Levanta esa escotilla, Enda -indicó al acercarse.

Una rápida mirada a la abadesa bastó para ver que no llevaba un hábito de hilado artesanal ni marrón, sino una túnica negra de lana tejida. La abadesa Fainder se levantó de la escotilla y se hizo a un lado para que el guerrero la pudiera levantar.

– ¿De qué se trata, señora? -preguntó Enda-. ¿Habéis hallado algo?

– Sólo estoy echando una mirada -explicó.

Al descender por los escalones que llevaban de la escotilla a la cubierta inferior, se dio cuenta de que dentro ya había una linterna encendida. Los escalones daban a una cabina amplia, separada -o eso le pareció- de la bodega de carga por un mamparo y una trampilla, a la que se asomó y vio que la bodega estaba abierta al exterior y aparecía vacía.

Fidelma se volvió para registrar la cabina a la que había bajado. Saltaba a la vista que allí dormía la tripulación de Gabrán.

Al fondo, donde el barco se estrechaba, había otro mamparo más pequeño, que marcaba la ubicación de la cabina superior. Sin duda, aquel hueco era donde daba la pequeña abertura de la cabina de Gabrán. Encendió su lámpara con la llama del farolillo colgado en la cabina de la tripulación y abrió la escotilla; al hacerlo reparó en que ésta tenía una cerradura, pero la llave estaba en el interior. Advirtió con curiosidad la presencia de otras llaves de distintos tamaños desparramadas por el suelo de la parte interior, justo en el umbral.

A continuación le llegó un olor más hediondo que el que había en la cabina de la tripulación. Era una mezcla acre y fétida de orina y sudor, propia de un espacio cerrado lleno de personas. Pero era un espacio minúsculo, no más grande de dos metros por dos metros y medio. En él no había nada salvo un par de jergones de paja y un viejo orinal de piel. Fidelma era demasiado grande para entrar cómodamente en aquel habitáculo, que no medía más de dos metros de altura. Una escalerilla que conducía a la escotilla superior reducía más aún el espacio.

Se preguntaba para qué lo usarían. ¿Como cabina de castigo? Y, si era así, ¿para quién? ¿Para los tripulantes que no hicieran bien su trabajo? Fidelma sabía que aquellos castigos se daban en barcos de altura, pero no en barcos fluviales, cuando los marineros podían bajar a la orilla cuando se les antojara. Levantó el farol en lo alto y vio una parte de la madera astillada. De una de las tablas habían arrancado algo que había estado clavado a la madera con firmeza. Miró más abajo y vio parte de una cadena sobre el suelo y una pieza de metal afilada. No cabía duda de que la cadena y la sujeción habían sido arrancadas a fuerza de cavar la madera con la pieza de metal. Pero ¿por qué? ¿Y quién? Cuando fue a retirarse de la puerta, advirtió las manchas de sangre en el interior del hueco. Eran huellas ensangrentadas que iban de un lado al otro de la cabina, y que se desvanecían hasta desaparecer antes de llegar al otro lado.

Fidelma subió a la cubierta superior sin decir nada y apagó la lámpara. Enda y la abadesa la esperaban, impacientes. Con una seña, ordenó al guerrero que volviera a cerrar la escotilla; ella se dirigió a un lado del barco, donde se asomó a mirar las aguas impetuosas que descendían. No había rastro de manchas de sangre o huellas ensangrentadas en la cubierta.

¿Era posible que la abadesa Fainder estuviera diciendo la verdad? No tenía sentido. ¿Era posible que alguien hubiera matado a Gabrán y, alarmado por la llegada de Fainder, bajara hasta aquel repugnante antro bajo la cubierta, pasara luego a la cabina más grande y subiera por los escalones que daban a la cubierta principal? No, algo no encajaba. La escotilla estaba cerrada y hacía falta una persona fuerte para levantarla. Además, habría hecho un ruido que la abadesa habría oído y que luego habría mencionado. Sin dejar de darle vueltas, se volvió a la bodega principal y miró adentro. Allí vio una escalera que esperaba encontrar. Admitió que alguien podría haber subido a la cubierta por esa vía.

Para que la teoría fuera convincente, la persona que hubiese matado a Gabrán huyendo después de ese modo tenía que ser un enano, una persona menuda y delgada; sólo así podía meterse por la escotilla de la cabina de Gabrán y bajar hasta aquel habitáculo semejante a una celda. Fidelma sacudió la cabeza y regresó donde la abadesa Fainder volvía a estar sentada, sobre la escotilla.

– Enda -pidió al guerrero-, ¿podéis ir a mirar los caballos?

– Están bien atados, señora, y… -respondió, desconcertado.

Entonces reparó en que Fidelma le lanzaba una mirada dura, haciéndole entender que deseaba quedarse a solas con la abadesa.

– Muy bien -añadió, y bajó a la orilla con aire afectado.

Fidelma se encontraba de pie ante la abadesa.

– Creo que deberíamos hablar seriamente, madre abadesa, y dejad a un lado arrogantes pretensiones de rango y deber: facilitará mi labor.

La abadesa parpadeó, sorprendida por tanta franqueza.

– Pensaba que hasta ahora habíamos hablado seriamente -soltó con irritación.

– Parece que no hemos hablado con suficiente seriedad. Supongo que querréis que os represente un dálaigh de vuestra propia elección…

Una expresión de inquietud volvió a apoderarse del rostro de la abadesa.

– ¡Os digo que no estoy involucrada en esta muerte! ¿No pensaréis que van a acusarme de un asesinato que no he cometido?

– ¿Por qué no? A otras personas les ha ocurrido -respondió Fidelma con serenidad-. Con todo, no me interesa saber qué indicaciones pensáis dar al dálaigh que asignéis, sino que me interesa escuchar la respuesta a algunas preguntas que guardan relación con las cosas que han sucedido aquí durante las últimas semanas.

– ¿Y si me niego?

– Soy testigo, y mis hombres también, de haberos descubierto inclinada sobre el cuerpo de Gabrán con un puñal en la mano -subrayó Fidelma sin piedad.

– Ya os he contado cuanto necesitáis saber -insistió la abadesa con preocupación.

– ¿Todo? He hablado con vuestra hermana Deog.

La revelación causó un efecto asombroso en la abadesa. Palideció y abrió la boca con gesto alarmado.

– Ella no tiene nada que ver con esto… -empezó a objetar, pero Fidelma la interrumpió.

– Permitid que sea yo quien juzgue qué datos son necesarios en mi investigación. ¡Dejémonos de evasivas y permitid que, al fin, obtenga respuestas!

La abadesa Fainder dejó escapar un suspiro que le movió los hombros y bajó la cabeza en un gesto de sumisión.

– Sé que provenís de una familia humilde de Raheen: vuestra hermana me lo dijo. Y tengo constancia de que fuisteis novicia en la abadía de Taghmon.

– Veo que no habéis perdido el tiempo -respondió la abadesa con rencor.

– Y que luego decidisteis ir a Bobbio.

– Me mandaron allí con una misión a la fundación de Columbano. Regalé unos libros a la biblioteca de Bobbio.

– ¿Qué os convenció de respaldar la doctrina de Roma?

Durante unos momentos, la voz de la abadesa adoptó el tono propio de una fanática.

– Cuando llegué a Bobbio, apenas si habían pasado cuarenta años desde la muerte de Columbano. Muchos clérigos del lugar creen que la doctrina que redactó, basada en la doctrina de los monasterios irlandeses, estaba equivocada. Con todo lo beato que era, Columbano debatió con muchos de sus seguidores. El santísimo Gall renunció a su servicio para establecer su propia fundación, antes incluso de que Columbano atravesara los Alpes hacia Bobbio. Yo me adscribí a un grupo que, tras ver cómo se gobernaban las comunidades de la Iglesia Occidental, llegó a la conclusión de que debíamos renunciar a la doctrina irlandesa y adoptar la doctrina del santísimo Benedict de Noricum.

– Entonces, ¿lo hicisteis por convicción?

– Por supuesto.

– ¿Y luego fuisteis a Roma?

– El abad de Bobbio me encomendó una misión en Roma para apoyar a un monasterio filial que llevábamos como hospedería para los peregrinos.

– Lo decís como si no hubierais ido por voluntad propia.

– Al principio no. Me daba la impresión de que era una maniobra del abad para deshacerse de quien se oponía a su administración. Estaba en contra de la doctrina de Benedict.

– Y aun así fuisteis.

– Sí. De hecho, como experiencia personal, el proyecto me entusiasmó. Dirigí la hospedería bajo la doctrina de Benedict y trabajé y viví en la capital de la Cristiandad. Fue entonces cuando empecé a estudiar los beneficios de los Penitenciales.

– ¿Cómo conocisteis al abad Noé?

– De un modo muy fácil. Se alojó en la hospedería durante la peregrinación a Roma que hizo el año pasado.

– ¿No le habíais visto nunca ni estabais emparentados?

– No.

– ¿Y aun así os convenció de regresar a Laigin y haceros abadesa de Fearna?

– Me habló de Fearna -respondió Fainder en un tono displicente-. Yo fui quien lo persuadió de llevarme allí.

– ¿Y cómo lo conseguisteis?

– Supongo que le gustó cómo gobernaba el monasterio de Roma -contestó, volviendo a adoptar una actitud cautelosa.

– ¿Conocía vuestra opinión acerca de los Penitenciales?

– Discutimos largo y tendido al respecto hasta altas horas de la noche. Con toda modestia, yo lo convertí a mis ideas.

– No me digáis. Debéis de ser una abogada convincente -observó Fidelma.

– No resulta sorprendente. El abad Noé es un hombre muy progresista. Compartía mi idea de un reino gobernado por los Penitenciales, y hablamos de que él podría convertirse en consejero espiritual del joven Fianamail. Como consejero y confesor tendría influencia suficiente.

– De modo que el abad Noé desarrolló inesperadamente esa ambición. ¿Cómo es que os nombró su sucesora en Fearna cuando la costumbre dicta que un abad o una abadesa deben elegirse de la misma manera que un jefe o cualquier otro gobernante? Es decir, el candidato debe ser elegido por el fine o la familia del abad anterior, o sea, su comunidad o sus parientes consanguíneos, para luego ser votado por su derbhfíne.

La abadesa Fainder se ruborizó sin despegar la boca.

– Vuestra hermana dice que vuestra familia no guarda parentesco alguno con la de Noé ni con la comunidad religiosa de Fearna. Es así como la organización clerical refleja la organización de este país.

– Cuanto antes cambie, mejor -soltó la abadesa.

– En ese aspecto estoy de acuerdo. Los cargos de obispo y abad no deberían restringirse a la misma familia generación tras generación. Pero, siendo así en realidad, ¿cómo aseguró Noé que os eligieran para la posición?

La abadesa Fainder apretó los labios un momento y luego dijo con la voz tensa:

– Insinuó que era una prima lejana suya y nadie osó poner en duda los deseos de Noé.

– ¿Ni siquiera la rechtaire, la administradora de la abadía? Ella debía de saber la verdad, pues está emparentada con la familia del rey.

La abadesa hizo una mueca para expresar la indiferencia que le inspiraba sor Étromma.

– Es un alma simple, que ya está satisfecha con llevar la administración de la abadía.

Fidelma lanzó una mirada larga y perspicaz a la abadesa.

– En realidad convencisteis al abad Noé convirtiéndoos en su amante, ¿me equivoco?

Aquella pregunta repentina y directa cogió desprevenida a la abadesa y su rostro encendido confirmó la respuesta a la pregunta. Fidelma movió la cabeza con lástima.

– No me preocupa cómo gobiernan los religiosos de Laigin sus comunidades, sino en cómo afecta todo esto al caso de Eadulf. ¿Forbassach sabe algo de vuestra relación con el abad?

– Sí -contestó Fainder con un susurro.

– Como brehon de este reino, parece que el obispo está dispuesto a hacer la vista gorda en la aplicación de la ley.

– No me consta que así sea -protestó la abadesa.

– ¡Pues yo creo que os consta, y mucho! Forbassach también es vuestro amante, ¿no es cierto?

La abadesa calló un momento, sin saber muy bien qué responder, hasta que dijo a la defensiva:

– Yo creía que amaba a Noé, hasta que llegué y conocí a Forbassach. Comoquiera que sea, la Iglesia no exige celibato.

– Cierto, salvo en el caso de la doctrina de la que, según afirmáis, sois partidaria. Vuestro curioso triángulo es cosa de vuestra conciencia y de la conciencia de la esposa de Forbassach. Sé que está casado. Ella debe decidir si tiene motivos para divorciarse o para aceptar abnegadamente la relación. ¿Sabe algo Noé de vuestra relación con Forbassach?

– ¡No! -exclamó la abadesa, sonrojada de bochorno-. He tratado de dejarle, pero…

– Cuesta hacerlo después de haberos hecho abadesa -completó Fidelma con refocilo.

– Amo a Forbassach -declaró Fainder casi con desafío.

– Pero vuestra relación será un escándalo, sobre todo entre los partidarios de la causa de Roma y los Penitenciales. Decidme, por curiosidad, ¿por qué renegasteis de Daig, vuestro cuñado, y Deog, vuestra hermana? No me creo que lo hicierais por no perder el cargo.

– Iba a ver a Deog con regularidad -objetó Fainder.

– Sí, pero en secreto, y porque su cabaña es un lugar remoto donde podíais encontraros con Forbassach.

– Vos misma habéis respondido a la pregunta. Nunca lo comprenderíais, porque sois de ilustre cuna. Cuando una persona nace sin posición social y quiere alcanzarla, hará lo que sea, lo que sea, para defender cuanto ha conseguido.

Fidelma percibió la vehemencia de su voz.

– ¿Cualquier cosa? -repitió para sí-. Ahora que lo pienso, la muerte de Daig fue un suceso conveniente para permitiros mantener vuestra buena posición.

– Fue un accidente. Se ahogó.

– Supongo que sabríais que sólo testificó contra el hermano Ibar porque así lo dijo Gabrán. Al parecer, cuantas más vueltas le daba al asunto, menos seguro estaba de que Ibar fuera culpable.

La abadesa Fainder parecía estar perpleja por la facilidad con que Fidelma saltaba de un tema a otro.

– Eso no es así. Daig atrapó al hermano Ibar.

– Pero después de que Gabrán hubiese acusado a Ibar del crimen. ¿Le contó Gabrán la verdad a Daig? ¿Y por qué Daig fue asesinado después de declarar? Fue una muerte harto conveniente.

Fainder la miraba con enfado.

– Fue un accidente. Se ahogó… ya os lo he dicho. Y el asunto tampoco tiene nada que ver conmigo.

– Quizá Daig podría haber arrojado otra luz sobre el asunto. No lo sabemos. Y ahora, otra persona que también podría haberlo hecho está muerta -explicó Fidelma, señalando la cabina de Gabrán.

La abadesa Fainder se levantó para hacer frente a Fidelma. Al parecer, trataba de recuperar algo de su arrogancia.

– No sé a qué os referís, ni qué insinuáis -le dijo con frialdad-. Sólo sé que estáis tratando de exonerar a vuestro amigo sajón. Que estáis tratando de acusarme y de implicar al obispo Forbassach porque somos amantes…

– Da la impresión -dijo Fidelma, interrumpiéndola-, que sea lo que fuere aquello que está sucediendo en Fearna, hay una tendencia a que la gente muera o desaparezca. Yo en vuestro lugar lo tendría muy en cuenta si fuera tan inocente como decís ser.

Cara a cara con Fidelma, la abadesa Fainder la miró fijamente con ojos grandes y sombríos. Se había puesto pálida. Dio un paso adelante y abrió la boca para decir algo, cuando les llegó un agudo grito de terror desde la arboleda.

Por un instante, ambas quedaron paralizadas sin saber qué sucedía. El grito, un chillido femenino, volvió a resonar.

Fidelma se volvió hacia la orilla y vio una figura de escaso tamaño entre los árboles. Parecía que corría sin saber por dónde ir, pues al salir a la orilla se detuvo en seco, como si se diera cuenta de que el río le obstruía el paso. Luego fue a su izquierda, a su derecha, y se agachó cual ave zancuda y reemprendió la carrera.

– ¡Enda! ¡Corre! -gritó Fidelma, dirigiéndose hacia la orilla.

Había advertido que se trataba de una niña menudita, desaliñada y descalza.

Enda salió disparado, aprovechando su posición estratégica, próxima al lugar donde había aparecido la niña; no le costó nada alcanzarla. A los pocos pasos la tomó por uno de sus delgados brazos y la volvió hacia él. La niña sollozaba, gritaba y le pegaba en vano para que la soltara.

Fidelma saltó sobre el embarcadero de madera y acudió a ayudar a Enda.

Al llegar donde estaban, oyó el ruido de caballos abriéndose paso por el sendero, entre los árboles y arbustos. Se dio la vuelta y se encontró frente a las caras sorprendidas del obispo Forbassach y Mel, el guerrero, que tiraron de las riendas para detener a sus caballos jadeantes.

Fidelma se volvió hacia la niña desgreñada.

– ¡Me estaban persiguiendo! ¡No permitáis que me maten! ¡Por favor, no permitáis que me maten! -chilló la niña, que apenas si tenía trece años.

– Entonces no os resistáis -le dijo Fidelma con voz tranquilizadora-. No vamos a haceros daño.

– ¡Me matarán! -La niña estaba sollozando-. ¡Quieren matarme!

Fidelma reparó en que la abadesa Fainder se había acercado al grupo, pues notó su presencia detrás de su hombro.

– Pero si es sor Fial -musitó ésta en un tono asombrado-. Os hemos estado buscando, hermana.

Fidelma se fijó en el aspecto desaliñado de la niña.

– Vuestra ropa está empapada -observó-. ¿Habéis nadado en el río?


* * *

Eadulf y las dos niñas tardaron bastante en cruzar las montañas; acaso era demasiado generoso llamarlas así, pues sólo dos de éstas superaban los cuatrocientos metros. El problema no era la altura, sino el terreno tan abrupto, exento de vegetación, y el hecho de que las niñas estaban débiles tras el suplicio que habían pasado. El propio Eadulf, tras varias semanas encarcelado en una celda y a pesar de sus intentos de mantenerse en forma, tampoco estaba en su mejor estado físico. Durante la ascensión, tuvieron que detenerse a descansar varias veces.

Se habían dirigido hacia el norte, de camino al extremo noreste de la sierra, para luego proseguir el viaje girando hacia el sudeste. A lo lejos, Eadulf divisó la imponente sombra de la Montaña Gualda, lo cual confirmó que la mejor perspectiva de pasar la noche con cierta comodidad y no a merced de la intemperie era buscar cobijo en la pequeña población religiosa dedicada a la santísima Brígida de Kildare, que se encontraba en las laderas del sur. Mas la tarde avanzaba sin piedad. Les quedaba un buen trecho por delante, y no llegarían a su destino antes de caer la noche.

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