Capítulo XII

En el abad Noé pensaba todavía Fidelma de regreso a La Montaña Gualda. Le sorprendió que no hubiera mostrado interés en acudir a Fearna, dadas las circunstancias. Fidelma esperaba que, como abad y consejero espiritual de Fianamail, ocupara un lugar destacado en las medidas que se estaban tomando. Exceptuando el supuesto apoyo que concedía a la aplicación de los Penitenciales, no había ocupado un lugar destacado en ninguno de los acontecimientos posteriores.

Ahora bien, Fidelma no sabía por qué el abad Noé estaba presente en sus pensamientos. Por lo poco que conocía del irascible abad, le sorprendió que hubiera nombrado a alguien para estar a cargo de su antigua abadía, a una persona que pretendía cambiar las leyes tradicionales. Según recordaba, el abad Noé siempre había apoyado el sistema legal de Fénechus. Aunque por experiencia también sabía que era un hombre taimado y dado a la intriga. No podía evitar, así, pensar que podía tener un papel importante en aquel misterio.

Se sentó en la sala principal de la posada cavilando sobre esto. Pero luego volvió a concentrarse en la desaparición de Eadulf de la abadía. Escogió a conciencia la palabra «desaparición», pues no se fiaba ni de Forbassach ni de la abadesa. ¿Se había fugado realmente? Demasiadas personas habían «desaparecido», todas ellas testigos clave de los acontecimientos. De pronto tuvo un escalofrío. ¿Qué estaba diciendo? ¿Que Eadulf sencillamente había desaparecido con los demás?

El calor del fuego y el sueño interrumpido de la noche anterior favorecieron la somnolencia y, aunque trató de vencerla, sus cavilaciones la adormecían y se dejó llevar hasta entregarse al sueño.

Sin saber cuánto tiempo habría pasado, una puerta la despertó al abrirse. Enda entró en la sala con un gesto de satisfacción. Fidelma contuvo un bostezo, se estiró y lo saludó.

– ¿Qué habéis averiguado, Enda?

Sin perder un instante, el joven guerrero tomó asiento a su lado. Bajó la voz tras haber lanzado una mirada alrededor para asegurarse de que estaban solos, y dijo:

– He seguido a la abadesa sin que reparase en mí. Se ha dirigido hacia el norte…

– ¿Hacia el norte?

– Sí, pero sólo unos cinco o seis kilómetros. Luego ha subido colina arriba, hasta un poblado llamado Raheen. Al llegar ha ido hasta una cabaña, donde la ha recibido una mujer. Parecían tener mucha amistad.

– ¿Mucha amistad? -repitió Fidelma enarcando ligeramente una ceja, extrañada.

– Se han abrazado. Y luego han entrado en la cabaña. He esperado una hora más o menos hasta que la abadesa ha salido.

Entonces Fidelma se dio cuenta de que había perdido buena parte de la tarde y que había dormido varias horas.

– Proseguid -dijo, tratando de disimular el fastidio de haber perdido el tiempo-. ¿Y luego?

– Entonces ha llegado nuestro amigo Forbassach. La mujer los ha dejado solos un rato. Después Forbassach se ha marchado y, al poco, la abadesa Fainder también. Ha vuelto a caballo a Fearna, por lo que no me he tomado la molestia de seguirla.

– ¿Y qué habéis hecho entonces?

– He pensado que querríais saber quién era la mujer de la cabaña a la que habían visitado.

Fidelma sonrió con aprobación.

– Veo que aprendéis rápido, Enda. Acabaremos haciendo de ti un dálaigh.

El joven negó con la cabeza, tomándose en serio el comentario liviano de Fidelma.

– Yo soy guerrero e hijo de guerrero, y cuando sea demasiado viejo para seguir siendo guerrero, me retiraré a una granja.

– ¿Habéis averiguado quién era la mujer?

– He pensado que era mejor no dirigirme directamente a su cabaña, sino indagar entre otros habitantes del lugar. Me han dicho que se llama Deog.

– ¿Deog? ¿Habéis descubierto algo más?

– Que ha enviudado hace poco. Su esposo se llamaba Daig.

Fidelma calló unos momentos y preguntó luego:

– ¿Estáis seguro que os han dicho ese nombre?

– Así es, señora.

– Si hace poco que es viuda, debe de tratarse del mismo hombre.

– No sé si os comprendo, señora -Enda no estaba seguro de qué había querido decir Fidelma.

Fidelma pensó que no tenía tiempo para explicárselo. ¿Qué interés tendrían la abadesa Fainder y el obispo Forbassach en visitar a la viuda del vigilante que se había ahogado en el muelle? Fainder le había dado la impresión de no conocer apenas a aquel hombre… ¿para qué iría a visitar a su viuda? Y no sólo eso: según había contado Enda, parecían buenas amigas. He ahí un misterio más.

– Supongo que no habéis preguntado si la abadesa visita con frecuencia a esa mujer, Deog se llama, ¿no es así?

Enda negó con la cabeza y explicó:

– No quería atraer demasiado la atención. Así que me he abstenido de preguntar en exceso.

Fidelma reconoció que Enda había actuado correctamente: demasiadas preguntas podían haber puesto a la gente en guardia.

– ¿A qué distancia de aquí decís que vive esa mujer?

– A menos de una hora a buen galope.

– Dentro de unas horas será oscuro -observó Fidelma, mirando al cielo-. Aun así, creo que debería hablar con Deog.

– Ahora conozco el camino, señora -anunció Enda con entusiasmo-. No tendría por qué haber problemas para cabalgar hasta allí, como tampoco para regresar de noche incluso.

– Entonces eso haremos -decidió Fidelma-. ¿Dónde está Dego?

– Creo que estaba en las cuadras almohazando a los caballos. ¿Queréis que vaya a buscarlo?

Fidelma asintió.

– Cuanto antes partamos, mejor -dijo-. Vamos a buscarlo.

Tal cual Enda suponía, Dego estaba almohazando el caballo de Enda tras la breve cabalgada al poblado. Saludó a Fidelma con cierto nerviosismo.

– He regresado a la posada justo después del mediodía, señora -le dijo-, tal como habíais ordenado. Pero al ver que dormíais junto al fuego, he pensado que os convenía más el sueño que oír que no tenía nada de lo que informaros. Espero haber hecho bien al dejaros dormir.

Por un momento, Fidelma no sabía de qué estaba hablando, hasta que recordó que le había dicho que se encontrarían en la posada a su regreso de la abadía a fin de decidir la próxima estrategia. Fidelma le sonrió para disculparse, dada la expresión preocupada del guerrero.

– Habéis hecho bien, Dego. Me convenía dormir. Enda y yo vamos a salir a caballo. Puede que estemos unas horas fuera.

– ¿Queréis que os acompañe?

– No es menester. Enda conoce el camino. Prefiero que alguno de nosotros se quede por si el hermano Eadulf tratara de ponerse en contacto con nosotros.

Dego la ayudó a ensillar el caballo mientras Enda volvía a ensillar el suyo.

– ¿Dónde estaréis -preguntó Dego- en caso de que algo suceda?

– Vamos a ver a una mujer llamada Deog, que vive en un lugar llamado Raheen a uno seis kilómetros al norte. Pero no lo mencionéis a nadie.

– Desde luego, señora.

Montaron a los caballos y emprendieron la marcha con brío a través de las calles de Fearna. Enda iba en cabeza, al pie de los imponentes muros grises de la lúgubre abadía; luego pasó de largo los muros que bordeaban el río en el recodo que formaba hacia el norte. En una bifurcación tomó el camino que ascendía por una colina en leve pendiente, a través de un bosquecillo.

Allí Fidelma gritó a Enda que se detuviera. Regresó hasta el límite de los árboles y arbustos, desde donde se veía el camino que habían seguido, y esperó en silencio unos momentos, inclinada sobre el cuello del corcel, detrás del follaje.

Enda no necesitó preguntarle qué estaba haciendo. Si alguien les había seguido, no tardarían en verlo desde aquella posición. Fidelma esperó un buen rato antes de soltar un suspiro de alivio.

– Parece que mis temores son infundados -anunció a Enda con una sonrisa-. Por el momento, nadie nos sigue.

Sin decir nada, Enda dio media vuelta y reemprendió el galope entre el bosquecillo, para tomar a continuación una senda entre campos de labranza, hacia una zona boscosa más densa, que cubría las colinas que se alzaban al fondo.

– ¿Qué colina es ésa, frente a nosotros, Enda? -preguntó Fidelma mientras avanzaban por la senda.

– Se trata de la colina que da nombre a la posada en la que nos alojamos. Es la Montaña Gualda. Dentro de un momento giraremos hacia el este y saldremos a la ladera de la montaña antes de volver a girar al norte, hacia Raheen. El poblado queda al principio del valle, a escasa distancia a caballo.

Al poco, cuando el cielo otoñal empezaba a nublarse y oscurecer con el atardecer, Enda se detuvo y señaló con el dedo. Habían llegado al valle, que se extendía al sur hacia el río. Sobre la ladera había aquí y allá varias cabañas de las que emanaban pequeñas columnas de humo oscuro. Era claramente una comunidad agrícola.

– ¿Veis la cabaña de allá a lo lejos?

Fidelma miró adónde el guerrero apuntaba con el dedo, hacia una cabaña no muy grande, aferrada a la escarpada falda de la montaña. No era una casita pobre, aunque tampoco presentaba signo alguno de riqueza o posición. La estructura era de granito grueso y gris, cubierta por un tejado de paja que necesitaba a ojos vista una renovación.

Si.

– Ésa es la cabaña de la mujer que os decía, Deog; la cabaña a la que acudieron la abadesa Fainder y el obispo Forbassach.

– Muy bien. Veamos si Deog puede contribuir a resolver algunas dudas.

Fidelma empujó con suavidad el caballo y, con Enda a la zaga, fue derecha a la cabaña que le había indicado.

La ocupante de la cabaña les había oído llegar, pues mientras descabalgaban y ataban a los animales a una cerca que marcaba los límites de un huerto frente al edificio, la puerta se abrió y salió una mujer. Detrás de ella apareció un perro de caza que echó a correr hacia ellos, pero frenó en cuanto la mujer se lo ordenó con firmeza. No era una mujer de mediana edad todavía, pero tenía un rostro tan curtido por las preocupaciones que, a primera vista, parecía mayor. Sus ojos eran claros, seguramente más grises que azules. Iba vestida con sencillez, como una campesina, y tenía aspecto de estar acostumbrada a la inclemencia de los elementos. Sus rasgos le resultaron extrañamente familiares a Fidelma, que fue rápida en la observación y no pasó por alto al perro, que, según advirtió, era viejo pero estaba más que dispuesto a defender a su ama.

La mujer se acercó y los miró con preocupación al fijarse en Fidelma.

– ¿Os envía Fainder? -preguntó sin preámbulos, dando por sentado que así era por el hábito religioso de Fidelma, a quien le sorprendió la inquietud de su voz.

– ¿Qué os lo hace pensar? -preguntó a su vez, eludiendo la respuesta.

La mujer entornó los ojos.

– Sois una monja. Si Fainder no os ha enviado, ¿quiénes sois?

– Me llamo Fidelma. Fidelma de Cashel.

La mujer endureció visiblemente el semblante y apretó los labios.

– ¿Y?

– Veo que habéis oído hablar de mí -observó Fidelma, interpretando correctamente la reacción de la campesina.

– Sí, he oído vuestro nombre.

– En tal caso sabréis que soy dálaigh.

– Así es.

– Empieza a oscurecer y hace frío. ¿Podemos entrar en vuestra cabaña y hablar con vos un momento?

La mujer se mostró reacia, pero al final inclinó la cabeza invitándolos a pasar por la puerta.

– Pasad. Aunque no creo que tengamos gran cosa de que hablar.

Los condujo al interior de una amplia sala de estar. El perro, en vista de que no constituían ninguna amenaza, entró corriendo por delante. Un tronco crepitaba en el hogar al fondo de la sala. El viejo perro se echó delante, en el suelo, con la cabeza sobre las patas, si bien con un ojo medio abierto, alerta, que no apartaba de ellos.

– Sentaos -invitó la mujer.

Esperaron a que ella eligiera su asiento, junto al fuego; Fidelma se sentó frente a ella, y Enda eligió un incómodo banco junto a la puerta.

– Bien, ¿y de qué os complacería hablar?

– Tengo entendido que os llamáis Deog, ¿no es así? -preguntó Fidelma.

– No lo negaré, pues es la verdad -respondió la mujer.

– ¿Y Daig se llamaba vuestro esposo?

– Que Dios se apiade de su alma, pero sí, así se llamaba. ¿Qué tenéis que ver con él?

– Si no me confundo, era vigilante de los muelles de Fearna.

– Era el capitán de la guardia; lo nombraron cuando ascendieron a Mel a comandante de la guardia real. Daig era capitán de la guardia… aunque no vivió mucho para disfrutarlo… -Se le hizo un nudo la garganta y soltó un resuello.

– Lamento molestaros, Deog, pero necesito respuestas a mis preguntas.

La mujer hizo un esfuerzo para contenerse.

– Ya he oído que andáis por ahí interrogando. Me han dicho que sois amiga del sajón.

– ¿Qué sabéis del… del sajón?

– Sólo sé que lo juzgaron y lo condenaron por matar a una pobre niña.

– ¿Algo más? ¿Si era culpable o inocente?

– ¿Cómo va a ser inocente, si lo ha condenado el brehon de Laigin?

Era inocente -replicó Fidelma escuetamente-. Y se han dado demasiadas muertes en los muelles de la abadía como para que sean meras coincidencias. Por ejemplo, habladme de la muerte de vuestro esposo.

El semblante de la mujer quedó inmóvil durante unos momentos; con sus ojos claros trataba de desentrañar un posible significado oculto tras las palabras de Fidelma. Al fin dijo:

– Era un hombre bueno.

– No lo pongo en duda -aseguró Fidelma.

– Me dijeron que se ahogó.

– ¿Quiénes?

– El obispo Forbassach.

– ¿Forbassach os lo comunicó en persona? Os movéis en círculos ilustres, Deog. ¿Qué os contó exactamente el obispo Forbassach?

– Que durante la guardia nocturna, Daig resbaló del muelle de madera y cayó al río, golpeándose la cabeza en uno de los pilares, lo que le hizo perder el conocimiento. Que al día siguiente lo halló un marinero del Cág. Me dijeron que… -se quedó sin voz antes de poder continuar-… que se ahogó estando inconsciente.

Fidelma se inclinó un poco hacia delante y preguntó:

– ¿Alguien presenció lo ocurrido?

Deog la miró con perplejidad.

– ¿Que si alguien lo presenció? Si hubiera habido alguien cerca, no se habría ahogado.

– Entonces, ¿cómo se conocen esos detalles?

– El obispo Forbassach me dijo que así es como debió de haber ocurrido, pues es el único modo en que podría haber sucedido para que concordara con los hechos. -Pronunció las palabras como una fórmula, lo cual hacía evidente que repetía a pies juntillas lo que el brehon le había contado.

– Pero ¿qué pensáis vos?

– Que así debió de ser.

– ¿Daig habló con vos alguna vez de lo que había pasado en los muelles? Por ejemplo, ¿habló alguna vez de la muerte del marinero?

– Fainder me contó que ejecutaron al pobre Ibar por ese crimen.

– ¿Al pobre Ibar? -Se extrañó Fidelma-. ¿Conocíais al hermano?

– Conozco a su familia -asintió Deog-. Son herreros en la parte baja de las faldas de la Montaña Gualda. Daig me contó cómo lo había encontrado.

– ¿Y cómo fue? ¿Qué os contó Daig exactamente? -preguntó Fidelma con gran interés.

– ¿Por qué queréis que os describa lo que Daig me contó del asesinato? -Deog miró a Fidelma con desconcierto-. ¿No os lo ha contado Fainder? Ni siquiera el obispo Forbassach quiso conocer los detalles.

– Hacedme el favor -la invitó Fidelma con una sonrisa-. Me gustaría oírlo y, en la medida de lo posible, emplead las mismas palabras que usó vuestro esposo.

– Veamos. Daig me contó que estaba patrullando por el embarcadero junto a la abadía a medianoche cuando oyó un grito. Daig llevaba una antorcha de tea; la levantó y respondió con otro grito mientras avanzó en dirección al sonido. Entonces oyó unos pasos corriendo sobre los tablones del muelle. Se encontró una figura acurrucada. Era el cuerpo de un hombre, de un barquero. Daig lo reconoció: era un tripulante del barco de Gabrán, que estaba amarrado en el muelle. El hombre tenía un golpe en la cabeza; cerca, en el suelo, había un madero.

– ¿Un madero?

– Daig me dijo que era uno de esos palos de madera que usan en los barcos.

– ¿Una cabilla?

Deog se encogió de hombros y explicó:

– No sé muy bien qué es, pero ésa es la palabra que usó.

– Proseguid.

– Me dijo que saltaba a la vista que el hombre estaba muerto, así que dejó allí el cuerpo y echó a correr tras los pasos que huían. Pero no tardó en darse cuenta de que la noche había encubierto al culpable, así que volvió adónde estaba el cuerpo…

– ¿Os dijo en qué dirección iban los pasos que oyó? ¿Hacia la entrada de la abadía quizá?

Deog reflexionó antes de responder:

– No creo que fuera hacia la entrada de la abadía, porque dijo que los pasos se desvanecieron en la oscuridad. Y durante la noche suele haber dos antorchas encendidas a las puertas de la abadía. Y si el culpable hubiera corrido hacia allí, Daig lo habría visto con la luz.

– ¿Dos antorchas encendidas, decís? -repitió Fidelma y guardó silencio unos instantes para asimilar la información-. ¿Cómo lo sabéis?

– Me lo dijo Fainder.

Fidelma vaciló un momento y luego decidió no desviar la conversación.

– De eso hablaremos luego. Continuad con la historia que os contó Daig.

– Bueno, regresó adónde estaba el cuerpo del marinero y dio la voz de alarma. Otro marinero del barco de Gabrán se despertó y le dijo a Daig que aquél se hallaba en la posada La Montaña Gualda y que la última vez que había visto al muerto había sido allí también. Al parecer éste había acudido a la posada a buscar dinero que Gabrán le debía.

»Daig fue a la posada, donde encontró a Gabrán. Había estado bebiendo cosa mala, así que tardó en comprender la situación. Lassar, la dueña de la posada, le dijo a Daig que el marinero se había encontrado allí con Gabrán y que habían discutido. Gabrán le pagó e hicieron las paces. El marinero se quedó un rato en la posada bebiendo y luego regresó al barco. Para entonces Lassar ya dormía, pues era tarde, pero se despertó cuando Daig apareció preguntando por Gabrán.

La mujer interrumpió la narración y preguntó, extrañada:

– ¿Realmente os interesa, señora? Al obispo Forbassach le parecía irrelevante.

– Proseguid, Deog. ¿Qué más os contó Daig?

– Gabrán confirmó que acababa de pagar a aquel hombre un dinero que le debía.

– ¿Dijo por qué habían discutido?

– Tenía que ver con el dinero. Daig dijo que el motivo era una nimiedad. Que lo importante era que el marinero no llevaba el dinero encima después de muerto. Cuando Gabrán se enteró de que faltaba el dinero, preguntó por una cadena de oro que su tripulante solía llevar al cuello. Pero tampoco estaba.

– Es decir, que no hallaron ni el dinero ni la cadena en el cuerpo.

– Eso es lo que escamó a Daig. Después de intentar en vano ir tras los pasos que se desvanecieron en la oscuridad, decidió regresar y registró el cuerpo.

– ¿Por qué decís que le escamó? ¿En qué sentido?

Deog frunció el ceño para hacer memoria de lo que Daig le había contado.

– Dijo… aunque pensó que podría estar equivocado… dijo…

– Tomaos tiempo -sugirió Fidelma al ver que dudaba, tratando de recordar.

– La primera vez que vio el cuerpo, antes de ponerse a perseguir los pasos, Daig estaba seguro de haberle visto una cadena de oro alrededor del cuello. Le pareció ver un destello a la luz de la antorcha.

– Pero la cadena había desaparecido cuando regresó, ¿a eso os referís?

– Eso es lo que le extrañó: que al volver, el marinero ya no la tuviera.

– ¿Se lo contó a alguien?

– Al obispo Forbassach.

– Ya. ¿Y qué sucedió? ¿Qué hizo Forbassach al respecto?

– Creo que no volvió a mencionarlo. Al fin y al cabo, Daig no estaba seguro del todo. Lassar confirmó que el hombre había recibido el dinero de manos de Gabrán y sabía que solía llevar una cadena de oro. Lo conocía, porque era un miembro de la tripulación de Gabrán que solía frecuentar la posada. Siempre se jactaba de que había ganado la cadena de oro en una batalla contra los Uí Néill.

Fidelma guardó silencio un momento para ponderar la información.

– El asunto de la cadena de oro empezó a preocuparle -añadió Deog.

– ¿Os contó Daig qué pista siguió para llegar hasta el hermano Ibar?

– Lo cierto es que sí, y le pareció una coincidencia asombrosa. Al día siguiente, el mismo Gabrán le contó que en la plaza del mercado se le había acercado un monje con el propósito de venderle una cadena de oro, que él enseguida reconoció como la misma que solía llevar el tripulante hallado muerto.

– Yo diría que es una coincidencia muy extraña -comentó Fidelma con sequedad.

– Pero las coincidencias se dan -respondió Deog.

– ¿Sabía Gabrán quién era el monje?

– Sabía que era un miembro de la comunidad de la abadía.

– ¿Y dijo que le compró la cadena?

– Fingió estar interesado y acordó verse con el monje más tarde. A continuación lo siguió hasta la abadía. Preguntó a la rechtaire cómo se llamaba (Ibar, claro) y luego acudió a Daig y le contó toda la historia. Daig fue al monasterio y relató los hechos a la abadesa Fainder. Con la rechtaire, Daig registró la celda de Ibar y encontraron la cadena y un portamonedas bajo la cama de Ibar.

– ¿Y luego? -inquirió Fidelma.

– Gabrán identificó la cadena y dijo que el portamonedas se parecía mucho al que él le había dado a su tripulante. Fainder hizo llamar al obispo Forbassach, y el hermano Ibar fue acusado oficialmente.

– Según se me dijo, él negó la acusación.

– Así es. Negó que hubiera asesinado a aquel hombre, negó que intentara vender la cadena a Gabrán y negó que supiera nada del dinero oculto bajo su cama. Llamó embustero a Gabrán. Pero ante la evidencia sólo podía sacarse una conclusión. Con todo, a Daig no dejaba de escamarle la coincidencia… pues, como vos misma habéis dicho, le parecía una coincidencia asombrosa. También le preocupaba haber visto la cadena en el cuello del marinero justo después del asesinato.

– Pero habéis dicho que él comunicó al obispo Forbassach su recelo.

– Sí.

– ¿Y Daig no hizo nada al respecto? ¿Nada comentó con Gabrán?

– Vos sois la dálaigh. Deberíais saber que Daig era un simple vigilante, y no un abogado dispuesto a hacer indagaciones. Se lo dijo a Forbassach y, de ahí en adelante, el asunto quedó en manos del obispo. Y éste tuvo suficiente con las pruebas.

– ¿Y en el juicio de Ibar no se hizo mención de nada de esto?

– No que yo sepa. Mi querido Daig se ahogó antes del juicio, así que tampoco pudo plantear sus dudas.

Fidelma se echó atrás contra el respaldo para reflexionar sobre lo que Deog le había relatado.

– En este caso, el obispo Forbassach vuelve a aparecer como juez y acusador. Es inconcebible.

– El obispo Forbassach es un buen hombre -protestó Deog.

Fidelma la miró con curiosidad y observó:

– Hay algo que me resulta fascinante. Para ser campesina y no vivir en Fearna, estáis muy al corriente de cuanto se hace y deshace por allí, y parece que tenéis un trato muy estrecho con personas influyentes.

Deog resopló por la nariz con desdén.

– ¿Acaso Daig no era mi esposo? Él me mantenía informada de lo que hacía en Fearna. ¿Acaso lo que acabo de contar no responde a vuestras preguntas?

– Desde luego. Pero vos sabéis más de lo que os contaba vuestro esposo. Me consta que recibís visitas del obispo Forbassach y la abadesa Fainder.

Deog se puso nerviosa de pronto.

– Así que lo sabéis.

– Exactamente -respondió Fidelma, esbozando una sonrisa-. La abadesa Fainder sube a caballo para veros con frecuencia, ¿no es así?

– No lo negaré.

– Con todos los respetos, ¿qué trae por aquí tan a menudo a la abadesa Fainder? ¿Qué necesidad puede tener de contaros a vos, la viuda de un miembro de la guardia nocturna, un hombre al que, según me dijo, apenas conocía, los detalles del juicio del hermano Ibar?

– ¿Y por qué no iba hacerlo? -preguntó Deog a la defensiva-. Fainder es mi hermana pequeña

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