Fidelma palideció, reflejando así la terrible angustia que la carcomía. Fue como si su cuerpo hubiera quedado exangüe.
– ¿Ya no hay nada que hacer? ¿Queréis decir que…? -Tragó saliva, casi incapaz de articular la pregunta que más deseaba hacer.
– El sajón será ejecutado mañana al mediodía -le anunció Fianamail con indiferencia.
Una sensación de alivio invadió a Fidelma.
– Entonces, ¿todavía no está muerto? -Las palabras brotaron como un suspiro trémulo.
Cerró los ojos para recrearse en ese momento de consuelo.
Ajeno, al parecer, a las emociones de Fidelma, el joven rey dio una patada a un tronco del fuego.
– Prácticamente ya lo está. El caso se ha cerrado. Habéis viajado desde tan lejos en balde.
Sin levantarse, Fidelma se inclinó hacia delante y miró de frente a Fianamail.
– En lo que a mí concierne, el caso no está cerrado todavía. De camino hacia aquí he oído una historia que no aceptaría de un rey de Laigin. Se me dijo que habíais rechazado la ley tradicional y que habíais decretado que debía aprobarse el castigo establecido por los nuevos Penitenciales de Roma. ¿Es verdad que habéis anunciado tal despropósito?
Fianamail seguía sonriendo, pero sin amabilidad alguna.
– El castigo decretado es la ejecución, Fidelma de Cashel. Tal decisión se ha tomado. Para ello me he dejado asesorar por mi consejero espiritual y por mi brehon. Laigin será un reino precursor en desechar nuestras costumbres paganas. Que los castigos cristianos se correspondan con los delitos que se cometan en estas tierras. Estoy decidido a demostrar cuán cristiano ha devenido mi reino de Laigin. Debe aplicarse la pena de muerte.
– Creo que olvidáis la ley, Fianamail de Laigin. Incluso los Penitenciales reconocen el derecho de apelación.
– ¿Apelación? -repitió Fianamail, asombrado-. Pero el brehon ya ha dictado la sentencia. Y yo la he confirmado. No hay posibilidad de apelación.
– Existe otro juez por encima de vuestro brehon -señaló Fidelma-, el jefe brehon de Éireann, al que puede recurrirse. Y creo que él tendría mucho que decir sobre ese asunto de los Penitenciales.
– ¿Qué razones aduciríais para hacer esa apelación al jefe brehon de los cinco reinos? -preguntó Fianamail con sorna-. No sabéis nada del caso y no tenéis conocimiento de las declaraciones. Además, la ejecución tendrá lugar mañana y no podemos esperar una semana hasta que llegue el jefe brehon.
Su sonrisa confiada despertó la ira de Fidelma, pero ésta se dominó.
– Mientras investigo este asunto, os pediría que suspendierais la ejecución de la sentencia aduciendo que cabe la posibilidad de que no se haya defendido correctamente al hermano Eadulf de Seaxmund's Ham y que el tribunal que lo ha juzgado podría no haber tenido en cuenta la totalidad de sus derechos.
Fianamail se echó atrás contra el respaldo con un claro gesto de desdén.
– Parece una petición propia de una persona desesperada, Fidelma de Cashel. La de alguien que se agarra a un clavo ardiendo. Bien, pues ahora no tenéis a nadie a quien apelar, nadie a quien podáis convencer como hicisteis en Ros Ailithir contra mí y el obispo Forbassach. Aquí soy yo la única autoridad.
Fidelma sabía que no serviría de nada apelar al sentido de moralidad de Fianamail, pues el joven tenía sed de venganza, de modo que cambió de táctica. Para ello levantó el tono de voz y dijo:
– Vos sois rey, Fianamail, y pese a vuestro antagonismo hacia Cashel, debéis conduciros como tal, pues si no lo hacéis, las propias losas sobre las que camináis alzarán su voz para denunciar vuestra injusticia y maldad.
Fianamail se removió ligeramente, incómodo ante la vehemencia de su prima y dijo a su vez de mala gana:
– Hablo como rey, Fidelma de Cashel. Me han dicho que al sajón se le ofrecieron ocasiones de sobra para defenderse.
Fidelma aprovechó aquellas palabras.
– ¿Para defenderse decís? ¿Acaso no se le proporcionó un dálaigh para llevar su defensa, para defenderle ante la ley?
– Tal privilegio se concede a pocos forasteros. No obstante, es cierto que, dado que hablaba nuestra lengua y al parecer poseía ciertos conocimientos jurídicos, se le permitió llevar su propia defensa. Recibió el mismo tratamiento que damos a cualquier religioso errante.
– ¿De modo que Eadulf de Seaxmund's Ham no mencionó su cargo? -preguntó Fidelma, que empezaba a ver un atisbo de esperanza.
Fianamail se la quedó mirando sin comprender adónde quería ir a parar.
– Ese hombre es un monje, un peregrino pro Christo. ¿Qué otro cargo va a tener?
– Es techtairey no un mero monje en viaje de peregrinación. Y como tal, debe tenerse en cuenta el consejo del Bretha Nemed, pues Eadulf viajaba bajo la protección del rey Colgú, en calidad de miembro de su casa real.
El joven rey se mostró ligeramente desconcertado. Él no era dálaigh ni brehon, por lo que desconocía la ley a la que Fidelma se refería.
– ¿Y por qué el sajón está bajo la protección de la casa real de vuestro hermano?
Fidelma percibió cierta vacilación en su arrogancia juvenil.
– Es fácil. Teodoro de Canterbury, arzobispo y consejero de todos los reinos sajones, envió a Eadulf como emisario personal a mi hermano. Por consiguiente, su precio de honor es de ocho cumals, la mitad del precio de honor que poseéis vos como rey de Laigin. Eadulf goza de los derechos y prerrogativas de una embajada. Y tiene derecho a poseer la mitad del precio de honor del hombre al que sirve. Al regresar hasta Teodoro de Canterbury con mensajes de mi hermano, Eadulf sigue gozando del mismo precio de honor y, por lo tanto, sigue estando al servicio de mi hermano. La ley es clara en cuanto a la protección que proporciona a los miembros de una embajada.
– Sin embargo, ha cometido un asesinato -protestó Fianamail.
– Eso han declarado vuestros tribunales -concedió Fidelma-. Pero deben investigarse las circunstancias. ¿Acaso el Bretha Nemed no establece que quienes están al servicio de un rey pueden cometer actos de violencia en defensa propia durante el desempeño de ese servicio, sin tener que afrontar por ello responsabilidades? ¿Se saben qué motivos subyacen bajo su delito? Es posible que goce de inmunidad para ser procesado. ¿Se tuvo en cuenta todo esto?
Fianamail se mostraba claramente atónito por el despliegue de conocimientos técnicos. No tenía capacidad para discutir con ella, y así lo reconoció.
– No dispongo de la misma competencia jurídica que vos, Fidelma de Cashel. Debo consultar al respecto.
– En tal caso, haced venir a vuestro brehon; que se presente ante mí y exponga los precedentes del caso.
Moviendo la cabeza, Fianamail se puso en pie y se acercó a la mesa para servirse una copa de vino.
– No está aquí en este momento. No le espero hasta mañana.
– En tal caso debéis emitir la sentencia sin él, Fianamail. No os he mentido sobre lo que dice la ley. Juro sobre mi honor como dálaigh, con o sin el consejo de vuestro brehon, que si este reino ha emitido una sentencia falsa o errónea, no se os considerará como un rey verdadero y seréis juzgado por un tribunal superior. Ningún rey está por encima de la ley.
Fianamail trataba de discernir cuál era el mejor modo de proceder. Levantó las manos con impotencia y las dejó caer a ambos lados.
– ¿Qué buscáis, Fidelma? -preguntó tras vacilar unos momentos-. ¿Sugerís que reclamáis inmunidad para el sajón? Porque no lo aceptaré. Cometió un crimen detestable. ¿Qué queréis?
– En última instancia, os rogaría que volvierais a aplicar las leyes de nuestro país -respondió Fidelma-. Los Penitenciales extranjeros no caben en nuestra mentalidad. Matar por venganza no se corresponde a nuestra ley…
Fianamail levantó una mano para detener su elocuencia.
– He dado mi palabra al abad Noé, mi consejero espiritual, y al obispo Forbassach, mi brehon, de que se aplicarán los castigos decretados por la fe: una vida por otra vida.
Fidelma notó que se le aceleraba el pulso al percibir una brecha en su determinación.
– Os pido que difiráis la ejecución a fin de poder investigar los hechos de este caso y corroborar que se ha observado la ley.
– Yo no puedo anular la sentencia de mi brehon; no está en poder del rey.
– Concededme un tiempo limitado para investigar este crimen del que acusáis al hermano Eadulf y permitidme analizar los hechos basados en un posible alegato de que actuó bajo protección, como fer taistil, oficial al servicio de la corte del rey con inmunidad. Autorizadme para iniciar tal investigación.
Empleó el término legal fer taistil, que aunque literalmente significaba «viajero», en concreto era «emisario entre reyes».
Fianamail volvió a tomar asiento. Sopesó la cuestión con el gesto torcido. Era evidente que le inquietaba acceder a su petición, mas se mostraba incapaz de encontrar motivos para rebatir sus argumentos.
– No deseo volver a reñir con tu hermano otra vez -reconoció al fin-. Ni quiero hacer nada que contradiga los protocolos y la justicia de mi reino. -Calló un momento y se frotó la barbilla con un gesto de arrepentimiento-. Os concederé tiempo para que investiguéis el crimen del que han acusado al sajón. Si halláis alguna irregularidad en la conducta y la sentencia de nuestros tribunales, no me opondré al derecho de apelación.
Fidelma contuvo un suspiro de alivio.
– Es cuanto os pido. Mas para ello necesitaré vuestra autorización.
– Mandaré que me traigan pluma y vitela y os la daré por escrito -accedió, inclinándose hacia delante para sacudir una campanilla de plata.
– Bien -agradeció Fidelma, sintiendo un tremendo alivio-. ¿Cuánto tiempo me daréis para la investigación?
En ese momento entró un criado, y Fianamail le ordenó que trajera los utensilios de escritura. Los ojos del joven rey eran fríos.
– ¿Cuánto tiempo? Pues hasta mañana al mediodía, a la hora señalada para la ejecución del sajón.
El alivio momentáneo se desvaneció al darse cuenta de las limitaciones que le imponía Fianamail.
– ¡Ya está! -añadió éste con una sonrisa-. No podéis acusarme de desobedecer las costumbres de nuestro país. Os he concedido tiempo para preparar la apelación. Eso queríais, ¿no?
El criado regresó con los utensilios de escritura y el rey garabateó con rapidez sobre el papel de vitela. Fidelma tardó en recuperar la voz.
– ¿No me concedéis más que veinticuatro horas? ¿Qué clase de justicia es ésta? -dijo despacio, tratando de contener la rabia.
– Sea la clase de justicia que sea, sigue siendo justicia -respondió Fianamail en un tono que denotaba su ánimo vengativo-. Nada más os debo.
Fidelma guardó silencio unos instantes, tratando de pensar en algo más que pedirle. Sin embargo, se dio cuenta de que no podía pedirle nada más. El joven poseía el poder y ella carecía de un arbitrio superior para hacer desaparecer su ánimo de venganza.
– Muy bien -dijo al fin-. Si encuentro razones para una apelación, ¿detendréis la ejecución hasta la llegada de Barrán, vuestro jefe brehon, para revisar el caso?
Fianamail resopló ligeramente y respondió:
– Si encontráis motivos para hacer una apelación y los considero dignos de mis tribunales de justicia, permitiré un aplazamiento hasta que pueda venir el brehon Barrán. Los argumentos que sostengan la apelación habrán de ser consistentes, y no meras sospechas.
– Eso se da por supuesto. ¿Me permitiréis, además, indagar sin impedimentos ni obstáculos durante las próximas veinticuatro horas?
– Queda explícito en la autorización -respondió el rey, entregándole el papel.
Antes de cogerlo, Fidelma le pidió:
– En tal caso debéis añadir vuestro sello para que conste que actúo con vuestro consentimiento y autorización.
Fianamail vaciló. Fidelma sabía que un trozo de papel con el consentimiento para hacer interrogar no servía de nada sin el sello del rey.
Fianamail titubeó otra vez, sin saber qué hacer.
– Matar a un techtaire es un delito grave para el jefe brehon y el rey supremo -observó Fidelma con firmeza-. La muerte del mensajero de un rey, ya sea por homicidio o ejecución, exige que se den cuentas. Es un acto de prudencia por vuestra parte que me autoricéis a investigar la cuestión.
Finalmente, Fianamail se encogió de hombros y tomó una pieza de cera de la caja de escritura, la fundió con la llama de una vela y, sobre la cera que cayó en el papel de vitela, apretó con firmeza el sello que llevaba en el dedo.
– Aquí tenéis mi consentimiento. Ya no podrá decirse que no he permitido que registréis hasta el último rincón de esta ciudad.
Satisfecha, Fidelma tomó la autorización.
– Quisiera ver al hermano Eadulf inmediatamente. ¿Está encarcelado en esta fortaleza?
Para su sorpresa, Fianamail negó con la cabeza.
– No, aquí no.
– ¿Dónde entonces?
– Está en la abadía.
– ¿Qué está haciendo allí?
– Allí cometió el crimen y allí es donde se le juzgó y se le condenó. La abadesa Fainder se ha encargado personalmente del caso, porque la víctima era una de sus novicias. El sajón fue procesado en la abadía, y allí será ejecutado mañana.
– ¿La abadesa Fainder? Creía que la abadía de Fearna era jurisdicción del abad Noé.
– Como ya os he dicho, el abad Noé es ahora mi consejero espiritual y confesor…
– ¿Confesor? Ése es un concepto romano.
– Llamadle «alma amiga» si preferís la designación pintoresca de la tradición antigua de la Iglesia. Le he dado jurisdicción sobre asuntos religiosos en todo mi reino. Ahora la abadesa Fainder está a cargo de la orientación espiritual de la abadía del Santísimo Máedóc. De hecho, su administradora, Étromma, es prima lejana mía. -De pronto parecía contrito-. Procede de una rama pobre con la que trato poco; pero, según me han dicho, es muy competente para administrar las necesidades diarias de la abadía. No obstante, fue la propia abadesa quien pidió que se aplicaran los Penitenciales para orientar nuestra fe cristiana y nuestras vidas cotidianas, así como instrumento de castigo al sajón.
– ¿Abadesa Fainder? -preguntó Fidelma, pensativa-. Nunca había oído hablar de ella.
– Acaba de regresar al reino tras varios años de servicio en Roma.
– ¿Y es partidaria de aplicar los Penitenciales de Roma frente a la sabiduría que brindan las escrituras de su propio país?
Fianamail inclinó la cabeza a modo de respuesta afirmativa.
– Vaya -añadió Fidelma-. Habéis comentado que se acusa al hermano Eadulf de haber matado a una novicia de la abadía. ¿Y quién era la joven a la que supuestamente mató?
Fianamail la miró con un gesto burlesco de reprobación y le dijo con picardía:
– Para haber venido desde Cashel a todo galope, resuelta a demostrar la inocencia del sajón, esperaba que supierais de qué se le acusaba exactamente.
– Se le acusa de homicidio, desde luego. Pero, ¿a quien se supone que ha matado?
– Sospecho, Fidelma de Cashel, que os habéis precipitado en esta misión con el corazón y no tanto con la cabeza -observó Fianamail en un tono que rozaba el desdén.
Fidelma se ruborizó, pero replicó con firmeza:
– Mi motivo es que se haga justicia. Decid, ¿a quien se supone que ha matado? -volvió a preguntar.
– Vuestro amigo sajón violó a una niña, a la que luego estranguló -respondió el rey con frialdad, oobservando atentamente la reacción de Fidelma-. Era novicia en la abadía… y sólo tenía doce años.
Tras abandonar la cámara del rey, Fidelma seguía sin salir de su asombro. La sola idea de que pudieran acusar a Eadulf de violar a una niña de doce años y matarla después era abominable. ¿Cómo podían haber declarado culpable a Eadulf de tamaña atrocidad? Era algo sumamente ajeno a la naturaleza del hombre que ella conocía.
En el patio de la fortaleza, Fidelma esperó a que no hubiera guerreros cerca para hablar con Dego, Aidan y Enda.
– Necesito que uno de vosotros vaya hasta Tara para buscar al jefe brehon, Barrán -les dijo a media voz-. Será un viaje peligroso a través del reino de Laigin, pero se trata de una necesidad imperiosa.
Aidan se adelantó sin pensarlo dos veces.
– Yo soy el mejor jinetes de los tres -se limitó a decir.
No eran palabras jactanciosas las suyas, y ni Dego ni Enda perdieron el tiempo para contradecirle. Fidelma aceptó la certeza de su afirmación sin más que añadir.
– Necesito que convenzas a Barrán de regresar con vos de inmediato, Aidan. Explicadle la situación. Pedídselo en mi nombre si es necesario. Y, Aidan…, tened cuidado. Puede haber gente a quien no le interese que lleguéis a Tara, y mucho menos que volváis aquí con Barrán.
– Lo sé -dijo con decisión- y llevaré cuidado, señora. Tardaré poco en llegar al territorio de los Uí Neill. No son amigos de Laigin y, en cuanto llegue allí creo que estaré a salvo. Si la suerte me acompaña, en pocos días habré regresado.
– Yo sólo debo tratar de evitar la ejecución de mañana. Y luego esperar que hayáis regresado a tiempo con Barrán para averiguar qué misterio late bajo estas circunstancias -explicó.
Aidan vaciló antes de decir:
– ¿Estáis segura de que hay un misterio que revelar, señora? Es decir, ¿cabe la posibilidad de que…? -Se interrumpió ante la mirada de desaprobación que Fidelma le lanzó.
– Si Aidan parte a plena luz del día, señora -intervino Dego, preocupado-, no tendrá muchas posibilidades, pues, como ya imagináis, los guerreros de Laigin estarán observando cada uno de nuestros movimientos.
– Entonces les daremos algo que observar -respondió Fidelma con repentina confianza-. Iremos a la ciudad a buscar alojamiento. Cuando nos mezclemos entre el gentío, Aidan se separará del grupo. Si cabalga hacia el oeste en dirección a Slaney, podría parecer que sólo regresa a Cashel. Cerca del río abundan los bosques, donde puede despistar y cambiar el rumbo hacia el norte. ¿Entendido?
– Entendido -confirmó Aidan y volvió a vacilar-. Perdonadme, señora, que haya puesto en duda…
Fidelma le puso una mano sobre el brazo.
– Tenéis derecho a sospechar, Aidan. Hasta lo impensable puede ser verdad. Eadulf podría ser culpable; no saquemos conclusiones precipitadas. Pero no olvidemos tampoco que conocemos a ese hombre.
Dego cruzó miradas con sus compañeros.
– Estamos con vos, señora. ¿Queréis partir ahora?
– Ahora mismo. Salgamos por las puertas con los caballos de la mano, bajemos por la colina con calma e indiferencia y, una vez estemos entre las casas, ocultos a la vista de la fortaleza, Aidan montará y se dirigirá hacia el oeste.
Pidieron que les trajeran los caballos de las cuadras. Mientras los mozos sacaban a los caballos, el comandante se acercó al grupo.
– ¿No os alojaréis aquí, señora? -preguntó, sorprendido, pues era costumbre que el rey ofreciera su hospitalidad en su corte a los dignatarios que lo visitaban.
– Buscaremos alojamiento en el pueblo -le aseguró-. Lo mejor es que mi escolta y yo no pongamos en un compromiso al rey obligándole a ofrecernos su hospitalidad.
El hombre parecía perplejo. Aquello era inusual, pero algo había oído de la enemistad entre Fearna y Cashel, y a esto atribuyó su marcha.
– Como gustéis, señora. ¿Se os ofrece algo más antes de partir?
– Acaso podáis recomendarnos alguna posada del pueblo.
El comandante no dudó en responder.
– Hay varias, señora. Mi hermana lleva la posada La Montaña Gualda, que queda justo detrás de la plaza principal. Se llama así por la región de la que somos, que está a siete kilómetros al noreste de aquí. Es una posada limpia y tranquila: mi hermana no consiente alborotos.
– En tal caso, la buscaremos -resolvió Fidelma con una sonrisa de gratitud.
– Mi hermana se llama Lassar. Decidle que su hermano os ha recomendado la posada.
Así pues, con las riendas sobre el brazo, los cuatro cruzaron a pie las puertas de la fortaleza y descendieron por la escarpada colina hasta la población que se extendía a sus pies. Era mediodía y las calles bullían de gente. En la plaza principal había un mercado en torno al cual giraba todo lo demás; estaba repleto de puestos donde se vendían toda clase de pescados, aves de corral y otras carnes, así como frutas y verduras. El escándalo que armaban los comerciantes compitiendo entre sí para atraer clientela creaba una algarabía que se oía por todo el lugar.
A la cabeza del grupo, Fidelma se abrió paso entre la multitud de la plaza hasta llegar a una calle lateral, donde se detuvo a mirar: desde allí los centinelas que hubiera apostados en la fortaleza no podían verles.
– Ya sabéis qué debéis hacer -dijo entonces a Aidan.
El joven sonrió abiertamente y subió con agilidad a la silla.
– Os veré aquí dentro de unos días, señora, y traeré conmigo a Barrán. Si no regreso, será porque habré muerto.
– En tal caso, procurad regresar.
Alzó una mano para despedirse y hundió los talones a los costados del caballo.
Le vieron abrirse paso en la calle, en la medida en que la muchedumbre se lo permitía. Entonces desapareció tras los edificios. Fidelma soltó un fuerte suspiro y se volvió hacia sus otros dos compañeros.
– ¿Hacia dónde nos dirigimos ahora, señora? -preguntó Dego-. ¿A la abadía en busca del hermano Eadulf?
– No. Antes deberíamos seguir la recomendación del comandante de la guardia e ir a la posada de su hermana -respondió Fidelma con una sonrisa-. Luego, a la abadía.
– ¿No creéis que es peligroso ir a una posada que sugiere un guerrero de Laigin? -preguntó Enda.
– Quizá no lo sea. Puede que incluso nos ayude. No creo que haya malicia en su recomendación. Me ha parecido un hombre honesto.
– ¿Un guerrero de Laigin… honesto? -dijo Dego como si lo dudara.
Fidelma no abundó en su parecer. Es más, preguntó a un hombre que pasaba dónde estaba la posada La Montaña Gualda. Resultó estar a sólo una calle de allí, cerca de la plaza principal, protegida del barullo gracias al parapeto que formaban otros edificios. La Montaña Gualda se anunciaba con un cartel con la imagen de un triángulo amarillo que sugería claramente la forma de una montaña. La posada era amplia: una estructura de madera de dos plantas con su propio patio y sus cuadras. Parecía un lugar concurrido, ya que entraba y salía bastante gente.
Llevaron los caballos hasta el patio, y Dego tomó las riendas del de Fidelma cuando ésta se dirigió hacia la puerta de entrada. Una mujer grande salió a su encuentro. Tenía una cara amable, y Fidelma le encontró cierto parecido con el comandante de la guardia.
– ¿Queréis habitaciones para pasar la noche? -preguntó la mujer a modo de saludo-. Tenemos los mejores precios de Fearna, hermana. Y aquí encontraréis más comodidad y mejor comida que si os alojáis de balde en la abadía…
Interrumpió lo que estaba diciendo y puso cara de pocos amigos al reconocer el atavío de los dos guerreros de Muman.
– ¿Sois Lassar? -preguntó Fidelma con amabilidad para recuperar la atención de la posadera.
– La misma que viste y calza -respondió la mujer, volviéndose para escrutarla con una mirada suspicaz.
– Vuestro hermano, el guerrero de la fortaleza, nos ha recomendado vuestra posada, Lassar.
Los ojos de la posadera se abrieron con un gesto de respeto.
– ¿Venís de la fortaleza de Fianamail?
– Mis quehaceres me han traído hasta aquí para conversar con Fianamail -confirmó Fidelma-. ¿Disponéis de habitaciones para nosotros?
Lassar volvió a lanzar una mirada recelosa a los guerreros antes de dirigirse de nuevo a Fidelma.
– Tengo una habitación que ellos pueden compartir y otra pequeña para vos… pero os costará más que dormir en una compartida -añadió a la defensiva.
– No es problema.
Lassar levantó una mano y, de la nada, apareció un mozo de cuadra para hacerse cargo de los caballos. Dego recogió las alforjas de los corceles antes de que se los llevara.
La posadera, una mujer de cara rolliza, les indicó con la mano que pasaran.
– Así que Mel os ha recomendado la posada, ¿eh?
– ¿Mel?
– Mi hermano. Creía que era demasiado importante para acordarse de mi negocio, ahora que es comandante de la guardia en el palacio de Fianamail.
– ¿Ahora? -repitió Fidelma, reparando en el leve énfasis del comentario-. ¿Hace poco que lo han nombrado comandante?
– Sí. Acababan de ascenderlo a la guardia y luego a capitán.
Lassar los condujo escaleras arriba hasta la segunda planta, y luego hasta una puerta, que abrió con el gesto de quien está a punto de revelar un tesoro de valor incalculable al otro lado. Era un cuarto estrecho y oscuro con una ventana pequeña y parecía algo claustrofóbico.
– Ésta es vuestra habitación, hermana.
Fidelma las había visto peores. Al menos aquélla parecía limpia, y la cama cómoda.
– ¿Y la de mis compañeros?
Lassar señaló al final del pasillo.
– Ahí hay una que pueden compartir. ¿Querréis comer algo también?
– Sí, aunque puede que cambiemos de planes.
Lassar frunció el ceño ligeramente.
– ¿Así que pensáis quedaros unos días por aquí?
– Sí, más o menos una semana -respondió Fidelma-. ¿Qué precios tenéis?
– Dado que sois tres, os cobraré un pinginn por persona, es decir, un screpall por día. Eso si me garantizáis que os quedaréis una semana. Tenéis plena libertad para entrar y salir de la posada y comer cuanto y cuando queráis. Por las noches tendréis agua caliente para un baño. Así que, como veis, no os engaño al decir que aquí estaréis mejor que en la abadía.
Era la segunda vez que se refería a la abadía con un deje de desdén, lo cual despertó el interés de Fidelma. Era cierto que lo normal para una monja de viaje habría sido alojarse de balde en una abadía. Pero al parecer, Lassar tenía una opinión muy poco encomiable de la abadía y de su hospitalidad, incluso para una posadera que pudiera ver en la abadía a un rival.
– ¿Y por qué lo decís? -se interesó.
La rolliza posadera torció el gesto con desafío.
– Es evidente que sois forastera.
– No he dicho lo contrario.
– Los tiempos han cambiado, hermana. Sólo digo eso. La abadía se ha convertido en un lugar misterioso. Antes tenía que hacer un gran esfuerzo por atraer a los viajeros a la posada, pues muchos buscaban la hospitalidad de los muros de la abadía. Pero ahora nadie quiere entrar ahí, desde que… -Calló de improviso y se estremeció.
– ¿Desde que…? -insistió Fidelma.
– No diré más, hermana. Un screpall al día por los tres si queréis las habitaciones.
Fidelma vio que Lassar no iba a soltar prenda.
– Un screpall al día nos va bien -aceptó, mirando a Dego y a Enda-. Os daré tres screpalls por adelantado por las habitaciones. Antes nos gustaría lavarnos y comer algo cuanto antes.
– Si deseáis un baño frío, no hay ningún problema. Como he dicho, sólo tengo agua caliente por la noche para el baño. Ahora, desde que mi hermano es tan importante en el palacio, apenas si dispongo de ayuda en la posada.
– No pasa nada -le aseguró Fidelma sacando unas cuantas monedas del marsupium, la bolsa de piel que llevaba a la cintura, para dárselas a la posadera.
Ésta miró las monedas como si las contara y luego sonrió con satisfacción.
– Mandaré que os suban agua a la habitación y podéis bajar a comer cuando queráis. Sólo hay platos fríos. Los platos calientes sólo se sirven de noche porque…
– Lo tengo presente. -La interrumpió Fidelma con una sonrisa indulgente-. Agradecemos vuestra ayuda, Lassar.
La posadera desapareció por las escaleras. Dego soltó un suspiro de alivio.
– ¿Y ahora qué, señora? -preguntó-. ¿Qué es lo siguiente que vamos a hacer?
– Después de descansar, sugiero que os mezcléis con discreción entre la gente y agucéis los oídos para ver qué rumores corren por el pueblo con respecto a lo que está pasando. Averiguad qué piensa la gente de la imposición de los Penitenciales como ley y castigo sobre nuestras leyes tradicionales.
– ¿Y vos qué haréis? -preguntó Enda-. ¿No preferís que os acompañemos?
Fidelma negó con la cabeza.
– Yo iré a la abadía. Quiero ver a Eadulf.