Capítulo VII

Al llegar a la posada La Montaña Gualda, Fidelma buscó a Dego y a Enda. Habían regresado de su expedición por la ciudad sin mucho de que informar. Se habían encontrado con una población muy dividida. Muchos estaban claramente escandalizados con el decreto del rey sobre la aplicación de los Penitenciales como nuevo sistema legal para todos los ciudadanos, dejando así de limitarse a ser meras normas según las cuales algunas comunidades religiosas preferían gobernar su vida. Los más fanáticos de la nueva fe apoyaban las medidas extremas de los Penitenciales. Dego y Enda sólo podían basar su opinión en las pocas conversaciones que habían sostenido con los comerciantes de la plaza del mercado, pues habían tenido que andarse con cuidado. Con todo, era un hecho manifiesto que la presencia de Fidelma y su propósito iban ya de boca en boca por toda la ciudad. ¿Cómo era el antiguo dicho? Los chismes no necesitan de caballos para circular.

Fidelma, en cambio, les resumió en dos palabras lo que había averiguado en la abadía. Dego y Enda pusieron caras largas cuando les habló de las pruebas que existían contra Eadulf.

– Debo regresar a la abadía para hablar otra vez con la abadesa Fainder -les anunció-. Quiero preguntarle acerca de Fial, ya que no acabo de creerme su declaración. Además, Fainder me intriga. Si descartamos las razones que pudiera tener Fial, el ímpetu de la abadesa es lo que ha traído este cambio en la ley. Hay algo turbador en esa mujer.

– Aún así, señora -dijo Enda reflexivamente-, existe el testimonio de sor Fial. Afirma que vio a Eadulf violar y matar a su amiga. Y un testimonio así resulta determinante ante cualquier ley.

A su pesar, Dego se mostró de acuerdo con su compañero.

– ¿Creéis que podéis encontrar algún fallo en su testimonio?

– Creo que sí, a decir por lo que me han contado hasta el momento; pero sólo si tengo ocasión de hablar con ella. Parece que interesaba hacerla desaparecer.

Dego y Enda se miraron.

– ¿Sospecháis que puede haber un complot para ocultarla? -preguntó este último.

– Sólo digo que es una coincidencia que sor Fial haya desaparecido -respondió y quedó pensativa-. No obstante, creo que en el desarrollo del juicio puedo plantear suficientes preguntas para que cualquier juez imparcial aplace la ejecución de la pena, en espera de una investigación más exhaustiva. Tras entrevistarme otra vez con la abadesa, exigiré que el rey Fianamail cumpla su palabra y escuche las razones que aportaré para interponer una apelación. Sólo necesitamos obtener una semana más. Preferiría llevar el caso ante Barrán a llevarlo ante un brehon de Laigin que pudiera estar bajo la influencia del obispo Forbassach.

– ¿Qué podemos hacer nosotros entretanto? -preguntó Dego.

– Hay algo que ayudaría -respondió Fidelma-. He descubierto que la abadesa Fainder tiene por costumbre salir de la abadía todas las tardes. Se trata de misteriosas salidas a caballo, y en ocasiones regresa muy tarde. Quisiera saber adónde va y con quién se ve.

– ¿Creéis que la abadesa está implicada en este caso? -quiso saber Enda.

– Podría ser. Por el momento, son tantos los misterios que rodean este lugar que conviene aclararlos uno a uno. Puede que éste no sea nada importante. O puede que sí. Precisamente cuando regresaba de una de esas salidas, pasada la medianoche, fue vista junto al cuerpo de la niña asesinada. ¿Simple coincidencia?

– Entendido, señora. Enda y yo vigilaremos a la buena abadesa y la seguiremos en esas salidas -confirmó Dego con una sonrisa-. Nosotros nos encargaremos.


* * *

Sucedió al poco de regresar Mel a la posada. Fidelma acababa de almorzar y se disponía a ir a la abadía. Dego y Enda ya habían salido para desempeñar su trabajo. No con poca frustración, Fidelma se dio cuenta de que no tenía nada que hacer hasta que la abadesa regresara a la abadía o sor Étromma encontrara a Fial. Estaba inquieta e irritada, pues tenía muy presente que el tiempo corría y que Eadulf no podía permitirse perder ni un minuto. Se obligó a sentarse en el salón principal de la posada, junto al fuego crepitante, y trató de dominar su creciente agitación. No era propio de ella sentarse de brazos cruzados cuando había tanto por hacer. Buscó sosiego en las palabras de su mentor, el brehon Morann: La paciencia es la madre de la ciencia.

También buscó consuelo en el arte del dercad, el acto de meditación mediante el cual incontables generaciones de místicos irlandeses habían alcanzado el estado de sitcháin o paz, aplacando pensamientos externos y furores mentales. Fidelma practicaba con frecuencia este antiguo arte en momentos de tensión, aunque algunos miembros de la fe como Ultan, arzobispo de Armagh, lo condenaban por considerarlo pagano, pues era una costumbre muy extendida entre los druidas antes de llegar a Éireann la nueva fe. Incluso el santísimo Patricio, el britano que estableciera la fe en los cinco reinos dos siglos atrás, había prohibido expresamente diversas costumbres meditativas. Sin embargo, aunque el dercad no estaba bien visto, no se había prohibido todavía. Era una manera de relajar y apaciguar la efervescencia de pensamientos en una mente agitada. Y Fidelma a menudo recurría a esta costumbre.

Al rato oyó a Mel entrar. Salió del estado de meditación con facilidad para saludarlo.

– ¿Es grave? -le preguntó sin ambages.

Mel dio un respingo, ya que no la había visto, al estar sentada a la penumbra de un rincón junto al fuego. Al entender a qué se refería, movió la cabeza y dijo:

– ¿Os referís al accidente del río? Por suerte no ha muerto nadie.

– ¿Y era el barco de Gabrán?

La pregunta pareció tener un efecto electrizante en Mel, que preguntó a su vez:

– ¿Qué os hace pensar que lo fuera?

– Bueno, sor Étromma parecía preocupada cuando le dijeron que podía tratarse de su barco, ya que comercia con la abadía.

– Vaya. -Mel aguardó un momento, como si reflexionara, y negó con la cabeza-. Pues no; era una vieja barcaza de río que tendrían que haber desguazado para madera desde hace mucho tiempo: estaba carcomida. Calculan que en unas horas ya habrán arrastrado a la orilla los restos del naufragio que obstruyen el paso.

– Así que la preocupación de sor Étromma era infundada.

– Ya os digo, al ser un centro mercante fluvial, a todos nos preocupa que el río pueda quedar obstruido.

– Comprendo.

Mel se disponía a seguir andando, cuando ella lo detuvo.

– Me rondan unas cuantas preguntas más. ¿Os importa que os las haga? No os entretendré mucho rato.

Mel se sentó enfrente de ella.

– Me alegra seros de ayuda, señora -afirmó con una sonrisa-. Preguntad.

– ¿En qué circunstancias se ahogó vuestro compañero… el que iba con vos la noche que mataron a Gormgilla?

Mel se extrañó de la pregunta.

– ¿Quién? ¿Daig? Una noche estaba de guardia en los muelles, como de costumbre, y por lo visto resbaló (seguramente porque las tablas estaban mojadas) y se golpeó la cabeza con algo, puede que con un pilar de madera. Cayó al agua tras perder el conocimiento y quizá se ahogó sin que nadie se diera cuenta. Hallaron su cuerpo al día siguiente.

Fidelma consideró sus palabras unos instantes.

– ¿Así que la muerte de… (¿Daig, decís que se llamaba?) no fue más que un trágico accidente? ¿No hay nada sospechoso en torno a lo sucedido?

– Fue un accidente, y muy trágico, ya que Daig era un buen vigilante y se conocía el río como la palma de la mano. Creció entre los barcos de este río. Pero si creéis que tuvo alguna relación con al asesinato de Gormgilla, os puedo asegurar que no la tiene en absoluto.

– Ya veo -dijo Fidelma, poniéndose de pie repentinamente-. ¿Sabéis si sor Étromma ha regresado ya a la abadía?

– Creo que sí -respondió el guerrero, que siguió su ejemplo poniéndose en pie.

– ¿Y la abadesa Fainder? ¿Ha regresado también?

Mel se encogió de hombros.

– No lo sé, pero lo dudo. Cuando sale, suele tardar bastante en regresar.

– ¿La abadesa ha ido a ver el barco hundido?

– No la he visto por allí. Y sería inusual. Suele salir a cabalgar sola por las tardes. Creo que sube a las colinas.

– Gracias, Mel. Habéis sido de gran ayuda.

Cuando Fidelma regresó a la abadía, sor Étromma la recibió en la entrada.

– ¿Y bien, hermana? -dijo Fidelma-. ¿Sabéis algo de la niña ausente, sor Fial?

Sor Étromma la miró con gesto impasible.

– Yo también acabo de llegar a la abadía. Seguiré preguntando, aunque he mandado a un miembro de la comunidad que la busque por todo el edificio.

– ¿Ha vuelto ya la abadesa Fainder? Debo hacerle unas preguntas.

Sor Étromma preguntó, confusa:

– ¿Si ha vuelto, preguntáis?

Fidelma asintió sin perder la paciencia.

– Sí, del paseo a caballo que da por las tardes. No sabréis adónde suele ir, ¿no?

La rechtaire de la abadía respondió quitando importancia a sus palabras:

– Desconozco las costumbres personales de la abadesa. Seguidme. Supongo que estará en sus dependencias.

Una vez más, condujo a Fidelma por los lúgubres pasillos del edificio, hacia las dependencias de la abadesa. Tuvieron que pasar por un pequeño espacio enclaustrado situado tras la capilla para poder llegar allí.

Fidelma oyó el tono subido de unas voces procedentes del otro extremo del claustro. Reconoció la voz de la abadesa, estridente, tratando de acallar los graves tonos de una voz masculina que ascendían, interrogantes. Sor Étromma, que estaba a su lado, se detuvo en seco y tosió con nerviosismo.

– Parece que la abadesa está ocupada. Quizá debamos volver cuando esté menos… preocupada -murmuró.

Fidelma no interrumpió el paso.

– El asunto que a mí me ocupa no puede esperar -dijo con firmeza y siguió por el pasillo enclaustrado hacia la puerta de la abadesa, con sor Étromma pisándole los talones; al llegar llamó a la puerta. Estaba entreabierta, y las voces no callaron, como si la abadesa y su interlocutor no la hubieran oído llamar.

– ¡Os digo, abadesa Fainder, que es un escándalo!

Quien hablaba era un hombre de edad avanzada, cuyo atavío revelaba cierta autoridad y rango. Un cabello níveo le llegaba hasta los hombros, y un aro de plata le rodeaba la cabeza. Vestía una capa larga y verde tejida a mano y portaba en la mano un bastón de oficio.

La abadesa Fainder sonreía pese al tono estridente de su voz. De cerca, la sonrisa era una simple máscara, un gesto tirante de sus músculos faciales, un intento de demostrar su superioridad.

– ¿Un escándalo decís? Olvidáis con quién estáis hablando, Coba. Además, el rey, su brehon y su consejero espiritual han dado su aprobación a mis acciones. ¿Osáis afirmar que estáis más capacitado que ellos para juzgar esta clase de asuntos?

– Así es -respondió el anciano sin dejarse amilanar-. Sobre todo si se desconocen los principios de nuestras leyes.

¿Nuestras leyes? -repitió la abadesa con sorna-. Las leyes que esta abadía acata son aquellas que rigen la Iglesia de la cual forma parte. No acatamos más leyes que éstas. En cuanto al resto del reino, en fin… no debemos permitir que siga regocijándose en la ignorancia. Debemos adoptar la ley cristiana de Roma si no queremos ser condenados para la eternidad.

El hombre llamado Coba dio un amenazador paso adelante para acercarse a la mesa de Fainder. La abadesa no se inmutó cuando aquél se inclinó hacia ella para decirle, iracundo:

– Semejantes palabras resultan extrañas viniendo de una mujer erudita, y sobre todo de alguien de vuestra posición. ¿Acaso no recordáis las palabra de Pablo de Tarso a los romanos? «Porque los Gentiles que no tienen ley, naturalmente haciendo lo que es de la ley, los tales, aunque no tengan ley, ellos son ley a sí mismos, mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones.» Pablo de Tarso era más solidario con nuestra ley que vos.

La furia ensombreció la mirada de la abadesa.

– ¿Cómo tenéis la desfachatez de aleccionarme en las Escrituras? ¿Osáis aleccionar a eclesiásticos por encima de vos sobre cómo interpretar las Escrituras? Olvidáis vuestra posición, Coba. Debéis obediencia a quienes fuimos designados para gobernaros en la fe, por lo que me obedeceréis y no me discutiréis.

El anciano, que seguía de pie, la miró con compasión.

– ¿Quién os designó para gobernarme? Yo, desde luego que no.

– Mi autoridad procede de Cristo.

– Según recuerdo, la primera carta del apóstol Pedro, de las mismas Escrituras, (y éste fue designado por Cristo como principal apóstol de la fe, dice: «Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, teniendo cuidado de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino de un ánimo pronto; y no como teniendo señorío sobre las heredades del Señor, sino siendo dechados de la grey». Quizá debáis recordar esas palabras antes de exigir obediencia incondicional.

La abadesa Fainder casi se atragantó de frustración al decirle, alzando una voz quebrada por la rabia:

– ¿Acaso carecéis de humildad?

– Tengo suficiente humildad para reconocer cuándo carezco de ella -respondió Coba con una fría risotada.

De pronto, la abadesa vio a Fidelma de pie en la puerta, presenciando la discusión con un gesto de entretenido interés. Los rasgos de la abadesa se disolvieron de inmediato en una máscara inexpresiva, y se dirigió al anciano.

– El brehon y el rey están de acuerdo con las medidas de castigo, Coba. Así se hará. No tengo más que decir. Podéis salir. -Volvió a dirigirse a Fidelma en un tono glacial-. ¿Y vos? ¿Qué queréis, hermana?

El anciano se había vuelto hacia la puerta tan pronto había reparado en la presencia de Fidelma. No se molestó en obedecer la orden para retirarse de inmediato.

– Considero justo advertirle, abadesa Fainder-dijo sin apartar la vista de Fidelma, impidiendo cualquier respuesta que pudiera darle la abadesa-. No pienso renunciar a esta cuestión. Ya habéis matado a un joven hermano, y ahora pretendéis matar al sajón. No es propio de nuestra ley.

Fidelma se dirigió a él y no a la abadesa.

– ¿De modo que habéis venido a protestar contra la sentencia de muerte? -le preguntó, mirando con interés al anciano.

Coba no respondió con ánimo de simpatizar.

– A eso he venido. Y si vos os hacéis llamar miembro de la fe, haréis como yo.

– Yo ya he dado a conocer mi protesta -le aseguró Fidelma-. ¿Quién sois vos?

La abadesa Fainder intervino a su pesar.

– Es Coba, de Cam Eolaing, donde es bó-aire… y no ollamh de la ley ni de la religión -apostilló con rencor.

Un bó-aire era un juez local, un jefe sin tierras, cuya riqueza se valoraba en función de las vacas que poseía, de ahí que se le llamara «jefe de vacas».

– Coba, os presento a Fidelma de Cashel -añadió la abadesa.

El anciano entornó los ojos para mirar mejor a la recién llegada y preguntó:

– ¿Qué hace en Fearna una monja de Cashel? ¿Sólo estáis aquí para protestar contra las acciones de su abadesa, u otro propósito os ha traído aquí?

– La abadesa ha pasado por alto mencionar que soy dálaigh de los tribunales con categoría de anruth -respondió-. Además soy amiga del sajón que está amenazado de muerte. He venido aquí para defenderlo de una posible injusticia.

El anciano jefe se mostró algo más tranquilo.

– Vaya. Y me figuro que no habéis sido capaz de convencer a la abadesa de que desista de su malévola intención.

– No he podido cambiar la sentencia, que el rey y su brehon han confirmado -reconoció Fidelma, escogiendo con cuidado cada palabra.

– Así pues, ¿qué os proponéis? Esta mañana han asesinado a un hombre y piensan asesinar a otro mañana. La venganza es impropia de nuestro pueblo.

La abadesa emitió unos sonidos inarticulados, pero Fidelma la desoyó.

– Cierto, es impropia de nuestro pueblo -coincidió Fidelma-. Soy de esa misma opinión. Pero sólo podemos recurrir a la ley para combatir contra la injusticia. He obtenido autorización para averiguar si existen fundamentos suficientes para interponer una apelación.

El anciano casi escupió al exclamar:

– ¡Una apelación! ¡Es ridículo! Van a ejecutar al sajón mañana. Hay que exigir que lo suelten. No hay tiempo para sutilezas jurídicas.

La abadesa entrecerró los ojos.

– Debo advertiros, Coba, que cualquier exigencia será recibida con renuencia. Si intentáis interferir con la ley…

– ¿Ley, decís? ¡Barbarie! Eso es lo que es. Porque aquellos que apoyan esta versión legal de quitar la vida a una persona tienen afinidad con los asesinos y no tienen derecho a hacerse llamar personas civilizadas.

– Os lo advierto, Coba: informaré de vuestra opinión al rey.

– ¿El rey? Más bien un jovenzuelo descontento que se ha dejado engañar en esta materia.

Fidelma le puso una mano en el brazo y, ya que tanta franqueza podría perjudicar al jefe, le recordó con amabilidad:

– Un joven descontento con poder.

Sin embargo, Coba se rió con sequedad ante la preocupación de ella.

– Ya soy demasiado viejo y he vivido una vida lo bastante plena como para temer a personas con poder, sean quienes sean. Y a lo largo de toda esa vida, joven, he defendido la ley, la cultura y la filosofía de nuestro pueblo. Ningún acto de barbarie reemplazará mis principios sin que alce mi voz en protesta.

– Comprendo lo que sentís, Coba -reconoció Fidelma-, y lo comparto. Pero vos, en cuanto juez local, sabéis que el único modo de poner en entredicho esta situación y cambiar las cosas es hacerlo mediante la ley.

Coba se la quedó mirando unos instantes con ojos penetrantes y sombríos.

– Vuestro gran maestro cristiano, Pablo de Tarso, dijo que la ley es nuestro ayo. ¿A qué creéis que quiso referirse con esto?

– ¿Y a qué ley creéis que se refería? -espetó la abadesa Fainder-. No a la ley pagana, sino a la que nos da la fe.

Coba se desentendió de ella y se dirigió a Fidelma.

– La particularidad más distintiva de nuestra ley es el procedimiento por el cual el bien y el mal se justifican o se enmiendan respectivamente. El efecto más evidente de un crimen, cualquier crimen, es infligir daño a otra persona, y la consecuencia natural es apresar al malhechor. En cualquier sociedad regulada se sigue el principio de que el malhechor debe resarcir a la víctima por el daño.

– Así dicta la ley de los brehons -asintió Fidelma- Parece que vos también habéis estudiado ese principio.

Coba asintió distraídamente.

– En los cinco reinos tenemos un sistema de precios de honor que, en función de la índole del daño causado y del rango del perjudicado, se dicta una multa y un resarcimiento determinados. La filosofía de los brehons era hacer de la ley nuestro ayo, de manera que enseñara al malhechor que la pérdida que se le ha infligido se corresponde con la pérdida que él ha infligido a la persona perjudicada.

La abadesa Fainder volvió a interrumpirle.

– Me consta que el tipo de resarcimiento que impone la Iglesia de Roma para castigar al malhechor, es decir, «ojo por ojo», es la disuasión y refleja el instinto natural del hombre. La represalia natural en el caso de un asesinato es reprender al malhechor matándolo también. ¿Acaso no lo hacen los niños combativos cuando se pelean? Uno le pega al otro, y la reacción natural es devolver el golpe.

El anciano jefe rechazó el argumento con la mano.

– Se trata de un sistema basado en el miedo. La represalia violenta como respuesta a un crimen redunda en un fuerte resentimiento, el cual persuade a los malhechores a infligir más daño en venganza; y esto redunda en más represalias y, a su vez, alimenta el miedo y la violencia.

La abadesa Fainder se encendió, indignada por aquel desafío a su autoridad.

– Hemos dejado atrás la barbarie primitiva. Hay quien prefiere mantenerla. Si queremos evitar que se cometan crímenes, debemos usar los medios que esas mentes bárbaras y primitivas sean capaces de entender. La letra con sangre entra. Esto es aplicable a niños y adultos. Cuando comprendan que la pena por cometer atrocidades es la muerte, dejarán de infringir la ley.

A Fidelma le pareció que había llegado el momento de intervenir en aquella escena tan acalorada.

– Pese a lo interesante de este debate, el mismo no nos llevará a ninguna parte. He venido a hacer unas preguntas, abadesa Fainder. Con vuestro permiso, pediría que Coba se retirara a fin de poder tratar el asunto en privado con vos.

Coba no se ofendió.

– Yo ya he hablado cuanto tenía que hablar con la abadesa. Ahora necesito hablar con vuestra rechtaire, abadesa. -Se volvió y sonrió brevemente a Fidelma-. Buena suerte, sor Fidelma. Si necesitáis que alguien apoye vuestra posición contra la promulgación de esos atroces Penitenciales, soy el hombre indicado. Os lo aseguro.

Fidelma inclinó la cabeza a modo de agradecimiento.

Cuando Coba hubo salido, Fidelma fue al grano.

– No me habíais dicho que fuisteis vos quien halló el cuerpo de la niña asesinada.

Sin inmutarse, la abadesa respondió:

– No me lo preguntasteis. Además, ésa no es exactamente la verdad.

– Pues decidme la verdad.

La abadesa Fainder se apoyó contra el respaldo, pensativa, con las palmas sobre la mesa, en una posición que, según supuso Fidelma, era típica de ella.

– Recuerdo que esa noche regresaba a la abadía…

– Curiosa hora de regresar para una abadesa, pues fue pasada la medianoche… o eso me han dicho.

– Que yo sepa, ninguna norma prohíbe a la abadesa salir de la abadía.

– ¿De dónde veníais?

Por un momento, la abadesa entrecerró los ojos con un gesto de fastidio. Luego relajó el semblante y volvió a sonreír.

– Eso no os incumbe -dijo sin malicia-. Basta con decir que nada tiene que ver con este asunto.

Fidelma se dio cuenta de que apenas si podía insistir sin más información.

– Me han dicho que ibais a caballo.

– Volvía por la orilla, de camino a la entrada que da al muelle de la abadía. Las cuadras están justo ahí.

– Ya he visto el lugar -aseguró Fidelma.

– Venía cabalgando por el camino…

– ¿Había luz de luna?

La abadesa frunció un momento el ceño.

– Creo que no. No, era una noche oscura y cerrada. Me disponía a enfilar con mi montura las puertas de la abadía, cuando algo me llamó la atención.

– ¿Y qué fue? -instó Fidelma después de que aquélla se interrumpiera.

– Creo recordar que fue un sonido entre el montón de fardos y cajas que habría dejado allí alguno de los barcos que habían llegado ese día.

– ¿Un sonido?

– No sé exactamente qué fue, pero algo me llamó la atención y, con cuidado, me acerqué con el caballo a los fardos. Entonces vi la forma acurrucada de un cuerpo.

– Pese a que estaba oscuro y nublado. Y que no llevabais una antorcha. ¿Cómo supisteis que era un cuerpo bajo esas condiciones, sin luz?

La abadesa sopesó la pregunta.

– No lo recuerdo. Debía de haber luz procedente de alguna parte. Sólo sé que vi la figura acurrucada y advertí que era un cuerpo. Quizá la luz salió un momento de entre las nubes. No lo sé.

– ¿Y luego?

– Esperé sobre el caballo hasta que Mel, el capitán de la guardia, surgió de la oscuridad. De entrada no lo reconocí, así que pregunté quién iba. Al ver que era Mel, el capitán de la guardia, le pedí que examinara el cuerpo. Así lo hizo, y me dijo que era una niña y que estaba muerta. Le ordené que llevara el cuerpo a la abadía y fui a despertar al hermano Miach, nuestro médico.

– Ya veo. ¿Y Mel llevó el cuerpo a la abadía?

– Así es.

– ¿Solo?

– No, con uno de sus compañeros.

– ¿Recordáis su nombre?

– Un hombre llamado Daig -dijo sin más.

– Cuando dejaron el cuerpo, imagino que os percataríais de que era una de vuestras jóvenes novicias.

– En absoluto. Nunca la había visto. Fial, la niña a la que hicieron venir y que presenció el ataque de vuestro amigo sajón, identificó el cuerpo -dijo la abadesa con intención más que aviesa.

– Y esa noche era la primera vez que veíais a esas dos niñas. ¿No os parece extraño?

– No tiene ningún misterio, porque yo no recibo a todas las novicias, como ya he dicho en otra ocasión.

– De modo que Fial os dijo que, al parecer, había presenciado la violación y el asesinato de su amiga.

– Para entonces, habían ido a buscar a sor Étromma, y nos acompañó hasta el lugar donde el sajón fingía estar durmiendo. Lo sacaron de la cama. Tenía el hábito manchado de sangre, y guardaba un pedazo del de la niña muerta.

Fidelma se dio un golpecito sobre un lado de la nariz con su fino índice, frunciendo el ceño.

– ¿Y no os pareció extraño?

– ¿Qué debería haberme parecido extraño? -preguntó la abadesa con agresividad.

– Que después de cometer el crimen, el agresor rasgara la ropa de la víctima y se llevara a la cama el pedazo, una prueba que lo incriminaría. Y que no intentara limpiarse la sangre de su propio hábito… ¿no es extraño?

La abadesa Fainder se encogió de hombros.

– No me corresponde a mí ahondar en los motivos de una mente enferma. Las personas se comportan de manera extraña, deberíais saberlo. Una explicación podría ser la de que vuestro amigo sajón no tuvo tiempo al darse cuenta de que se había levantado un revuelo. Simplemente esperaba pasar desapercibido.

– Reconozco que podríais tener cierta razón, pero no pienso aceptar que no nos incumba ahondar en los motivos de una mente enferma. ¿Acaso no estamos aquí para eso, abadesa Fainder, para consolar y socorrer a los enfermos y afligidos ofreciéndoles nuestra comprensión?

– No estamos aquí para justificar las acciones de personas malévolas, hermana. «Que todo lo que el hombre sembrare, eso también segará.» Debierais recordar la epístola de Pablo a los Gálatas.

– Hay una línea muy fina entre descubrir motivos e inventar excusas -soltó Fidelma.

Bruscamente, dio media vuelta para salir, pero se detuvo y miró otra vez a la abadesa.

– También había venido para informaros, abadesa Fainder, de que voy a presentar una apelación basada en las declaraciones que he oído hasta ahora.

La abadesa se desconcertó por un momento.

– ¿Insinuáis que tenéis fundamentos para apelar a favor del sajón? -preguntó.

En ese instante Coba entró sin llamar.

La abadesa Fainder se levantó, furiosa, y lo reprendió con frialdad.

– ¿Dónde están vuestros modales? ¿Cómo osáis entrar en mi cámara sin llamar? Yo soy…

– He venido a advertiros. -La interrumpió, si bien con un tono seco y jocoso.

– ¿A advertirme? -La abadesa Fainder estaba perpleja.

– El rey viene hacia la abadía -la informó el bó-aire-, y le acompaña el brehon y obispo Forbassach.

– Vaya, así me ahorraré la visita a la fortaleza del rey. -Sonrió Fidelma-. Presentaré aquí mismo la apelación a favor del hermano Eadulf.

– Es una buena noticia -gritó Coba con entusiasmo-. Y mejor lo sería si pudiéramos frenar la locura que se ha apoderado de este reino. Debemos eliminar esos Penitenciales antes de que sustituyan todo nuestro sistema de gobierno.

De pronto la abadesa se calmó, volvió a tomar asiento e hizo sonar la campanilla para llamar a la administradora.

– ¿De modo que Fianamail se dirige hacia aquí? Quizás entre él y Forbassach pueda poner fin a tanta necedad. Ya se ha alterado suficiente la rutina de nuestra abadía. Recibiremos al rey y a su brehon formalmente, en la capilla -anunció y lanzó una mirada hostil a Fidelma-. Veremos hasta dónde conseguís llegar con la apelación, hermana.

Coba no se contuvo.

– Todavía estáis a tiempo de alzar vuestra voz con misericordia y haceros oír. ¡Recuperad las leyes de este país!

– Hasta ahora no he recibido motivos lo bastante sólidos como para hacerme cambiar de opinión en este caso ni en la filosofía del castigo -dijo a su vez la abadesa con acritud.

– ¿Acaso mis argumentos no os han hecho volver a reflexionar sobre la efectividad de aplicar el sistema de compensación y rehabilitación en la sociedad frente a la imposición del miedo para crear una sociedad moral?

– Queremos crear una sociedad obediente -corrigió la abadesa Fainder-. No, no tengo ni un ápice de compasión. Si un niño roba, es castigado; y el miedo al castigo crea obediencia.

Coba hizo un último y desesperado intento de demostrar su filosofía.

– Analicemos el ejemplo del niño. ¿Cuánta gente ha dicho que su hijo roba? Enseñamos al niño que robar está mal hecho y le pegamos por hacerlo. Y aun así, roba. ¿Por qué? La respuesta depende de cada niño. De hecho, el castigo físico suele intensificar el ánimo de venganza contra la figura de autoridad o la sociedad que esa figura representa. Puede llevar a intensificar la violencia en vez de evitarla.

– Y no hacer nada en absoluto intensifica la violencia -contrapuso con sorna la abadesa-. Sois un viejo necio, Coba.

– Nuestra ley tiene por objeto resolver los problemas que causan los malhechores con su actitud. La mejor medida correctiva es hacer comprender al niño que robar conlleva un malestar a otra persona quitándole a ese niño algo que le pertenece cada vez que cometa un robo. La mayoría de niños reaccionan mejor a esto que a un bofetón o al dolor físico. Así pues, tenemos un sistema legal que le permite aprender al niño que se porta mal. Si ese niño tiene empatía para con los demás, será capaz de darse cuenta del malestar que ha infligido y, además, puede que cambie su actitud.

– No soporto discutir estas necedades, Coba. Vuestras leyes y castigos han fracasado, pues de lo contrario hoy viviríamos en una sociedad sin crímenes.

Fidelma sintió un intenso deseo de volver a intervenir en la discusión.

– Cualquier infracción de la ley es, en efecto, un daño causado a otro; y si se consigue que un hombre se dé cuenta del daño que ha causado, se salvará su alma. Una vez rehabilitado, podrá llevar una vida que merezca la pena.

Coba asintió, aprobando su argumento.

La abadesa Fainder los miró con un gesto cínico.

– No me persuadiréis para que cambie de opinión. El sajón ya ha sido juzgado y mañana será ahorcado por el crimen que ha cometido. Ahora vayamos a ver al rey

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