– Vamos. ¡Hace mucho que te espero! -repitió el hombre, saltando de la roca donde estaba sentado para acercarse a Eadulf.
Sobresaltado, Eadulf no se movió de su sitio y escrutó a aquel hombre que había esperado sentado sobre una roca que sobresalía por encima del camino, algo más adelante. Iba vestido con ropa de campo basta. Su piel tostada y curtida indicaba que estaba acostumbrado a la intemperie. Vestía un pesado jubón de cuero sobre una gruesa chaqueta de lana, y a los pies llevaba las botas resistentes que calzaban los hombres de campo.
Eadulf no sabía si era preferible huir o quedarse y tomar medidas para defenderse. Algo más adelante, vio un carro tirado por un caballo, lo cual le hizo pensar que era inútil huir. Tensó los músculos, preparado para luchar.
El hombre se detuvo y lo miró con cara de fastidio.
– ¿Dónde está Gabrán? Creía que esta vez iba a venir él mismo.
– ¿Gabrán? -repitió Eadulf, volviéndose a mirar atrás, alarmado, sin saber cómo debía actuar-. Ha regresado al barco -respondió, decidido a decir la verdad; al fin y al cabo, eso le había oído decir a Dalbach.
– ¿Ha vuelto al río? -El hombre escupió a un lado del camino-. Así que os ha enviado solo para que recojáis la mercancía.
– Sí, vengo solo -respondió Eadulf sin mentir.
– Hace dos horas que espero. Hace frío, y no estaba seguro de si habíamos quedado aquí, en Darach Carraig, o en la cabaña de Dalbach. Pero ya veo que has venido.
– Gabrán no me ha dicho que tuviera que venir más pronto -explicó Eadulf, sintiéndose de pronto más confiado.
Se había percatado de que aquél debía de ser el hombre con las mercancías al que Gabrán había estado buscando antes, en la cabaña de Dalbach. Era evidente que aquel tipo había confundido Darach con Dalbach.
– Nadie como Gabrán para hacer que otros trabajen por él -suspiró el hombre-. Eres extranjero, ¿no?
Eadulf se puso tenso.
– Por tu acento, sajón -prosiguió el hombre con desconfianza, pero luego se encogió de hombros-. A mí me trae sin cuidado. Supongo que cargas con la mercancía aquí y la llevas hasta el país de los sajones, ¿eh?
Eadulf prefirió responder con un sonido que no le comprometiera.
– Bueno -continuó el otro- es tarde, hace frío y no quiero quedarme aquí más de lo necesario. Esta vez sólo son dos. Creo que la próxima vez buscaré por otros sitios, más lejos. Supongo que has dejado el carro al pie de la colina. ¿No te ha dicho Gabrán que el camino era franqueable hasta aquí arriba? Bueno, pero con dos no tendrás problemas. Ya me las tendré con Gabrán en Cam Eolaing, cuando regrese de la costa; cuando le veas dile que las cosas se están poniendo peliagudas. Y que ya me pagará cuando regrese. Aunque voy a subir el precio.
Eadulf movió la cabeza como si asintiera. Parecía lo único que podía hacer en aquella conversación confusa y estrambótica.
– Bien, sajón. Están en la cueva, como de costumbre. ¿Te ha dicho Gabrán dónde está?
Eadulf vaciló y negó con la cabeza.
– No exactamente -respondió.
El hombre soltó un suspiro de impaciencia, se volvió y señaló.
– Sigue doscientos metros más por este camino, amigo. Colina arriba, a tu derecha, verás una pared de roca, un precipicio no muy alto de granito. Verás la entrada a una cueva. No te pasará desapercibida. Ahí dentro está la mercancía.
El hombre miró al cielo y se subió el cuello.
– No tardará en llover. Con este frío, puede que caiga aguanieve. Me largo. No te olvides de decirle a Gabrán lo que te he dicho. La cosa está cada vez más peliaguda.
Dicho esto, volvió al carro y subió sin perder un instante. Sacudió las riendas y se metió por un sendero estrecho, casi invisible, que se desviaba al este por las colinas que se extendían al horizonte.
Confuso y afectado, Eadulf se quedó en su sitio a mirar cómo se alejaba el carro.
Obviamente, lo habían confundido con uno de los hombres de Gabrán. ¿Qué mercancía tendría que recoger el capitán en aquel lugar dejado de la mano de Dios? Darach Carraig, la roca del roble. Un nombre curioso. Echó una mirada atrás, en la dirección por la que había venido. Gabrán había mencionado que había enviado a otro hombre a buscar la mercancía. Tal vez éste venía pisándole los talones. Más le valía espabilar por si lo alcanzaba.
Echó a andar presuroso por el camino. Tras contar mentalmente los doscientos metros, miró arriba a su derecha. No muy lejos vio un grupo de rocas grandes y lisas que cubrían parte de la colina, donde ésta sobresalía formando un precipicio de granito de poca altura. Vaciló un instante y sintió una curiosidad incontenible. Cuando menos, podía subir y ver en qué consistía la peculiar mercancía de Gabrán y por qué la habían dejado en una cueva apartada, en medio de una campiña más remota aún si cabía. Miró en derredor. No vio a nadie en aquel paisaje lóbrego que empezaba a oscurecer.
Empezó a escalar hacia el promontorio y, estando ocupado en esta tarea, vio, tras el peñasco de granito más grande, el tramo que casi formaba un precipicio de roca negra; era como si alguien hubiera excavado la roca para darle aquella forma, pues no parecía natural. Cuando se hubo aproximado, divisó la oscura entrada a una cueva, ante la que sobresalía una plataforma rocosa.
Una vez allí, Eadulf se detuvo un momento para recuperar el aliento tras la breve aunque empinada ascensión, antes de seguir adelante. La cueva se hallaba en semipenumbra. Se asomó a la oscura entrada y esperó a que la vista se acostumbrara a la falta de luz.
Oyó un ruido extraño y repentino, algo que se arrastraba, que le hizo resistirse a entrar por si había un animal. Pero cuando vio qué lo había producido, quedó boquiabierto.
Al fondo de la cueva había dos figuras humanas sentadas en el suelo, espalda contra espalda. Por las posturas, supo que estaban atadas de pies y manos y, cuando las vio de cerca, reparó en que también estaban amordazadas. La poca luz que entraba le permitió entrever que eran menudas y poco más.
– Quienesquiera que seáis -declamó en voz alta-, no quiero haceros daño.
Se les acercó.
Al instante oyó unos gemidos lastimeros sofocados, y la figura más próxima a él trató de apartarse, si bien apenas lo consiguió, dadas las ataduras.
– No quiero haceros daño -repitió Eadulf-. Tengo que acercaros a la luz del día para que pueda veros.
Haciendo oídos sordos a los sonidos -propios de un animal- que causaba su aproximación, se agachó y levantó el primer bulto acurrucado para llevarlo, medio a cuestas medio a rastras, a la entrada de la cueva.
Dos ojos grandes y espantados lo miraban sobre el trapo sucio que era la mordaza.
Eadulf se apartó de la figura sin salir de su asombro.
El rostro de una niña de no más de doce o trece años lo miraba fijamente, muerta de miedo.
– Bueno, abadesa Fainder -dijo Fidelma con calma mientras examinaba la escena sangrienta que tenía ante sí-. Creo que nos debéis una explicación.
La abadesa Fainder le devolvió la mirada, casi perpleja. Luego bajó la vista al cuerpo de Gabrán, que yacía a su lado, y al puñal que tenía en la mano. Con un extraño gruñido animal, soltó el puñal y se puso en pie de un salto con los ojos desorbitados.
– Está muerto -dijo con la voz ronca.
– Eso ya lo veo -concedió Fidelma con gravedad-. ¿Y por qué?
– ¿Por qué? -repitió la abadesa con aturdimiento.
– ¿Por qué está muerto? -insistió Fidelma.
La abadesa parpadeó, mirándola como si no entendiera la pregunta. Tardó un momento en reaccionar.
– ¿Y yo cómo voy a saberlo? -respondió y calló bruscamente-. ¿No creeréis que…? ¡Yo no lo he matado!
– Con el debido respeto, abadesa Fainder -intervino Dego, mirándola por encima del hombro de Fidelma-, hemos subido a bordo, hemos abierto la puerta de la cabina y hemos hallado a Gabrán muerto. A juzgar por la profusión de sangre, ha sido apuñalado a muerte. Y vos estabais arrodillada junto a su cabeza. Vuestra ropa está manchada de sangre y tenéis un puñal en la mano. ¿Cómo debemos interpretar la escena?
La abadesa empezaba a recuperarse. Fulminó a Dego con la mirada y exclamó:
– ¡¿Cómo os atrevéis?! ¿Quién sois para acusar a la abadesa de Fearna de un vulgar asesinato?
Fidelma contuvo una leve sonrisa macabra al pensar en la situación.
– No hay asesinatos vulgares, abadesa. Y mucho menos éste. Sólo un necio sería capaz de negar la evidencia. ¿Insinuáis que no habéis tenido nada que ver en este asesinato?
La abadesa Fainder palideció.
– Yo no he sido -insistió con la voz quebrada por la emoción.
– Eso es lo que decís. Salgamos a la cubierta y contadme qué ha sucedido.
Fidelma se apartó de la puerta e hizo una seña, invitando a la abadesa a salir de la cabina. Fainder salió a la cubierta y pestañeó a la luz del día.
– No hay nadie más a bordo -informó Enda con una maliciosa nota de regocijo.
Había hecho un rápido registro del barco.
– Parece que estáis sola, madre abadesa -añadió.
La abadesa Fainder se sentó bruscamente sobre una escotilla y, rodeándose la cintura con los brazos, se encorvó, dando la impresión de estar abrazada a sí misma, y se puso a mecerse adelante y atrás. Fidelma se sentó a su lado.
– Este asunto es grave -le dijo Fidelma con delicadeza después de unos momentos-. Cuanto antes tengamos una explicación para ello, mejor.
– ¿Una explicación? -La abadesa Fainder levantó su rostro angustiado para hacerle frente-. ¡Ya os he dicho que yo no he sido! ¿Qué otra explicación queréis?
En su tono quedaban suficientes vestigios de su antiguo espíritu como para hacer que Fidelma apretara los labios con impaciencia.
– Creedme, madre abadesa, hacía falta una explicación, y más vale que sea lo bastante satisfactoria -advirtió-. Quizá podríais empezar explicando qué os trae por aquí.
El semblante de la abadesa mudó al instante, y mostró su arrogancia habitual.
– No me gusta vuestro tono, hermana. ¿Tenéis la pretensión de acusarme?
– No tengo que acusaros -puntuó Fidelma sin inmutarse-. Las circunstancias hablan por sí solas. Si queréis decirme algo, ahora es el momento. Como dálaigh, debo información de las pruebas que yo misma he visto.
La abadesa Fainder la miró: su semblante reveló la impresión que le produjo apercibirse de lo que entrañaban aquellas palabras. Abrió la boca sin pronunciar palabra.
– Pero yo no lo he hecho -dijo al fin-. No podéis acusarme. ¡No podéis!
– Si no me falla la memoria, el hermano Eadulf dijo más o menos lo mismo -le recordó Fidelma-, y aun así fue acusado y declarado culpable de asesinato con pruebas menos contundentes. En cambio, vos habéis sido hallada inclinada sobre el cuerpo, con un puñal en la mano y empapada en sangre.
– Pero yo soy… -La abadesa cerró la boca de golpe, como si se hubiera percatado de la presunción que había estado a punto de expresar.
– ¿Pero vos sois la abadesa, mientras que el hermano Eadulf no era más que un extranjero errante? -preguntó Fidelma para terminar la frase-. Bueno, abadesa Fainder. Estamos impacientes por escuchar vuestra historia.
Un estremecimiento la sacudió. Su altanería se disipó y sus hombros cayeron.
– El obispo Forbassach me dijo que habíais acusado a Gabrán de asaltaros anoche.
Fidelma esperó pacientemente.
– El obispo Forbassach me dijo que vos nunca os inventaríais algo así. De modo que he venido aquí para pedir una explicación a Gabrán -prosiguió la abadesa-. Aunque Forbassach se creyera vuestra historia, yo no. Gabrán… -Vaciló en seguir.
– ¿Gabrán qué? -instó Fidelma.
– Gabrán es un mercader conocido en todo el río. Hace años que comercia con la abadía, mucho antes de que yo fuera la abadesa. Tamaña acusación constituye una ofensa para la abadía, por lo que había que ponerla en entredicho. Y yo había venido aquí para oír qué tenía que decir Gabrán al respecto.
– ¿Así que habéis venido aquí esperando poder demostrar la falsedad de mi acusación contra Gabrán? Proseguid.
– Tras mucho buscar, al final he encontrado el Cág amarrado aquí. No había nadie a la vista. He subido a bordo y he llamado a Gabrán, pero nadie me ha contestado. Me ha parecido oír movimiento en la cabina, así que he ido hasta la puerta y he llamado. He oído algo pesado que caía… Ahora sé que era el cuerpo de Gabrán. He vuelto a llamar y he pasado. Me he encontrado con la misma escena que vos. Gabrán estaba muerto en el suelo, boca arriba. Había sangre por todas partes. Lo primero que he pensado ha sido que debía ayudarle y me he arrodillado. Pero ya no podía hacer nada por él.
– Me supongo que así explicáis que tengáis la ropa manchada de sangre.
– Por eso mi hábito está ensangrentado, sí.
– ¿Y luego?
– Las puñaladas que le habían dado me han impresionado mucho. He visto el puñal…
– ¿Dónde estaba el puñal?
– En el suelo, al lado del cuerpo. Lo he visto y lo he recogido. No sé por qué lo he hecho. Supongo que ha sido una reacción irreflexiva. Y me he quedado ahí, arrodillada.
– Y entonces hemos llegado nosotros.
Para asombro de Fidelma, la abadesa Fainder negó con la cabeza.
– Antes de que llegarais ha ocurrido otra cosa.
– ¿Qué ha ocurrido?
– En ese momento no le he dado importancia, pero ahora sí.
– Continuad.
– He oído una leve zambullida.
Fidelma enarcó una ceja.
– ¿Una leve zambullida? -repitió-. ¿Y qué creéis que era?
– El asesino abandonando el barco -contestó la abadesa, estremeciéndose un poco.
Fidelma la miró sin creerse ni media palabra.
– El barco está amarrado a un embarcadero. ¿Qué necesidad tendría una persona de abandonar el barco saltando al río, y con este tiempo gélido? Y si era el asesino abandonando la escena del crimen, podía haber recurrido a vuestro caballo, que está atado cerca, como medio más efectivo de huida. ¿No os parece?
La abadesa Fainder miró a Fidelma, incapaz de reaccionar a su lógica implacable.
– Estoy segura de que en este barco había alguien que lo ha abandonado saltando al agua -repitió con terquedad.
– El argumento ayudaría a la hora de demostrar vuestra inocencia -opinó Fidelma-, pero debo decir que es sumamente improbable que alguien que pretendiera huir decidiese tomar esa alternativa. ¡Mirad!
Fidelma señalaba a la parte del barco que daba al río. Las aguas bajaban con ímpetu a aquella altura, donde la anchura del río, de más de cinco metros, acrecentaba la vehemencia de la corriente.
– Cualquiera que saltara al río habría de ser un experto nadador. Nadie en su sano juicio elegiría esa ruta frente a la posibilidad de saltar a la orilla al otro lado del barco.
De pronto se le ocurrió algo que le hizo fruncir el ceño.
– ¿Cómo consiguió Gabrán subir el barco hasta aquí contra una corriente tan fuerte? -preguntó.
– Muy fácil -explicó Enda-. Al registrar el barco, he visto las correas. Es habitual, señora, usar un par de burros para tirar de barcos fluviales a contracorriente, sobre todo cuando el agua baja con fuerza. Si no hay mucha corriente, se usan palos para impulsar el barco. Es muy común.
Fidelma se levantó y miró alrededor. Aunque era evidente que Enda tenía razón, algo no encajaba.
– ¿Y dónde están los asnos? ¿Quién los ha traído aquí y quién se los ha llevado? De hecho, ¿dónde está la tripulación de Gabrán?
Volvió a sentarse sobre la escotilla y cerró un momento los ojos para pensar. Tenía la sensación de que estaba pasando por alto algo importante. Le intrigaba que la tripulación hubiera dejado a Gabrán a solas y se hubiera llevado los animales que había usado para subir el barco río arriba. Y lo que contaba la abadesa Fainder de que había llegado al barco sin más y se había encontrado a Gabrán en el momento en que lo habían matado parecía absurdo; tan inverosímil como la idea de un asesino que hubiera escapado saltando a las aguas rápidas del río. Era absurdo. Pero la historia de Eadulf era quizás igual de absurda frente al testimonio de aquella niña, Fial, que decía haber presenciado la muerte de su amiga. Fidelma dio un profundo suspiro.
– Bueno, por el momento, poco podemos hacer -concluyó, poniéndose de pie-. Dego, quiero que vayáis a Cam Eolaing y localicéis a Coba, si es que está. Dijo que se disponía a regresar a la fortaleza; es el bó-aire de esta zona y hay que informarle de este suceso. Si no lo encontráis en Cam Eolaing, regresad a Fearna y traed al obispo Forbassach con vos.
– ¿Qué pretendéis? -preguntó la abadesa Fainder con preocupación, y aunque trató de decirlo con autoridad, le tembló la voz.
– Pretendo hacer lo que dicta la ley -respondió Fidelma y añadió con regocijo macabro-: E imagino que el brehon de este reino será quien decida si la ley se atendrá a los Penitenciales, a los que tanto apego tenéis, o bien se os declarará culpable y se os aplicará el castigo que dicte nuestro sistema tradicional.
– Pero yo no lo he hecho -se defendió la abadesa con los ojos muy abiertos, horrorizados.
– Eso habéis dicho ya, madre abadesa -replicó Fidelma con un toque de malicia bien merecida-. ¡Del mismo modo que el hermano Eadulf dijo que él no había cometido el crimen del que se le acusaba!
Eadulf deshizo la mordaza de la niña a la que había llevado a cuestas a la entrada de la cueva. Ésta seguía mirándolo fijamente con unos ojos redondos, oscuros, muy abiertos, que reflejaban su pavor. Pese a lo apretadas que estaban las ataduras, temblaba visiblemente.
– ¿Quién sois? -le preguntó Eadulf.
– ¡No me hagáis daño! -gimoteó la pequeña-. Por favor, no me hagáis daño.
Eadulf probó a sosegarla con una sonrisa.
– No pretendo haceros daño. ¿Quién os ha dejado aquí en este estado?
La niña tardó unos momentos en superar el miedo antes de susurrar:
– ¿Sois uno de ellos?
– No sé a quién os referís con «ellos» -contestó Eadulf.
Entonces, al recordar que había otra niña atada en la cueva, entró a buscarla y la sacó. Al igual que la otra, apenas tendría trece años y estaba despeinada y hambrienta. Le retiró la mordaza, y la niña tomó varias bocanadas de aire.
– Vos sois sajón, así que debéis de ser uno de ellos -gritó la primera niña, atemorizada-. Por favor, no nos hagáis daño.
Eadulf se sentó delante de ellas, negando con la cabeza. Él también fue cauto: tenía por norma no soltar a una persona atada hasta averiguar por qué la habían atado. Y es que una vez había visto cómo un hermano moría a manos de una demente a la que acababa de desatar, pensando que estaba liberándola de un torturador.
– No voy a haceros daño, quienesquiera que seáis. Pero antes decidme quiénes sois, por qué estáis atadas y quién os ha atado.
Las niñas cruzaron miradas nerviosas.
– Ya lo sabéis, si sois uno de ellos -respondió una de ellas con desafío.
Eadulf tuvo paciencia.
– Soy extranjero en esta tierra. No sé quiénes sois ni quiénes son ellos.
– Pero sabéis suficiente para habernos encontrado en esta cueva -recalcó la otra, que parecía más espabilada que su compañera-. Nadie encontraría esta cueva por casualidad. Seguro que sois uno de ellos.
– Si fuera a haceros daño igualmente, tampoco tendríais nada que perder respondiendo a mis preguntas -argumentó Eadulf, y la más pequeña se echó a sollozar-. Sin embargo -añadió enseguida-, si soy un simple extranjero que pasaba por aquí, quizá podría ayudaros en esta difícil situación si me explicáis por qué os han atado y os han dejado en esta cueva.
Pasó un momento antes de que la mayor de las dos se decidiera a hablar.
– No lo sabemos.
Eadulf enarcó las cejas con incredulidad.
– Os digo la verdad -insistió la niña-. Ayer un hombre vino a nuestras casas y se nos llevó. Nos llevó a la suya, nos ató y nos dejó allí. Nos dijo que alguien vendría a buscarnos para hacer un largo viaje y que nunca volveríamos a ver nuestro hogar.
Eadulf miraba fijamente a la niña, tratando de valorar cuánta verdad había en sus palabras. Su voz era apagada, monótona, como si guardara la distancia con la realidad que narraba.
– ¿Quién era ese hombre? -instó.
– Un desconocido, como vos.
– Pero no era forastero -matizó la más pequeña.
– Creo que tenéis que explicaros mejor. ¿Quiénes sois y de dónde sois?
Las niñas parecían menos nerviosas, pues se había aplacado el temor inicial a que fuera a hacerles daño.
– Yo me llamo Muirecht -dijo la mayor-. Soy de las montañas del norte, a un día a caballo de aquí.
– ¿Y tú? -preguntó Eadulf a la más joven.
– Yo me llamo Conna.
– ¿Y sois del mismo sitio que Muirecht?
La niña negó con la cabeza.
– No somos del mismo sitio -respondió Muirecht por ella-. Nunca la había visto hasta el día que nos encerraron juntas. No sabíamos cómo nos llamábamos hasta ese momento.
– ¿Y qué sucedió? ¿Por qué os raptaron?
Las niñas volvieron a cruzar miradas y, al parecer, quedó sobreentendido que Muirecht hablaría por las dos.
– Ayer por la mañana, antes de despuntar el día, mi padre me despertó…
– ¿Y quién es vuestro padre? -intervino Eadulf.
– Un hombre pobre. Es fudir… aunque también saer-fudir -especificó enseguida con orgullo.
Eadulf sabía que fudir era la clase más baja de la sociedad irlandesa; una clase que apenas si distaba de los esclavos de la sociedad sajona. No estaba integrada por miembros de un clan, sino por fugitivos comunes, prisioneros de guerra, rehenes o delincuentes a los que habían retirado sus derechos civiles como castigo, hos-fudirs se hallaban divididos en dos subclases: los daer-fudir o «no libres», y los saer-fudir, que no eran exactamente hombres libres, aunque no eran sometidos al cautiverio de los de rango inferior. Los saer-fudir no solían ser delincuentes y, por tanto, podían recuperar ciertos derechos y privilegios en la sociedad. Se les permitía cultivar tierras que su rey o su señor les asignaba y, en muy raras ocasiones, podían ascender de la clase «no libre» a célie, miembro libre de un clan, y hasta podían alcanzar la categoría de bó-aire, o jefe y juez local sin tierras.
Eadulf le dio a entender que sabía de qué hablaba.
– La parcela de mi padre es pequeña -continuó Muirecht-, pero el jefe del territorio exige el biatad, la renta de alimentos. Y mi padre tiene que devolver dos veces al año los préstamos de la reserva común.
Eadulf conocía la costumbre. Tanto los fudirs libres como los que no lo eran podían pedir vacas, puercos, maíz, tocino, mantequilla y miel de la reserva común del clan, siempre y cuando pagaran anualmente, durante siete años, una tercera parte del valor de cuanto tomaban. Una vez pagado, el ganado pasaba a ser de su propiedad y no debían seguir pagando. El fudir libre también estaba obligado a servir al jefe en época de guerra, o a servirle un número acordado de días trabajando sus tierras. Eadulf, que venía de una sociedad donde la esclavitud absoluta era normal, siempre vio con extrañeza la costumbre de que se concediera empréstitos a una clase social que no era libre, y que además se les permitiera obtener la libertad por méritos propios. Por tanto, entendía que, para un hombre con tierras poco fértiles y escasa habilidad para administrarse, en determinadas circunstancias el préstamo podía hundirlo más en la pobreza en vez de sacarlo de ella.
– Continuad -dijo-. Decíais que ayer por la mañana vuestro padre os despertó antes de las primeras luces. ¿Y luego?
Muirecht sorbió por la nariz al recordarlo, apenada.
– Tenía los ojos rojos. Había estado llorando. Me dijo que me vistiera y que me preparase para un largo viaje. Le pregunté qué clase de viaje, pero no me contestó. Yo confiaba en mi padre. Me sacó de la cabaña. Fuera no vi a mi madre ni a mi hermano pequeño, así que no pude despedirme. Pero había un hombre con un carro.
Muirecht vaciló al contemplar la escena en el recuerdo.
Eadulf esperó pacientemente.
– A mí me pasó lo mismo -murmuró la segunda, Conna-. Mi padre es daer-fudir. Y no tengo madre, pues murió hace tres meses. Aprendí a cocinar y a limpiar para mi padre.
Muirecht hizo un mohín y la otra se calló.
– Una vez fuera, mi padre… -prosiguió Muirecht y volvió a interrumpirse, con lágrimas en los ojos-…me agarró por los brazos. El hombre me ató y me amordazó y me metió en el carro. A través de una hendidura en la madera vi como daba a mi padre una bolsita que tintineaba. La agarró, apretándola contra el pecho, y se precipitó en la cabaña. Entonces el hombre se subió al carro, me cubrió con broza y arrancó.
De repente se echó a llorar a moco tendido. Eadulf no sabía cómo consolarla.
– A mí me pasó lo mismo -afirmó la más pequeña-. Me tiraron al carro y esta niña ya estaba dentro. No podíamos hablar, porque teníamos la boca tapada. Y no hemos comido ni bebido nada desde ayer por la mañana.
Eadulf las miraba sin saber cómo reaccionar, sin acabar de creerse la crueldad que le habían contado.
– ¿Con esto me estáis diciendo que vuestros respectivos padres os vendieron al hombre del carro?
Muirecht trató de contener el llanto y asintió con desaliento.
– ¿Qué otra cosa si no? He oído hablar de familias pobres que venden a sus hijos y que luego se los llevan a otros lugares para… -No encontraba la palabra.
– Para esclavizarlos -susurró Eadulf.
Sabía que aquella costumbre se daba en muchos países. Ahora caía en la cuenta del negocio que Gabrán llevaba en el río. Compraba niñas a sus padres y las transportaba hasta la costa, al lago Garman, para ser vendidas como esclavas en los reinos sajones o en el país de los francos. Pobre gente: para paliar su pobreza recurrían a menudo a vender a una de sus hijas. Personalmente, nunca había visto comercio semejante en ninguno de los cinco reinos de Éireann, porque la ley no permitía que nadie viviera en la absoluta indigencia, y el concepto de que un hombre retuviera a otro como esclavo o siervo era ajeno por completo. Así que Eadulf quedó impresionado con la revelación de aquellas niñas.
El graznido repentino de un grajo que alzaba el vuelo desde un árbol sobresaltó a Eadulf, que miró hacia arriba con nerviosismo al recordar que uno de los hombres de Gabrán tenía que estar dirigiéndose hacia las colinas para recoger a las niñas.
– Tenemos que irnos de aquí antes de que esos hombres perversos vengan por vosotras -aconsejó mientras se agachaba y sacaba el puñal.
Cortó las cuerdas que les inmovilizaban los tobillos y las manos.
– Tenemos que irnos ya -añadió.
Muirecht se estaba frotando las muñecas y los tobillos.
– Necesitamos un momento -protestó-. No me siento las manos ni los pies por la falta de sangre.
Conna seguía su ejemplo para tratar de estimular la circulación.
– Pero debemos darnos prisa -las exhortó, pues ahora sabía que corrían un grave peligro.
– Pero ¿adónde vamos a ir? -se quejó Muirecht-. No podemos volver con nuestros padres después de lo que ha pasado…
– No -coincidió Eadulf, ayudándolas a levantarse.
Una vez de pie, se pusieron a dar patadas al suelo para activar la circulación. Eadulf las miraba con perplejidad. No podía llevarse a aquel par de niñas a Fearna… De pronto recordó el monasterio que había en la Montaña Gualda, del que Dalbach le había hablado.
– ¿Conoce alguna de vosotras la zona?
Ambas negaron con la cabeza.
– Yo nunca había ido tan lejos -le dijo Muirecht.
– Hay un cerro llamado la Montaña Gualda -explicó Eadulf-. Queda al oeste de aquí y se alza sobre Fearna. Me han dicho que allí hay una iglesia dedicada a la santísima Brígida. Os refugiaréis allí hasta que se decida algo mejor. ¿Accedéis a acompañarme hasta allí?
Las niñas volvieron a mirarse. Muirecht se encogió de hombros, casi con indiferencia.
– No podemos hacer nada más. Iremos con vos. ¿Cómo os llamáis, forastero?
– Soy Eadulf. El hermano Eadulf.
– Entonces yo tenía razón: eres forastero -dijo Muirecht en tono triunfal.
Eadulf mostró una sonrisa irónica y puntualizó con humor cáustico:
– Un viajero que está de paso en este reino.
De pronto, una bandada de grajos armó una algarabía en el valle; Eadulf miró abajo con preocupación. Algo había asustado a las aves. No les convenía perder tiempo.
– Puede que el hombre a quien vuestro captor esperaba se esté acercando. Avancemos lo más deprisa que podamos.