Capítulo V

Mientras cerraban la puerta y corrían los cerrojos, Fidelma avanzó hasta el centro del reducido espacio y extendió las manos hacia Eadulf, que enseguida se levantó del banco en el que estaba sentado. La tomó de las manos, y quedaron mirándose unos instantes; no fueron necesarias las palabras, pues sus ojos ya expresaban el desasosiego y la preocupación del uno por el otro.

Eadulf aparecía demacrado. No le habían permitido afeitarse a diario, y una barba de varios días le cubría las mejillas y el mentón. Sus rizos castaños estaban enmarañados; llevaba el hábito sucio y además olía mal. Al ver la consternación de su amiga por su aspecto lamentable, sonrió y dijo para disculparse:

– Me temo que la hospitalidad no es el fuerte de esta casa, Fidelma. La buena abadesa no es partidaria de malgastar agua y jabón con alguien a quien le queda poco tiempo en este valle de lágrimas. -Calló un momento-. Pero me alegra tanto poder veros otra vez antes de partir.

Fidelma emitió un sonido inarticulado que podría haber sido un leve sollozo. Trató de disimular sus sentimientos con una mueca.

– A pesar de todo, ¿estáis bien, Eadulf? ¿No os han tratado mal?

– Digamos que me trataron con mano dura… al principio -confesó Eadulf a media voz-. Dada la naturaleza del crimen del que se me acusa, los ánimos pueden llegar a caldearse. La novicia a la que violaron y mataron era una niña. Bueno, ¿y cómo estáis vos, Fidelma? Creía que estabais de peregrinaje en Iberia, en el sepulcro de Santiago.

Fidelma movió la mano para restar importancia al viaje.

– Volví en cuanto me enteré de lo ocurrido. Estoy aquí para ser tu abogada defensora.

Eadulf la miró con una sonrisa radiante, pero luego decayó y se puso serio.

– ¿No os han dicho acaso que todo está decidido? El supuesto juicio fue muy breve y mañana me han convocado en ese patio de ahí -anunció, señalando la ventana con la cabeza-. ¿Habéis visto la horca?

– Sí, ya me lo han dicho -respondió Fidelma.

Miró alrededor y decidió sentarse en el banco del que él se había levantado. Eadulf se sentó en la cama.

– Olvido mis modales en este lugar, Fidelma. Debiera haberos invitado a tomar asiento. -Trató de parecer gracioso, pero su voz sonó apagada y decaída.

Fidelma se echó hacia atrás, entrelazó las manos sobre el regazo y miró inquisitivamente a Eadulf.

– ¿Habéis cometido el acto del que se os acusa? -preguntó de súbito.

Eadulf no parpadeó al responder.

– ¡Deus miseratur, claro que no! Tenéis mi palabra, aunque me temo que carece de valor en este asunto.

Fidelma asintió moviendo ligeramente la cabeza: Eadulf le había dado su palabra y ella la aceptaba.

– Contadme lo que sucedió. La última vez que os vi fue al irme de Cashel para tomar el barco de peregrinos a Iberia. Empezad por ahí.

Eadulf guardó silencio unos momentos, poniendo en orden sus pensamientos.

– No es nada complicado. Decidí hacer como me aconsejasteis, y regresar a Canterbury con el arzobispo Teodoro. Hace un año que me marché de allí. Y ya no tenía razones para quedarme en Cashel.

Hizo una pausa, pero Fidelma, aunque cambió un poco de posición, no hizo ningún comentario.

– Vuestro hermano me dio mensajes para Teodoro y los reyes sajones.

– ¿Mensajes orales o escritos? -preguntó Fidelma.

– Un mensaje para Teodoro era por escrito. Los demás, para los reyes, eran orales, meros saludos y expresiones de amistad.

– ¿Dónde está el mensaje escrito?

– La abadesa confiscó mis pertenencias personales.

Fidelma reflexionó un momento y le preguntó:

– ¿Llevabais algo que os identificara como techtaire?

Eadulf conocía la palabra y sonrió.

– Vuestro hermano me dio un bastón blanco de oficio. Ahora que lo pienso, saqué el bastón y la carta de mi bolsa de viaje, y los escondí bajo la cama de la hospedería.

– Así que a estas alturas ya los habrán sacado de allí y estarán guardados con tus pertenencias.

– Supongo que sí. Vuestro hermano me ofreció un buen caballo. Sin embargo, como no sabía cómo ni cuándo tendría ocasión de devolverle el gesto de cortesía, acepté un sitio libre en el carro de un mercader que se dirigía hacia Fearna. Sabía que desde aquí podría comprar un pasaje para una barcaza que me llevara río abajo hasta el mar, donde pensaba buscar un barco mercante sajón para volver a mi país. El viaje hasta aquí transcurrió sin incidentes.

Hizo una pausa para ordenar la secuencia de acontecimientos antes de reanudar el relato.

– Llegué a la abadía al atardecer y, naturalmente, pedí alojamiento para pasar la noche con la idea de tomar algún barco a la mañana siguiente. Hablé con la rechtaire, sor Étromma, que me preguntó qué me traía por aquí. Le conté que iba de regreso a Canterbury. Me pareció que estaba de más mencionar que era portador de un mensaje para el arzobispo. Me ofreció una cama en la hospedería. Yo era el único que se alojaba allí esa noche. Asistí a las oraciones, cené y me fui a la cama. Oh, y sor Étromma me presentó a la abadesa Fainder, pero la abadesa tenía la cabeza en otra parte…, o simplemente no le gustan los sajones. Lo cierto es que no me hizo mucho caso.

– ¿Y luego?

– Debía de ser de madrugada, puede que una hora antes de las primeras luces. Dormía profundamente, cuando me despertaron sacándome de la cama. Todo eran gritos, golpes y puñetazos. No entendía qué pasaba. Me arrastraron hasta esta celda y me encerraron…

Fidelma se inclinó con interés.

– ¿Alguien os explicó qué había pasado? ¿Alguien os acusó de algo u os dijo por qué os estaban sacando de la cama a aquellas horas?

– Nadie me dio ninguna explicación. Se limitaron a pegarme y a insultarme.

– ¿Cuándo fue la primera vez que supisteis de qué os habían acusado?

– Poco después. Hacia el mediodía, un tipo grandullón (el hermano Cett) entró en la celda. Exigí que me explicara qué pasaba; casi al momento entró la abadesa Fainder con una niña. Iba vestida con la ropa de las novicias, pero parecía muy joven.

– ¿Y luego qué?

– La niña se limitó a señalarme sin decir nada, y se la llevaron.

– ¿Y no dijo nada? ¿Nada en absoluto? -insistió Fidelma.

– No. Sólo me señaló con el dedo -repitió Eadulf-. Luego salió la abadesa. Nadie dijo nada en ningún momento. Entonces el hermano Cett se retiró y cerró la puerta con cerrojo.

– ¿Cuándo os informaron exactamente del crimen del cual se os acusaba?

– No se me dijo hasta dos días después.

– ¿Os dejaron encerrado aquí sin deciros nada durante dos días? -Fidelma subió el tono, enfadada.

Eadulf la miró con una sonrisa compungida y añadió:

– Y sin agua ni comida. Ya os he dicho que la hospitalidad no es el fuerte de esta abadía.

Fidelma lo miró con consternación.

– ¿Cómo?

– Dos días después, el hermano Cett volvió a entrar y permitió que me lavara y comiera algo. Una hora después, un hombre alto de aspecto cadavérico y voz crispada vino y me dijo que era el brehon del rey.

– ¡El obispo Forbassach!

– El mismo, el obispo Forbassach. ¿Le conocéis?

– Es un antiguo adversario mío. Pero proseguid.

– Ese mismo Forbassach me dijo que se me acusaba de violar y estrangular a una joven novicia de la abadía. Me quedé sin habla. Le dije que había ido a la abadía en busca de comida y una cama donde pasar la noche; que me habían despertado y agredido y que me habían metido en una celda durante dos días.

»Me contó que me habían encontrado en la cama con sangre en la ropa y con un pedazo ensangrentado del hábito de la novicia. -Apretó los labios-. Me pareció acertado decirle al obispo, sarcásticamente, que creía haberle oído decir que la niña había sido estrangulada, de manera que era todo un milagro que hubieran hallado sangre en mi ropa. Pero la novicia era una virgen de doce años. Para colmo de males, el obispo me comunicó que un testigo había presenciado la agresión.

– Me temo que las pruebas son condenatorias, Eadulf -anunció Fidelma-. ¿Tenéis alguna explicación sobre qué puede haber sucedido?

Eadulf bajó la cabeza.

– No, ninguna. Pensé que era una pesadilla -murmuró.

– ¿Es cierto que había sangre en vuestra ropa?

Eadulf tendió la mano para enseñarle unas manchas oscuras en la manga.

– Me fijé en la sangre del hábito al poco de haber sido encerrado. Pensé que era mi propia sangre por los golpes que me habían dado. De hecho, tenía un corte en la cara.

Fidelma vio una pequeña marca que ya cicatrizaba.

– ¿Y el trozo de hábito de la novicia?

Eadulf se encogió de hombros.

– De eso no supe nada hasta que presentaron el trozo de tela en el juicio. Yo no sabía nada de su existencia.

– ¿Y el testigo presencial?

– ¿La niña? O mentía o se confundió.

– ¿La habíais visto antes? ¿Antes de que os acusara?

– Creo que no. Supuse que era la misma niña que habían llevado a la celda y me había señalado. Debo reconocer que no estaba muy atento después de la paliza. Compareció en el juicio y se llama Fial.

– Habéis dicho que asististeis a las oraciones y cenasteis antes de iros a dormir. ¿Visteis a esa niña, a Fial, en algún momento?

– No que yo sepa, aunque ella podría haberme visto a mí. Lo curioso es que no recuerdo la presencia de novicias en la capilla; cuando menos, tan jóvenes. Fial no tiene más que doce o trece años.

– ¿Hablasteis con alguien aparte de la administradora y la abadesa?

– Tuve una breve conversación con un hermano joven. Se llamaba Ibar.

Fidelma levantó la cabeza con un movimiento repentino.

¿Ibar? -repitió, dirigiendo la vista automáticamente hacia la ventana al pensar en el monje al que habían colgado.

– Dicen que mató a un marinero el día después de que yo, supuestamente, matara a esa niña -confirmó Eadulf-. Lo han colgado esta mañana. -De pronto se estremeció-. En este lugar hay algo maligno, Fidelma. Creo que deberíais marcharos cuanto antes, no vaya a ocurriros algo… No soportaría pensar que…

Fidelma se inclinó hacia delante y puso la mano sobre su brazo para tranquilizarlo.

– Por maligno que sea, Eadulf, no osarán hacerme daño por miedo al castigo que les infligirían y no serían capaces de afrontar. Quienesquiera que sean. No temáis por mi seguridad. Además, me han acompañado dos guerreros de mi hermano.

Eadulf movió la cabeza e insistió.

– Aun así, Fidelma, este lugar tan tenebroso ofrece poca seguridad. Algo maligno acecha esta abadía, y preferiría que me dejarais aquí y regresarais a Cashel.

Fidelma avanzó el mentón con un gesto amenazador.

– No insistáis, Eadulf. Estoy aquí y aquí me quedaré hasta que haya resuelto este asunto. Ahora concentraos. Contadme cómo se desarrolló el juicio.

– Perdí la noción del tiempo. El hermano Cett me traía comida de vez en cuando y me permitía lavarme cuando se le antojaba. A ese tipo le gusta hacerlas pasar moradas. Es perverso. Llevad cuidado con él.

– Me han dicho que es un poco simplote.

– ¿Simplote? -repitió Eadulf, torciendo la boca con una sonrisa-. Desde luego que sí. Sólo obedece órdenes y es incapaz de entender cualquier cosa complicada. Pero cuando le piden que inflija dolor, disfruta. Él ejecutó a…

Eadulf señaló la ventana para que Fidelma dedujera el resto. Ésta arrugó la nariz con repugnancia.

– ¿Un miembro del clero haciendo las veces de verdugo? Que Dios se apiade de su desdichada alma. En fin, ibais a relatarme el juicio.

– Me bajaron a la capilla, donde el obispo Forbassach presidía el juicio junto con la abadesa Fainder. Con ellos se hallaba sentado un hombre con el mismo semblante adusto e imperturbable que Forbassach. Era un abad.

– ¿El abad Noé?

Eadulf asintió y le preguntó:

– ¿También lo conocéis?

– Tanto el obispo Forbassach como el abad Noé son viejos adversarios míos.

– El obispo Forbassach repitió los cargos de los que se me acusaba; yo los negué. Forbassach dijo que sufriría lo mío porque estaba haciendo perder el tiempo al tribunal. Volví a negar la acusación. ¿Qué podía hacer sino decir la verdad? -Eadulf guardó en silencio unos instantes, cavilando-. Llamaron a declarar a sor Étromma, y ésta contó que me había recibido en la abadía. Luego identificó el cuerpo de la asesinada y confirmó que era el de Gormgilla, que iba a entrar en la abadía como novicia…

Fidelma lo interrumpió de repente.

– Un momento, Eadulf. ¿Qué palabras dijo exactamente sobre Gormgilla?

– Dijo que Gormgilla era una monja novicia…

– Eso no es lo que habéis dicho. Habéis dicho que «iba a entrar en la abadía». ¿Por qué habéis empleado ese tiempo?

Eadulf se encogió de hombros con un gesto de inseguridad.

– Porque creo que es lo que dijo Étromma. ¿Qué importancia tiene?

– Mucha. Pero proseguid.

– Sor Étromma no dijo nada más, aparte de señalar que Gormgilla tenía doce años. Luego llamaron a declarar a la otra niña…

– ¿La otra niña?

– Sí, la que entró en mi celda y me señaló.

– Ah, claro, Fial.

– Se identificó ante el tribunal como novicia de la abadía. Dijo que era amiga de Gormgilla. También dijo que había quedado con Gormgilla en el muelle pasada la medianoche.

– ¿Para qué?

Eadulf miró a Fidelma sin entender a qué venía la pregunta, y repitió:

– ¿Para qué?

– ¿Le preguntaron para qué quedaron en verse en el muelle después de medianoche? Estamos hablando de niñas de doce años, Eadulf.

– Nadie se lo preguntó. Simplemente dijo que fue al muelle y vio a su amiga forcejeando con un hombre.

– ¿Cómo los vio?

Eadulf estaba confuso, pero Fidelma tuvo paciencia.

– Fue después de medianoche -añadió para aclarar su pregunta-. Se supone que era noche cerrada. ¿Cómo es posible que viera la escena?

– Me imagino que el muelle estará iluminado con antorchas.

– ¿Llegaron a comprobarlo? ¿Y a la luz de las antorchas puede verse con claridad la cara de un hombre? ¿Le preguntaron a qué distancia estaba de ellos y dónde estaba la luz?

– No, no se dijo nada de esto. Lo único que declaró al tribunal es que vio a su amiga forcejeando con un hombre.

– ¿Forcejeando?

– Afirmó que el hombre estaba estrangulando a su amiga -prosiguió Eadulf-. Que lo vio levantarse de encima del cuerpo de Gormgilla y que luego echó a correr hacia la abadía. Después aseguró que había reconocido al forastero sajón que se alojaba en la abadía.

Fidelma volvió a fruncir el ceño.

– ¿Y dijo «forastero sajón»?

– Sí.

– ¿Y aseguráis que no la habíais visto antes? ¿Que no habíais hablado antes con ella?

– Así es.

– Entonces, ¿cómo sabía que erais sajón?

– Imagino que alguien se lo diría.

– Exactamente. ¿Y qué más declaró?

Eadulf la miró acongojado.

– Es una lástima que no estuvierais presente en el juicio -se lamentó.

– Puede que no lo sea. No me habéis dicho quién os representó en el juicio.

– Nadie.

¿Cómo? -exclamó Fidelma con rabia-. ¿No se os prestaron los servicios de un dálaigh? ¿No os ofrecieron tales servicios?

– Se limitaron a llevarme ante el tribunal. No me dieron la posibilidad de solicitar representación legal.

En el rostro de Fidelma empezaba a asomar al fin la esperanza.

– Se han hecho muchas cosas mal en este caso, Eadulf. ¿Estáis seguro de que el obispo Forbassach no os preguntó si deseabais ser representado o si deseabais representaros a vos mismo?

– Estoy seguro.

– ¿Qué más declaraciones prestaron contra vos?

– Un tal hermano Miach también prestó declaración. Según tengo entendido, es el médico del lugar. Se presentó ante el tribunal para dar detalles sobre la agresión sexual y el estrangulamiento. Luego se me preguntó si seguía negando la acusación e insistí en que sí. Entonces el obispo Forbassach dijo que el caso se estaba juzgando según el código eclesiástico y no según las Leyes Brehon de Éireann y que me condenaban a la horca. Dijeron que mandarían la sentencia al rey para que la confirmara en persona. Hace unos días llegó la confirmación del rey y mañana me reuniré con el hermano Cett sobre la plataforma de ahí abajo.

– No, si se hace justicia, Eadulf- contrapuso Fidelma con firmeza-. Hay muchas preguntas en el aire a juzgar por lo que me habéis contado.

Eadulf apretó los labios con un gesto compungido.

– Quizá ya sea demasiado tarde para hacer esas preguntas, Fidelma.

– No lo es. Presentaré una apelación.

Para su sorpresa, Eadulf negó con la cabeza.

– No conocéis a la abadesa. Tiene mucha influencia sobre el obispo Forbassach. Aquí todo el mundo le teme.

El comentario despertó el interés de Fidelma.

– ¿Cómo lo sabéis?

– Después de varias semanas encerrado aquí, me he puesto al día con la poca comunicación de la que dispongo. Hasta ese indeseable del hermano Cett puede proporcionarme información con monosílabos… Si esta abadía fuera una tela de araña, la abadesa ocuparía el centro como una araña negra y hambrienta.

Fidelma sonrió por aquella acertada descripción de la abadesa Fainder.

Se puso en pie y miró alrededor. Aparte del banco y el catre con un jergón de paja y una manta, en la celda no había nada más. La única ropa de la que disponía era la que llevaba puesta.

– ¿Habéis dicho que la abadesa seguramente tiene vuestra bolsa de viaje, el bastón y la carta de Colgú para Teodoro?

– Si es que no los han sacado de debajo de la cama de la hospedería.

Fidelma fue hasta la puerta y la golpeó, llamando a sor Étromma. Volvió la cabeza hacia Eadulf y le sonrió para infundirle ánimo.

– Tened esperanza, Eadulf. Buscaré la verdad y trataré de hacer justicia.

– Contáis con mi apoyo, pero ya no espero nada bueno de este sitio.

Abrió la puerta el corpulento hermano Cett, que se hizo a un lado para dejarla salir al pasillo en penumbra. Cerró de un portazo y corrió los cerrojos.

– ¿Dónde está sor Étromma? -exigió Fidelma.

Sin responder, el grandullón señaló con la mano al final del corredor.

Fidelma siguió en la dirección que le indicaba y encontró a sor Étromma sentada en un hueco, junto a una ventana, al principio de la escalera. La ventana tenía vistas al río y los barcos que pasaban. Parecía un tramo fluvial muy transitado. Sor Étromma estaba tan absorta en la contemplación del paisaje, que Fidelma tuvo que toser para anunciar su presencia.

La rechtaire enseguida se dio la vuelta y se levantó.

– ¿Ha sido satisfactoria la charla con el sajón? -preguntó, risueña.

– ¿Satisfactoria? No mucho. Hay mucho de insatisfactorio en la forma en que se ha llevado este caso. Tengo entendido que vos declarasteis en el juicio, ¿no es verdad?

Sor Étromma adoptó un gesto defensivo.

– Así es.

– También tengo entendido que identificasteis a la víctima, Gormgilla. No sabía que la conocierais.

– Es que no la conocía.

Fidelma estaba perpleja.

– Si es así, ¿cómo pudisteis identificarla?

– Ya os lo he dicho antes: era una joven novicia de la abadía.

– Desde luego. Por lo que debo deducir que vos, como rechtaire de la abadía que sois, la recibisteis, con otras novicias, a su llegada a la abadía. ¿Cuándo pasó a formar parte de esta comunidad?

El semblante de sor Étromma traslució un gesto de duda.

– No sé exactamente cuándo…

– Exactitud es lo que busco, hermana -espetó Fidelma con mordacidad-. Decidme exactamente cuándo fue la primera vez que visteis a Gormgilla, la niña fallecida.

– La primera vez que la vi fue en el depósito de cadáveres de la abadía -confesó la rechtaire.

Fidelma se la quedó mirando, sorprendida. Luego movió la cabeza, pues quizá tendría que estar preparada para más sorpresas.

– ¿De modo que la primera vez que la visteis fue después de muerta? ¿Cómo pudisteis identificarla entonces como novicia de la abadía?

– Me lo dijo la abadesa.

– Sin embargo, no teníais derecho a identificarla en la declaración ante el tribunal si no la conocíais personalmente.

– No dudaría nunca de la palabra de la abadesa. Además, Fial dijo que era compañera suya y que había venido a la abadía con ella para ser novicia.

Fidelma se dio cuenta de que era absurdo instruir a la rechtaire en las normas a las que debe atenerse un testigo.

– Vuestra declaración es inválida en el tribunal. ¿Quién vio a la niña antes de morir? No debió de presentarse sola en la abadía sin más, ¿no?

Sor Étromma respondió con desafío:

– Me lo dijo la abadesa, y yo así os lo digo a vos. Además, la maestra de las recién llegadas es quien las recibe y las educa. Ella debió de ver a la niña.

– Vaya. Ahora empezamos a llegar a alguna parte. ¿Por qué no declaró la maestra de las novicias? ¿Quién es esta mujer y dónde puedo encontrarla?

Sor Étromma vaciló en responder.

– Se ha marchado a Ilona en un viaje de peregrinación.

Fidelma parpadeó.

– ¿Y cuándo partió?

– Un día o dos antes del asesinato de Gormgilla. Por tanto, es natural que yo, como administradora de la abadía, hiciera la declaración. Seguramente la abadesa sabía por la maestra de las novicias que la niña era una de las que tenía a su cargo.

– Salvo que vuestra declaración ante la ley carece de fundamento. Os limitasteis a repetir lo que se os dijo, no lo que sabíais.

Fidelma estaba furiosa; furiosa porque, según todos los indicios, se habían pasado por alto los trámites legales necesarios. No cabía duda de que sobraban discrepancias en la práctica jurídica para presentar una apelación.

– Pero Fial era novicia también, e identificó a su amiga -protestó sor Étromma.

– En tal caso, debemos ir a ver a sor Fial, pues parece que su testimonio es más que decisivo en todo este asunto. Vayamos a buscarla ahora mismo.

– Muy bien.

– También quiero ver a los otros testigos de este caso, como al hermano Miach. Estará por aquí, ¿no?

– ¿El médico?

– El mismo… ¿o acaso también él ha partido en peregrinación? -añadió con sarcasmo.

Sor Étromma no reaccionó a la pulla.

– Su apoteca está en la planta de abajo. Os acompañaré hasta allí e iré en busca de sor Fial.

Dio media vuelta y bajó por la escalera, seguida por Fidelma.

La mente de Fidelma bullía. En los años que llevaba de dálaigh, jamás se había encontrado con tan flagrantes infracciones de los trámites legales. Consideró que disponía de suficiente fundamento sobre el que basar su apelación para un nuevo juicio. Le costaba creer que el brehon de Laigin hubiera oficiado aquella farsa. El brehon tenía que conocer las normas que regían las declaraciones en un juicio.

Ahora bien, el problema fundamental lo constituía la declaración de la joven novicia como testigo presencial. Ésta podía ser el principal obstáculo en cualquier intento de absolver a Eadulf. Su declaración como testigo ocular había sido desastrosa para Eadulf. Con todo, la sucesión de acontecimientos no dejaba de ser estrambótica.

Tenía muchas preguntas que hacer a Fial. ¿Por qué habían quedado ella y su amiga en el muelle en mitad de la noche? ¿Y cómo podía haber visto los rasgos del asesino con tan poca luz, pero con tal claridad para identificarlo? ¿Quién le había dicho que era un forastero sajón? Si Eadulf decía la verdad, nunca había visto a Fial ni había hablado con ella antes de que entrara a identificarlo en su celda. ¿Alguien había indicado a la niña que él era el forastero? Y si era así, ¿quién?

Fidelma suspiró hondamente, pues no olvidaba que aunque podía ver posibilidades en algunos aspectos de la cuestión y aunque podía poner en entredicho los trámites legales, los hechos principales seguían existiendo: Eadulf había sido identificado por un testigo presencial; habían hallado sangre en su ropa y habían encontrado junto a él un pedazo de tela del hábito de la novicia.

La apoteca era una sala amplia de piedra con puertas de madera y ventanas con postigos que daban a un jardín de hierbas. De las vigas de madera colgaban hierbas y flores secas, y un fuego ardía en una chimenea situada a un extremo de la sala, sobre la que pendía una gran caldera de hierro. En ésta bullía un humeante brebaje del que emanaba una perniciosa pestilencia.

Cuando entraron, un anciano que estaba de espaldas se volvió hacia ellas. Iba ligeramente encorvado y el cabello canoso se confundía a los lados con una larga barba. Los ojos, de un color gris pálido, eran fríos y exentos de vida.

– ¿Qué se os ofrece? -les preguntó en un tono agudo y quejumbroso.

– Os presento a sor Fidelma de Cashel, hermano Miach -anunció sor Étromma-. Desea haceros unas preguntas -dijo y se dirigió a Fidelma-. Os dejaré aquí mientras voy en busca de sor Fial.

Fidelma reparó en que el anciano médico la miraba con suspicacia.

– ¿Qué queréis? -dijo con mal genio-. Estoy muy ocupado.

– No os entretendré demasiado, hermano Miach -le aseguró.

Éste sorbió aire por la nariz con un gesto de desdén.

– En tal caso decid a qué habéis venido.

– He venido como dálaigh, es decir, como abogada de los tribunales.

El hombre entornó los ojos un brevísimo instante.

– ¿Y qué tiene que ver eso conmigo?

– Querría haceros algunas preguntas con relación al juicio del hermano Eadulf.

– ¿El sajón? ¿Qué queréis saber? He oído que van a colgarlo, si es que no lo han hecho ya…

– No, todavía no lo han colgado -le confirmó Fidelma.

– Pues haced las preguntas de una vez -dijo el viejo, que parecía impaciente y temperamental.

– Me consta que declarasteis en el juicio contra él, ¿no es así?

– Por supuesto. Soy el médico de la abadía. Si existen sospechas en torno a una muerte, se solicita mi opinión.

– Habladme, pues, de vuestra declaración.

– Ese asunto está zanjado.

Fidelma replicó con sequedad:

Yo diré cuándo está zanjado, hermano Miach. Y vos os limitaréis a responder mis preguntas.

El viejo parpadeó deprisa varias veces, pues al parecer no estaba acostumbrado a que nadie le hablara en aquel tono.

– Me trajeron el cuerpo de esa niña para que lo examinara, y ya informé al brehon de cuanto averigüé.

– ¿Y qué averiguasteis?

– Que la niña estaba muerta. Tenía magulladuras en el cuello, lo cual indicaba claramente que había sido estrangulada. Es más, había indicios indiscutibles de que antes la habían violado.

– ¿Y de qué modo se manifestaban tales indicios?

– La niña era virgen, lo cual no es de extrañar, ya que sólo tenía doce años, o eso me dijeron. El acto sexual le había hecho sangrar profusamente. No hacían falta amplios conocimientos de medicina para llegar a esa conclusión.

– De modo que su hábito estaba manchado de sangre.

– Así es. Sobre todo por la zona que cabría esperar dadas las circunstancias. No hay ninguna duda en cuanto a lo que le ocurrió.

– ¿Ninguna duda? Vos decís que se trata de una violación. ¿Podría haber sucedido otra cosa?

– Mi querida… dálaigh -dijo el viejo médico con menosprecio-. Emplead un poco de imaginación. Una niña es estrangulada tras un acto sexual… ¿Acaso parece probable que pueda tratarse de algo distinto de una violación?

– Con todo, la observación es más una opinión que una prueba médica propiamente dicha -subrayó Fidelma, pero el médico no abrió la boca, por lo que decidió pasar a la siguiente pregunta-. ¿Conocíais a la niña?

– Se llamaba Gormgilla.

– ¿Cómo lo sabíais?

– Porque me lo dijeron.

– ¿Y la habíais visto alguna vez por la abadía antes de que os trajeran su cuerpo?

– No la habría visto a menos que se hubiera puesto enferma. Creo que sor Étromma fue quien me dijo su nombre. De hecho, tarde o temprano la habría conocido si no la hubieran matado.

– ¿Qué os hace pensar eso?

– Creo que era una de esas monjas a las que les gusta infligirse daño físico por sus pecados. Advertí que tenía llagas alrededor de ambas muñecas y de un tobillo.

– ¿Llagas?

– Indicios de que se había atado con cadenas.

– ¿Cadenas? ¿Y éstas no tienen nada que ver con la violación y el asesinato?

– Las llagas se debían al uso de algún tipo de sujeción aplicada durante cierto tiempo antes de morir. Las llagas no guardaban ninguna relación con las otras heridas.

– ¿Había signos de flagelación?

El médico negó con la cabeza.

– Algunos de esos penitentes ascéticos sólo usan cadenas para expiar el dolor de lo que entienden como sus pecados.

– ¿Y no os pareció que tal penitencia, como así la definís, era algo extraño para alguien tan joven?

El hermano Miach no se inmutó.

– He visto casos peores. El fanatismo religioso a menudo deriva en casos impactantes de castigo físico a la propia persona.

– ¿Examinasteis también al hermano Eadulf?

– ¿Al hermano Eadulf? Ah, el sajón… ¿Para qué?

– Según me han dicho hallaron restos de sangre en su ropa y un trozo de tela del hábito de la niña. Quizás habría sido apropiado examinarle a fin de demostrar que existía plena coherencia al relacionar su aspecto con la idea de que había agredido a la niña.

El médico volvió a sorber aire por la nariz.

– Por lo que he oído, no hizo falta mi opinión para condenarle. Como bien decís, tenía la ropa manchada de sangre y un trozo del hábito ensangrentado de la víctima. Además fue identificado por alguien que presenció el crimen. ¿Qué necesidad tenía yo de examinarlo?

Fidelma reprimió un suspiro.

– Habría sido… lo apropiado.

– ¿Lo apropiado? ¡Bah! Si hubiera malgastado mi vida haciendo lo apropiado, habría dejado morir a cien pacientes aquejados.

– Con todos los respetos, esa comparación está fuera de lugar.

– No estoy aquí para discutir cuestiones de ética con vos, dálaigh. Si no tenéis nada más que preguntarme, tengo mucho que hacer.

Fidelma dio por terminado el interrogatorio con un breve agradecimiento y salió de la sala. No tenía nada más que preguntar al médico. Sor Étromma no había regresado todavía, de modo que la esperó fuera de la apoteca. A los pocos minutos se le ocurrió algo. Entre las dotes de Fidelma se contaba una capacidad casi asombrosa de orientarse en un lugar en el que había estado antes. Gracias a su memoria e instinto, sabría cómo regresar a los lugares de la abadía por los que la habían conducido. Así pues, en vez de esperar a sor Étromma, dio media vuelta y se aventuró por los pasillos que la conducirían hasta la cámara de la abadesa Fainder.

Abrió la puerta que daba al apacible patio de la abadía y lo cruzó sin demorarse. El cuerpo del monje todavía colgaba del cadalso. ¿Cómo se llamaba…? ¿Ibar? Era extraño que aquel monje hubiese matado y robado a un marinero en el mismo muelle el día después de la violación y el asesinato de Gormgilla.

De pronto, se detuvo en medio del patio al caer en la cuenta: el monje ejecutado era una de las dos personas de la abadía con quien Eadulf había intercambiado unas palabras la noche de su llegada.

Dio media vuelta y se apresuró por las escaleras que daban al pasillo húmedo y oscuro que conducía a la celda de Eadulf. El hermano Cett se había ido, y otro religioso ocupaba su lugar.

– ¿Qué queréis? -murmuró el hombre con rudeza desde la penumbra.

– En primer lugar, me gustaría que cuidarais los modales, hermano -respondió Fidelma, tajante-. En segundo lugar, desearía que abrierais la puerta de esta celda. Tengo autorización de la abadesa para entrar.

El hombre dio un paso atrás en la oscuridad, desconcertado.

– No tengo ninguna orden de… -objetó con hosquedad.

– Yo os estoy dando esa orden, hermano. Soy dálaigh. El hermano Cett no ha puesto reparos antes, cuando he subido con sor Étromma.

– ¿Sor Étromma? No me ha dicho nada. Ella y Cett han bajado al muelle.

El religioso sopesó la circunstancia, mientras Fidelma empezaba a impacientarse. Esperaba de aquel hombre una obstinada negativa a dejarla pasar. Sin embargo, éste se hizo a un lado casi a regañadientes y descorrió los cerrojos.

– Os avisaré cuando quiera salir -le informó Fidelma con alivio, entrando en la celda.

Eadulf levantó la vista, sorprendido.

– No esperaba veros tan pronto…

– Tengo que haceros unas preguntas más, Eadulf. Quiero saber algo más del hermano Ibar. Puede que no dispongamos de mucho tiempo, porque no saben que he vuelto a subir.

Eadulf se encogió de hombros.

– No hay mucho más que contar, Fidelma. Se sentó a mi lado en el refectorio para la cena, el mismo día que llegué. Nos dirigimos cuatro palabras. Y luego ya no volví a verle… bueno, hasta esta mañana, ahí abajo. -Señaló el patio con la cabeza.

– ¿De qué hablasteis?

Eadulf la miró con cara de extrañado.

– Sólo me preguntó de dónde era. Le respondí, y él me dijo que era del norte del reino, herrero de oficio. Estaba orgulloso de serlo, aunque lamentaba que la abadía sólo aprovechara su talento para forjar las cadenas de los animales. No estaba contento en la abadía desde la llegada de la abadesa Fainder. Recuerdo que comenté que muchas comunidades necesitaban animales para alimentarse y que cualquier tarea era buena para un peón. Él dijo que…

– ¿No hablasteis de nada más? ¿Sólo hablasteis de cosas generales? -Fidelma trató de no traslucir su decepción.

– Bueno, también me preguntó acerca de costumbres sajonas, pero ya está.

– ¿De costumbres sajonas? ¿Como cuáles?

– Me preguntó por qué los sajones tenían esclavos. Me pareció una pregunta curiosa.

– ¿Y nada más?

Eadulf negó con la cabeza.

– Daba la impresión de ser un hombre insatisfecho con las tareas que le encargaban. Parece que eso le preocupó hasta el final porque, de hecho, lo último que le oí decir fue «preguntad por los grilletes». Creo que para entonces ya había perdido la cabeza. Es un horror tener que afrontar algo como la horca…

Fidelma estaba tan decepcionada que no advirtió el titubeo de Eadulf. Había acariciado la esperanza de que el fallecido hermano Ibar hubiera comentado algo que pudiera conducirla hasta el hilo que desembrollara aquella intrincada maraña. Lo miró forzando una sonrisa.

– No importa. Os veré pronto.

Llamó a la puerta.

El hosco monje que la custodiaba debía de estar justo al otro lado, porque le abrió ipso facto y la dejó salir.

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