Dego volvió al barco en compañía de Coba y algunos de sus guerreros a los pocos minutos de la inesperada aparición de Fial y sus perseguidores. Coba sugirió que fueran todos a su fortaleza de Cam Eolaing, para tratar los acontecimientos con mayor comodidad. Fidelma no había conseguido sacar nada en claro de Fial, que todavía estaba histérica, ni del obispo Forbassach ni de Mel, que de pronto habían perdido el interés en explicarse. Así como la abadesa, que, de pronto, había enmudecido.
Entre los hombres de Coba había guerreros que conocían bien el río y se ofrecieron a llevar el barco de Gabrán corriente abajo, hasta el embarcadero de Cam Eolaing. Con la ayuda de Enda, otros dos de sus hombres se hicieron cargo de los caballos, que usaron para regresar, mientras que Fidelma volvió con el barco, junto a los demás.
– Cuando lleguemos a la fortaleza, Coba -le dijo al jefe-, interrogaré a estas personas para averiguar qué ha sucedido. Como juez del territorio, creo que lo más adecuado sería que os sentarais conmigo en cuanto representante local.
El obispo Forbassach, que entreoyó la conversación, intervino enseguida.
– Coba ya no tiene autoridad para ejercer de juez -objetó sin más-. La perdió al ayudar a vuestro amigo sajón a fugarse. Vos misma estabais en la posada cuando se lo comuniqué.
– El rey es quien tiene el poder de pronunciar y confirmar una destitución de cargo -señaló Fidelma-. ¿Fianamail ha destituido formalmente a Coba de su posición de bó-airé?
– El rey -respondió el obispo Forbassach con irritación- había salido de caza con el abad Noé por las montañas del norte cuando he ido a verle para tratar con él el abuso de la ley cometido por Coba con respecto al sajón.
– En tal caso, hasta que Fianamail no regrese de cazar, Coba seguirá siendo el bó-aire de este distrito, ¿de acuerdo?
– A mis ojos no -respondió el obispo con desdén-, pues soy brehon de Laigin.
– A los ojos de la ley, Coba todavía es juez; en cambio vos estáis demasiado mezclado en este asunto, Forbassach. Así que se sentará conmigo como autoridad mientras hago el interrogatorio.
Coba lanzó una mirada no exenta de triunfo a Forbassach y la abadesa.
– Así lo haré de buen grado, hermana. Al parecer, aquí hay cierta connivencia.
– Lo discutiremos en Cam Eolaing -le aseguró Fidelma.
Caía la noche cuando el barco tocó el embarcadero de madera situado a los pies de la fortaleza de Cam Eolaing. Tuvieron que encender antorchas para iluminar el camino que subía del río a la entrada de la fortaleza de Coba. Unos cuantos criados del jefe acudieron a recibirlos tras enterarse de que estaba de regreso y que el grupo traía consigo un cadáver. Se agolparon con preocupación en torno a la portalada, pues no sabían si había muerto alguno de los hombres de Coba.
Éste, a la cabeza del grupo, se detuvo un momento para mostrarles al muerto. Corrió un murmullo de sorpresa al saberse que se trataba de Gabrán.
– Y ahora, que cada uno vuelva a lo suyo -ordenó el jefe-. Encended las chimeneas de los salones para los invitados y preparad refrigerios -pidió al administrador, y luego indicó a los mozos de cuadras-: Llevaos los caballos y atendedlos. -Y, dirigiéndose a los que cargaban con el cuerpo de Gabrán, añadió-: Dejadlo en la capilla.
Con media docena de órdenes precisas, Coba organizó una recepción apropiada para sus invitados, unos más dispuestos que otros a estar allí. Después de lavarse, comer y descansar, fueron convocados a presentarse en el salón de Coba, donde resplandecía el fuego en la chimenea, y antorchas de tea iluminaban los rincones más oscuros.
Coba tomó asiento en su silla de oficio, e invitó a Fidelma a hacerlo a su lado.
Desde su posición más elevada, miró a los rostros expectantes de la abadesa Fainder, Mel, Enda y Dego, y a la figura triste y acurrucada de la niña llamada Fial. Luego dio una breve mirada alrededor.
– ¿Y el obispo Forbassach? ¿Dónde está? -preguntó, no sin advertir un destello de satisfacción en los ojos de la abadesa Fainder.
Coba se volvió hacia el jefe de sus guerreros, y éste salió disparado de la sala.
– Lo más sencillo para todos -dijo Fidelma, lanzando una mirada glacial a la abadesa Fainder- sería que nos dijerais adónde ha ido Forbassach.
– ¿Qué os hace pensar que yo lo sepa? -respondió la abadesa con sorna.
– Sé que lo sabéis -respondió Fidelma con seguridad.
– Yo no he hecho nada malo -replicó la abadesa Fainder, avanzando la mandíbula agresivamente-. Me niego a aceptar la medida legal de que el bó-aire de Cam Eolaing me tenga recluida y pretenda interrogarme. Coba ha demostrado ser mi enemigo. Estoy retenida aquí contra mi voluntad.
Por el gesto de la abadesa, Fidelma sabía que no iba a soltar prenda.
– Mis hombres registrarán la fortaleza, hermana -ofreció Coba-. Lo encontraremos.
En ese momento el jefe de los guerreros volvió al salón y fue derecho a Coba.
– ¡El obispo Forbassach ha abandonado la fortaleza!
– Pero si he apostado un guardia en la entrada con estrictas instrucciones de no dejar salir a nadie a menos que la hermana o yo lo permitiéramos. ¿Cómo es posible? ¿Acaso se han desobedecido mis órdenes?
El guerrero hizo una mueca y respondió:
– No, jefe. La portalada estaba abierta y el obispo Forbassach se ha llevado un caballo. El que lo ha visto salir… no sabía que no tenía permiso para hacerlo, así que no se le puede culpar… Lo han visto dirigirse a Fearna.
Coba maldijo con vehemencia.
– Aequo animo -murmuró Fidelma, reprobándolo.
– Estoy tranquilo -afirmó Coba-. ¿Dónde está el guardia que estaba apostado en la entrada? ¿Dónde está el que ha dejado pasar al obispo Forbassach? ¡Traédmelo!
– También se ha marchado -susurró el guerrero.
– ¿Que se ha marchado? -Coba estaba perplejo-. ¿Quién es ese guerrero que ha osado desobedecerme?
– Se llama Dau. Lleva la cabeza vendada.
De pronto Coba compuso un gesto pensativo.
– ¿Es el mismo al que han encontrado inconsciente esta mañana, cuando el sajón se ha escapado?
– El mismo.
– ¿Han visto hacia dónde ha huido ese tal Dau? -intervino Fidelma.
– La persona que ha visto al obispo dirigirse a Fearna ha observado que le acompañaba otro hombre a caballo, hermana -respondió el guerrero-. Seguro que era Dau. Han huido juntos.
– El obispo Forbassach no ha huido -corrigió la abadesa con una risotada desdeñosa-. ¡Se dirige a Fearna para traer al rey y a sus guerreros a fin de acabar con vuestra traición, Coba, con las falsas acusaciones de esta amiga del asesino sajón!
– Tengo hambre y frío. No me encuentro bien. ¿No podemos parar un rato?
La más pequeña, Conna, era la que se quejaba.
Eadulf se detuvo y se volvió a mirar a la niña, que se rezagaba; la penumbra descendía por momentos sobre la montaña.
– Este sitio está demasiado expuesto… no hay donde resguardarse, Conna -arguyó Eadulf-. Alcanzaremos el monasterio antes de que caiga la noche o poco después. Si nos detenemos aquí, moriremos congelados.
– Ya no puedo más. Las piernas empiezan a fallarme.
Eadulf apretó los dientes. Sabía que en ese momento se hallaban en las laderas de la Montaña Gualda, por lo que no podían estar muy lejos del santuario del que Dalbach le había hablado. Si paraban, serían incapaces de reanudar la marcha y, allí, en las laderas desprotegidas de la montaña, no tardarían en morir de frío.
– Andemos un poco más. No podemos estar muy lejos. Hace un rato, antes de que se pusiera el sol, me ha parecido ver una zona boscosa en la parte baja de las faldas de la montaña. Iremos en esa dirección. Al menos, si no encontramos el monasterio, en el bosque estaremos resguardados. Puede que hasta podamos encender una hoguera.
– ¡Yo ya no puedo más! -se lamentó la pequeña.
– Dejadla aquí -susurró Muirecth-. Yo también tengo hambre y frío, pero no quiero morir esta noche.
Eadulf iba a reprenderla por la crueldad de sus palabras, pero prefirió no gastar saliva. Dio media vuelta y fue hasta una roca donde Conna se había sentado.
– Si no podéis caminar -dijo con firmeza- os llevaré a cuestas.
La niña lo miró con incertidumbre. Entonces asintió con la cabeza y se levantó con debilidad de la roca.
– Intentaré caminar un poco más -concedió con tono refunfuñón.
Tardaron en llegar a una franja arbolada que apareció sobre un lado nervudo de la montaña, apenas una silueta lúgubre. No quedaba muy lejos, pero Eadulf no veía nada más allá de aquel paisaje, que parecía unirse a la vertiente de las montañas.
– ¡Vamos! -animó Eadulf-. Ya no puede quedar mucho.
Siguieron adelante con dificultad, agotados; la más pequeña se lamentaba de vez en cuando, y la mayor, aunque enfadada, no abría la boca.
Al llegar al bosque, la oscuridad crepuscular que lo envolvía poco invitaba a adentrarse en él. A Eadulf le estaba costando seguir el sendero que lo atravesaba; sin embargo, el hecho de que hubieran ido a parar a uno trillado era una buena señal, pues podía significar que era el camino hacia el monasterio. Cuando fueron a darse cuenta, ya era de noche, y no había luna que pudiera guiarles, ya que el cielo estaba nublado.
Al rato, Eadulf advirtió que la frondosidad disminuía, y fueron a parar a campo abierto otra vez. El sendero se bifurcaba. Por suerte no había apartado la vista del suelo a fin de interpretar a cada paso en qué dirección debía avanzar; de lo contrario, quizá no habría visto que el camino se dividía en dos ramales.
De repente Muirecht soltó un grito.
– ¡Mirad! Ahí abajo hay una luz. ¡Mirad, sajón, ahí abajo!
Eadulf levantó la cabeza. La niña estaba en lo cierto. Algo más abajo, sobre la oscura ladera, titilaba una luz. ¿Era una hoguera o acaso un farol?
– Ahí arriba hay otra -señaló Conna de mala gana.
Eadulf se volvió, sorprendido, y trató de distinguirla en la oscuridad. En efecto, más arriba se atisbaba un farol oscilante, y estaba más cerca que la otra luz. Tomó una decisión.
– Continuaremos hacia esa luz.
– Sería más fácil bajar -protestó Muirecht.
– Y tardaríamos el doble en regresar hasta aquí si nos equivocamos -respondió Eadulf con sentido lógico-. Iremos hacia arriba.
Así, a la cabeza del grupo, emprendió la marcha hacia la luz titilante. Estaba más lejos de lo que había supuesto, pero al fin llegaron a una extensión de terreno plana con varios edificios circundados por un muro que se alzaba en medio de la oscuridad. Sobre la portalada oscilaba un farol, y un crucifijo de hierro clavado en la madera designaba el uso que se daba al complejo.
Eadulf soltó un suspiro de alivio. Por fin habían encontrado el santuario religioso que Dalbach le había recomendado. Tiró de la cuerda para hacer sonar la campanilla.
Un monje de rostro lozano salió a abrirles. Miró boquiabierto al extraño trío que esperaba fuera, bajo el círculo de luz que proyectaba el farol.
– Busco al hermano Martan -anunció Eadulf-. Dalbach me ha enviado aquí; ha dicho que podríais darnos cobijo. Necesitamos comida, calor y una cama para mí y otra para las pequeñas.
El joven monje se hizo atrás y les hizo pasar con una seña.
– Pasad, pasad todos. -Su acogida fue entusiasta-. Os llevaré ante el hermano Martan y, mientras hablo con él, mandaré que se ocupen de vuestras hijas.
Eadulf no se molestó en corregirle al bienintencionado clérigo.
El hermano Martan era un hombre fornido, de poca estatura y rostro regordete. Era de edad avanzada, y en su rostro mostraba una sonrisa permanente.
– Deus tescum. Sois bienvenido, forastero. Me han dicho que os ha enviado Dalbach.
– Me dijo que aquí podría hallar un refugio donde pasar la noche, a salvo de la intemperie.
– Y no os engañaba. ¿Venís de muy lejos? Pues vuestro hablar es extraño en esta tierra…
El anciano interrumpió lo que estaba diciendo, pues Eadulf se había quitado el sombrero de manera instintiva durante la conversación.
– Lleváis la tonsura de san Pedro. ¿Sois, por tanto, hermano de la fe?
– Soy un hermano sajón -reconoció Eadulf.
– ¿Y viajáis con vuestras hijas?
Eadulf negó con la cabeza y, sin dar más detalles sobre los hechos recientes, explicó cómo había encontrado a las niñas.
– Ah, una tragedia así no es nada habitual -suspiró el hermano Martan cuando Eadulf hubo concluido-. Ya había oído hablar de esa clase de tráfico de carne humana. ¿Y decís que oísteis mencionar el nombre de Gabrán en este vil negocio? Nuestros hermanos de Fearna le conocen bien. Es mercader en el río.
– Lo primero que haré mañana es bajar a Fearna.
– ¿Y las niñas?
– ¿Puedo dejarlas aquí para que estén a buen recaudo?
El hermano Martan accedió.
– Pueden quedarse aquí el tiempo que haga falta. Quizá puedan empezar una nueva vida en el seno de una familia de nuestra comunidad, ya que las suyas las han rechazado. La fe siempre busca novicias.
– Ellas mismas lo decidirán. Ahora acaban de sufrir una dura experiencia. Es triste ser traicionado, pero que te traicionen tus propios padres… -dijo y se estremeció un poco.
– Vamos, hermano. -El hermano Martan se puso de pie-. Ya os he entretenido bastante; os ofreceré comida y vino dulce y caliente con especias. Luego deberíais descansar. Parecéis completamente exhausto.
– Y lo estoy -reconoció Eadulf-. Casi me equivoco de camino al salir del bosque. Si me hubiera equivocado y hubiéramos seguido errando por estas laderas, dudo que hubiera sido capaz de haber aguantado despierto mucho más.
El hermano Martan le sonrió, sin entenderle muy bien.
– ¿No habéis visto el farol que tenemos encendido a las puertas del monasterio?
– Oh, sí -afirmó Eadulf-. Pero he pensado que la otra luz podía anunciar también la ubicación de vuestra comunidad.
– ¿Qué otra luz? -El hermano Martan levantó ligeramente una ceja y sonrió al comprender-. ¡Ah! Montaña abajo, a unos kilómetros de aquí, se encuentra una de las cabañas de caza del rey. Cuando él o sus cazadores se quedan allí, suelen verse hogueras y luces. Seguramente Fianamail o alguno de sus hombres se habrá quedado a pasar la noche.
Eadulf casi gruñó en voz alta de alivio. Si se hubiera equivocado al decidir, sabía perfectamente cómo habría terminado ese día. Agradecido por mucho y más, Eadulf siguió al amable padre superior hasta el refectorio de la comunidad.
En la sala de la fortaleza de Cam Eolaing, con tranquilidad, Fidelma se había hecho cargo de la situación otra vez.
– Ya que el obispo Forbassach ha huido -dijo Fidelma a su audiencia con una nota de sarcasmo-, podría interpretarse (puesto que así se han interpretado anteriormente acciones similares en el caso de otras personas) como un signo de culpabilidad. -Miró con desafío a la abadesa Fainder, que se ruborizó, pero sin comentar nada-. Aun así, con o sin él, tenemos mucho trabajo por delante.
– No creo que tengáis tiempo para hacer gran cosa, sor Fidelma. El obispo no tardará en regresar con los guerreros del rey -intervino Mel con ánimo de provocación.
Coba hizo oídos sordos a la amenaza.
– ¿Por qué el obispo Forbassach y vos pretendíais matar a esta niña? -preguntó sin rodeos y sin esperar a que Fidelma diera comienzo a la reunión.
– ¡No pensábamos hacerlo! -respondió Mel con frialdad.
– La propia niña os acusa.
– Se equivoca.
– ¡No me equivoco! ¡Querían matarme! -insistió Fial, algo menos histérica, mirando a los presentes-. Todos queréis matarme.
Fidelma lanzó una mirada a Coba antes de intervenir, pues estrictamente hablando era una invitada en su salón. El bó-aire accedió sin decir nada.
– Planteemos la situación de esta otra manera, Mel. ¿Por qué vos y el obispo perseguíais a la niña?
– De todos era sabido que sor Fial había desaparecido de la abadía. Sólo intentábamos llevarla de vuelta.
– Pero ¿cómo sabíais dónde encontrarla? -inquirió Fidelma.
– Yo no sabía dónde estaba. Y no creo que el obispo Forbassach lo supiera tampoco hasta que la encontramos por casualidad.
– ¿Decís que os la encontrasteis por casualidad? Creo que he pasado algo por alto. ¿Qué os trajo hasta aquí en busca de sor Fial?
– ¿Por qué insistís en llamarme «hermana»? -interrumpió la niña con un tono irascible, y se echó a llorar otra vez.
Fidelma se le acercó y le dio unas palmaditas en el brazo.
– Tened un poquito más de paciencia, querida. No tardaremos en llegar a la verdad -dijo y miró a Mel-. Seguid con vuestra historia, Mel. ¿Qué os trajo hasta aquí?
– Vos misma lo recordaréis -respondió Mel-. Estabais presente. Bajé a la sala principal de la posada de mi hermana. Estabais con Coba, el obispo Forbassach y el abad Noé. Acusasteis a Gabrán de haberos atacado. El obispo Forbassach dijo que lo investigaría y me pidió que le acompañara.
– ¿Por eso andabais preguntando por Gabrán en Cam Eolaing hace unas horas? -preguntó Fidelma.
Mel asintió afirmativamente.
– Primero, el obispo Forbassach y yo hemos ido a la abadía. Tras verse con la abadesa, hemos ido a caballo en busca de Gabrán a fin de averiguar cuanto había de verdad en vuestra acusación. El obispo no creía totalmente vuestra historia.
Fidelma miró a la abadesa Fainder.
– ¿Vos revelasteis a Forbassach el paradero de Fial?
– Yo no sabía dónde estaba -protestó aquélla.
– Pero esta mañana os habéis visto con el obispo Forbassach, ¿no?
– Ha venido temprano, tras hablar con vos en la posada. Me ha contado que habíais acusado a Gabrán de atacaros, pero no me ha dicho que se disponía a salir a buscarlo. Por eso he salido yo misma en su busca.
Fidelma se volvió hacia Mel.
– ¿Y decís que vos salisteis a buscar a Gabrán inmediatamente después? ¿Insinuáis con ello que acababais de llegar cuando os hemos encontrado persiguiendo a Fial?
– En ese momento acabábamos de llegar al barco de Gabrán, sí.
Fidelma sacudió la cabeza con un gesto de reprobación.
– Si salisteis de la abadía cuando decís que salisteis (y parece que eso queda confirmado con la visita temprana a Cam Eolaing en busca de Gabrán), ¿cómo es posible que acabarais de llegar a su barco cuando os hemos encontrado? No creo que os hubiéramos adelantado tanto.
– Nos hemos equivocado de camino -contestó Mel, sin inmutarse pese a la aparente inconsistencia-. Hemos tomado el otro ramal del río y, cuando nos hemos dado cuenta, el ancho era demasiado estrecho para que el barco de Gabrán pudiera haber llegado más allá, así que nos hemos retrasado unas horas. Y hemos tenido que desandar el camino hasta Cam Eolaing para tomar la senda que va por la orilla correcta. Si no hubiéramos cometido ese error, habríamos llegado al barco de Gabrán hace unas horas, antes que vos y la abadesa.
– Forbassach y vos sois de esta región. ¿Cómo es posible que no supierais cómo se bifurca el río?
– Fearna queda a seis o siete kilómetros de aquí. Cierto, soy de Fearna, pero no me conozco cada rincón de este reino.
Fidelma sopesó la explicación. Si bien le parecía dudosa, también era posible. Decidió que no podía continuar sin más información.
– ¿Qué ha pasado después de equivocaros de camino y regresar para buscar el barco de Gabrán?
– Entonces nos hemos cruzado con sor Fial -explicó Mel-. íbamos cabalgando por el sendero del río cuando, inesperadamente, la niña ha saltado de entre los arbustos delante de nosotros, y se ha detenido con un resbalón. Creo que nos ha reconocido, pero ha dado un grito y ha echado a correr. Y luego os hemos encontrado a vos… -dijo y se encogió de hombros con media sonrisa burlona-. El resto de la historia ya la conocéis.
Fidelma reflexionó sobre la declaración unos momentos y luego dio un profundo suspiro. Se volvió hacia Fial. Aunque ésta había dejado de sollozar, parecía enferma y angustiada.
– Fial, quiero que sepas que no pretendo haceros daño. Si sois honesta conmigo, yo lo seré con vos. ¿Lo habéis entendido?
La niña no respondió, pero sus ojos recordaron a Fidelma los de un animal acorralado. Reflejaban la misma expresión dura de un animal al acercarse a él el depredador. El instinto llevó a Fidelma a rodear con un brazo los hombros delgados de la niña.
– Ya no hay nada que temer. Yo no soy vuestra enemiga. Yo os protegeré de vuestros enemigos. ¿Me creéis?
Fial volvió a dar la callada por respuesta, de modo que Fidelma probó con preguntas más directas.
– ¿Cuánto tiempo estuvisteis presa en el barco de Gabrán?
La niña seguía si hablar.
– Sé que estuvisteis encerrada allí, en una pequeña cabina bajo la cubierta, encadenada con grilletes.
Sus palabras no fueron una pregunta, sino una afirmación. Al fin, Fial se estremeció y respondió:
– No sé cuánto tiempo estuve allí dentro. La última vez creo que fueron dos o tres días. Estaba oscuro y no había modo de saberlo.
– Estáis poniendo palabras que no ha dicho en su boca -protestó la abadesa Fainder.
Fidelma tomó las manitas de Fial y las levantó para que los demás las vieran.
– ¿Yo también le he hecho estas marcas en las muñecas, abadesa Fainder? -preguntó a media voz.
Las llagas que tenía en la piel de las muñecas demostraban que habían estado atadas.
– Creo que Fial también podría enseñarnos las llagas alrededor de los tobillos.
Coba ya había reparado en ellas.
– Niña, ¿estabais encadenada en el barco? -preguntó con brusquedad.
Viendo que no respondía, Fidelma le exhortó a hacerlo con delicadeza, repitiendo la pregunta. Fial agachó un poco la cabeza.
– Sí.
– ¿Cómo es capaz una persona de hacer algo semejante a una novicia? -quiso saber la abadesa Fainder, aceptando al fin la evidencia que se le mostraba-. Quienquiera que lo haya hecho, tendrá que dar muchas explicaciones.
Fidelma le lanzó una mirada cargada de cinismo.
– Si hacéis memoria, abadesa, Gabrán ya las ha dado. Según el médico de la abadía, el hermano Miach, Gormgilla también presentaba marcas de grilletes. -Tras la aclaración, volvió a dirigirse a la niña-. Sin embargo, Fial nunca ha sido novicia de Fearna ni de ninguna otra abadía, ¿verdad?
Fial negó con la cabeza.
– Pero si me dijisteis… -arremetió la abadesa Fainder contra Fial, pero Fidelma la hizo callar con un ademán.
– Escuchemos vuestra historia, Fial. Vos y Gormgilla llegasteis a Fearna a bordo del barco de Gabrán hace unas semanas, ¿no es verdad?
– No nos conocimos hasta que Gabrán nos hizo prisioneras en su barco -respondió la niña.
La abadesa Fainder la fulminó con la mirada.
– Eso no es lo que contasteis al tribunal en el juicio del sajón.
– En la sala de ese tribunal se contaron muchas cosas que deben enmendarse -respondió Fidelma con mordacidad-. Dejad que la niña prosiga. ¿De dónde sois?
– Nuestros padres son daer-fudir, y al ser hijas únicas las dos, tuvimos la desgracia de que el oro de Gabrán los sedujera y nos vendieran a él. Gormgilla y yo hablábamos de esto durante los largos y oscuros momentos que pasábamos solas.
– ¿Insinuáis que Gabrán se dedicaba a comprar niñas y a venderlas en el río…. a la abadía? -gritó la abadesa, horrorizada.
– No, a la abadía no -corrigió Fidelma-. Seguramente se las llevaba río abajo hasta el lago Garman y las vendía a barcos de esclavos que las transportaban a Dios sabe dónde.
– Pero Gormgilla y esta niña eran supuestamente novicias de la abadía -protestó la abadesa-. Ella misma dijo que era novicia.
– Fial acaba de deciros que no lo eran. Contadnos, Fial, ¿qué sucedió la noche en que el barco de Gabrán llegó a la abadía, procedente de aguas arriba?
La niña pestañeó varias veces, pero se había quedado sin lágrimas ya.
– Gormgilla era más joven que yo; sólo tenía doce años. Cuando nos subieron a bordo, Gabrán la cogió y… -les contó, apagando la voz al final.
– Te hemos entendido -aseguró Fidelma.
– No sabíamos adónde nos llevaba, porque siempre estábamos a oscuras y encadenadas en la cabina. Noté que el barco se había detenido, y que permaneció así un tiempo. Gormgilla y yo estábamos nerviosas, porque no sabíamos cuánto tiempo íbamos a estar encerradas en aquel antro pestilente. Entonces se abrió la puerta, y Gabrán se metió por el hueco. Notamos que olía a alcohol. Abrió los grilletes de Gormgilla, y ella le preguntó adónde se la llevaba. -Calló un momento al recordar la escena.
– ¿Y qué dijo Gabrán? -instó Fidelma.
– Dijo que se la llevaba para divertirse juntos y pasar el rato. Entonces tiró de ella y la arrastró hasta hacerla salir a la otra cabina más grande, y volvió a encerrarme, a solas en la oscuridad. Al poco oí gritar a Gormgilla. Se oían otros ruidos… como si forcejearan. Y luego todo quedó en silencio.
Volvió a callar, como si tratara de hacer frente al recuerdo antes de continuar.
– No sé cuánto tiempo pasó. De pronto, la escotilla se abrió. Primero pensé que era Gabrán, que volvía por mí, pero era uno de sus tripulantes, el mismo hombre que nos había subido a bordo. No sé cómo se llama. Me dijo que cerrara el pico y que sería libre y que me recompensarían si hacía lo que me pedían sin rechistar.
Me llevó a la cabina contigua, donde dormían los otros miembros de la tripulación. No creo que éstos supieran siquiera que íbamos en el barco. En esta cabina vi a Gabrán; estaba tumbado en el suelo y pensé que estaba borracho… he visto muchas veces a mi padre en un estado similar. Al poco rato me di cuenta de que tenía en la mano un trozo de ropa manchada de sangre. A su lado estaba sentado un hombre vestido con ropa clerical, con una capucha gruesa sobre la cabeza; la penumbra no me permitió verle los rasgos. Parecía nervioso, y no dejaba de toquetear el crucifijo que le colgaba del cuello, bajo el hábito.
– ¿Es éste otro intento de desacreditar mi abadía? -replicó la abadesa en un tono que ponía en duda la veracidad de la historia.
– Estoy diciendo la verdad -se quejó la niña con algo más de ánimo-. Sólo puedo hablar de lo que vi.
Fidelma le dio unas palmaditas alentadoras en el brazo.
– Lo estáis haciendo muy bien. ¿Qué dijo el religioso?
– No dijo nada. El marinero fue el único que habló. Me contó que había habido un accidente. Que habían matado a Gormgilla y que era imprescindible castigar al hombre que lo había hecho. Al principio creí que se refería a Gabrán, pues no me cabía duda de que él había matado a mi pobre compañera.
– ¿Y no se refería a Gabrán?
– No. Me dijo que Gormgilla había salido del barco para bajar al muelle. Dijo que un sajón que se alojaba en la abadía la había violado y estrangulado. Y que nunca apresarían al sajón a menos que yo declarara que había presenciado el asesinato.
– ¿Qué? -La abadesa Fainder se mostraba estupefacta-. ¿Decís que se os pidió, en connivencia con un clérigo, que mintierais acerca de algo tan grave?
– Yo sabía que era mentira, pero también sabía que, si no accedía a hacerlo, también me matarían. Tenía que contar que me hallaba detrás de unos fardos cuando vi al sajón agredir a mi amiga. Podría identificarlo por una tonsura distinta a la del resto de monjes, y me la describieron. También tenía que decir que Gormgilla y yo éramos novicias en la abadía.
– ¿Cómo osasteis afirmar cosa semejante si no era verdad? -preguntó la abadesa con aire despectivo-. La maestra de las novicias habría denunciado un engaño tal.
– Pero acababa de partir en peregrinación a Ilona -le recordó Fidelma.
– Me dijeron que nadie dudaría de mi historia -añadió Fial.
– Si no recuerdo mal -dijo Fidelma, dirigiéndose a la abadesa-, vos apoyasteis la historia, Fainder. Vos identificasteis a las niñas como novicias ante vuestra administradora, ¿me equivoco?
Hubo un silencio antes de que Fidelma volviera a preguntar con firmeza:
– ¿Quién más identificó a Fial como novicia?
La abadesa Fainder no despegaba la boca y fruncía el ceño con gesto pensativo.
Mel carraspeó. Había estado dando vueltas a la historia de Fial.
– Es cierto que la niña apareció de detrás de los fardos. Podría haber venido del barco. Pero ella me dijo que…
– Por supuesto -interrumpió Fidelma con impaciencia-. Porque no se había movido del barco. Así, tienen sentido las observaciones que os hice en cuanto a que la posición de la niña en el muelle era contradictoria. Aun así, que continúe contando la historia. Cuando se dieron cuenta de que habían encontrado el cuerpo de Gormgilla, tuvieron que pensar en algo rápido.
– Pero Gabrán no pudo haber pensado en nada, ya que estaba borracho. Eso ha dicho la niña -aportó Coba con interés-. ¿Quién creéis que urdió el embuste?
– La persona que contrató a Gabrán; la misma persona a cargo de este terrible tráfico de sufrimiento humano -respondió Fidelma con confianza-. Parece que, casualmente, esa persona llegó al barco con alguien de la tripulación en el momento en que Gabrán acababa de matar a Gormgilla. Seguramente le golpearon para dejarlo sin sentido y poder moverlo con facilidad. Lo arrastraron a bordo y lo metieron en la cabina para que durmiera la cogorza. Entonces, uno de ellos (o los dos) regresó adónde estaba el cuerpo con la idea de deshacerse de él. Pero entonces se produjo otra coincidencia: se disponían a llevarse el cuerpo cuando, en medio de la oscuridad, apareció la abadesa Fainder a caballo. Volvieron corriendo al barco planteándose qué hacer. Entonces llegó Mel.
– Fainder ha contado su versión de cómo encontró el cuerpo -reconoció Coba-. Eso encaja en la teoría.
– Lo que no encaja es que las ropas del sajón estaban manchadas de sangre y tenía consigo un pedazo de…
La abadesa Fainder no acabó la frase al recordar lo que había dicho la niña sobre el estado de la ropa de Gabrán.
– ¿Qué pasó con el pedazo de tela que Gabrán tenía en la mano, Fial? -preguntó Coba.
– El marinero se lo dio al clérigo. Dijo que podría darle buen uso cuando el clérigo regresara a la abadía.
– En otras palabras, pretendían usarlo para inculpar al hermano Eadulf -murmuró Fidelma-. Pero no adelantemos acontecimientos. Al llegar la abadesa, cundió el pánico. Oyeron a Mel llamarla cuando se acercó al muelle. El que había contratado a Gabrán estaba acorralado en el barco. Ya no podían ocultar el crimen. Así pues, se hizo imprescindible permitir que el jefe de Gabrán se desvaneciera en la oscuridad y que nadie sospechara del capitán. A alguien se le ocurrió obligar a Fial a dar falso testimonio bajo la promesa de que sería liberada. ¿Es así?
Fial confirmó su conjetura.
– Yo me atuve a mi papel. Conté a todo el mundo lo que se me dijo que contara. Identifiqué al sajón por la tonsura fuera de lo corriente. Me dijeron que tendrían que encerrarme en un cuarto en la abadía por mi propia seguridad hasta después del juicio. Luego pasaron los días y, hace dos, un monje me dejó salir.
– ¿Era la misma persona que estaba sentada junto al marinero en el barco y que os pidió que identificarais al sajón?
– No, era otro. A éste no le había visto nunca. Me llevó al barco de Gabrán. Gabrán estaba a bordo. No pude defenderme, pues me hallaba encadenada otra vez. Oí al hombre grande decirle a Gabrán: «¡Tienes que deshacerte de ella!». Es lo único que dijo. Y Gabrán dijo: «Así se hará». El monje se marchó, Gabrán me metió en la misma cabina pequeña y oscura que había compartido con Gormgilla. Me miró con una sonrisa y dijo: «Así se hará, pero cuando yo lo decida».
Fial volvió a echarse a sollozar.
– He estado ahí abajo metida durante no sé cuánto tiempo. Anoche Gabrán bajó… y… me utilizó.
Fidelma rodeó a aquella criatura desconsolada con sus brazos y miró a Coba y dijo:
– Por desgracia, mi llegada a la abadía y mis investigaciones hicieron que se llevaran a esta pobre niña de allí y la devolvieran a Gabrán.
La abadesa Fainder, que estaba pálida como la cera, carraspeó con nerviosismo.
– ¿Cómo podemos estar seguros de que dice la verdad? -preguntó-. Ha reconocido que ha mentido antes: podría estar haciéndolo ahora. Es una historia demasiado grotesca para ser real.
– Demasiado grotesca para que se la invente una niña de trece años -replicó Fidelma con dureza, y volvió a dirigirse a Fial-. Sólo unas preguntas más, chiquilla. Mientras estabais encarcelada en la oscuridad del barco, no perdisteis el tiempo, ¿verdad?
– ¿Cómo lo sabéis? -le preguntó Fial, mirándola de manera inquisitiva.
– Os hicisteis con un pedazo de metal afilado y socavasteis la sujeción de la cadena a la que estaba atada a los tobillos.
– No sé cuánto tardé en hacerlo. Una eternidad.
– Y cuando os liberasteis…
– Sólo conseguí liberar los tobillos. Aún llevaba grilletes en las muñecas.
– Sí, pero os las arreglasteis para subir por la escotilla que da a la cabina de Gabrán. Porque la escotilla que daba a la cabina principal estaba cerrada con llave, claro.
– ¡Así que ella lo mató! -gritó la abadesa Fainder al darse cuenta de adónde había desembocado la historia-. Lo acuchilló en el momento en que yo subí a bordo. Claro… -dijo y dudó un instante- debía de estar matando a Gabrán en ese mismo momento. Llamé a la puerta de la cabina, y ella salió por la misma escotilla que había entrado. Entonces, mientras yo estaba inclinada sobre el cuerpo, se escapó por la cabina y saltó al agua. Y ésa fue la zambullida que oí.
– Casi habéis acertado del todo, madre abadesa -reconoció Fidelma.
– ¿Casi? -repitió la abadesa en un tono belicoso.
– Cuando Fial subió a la cabina, se encontró con que Gabrán ya estaba muerto. Lo habían matado con un golpe de espada dado con una fuerza inconmensurable. ¿Tengo razón, Fial? ¿Prosigo?
La niña parecía deslumbrada por la aparente omnipresencia de Fidelma.
– Fial sabía dónde Gabrán guardaba las llaves, así que ella misma abrió los grilletes de las muñecas. Se disponía a marcharse cuando se apoderó de ella un deseo de venganza. De venganza por el terrible daño que este animal le había causado. Puede que fuera una reacción adolescente instintiva. Tomó un puñal que había por allí y, agarrando a Gabrán por el pelo (y con tal rabia que en parte se lo arrancó de raíz), le asestó en pecho y brazos unas seis cuchilladas. Entonces la abadesa llamó a la puerta de la cabina. Fial soltó el puñal y el cuerpo. De hecho, éste fue el ruido sordo que Fainder oyó.
Fial sabía que tenía que huir. La única salida era por abajo, pero la puerta estaba cerrada. Cogió un juego de cuatro llaves que encontró en la cabina de Gabrán. Sabía que una de ellas abriría la cerradura del habitáculo donde había estado encerrada. Era su única salida. Así que se escabulló por el hueco. Y cuanto sucedió después es evidente.
Fidelma hizo una pausa en el relato, tomó el rostro de la niña con ambas manos y lo levantó de manera que Fial no tuvo más remedio que mirarla a los ojos.
– ¿Fue así, querida? ¿Sucedió tal cual lo he contado?
Fial se echó a sollozar.
– Lo habría matado si hubiera podido. Le odiaba tanto… ¡qué me hizo! ¡Qué me hizo!
Fidelma abrazó a la niña para consolarla.
Coba se echó atrás contra el respaldo, cerró los ojos y soltó un largo suspiro.
– ¿Lo he entendido bien? -preguntó-. Mientras la abadesa estaba en la cabina de Gabrán, ¿la niña consiguió subir a la cubierta y saltó al río? A esa altura la corriente es fuerte. ¿Por qué no fue directamente a la orilla?
– Eso me confundió a mí también -confesó Fidelma-. Pero no tuve en cuenta la influencia que puede llegar a tener el miedo en una persona para hacerla actuar sin pensar. La pobre Fial temía por su vida. No sabía dónde estaba. Lo último que quería era llamar la atención bajando al embarcadero. No sabía si sus enemigos estarían allí. Es evidente que sabía nadar, y se decidió por esa vía. Y luego, poco después, en la orilla, cuando se encontró a Forbassach y a Mel…
– …y creyó que éramos parte de la conspiración… -aportó Mel.
– «Conspiración» es una palabra acertada, Mel, porque en esto aún quedan muchos misterios por resolver.
La abadesa Fainder resopló con menosprecio.
– En eso tenéis toda la razón, hermana -dijo-. Porque si Fial no ha matado a Gabrán, y al final parece que aceptáis que yo no lo hice, ¿quién lo ha matado? -Sus ojos de pronto refulgieron-. ¿O debemos sacar la conclusión de que vuestro sajón acudió a él buscando venganza?
Fidelma la fulminó con la mirada.
– Creo que el testimonio de esta pobre niña demuestra que el hermano Eadulf no es el culpable de la violación y el asesinato de Gormgilla, ¡y que otra mano ha movido esta atroz conspiración!
– Aun así, hermana -intervino Coba-, ¿adónde nos conduce la historia? Decís que Gabrán ha sido asesinado, pero ni a manos de Fial ni de la abadesa. No se me ocurre quién puede haberlo matado, ni si quiera por qué motivo.
– Gabrán no era más que un instrumento. Él era el medio utilizado para el tráfico de seres humanos, el medio por el cual se transportaban hasta el puerto de mar. Gabrán no tenía cerebro para planear y sostener este vil comercio. ¿Acaso habéis olvidado ya lo que ha contado Fial? Ha mencionado a un clérigo encapuchado que le ordenó que identificara falsamente al hermano Eadulf.
Mel se frotó la nuca y recordó:
– También se ha referido a otro tripulante que lo ayudó mientras Gabrán dormía la borrachera. ¿Quién era ese otro tripulante? Tal vez él atacó a Gabrán.
– No -negó Fidelma con un ademán impaciente-. Gabrán lo atacó a él. Ese tripulante era el hombre al que mataron al día siguiente, el mismo por cuya muerte ejecutaron injustamente al hermano Ibar.
– ¿Estáis diciendo que Ibar era inocente? -preguntó la abadesa Fainder, parpadeando varias veces.
– Es justamente lo que estoy diciendo. Ibar el herrero fue un chivo expiatorio oportuno, y quizá necesario. El día antes de morir, se había estado quejando de que en la abadía sólo le encargaban grilletes para animales. Quizá no se percató (o se percató demasiado tarde) de que esos grilletes para animales se estaban usando para personas.
El hermano Eadulf me dijo que había oído al hermano Ibar, cuando lo llevaban a la horca, gritar: "¡Preguntad sobre los grilletes!".
– Me gustaría saber, al igual que Coba hace un momento, hermana, ¿adónde queréis ir a parar? -exigió la abadesa con una voz repentinamente trémula; y ella también parecía haber perdido toda su fuerza.
Fidelma se encaró a la abadesa y le dijo con calma:
– Creía que eso era evidente, madre abadesa. Este tráfico de niñas, que son vendidas a barcos de esclavos extranjeros, está dirigido por una persona de Fearna, alguien de la abadía… alguien con un alto cargo jerárquico.
La abadesa Fainder, con la cara blanca, se llevó la mano a la garganta.
– ¡No! ¡No! -exclamó, e, inesperadamente, se desmayó y cayó al suelo.
Fidelma se agachó enseguida y le tomó el pulso en el cuello.
En ese instante un guerrero de Coba irrumpió en la sala en estado de agitación.
– El obispo Forbassach ha regresado. Está fuera con un buen grupo de guerreros del rey. Exige que se libere a la abadesa y al guerrero, Mel, y que los demás nos rindamos. ¿Cuáles son las órdenes, jefe? ¿Nos rendimos o luchamos?