Hacia el mediodía, Eadulf empezó a notar las punzadas del hambre. Todavía hacía mucho frío, pero la escarcha se había disipado del todo, y el sol de la mañana extendía una agradable calidez allí donde no había sombra. Pero era un calor aparente, pues tan pronto una nube tapaba el sol o un árbol impedía el paso de los rayos, el frío volvía a ser intenso. Eadulf se colocó mejor el abrigo sobre los hombros y dio gracias a Dios por habérselo robado al asaltante.
Había seguido la orilla del amplio río hacia el norte a lo largo de un kilómetro a través de un valle, alejándose de Cam Eolaing, hasta que el caudal empezó a estrecharse. Las colinas se alzaban en laderas escarpadas a diestro y siniestro; eran elevadas y oscuras a pesar del pálido sol. Algo más adelante se encontró con una curiosa confluencia de aguas. Al río afluían por igual, aunque no a la misma altura, dos arroyuelos impetuosos: uno procedía del sureste y el otro del oeste, descendiendo desde las colinas circundantes a través de valles menores.
Eadulf miró con cautela a su alrededor antes de dejarse caer sobre un árbol caído para reposar unos momentos. El sol bañaba el tronco entero.
– Ha llegado el momento de tomar una decisión -murmuró para sí-. ¿Qué dirección debo seguir?
Si cruzaba el río principal y se encaminaba hacia el este por el valle, intuía que iría a parar al mar, que no podía quedar a más de diez kilómetros de allí. Una vez en la costa, podría ponerse a salvo en un barco que zarpara a su país. Era muy tentador ir en aquella dirección, buscar un barco y salir de Laigin… pero Fidelma ocupaba sus pensamientos.
Su amiga había regresado de una peregrinación al sepulcro de Santiago en cuanto supo que estaba en apuros, y había regresado para defenderle. No podía abandonarla ahora, marcharse sin verla, irse del país y que ella creyera que no… Frunció el ceño. ¿Que creyera que no…? La complejidad de sus propios pensamientos lo abrumó. Entonces se decidió. Fidelma todavía estaba en Fearna. No tenía alternativa: debía regresar y encontrarla.
– ¡Utfata trahunt! -musitó, poniéndose de pie.
La expresión latina, que significaba «adónde te lleve la suerte», reflejaba sus circunstancias, pues poco control tenía sobre su propio destino. Pensó que era el único modo que halló de explicar la sensación de que la decisión ya se ha había tomado por él.
Sin apartarse de la ribera, giró y siguió por la orilla del arroyo, en sentido contrario a las aguas impetuosas, en dirección a las colinas. A pocos kilómetros de allí, los montes se escarpaban en fila, extendiéndose sus cumbres redondas como una barrera ante él. No tenía ningún plan; no sabía de qué manera se pondría en contacto con Fidelma una vez en Fearna. De hecho, al saber que ya no estaba en la abadía, su amiga incluso podía haber partido ya. La idea le fastidió. Pero no podía marcharse sin al menos intentar ponerse en contacto con ella. Dejó la decisión en manos del destino.
Dego y Enda cruzaron miradas de preocupación.
Desde que habían terminado el desayuno, Fidelma se hallaba en un profundo estado de meditación. Los dos jóvenes guerreros se impacientaban.
– ¿Y ahora, señora? -preguntó Dego al fin con un buen tono de voz-. ¿Qué debemos hacer?
Fidelma tardó unos segundos en reaccionar. Miró sin ninguna expresión a Dego antes de asimilar la respuesta, y a continuación miró a sus compañeros con una sonrisa de disculpa.
– Perdonadme -les dijo, contrita-. No dejo de dar vueltas a los hechos y no consigo vislumbrar siquiera el hilo conductor de los mismos, y mucho menos el motivo por el cual han matado a esas personas.
– ¿Tan importante es averiguar el motivo?
– Descubrid el motivo y seguramente descubriréis al culpable -afirmó ella.
– ¿No resolvimos la otra noche que Gabrán parecía ser el hilo conductor? -le recordó Enda.
– Precisamente he estado analizando qué papel podría desempeñar en este misterio.
– ¿Por qué no vamos en busca de Gabrán y se lo preguntamos a él personalmente? -propuso Enda.
La franqueza del guerrero hizo reír un poco a Fidelma.
– Mientras yo pierdo el tiempo tratando de reunir las piezas de este rompecabezas, vos dais en el clavo. Acabáis de recordarme que estoy descuidando mi propia regla: no dar nada por sentado hasta haber reunido todos los hechos.
Dego y Enda se pusieron de pie a la vez, con entusiasmo.
– Vayamos pues en busca de ese marinero de agua dulce, ya que cuanto antes lo encontremos, señora, antes conoceréis los hechos -dijo Deog.
Una columna de humo ascendía de un bosquecillo a poca distancia de donde Eadulf se hallaba. «Será el humo de una hoguera», pensó. El hambre, el frío y el cansancio decidieron por él. Se abrió paso entre los árboles y fue a parar a un claro en el que había una cabaña junto a un riachuelo. Era una estructura maciza de piedra, con un techo bajo cubierto de paja. Se detuvo al darse cuenta de algo raro. El claro era muy plano, como si además hubieran eliminado cualquier obstáculo salvo el representado por unos gruesos postes clavados en el suelo en diversas partes alrededor de la cabaña, equidistantes entre sí. Era como si la disposición siguiera un orden. Sobre cada uno de ellos se habían tallado muescas.
Eadulf había pasado suficiente tiempo en los cinco reinos de Éireann para saber que las muescas eran orgham, la antigua escritura, llamada así por el antiguo dios de la cultura y la educación, Ogma. Fidelma sabía leerla con facilidad, pero él nunca había llegado a dominarla, pues representaba palabras arcaicas y crípticas. Se preguntó qué simbolizarían aquellas estacas. Al principio creyó que había ido a parar a la casa de un carpintero, pero nunca había visto una con aquella extraña estructura de postes a su alrededor.
Avanzó unos pasos sobre una capa de hojas otoñales muertas y secas que, al parecer, estaban dispuestas en profusión a cierta distancia de la cabaña; curiosamente, entre ésta y las hojas quedaba un espacio limpio, sin hojas. Eadulf estaba perplejo, pero dio otro paso adelante, sintiendo el crujido bajo los pies.
– ¿Quién va? -preguntó de súbito una potente voz masculina, y un hombre apareció por la puerta de la cabaña.
Era de mediana altura y cabello largo y pajizo. La sombra del umbral le tapaba el rostro, aunque Eadulf distinguió la corpulencia propia de un guerrero, impresión que confirmó la postura de su cuerpo, preparado para hacer frente a cualquier amenaza.
– Un hombre con hambre y frío -respondió Eadulf a la ligera y dio otro paso adelante.
– ¡No os mováis de donde estáis! -exclamó el hombre con brusquedad-. Quedaos donde están las hojas.
Eadulf frunció el ceño, extrañado por la petición.
– No voy a haceros daño -aseguró, pensando que aquel hombre estaba algo desquiciado.
– Sois extranjero… sajón, por vuestro acento. ¿Estáis solo?
– Como podéis ver… -respondió Eadulf, cada vez más desconcertado.
– ¿Estáis solo? -insistió el otro.
Eadulf perdió la paciencia y preguntó con sarcasmo:
– ¿Acaso no confiáis en lo que ven vuestros ojos? Claro que estoy solo.
El hombre inclinó levemente la cabeza, y su cara salió de la sombra. Era un rostro que había sido hermoso, pero una quemadura cicatrizada le cruzaba la frente y los ojos.
– Pero… ¡si sois ciego! -exclamó Eadulf con sorpresa.
El hombre se echó atrás, nervioso.
Eadulf levantó una mano con la palma abierta en son de paz y, acto seguido, percatándose de que era una seña inútil, la dejó caer.
– No tengáis miedo. Estoy solo. Soy el hermano…
Vaciló un momento, pues su nombre podría haber cruzado el reino y haber llegado incluso a oídos de un ciego.
– Soy un hermano sajón de la fe.
El hombre inclinó la cabeza a un lado.
– No parece que estéis dispuesto a decirme cómo os llamáis. ¿A qué se debe? -preguntó con hosquedad.
Eadulf miró a su alrededor. Parecía un lugar bastante aislado, y parecía que el ciego tampoco le haría daño.
– Eadulf. Me llamo Eadulf.
– ¿Y estáis solo?
– Así es.
– ¿Y qué hacéis solo por estos lares? Es inhóspito y recóndito. ¿Qué trae a un clérigo sajón por estas colinas?
– Es una larga historia -respondió Eadulf.
– Tengo tiempo de sobra -replicó a su vez el otro con gravedad.
– Pero estoy cansado y, sobre todo, tengo hambre y frío.
El hombre vaciló, como si tomara una decisión.
– Yo me llamo Dalbach. Esta es mi cabaña. Os invito a pasar y tomar un caldo. Es de carne de tejón y está recién hecho. Tengo pan y aguamiel para acompañarlo.
– ¿Carne de tejón? Suena delicioso, desde luego -observó Eadulf.
Sabía que mucha gente de Éireann lo consideraba un plato exquisito. Si no recordaba mal, en el antiguo cuento, Molling el Veloz prometía, en señal de aprecio al gran guerrero Fionn Mac Cumhail, buscarle un plato de carne de tejón.
– Mientras comemos podéis contarme vuestra historia, hermano Eadulf. Ahora caminad en línea recta, derecho a mí.
Eadulf avanzó hacia él, y Dalbach le tendió la mano para saludarle. Eadulf le dio la suya. El ciego le dio un apretón firme y, sin soltarlo, levantó la otra para tocar ligeramente el rostro de Eadulf a fin de asimilar sus facciones. Eadulf no se asustó: recordaba el caso de Móen, el sordomudo ciego de Araglin, que «veía» con el tacto. Esperó con paciencia a que el hombre quedara satisfecho con su reconocimiento.
– Estáis avezado a la excesiva curiosidad de los ciegos, hermano sajón -observó el ciego al fin, soltándole la mano.
– Sé que sólo queréis «ver» mis rasgos -asintió Eadulf.
El hombre sonrió. Era la primera vez que lo hacía.
– Se puede saber mucho del rostro de una persona. Confío en vos, hermano sajón. Tenéis rasgos amables.
– Es una forma cortés de describir la falta de belleza -señaló Eadulf con una sonrisa burlona.
– ¿Eso os atormenta? ¿Que no tengáis la suerte de ser bien parecido?
Eadulf advirtió que era un hombre avispado y nada se le escapaba.
– Todos somos un poco vanidosos, hasta los más feos como yo.
– Vanitas vanitatum, omnis vanitas -citó el ciego con una carcajada.
– Eclesiastés -reconoció Eadulf-. Vanidad de vanidades, todo es vanidad.
– Ésta es mi casa. Pasad.
Dicho esto, el hombre dio media vuelta y entró en la cabaña. Eadulf quedó impresionado con el orden reinante. Dalbach se movía entre los obstáculos con experta precisión. Eadulf pensó que los muebles debían de estar colocados de manera que Dalbach pudiera recordar su posición.
– Dejad el abrigo sobre el respaldo de la silla y sentaos a la mesa -sugirió el anfitrión al tiempo que se dirigía hacia una caldera colgada sobre un fuego radiante. Eadulf se quitó el abrigo de oveja. Luego contempló cómo Dalbach cogía un cuenco de una balda y vertía el caldo con destreza. Fue directamente a la mesa y lo dejó encima, casi delante de Eadulf.
– Disculpadme si cometo algún error. -Le sonrió-. Acercaos el cuenco y coged una cuchara que debería haber sobre la mesa. También hay pan.
Desde luego que lo había, y Eadulf apenas si tuvo tiempo de murmurar un gratias antes de ponerse a comer.
– Veo que no mentíais, sajón -observó Dalbach al volver a la mesa con un cuenco de caldo e inclinó la cabeza para escuchar bien.
– ¿Que no mentía? -farfulló Eadulf entre cucharada y cucharada.
– Sin duda teníais mucha hambre.
– Gracias por vuestra generosa hospitalidad, amigo Dalbach, el hambre empieza a menguar y vuelvo a entrar en calor. Hoy hace un día muy frío. El Señor debe de haber guiado mis pasos hasta vuestra cabaña. Aunque sí que es un lugar remoto para… para…
– ¿Para un ciego, hermano Eadulf? No temáis usar la palabra.
– ¿Qué os hizo elegir este apartado lugar para vivir?
Dalbach torció la boca con un gesto cínico que no le favorecía.
– Más que elegir el lugar, el lugar me eligió a mí.
– No entiendo qué queréis decir. Yo habría dicho que la vida en una aldea o una ciudad sería más fácil por tener personas cerca en caso de necesitar ayuda.
– Tengo prohibido vivir en ellas.
– ¿Prohibido?
Eadulf miró a su anfitrión con inquietud. Sabía que en su propio país se prohibía a los leprosos vivir en pueblos y ciudades. Pero Dalbach no parecía padecer lepra.
– Soy un desterrado -explicó Dalbach-. Me cegaron y me forzaron a alejarme de mi gente, obligándome a valerme por mí mismo.
– ¿Os cegaron?
Dalbach se pasó una mano por la cicatriz que le cruzaba los ojos y sonrió sardónicamente.
– ¿No creeríais que nací así, hermano Eadulf?
– ¿Y cómo os cegaron y por qué?
– Soy hijo de Crimfhann, que gobernó este reino treinta años atrás. A su muerte, su primo Faelán reivindicó la corona…
– ¿El mismo rey de Laigin que murió el año pasado y cuyo trono heredó el joven Fianamail?
Dalbach inclinó la cabeza.
– Me consta que el sistema de sucesión de la realeza sajona es muy distinto al nuestro. ¿Estáis al corriente de nuestra ley brehon de sucesión?
– Lo estoy. El hombre más apropiado entre la familia real es elegido por su derbhfine para ser el rey.
– Así es. El derbhfine es el colegio electoral formado por los integrantes de la familia, y está constituido por tres generaciones masculinas descendientes de un bisabuelo común. Por entonces yo era un muchacho, un guerrero, y no hacía mucho que había alcanzado la edad de elegir. Faelán tenía el trono asegurado cuando fue elegido, pero con el paso de los años se obsesionó con la idea de que alguien hiciera peligrar su posición y pensó que sólo había un hombre que podía hacerlo: yo. Mandó que me apresaran una noche y que me pusieran un atizador al rojo vivo sobre los ojos para incapacitarme e impedir que el derbhfine me tomara en consideración para cualquier cargo real. Luego tuve que arreglármelas solo: me prohibieron vivir en cualquier pueblo o ciudad del reino de Laigin.
La historia de Dalbach no asombró al hermano Eadulf, pues sabía que aquellas cosas sucedían a menudo. Entre los reyes sajones, donde la ley dictaba que el sucesor era el varón de mayor edad, la brutalidad para hacerse con el trono era similar. Se daban casos de hermanos que se mataban entre ellos, de madres que envenenaban a sus hijos, de hijos que mataban a padres y de padres que mataban o encarcelaban a sus hijos. En los cinco reinos de Éireann, bastaba una imperfección física para prohibir que un candidato ocupara un cargo en la realeza, de manera que tal vez la brutalidad no era tanta en comparación con los sajones, que eliminaban sin más al aspirante.
– Debió de ser difícil volver a adaptarse a la vida, Dalbach -comentó Eadulf con lástima.
El ciego negó con la cabeza.
– Tengo amigos, y hasta parientes, que me prestan apoyo. Uno de mis primos es un clérigo en Fearna que viene a verme a menudo y me trae comida o regalos, si bien su conversación es limitada. Mis familiares y amigos me han ayudado a salir adelante. Ahora Faelán está muerto y ya no corro peligro. Además, llevo una vida interesante.
– ¿Interesante?
– He renunciado a la espada para componer poesía, y toco el cruit, un arpa pequeña. Estoy muy satisfecho con mi vida.
Eadulf miró con recelo el físico poderoso del hombre.
– No se desarrolla la musculatura tocando el arpa, Dalbach.
Dalbach se dio una palmada en la rodilla y soltó una carcajada.
– Sois observador, hermano. Lo cierto es que sigo haciendo ejercicio, pues en mi estado uno necesita tener un cuerpo fuerte.
– Cierto, cierto… ¡Ah!
El ciego levantó la cabeza ante la inesperada exclamación de Eadulf.
– ¿Qué sucede?
Eadulf sonrió algo compungido.
– Es que acabo de entender para qué son las estacas de ogham alrededor de la cabaña. Son una guía, ¿verdad?
– Sois observador, sin lugar a dudas, hermano Eadulf -confirmó el otro con apreciación-. Las estacas me sirven para saber, cuando salgo al claro, en qué punto cardinal me encuentro y cómo regresar a la cabaña.
– Es muy ingenioso.
– Las circunstancias lo hacen a uno ingenioso.
– ¿Y no guardáis rencor a Faelán por haberos hecho algo tan horrible?
Dalbach consideró la pregunta y, acto seguido, se encogió de hombros.
– Creo que el rencor se ha disipado. ¿No dijo Petrarca que no hay nada mortal que sea imperecedero…?
– …y no hay nada dulce que no termine en amargura -terminó Eadulf.
Dalbach se rió, encantado.
– Bueno, debo reconocer que, durante unos años, le guardé rencor. Pero cuando un hombre muere, ¿qué sentido tiene odiarle? Ahora es el nieto de mi tío Rónán Crach quien gobierna el reino. Así son las cosas.
– ¿Os referís a Fianamail? ¿Es vuestro primo?
– Los Uí Cheinnselaig son todos primos.
– ¿Y vos sois pariente cercano de Fianamail? -preguntó Eadulf sin poder disimular cierta desconfianza en el tono.
Dalbach percibió al instante el sutil cambio en su voz.
– Hace como si yo no existiera y eso mismo hago yo. No ha hecho nada por indemnizar mis daños. ¿Por qué receláis tanto de él?
A Eadulf le sorprendió que le preguntara aquello a bote pronto. Hizo memoria de que estaba ante una persona capaz de percibir mínimos matices e interpretarlos. Con todo, aquel hombre ciego le inspiraba confianza.
– Porque ha querido ejecutarme -confesó Eadulf, decidiendo que la verdad sería la vía más fácil.
No vio ningún cambio en la expresión de Dalbach. Esperó, sentado a la mesa, en silencio unos instantes y, a continuación, soltó un leve suspiro.
– He oído hablar de vos. Vos sois el sajón al que iban a colgar por violar y matar a una niña. Vuestro nombre me resultaba familiar, y ahora entiendo por qué habéis dudado en decírmelo.
– Yo no lo hice -se apresuró a defenderse Eadulf, pero entonces se dio cuenta de que tendría que haberle sorprendido que Dalbach supiera quién era-. Juro que soy inocente de esa acusación.
El ciego parecía ser capaz de leerle el pensamiento.
– Puede que viva en un lugar remoto, pero eso no quiere decir que esté solo. Ya os he dicho que tengo amigos y parientes que me traen noticias. Si no sois culpable, ¿por qué os condenaron?
– Quizá por lo mismo que os condenaron a vos a la ceguera. El miedo puede ser un gran móvil para cometer un acto injusto. Yo sólo puedo decir que no lo hice. Daría lo que fuera para conocer qué motivos hay detrás de esta falsa acusación.
Dalbach se echó atrás contra el respaldo con aire pensativo.
– Es extraño que en cierto modo una debilidad agudice otros sentidos. Hay algo en vuestro timbre de voz, hermano Eadulf, que trasluce sinceridad. Puede que sea una inmodestia por mi parte, pero aseguraría que no mentís.
– Os lo agradezco, Dalbach.
– Así que habéis esquivado a vuestros captores. Porque imagino que os estarán buscando. ¿Os dirigís hacia la costa para huir a vuestro país?
Eadulf vaciló en responder, y Dalbach enseguida añadió:
– ¡Oh!, podéis confiar en mí, que no revelaré vuestras intenciones.
– No es eso -respondió Eadulf-. Había pensado en poner rumbo a la costa. Pero lo mejor que puedo hacer es quedarme y tratar de descubrir la verdad. Eso pretendo.
Dalbach esperó callado unos momentos, hasta que dijo:
– Es todo un acto de valentía. Acabáis de confirmar mi primera impresión de que sois inocente. Si me hubierais pedido que os ayudara a llegar a la costa, enseguida habría sospechado. Decidme, ¿de qué modo puedo ayudaros a buscar la verdad?
– Tengo que volver a Fearna. Allí hay una… una persona que me ayudará.
– ¿Esa persona es Fidelma de Cashel?
Eadulf no daba crédito.
– ¿Cómo lo sabéis?
– Por el mismo primo del que os he hablado. He oído mucho sobre Fidelma de Cashel. Su padre, Failbe Fland, rey de Muman, mató a mi padre cuando se alió con Faelán en la batalla de Ath Goan, en el Iarthar Lifé.
El hombre hablaba sin rencor, pero el asombro de Eadulf era cada vez mayor.
– ¿El padre de Fidelma? Pero si murió cuando ella era una niña de pecho.
– Seguramente así sería. La batalla de Ath Goan sucedió hace unos veinte años. No os preocupéis, hermano Eadulf. Las batallas entre mi padre y sus enemigos ya no me interesan. No hay enemistad entre los descendientes de Failbe Fland y yo.
– Me complace oírlo -respondió Eadulf con fervor.
– Así pues, debemos hallar un modo de ponernos en contacto con Fidelma de Cashel -sugirió Dalbach-. ¿Habéis pensado en algo?
Eadulf se encogió de hombros a la vez que caía en la cuenta de que era un movimiento carente de sentido.
– No he pensado en nada, aparte de regresar a Fearna y esperar que mi amiga siga allí. El problema es que la gente me reconocerá a la legua. Incluso con este abrigo, dudo que vaya a pasar desapercibido por mucho tiempo, dado el hábito, la tonsura de san Pedro y el acento sajón.
De súbito les llegó el toque de un cuerno de caza, que hizo dar un respingo a Eadulf.
– No os alarméis, hermano Eadulf -dijo Dalbach para tranquilizarlo, mientras se levantaba de la mesa-. Debe de ser mi primo. Quedamos en que pasaría hoy o mañana para traerme alguna dádiva.
Allí donde empezaba el bosque apareció una figura, que se detuvo antes del claro frente a la cabina.
Eadulf miró por la ventana, pero se agachó en el acto, haciendo caer la silla hacia atrás. Reconoció sin asomo de duda al hombre nervudo de rostro descarnado que lo había sacado de la cama en la fortaleza de Cam Eolaing aquella misma mañana. Era el mismo hombre que había fingido liberarlo y que luego había intentado abatirlo. Era el mismo hombre que había intentado matarlo.