Ya nos hemos referido a la afinidad literaria entre Ramón y Valle. En su biografía de Valle, Ramón dice que don Ramón le había elegido a él para hacerla. En principio parecen muy afines. Su afinidad es la pasión por la palabra barroca, el talante de construcción verbal que ofrecen sus obras res-pectivas. Pero don Ramón es ante todo un gran fabulador, un enérgico impulsor de mitos, leyendas e historias. Valle-Inclán es, por decirlo de alguna forma, un escritor de acción.
Ramón es un contemplativo. Por eso su gran afín resulta ser otro contemplativo, como luego descubrimos: Azorín. Azorín y Ramón son las dos actitudes literarias más semejantes del siglo. Dos escritores que sólo se proponen mirar la vida y escribirla. «Vivir es ver volver», dice Azorín. «Ay cuando las cosas empiezan a dar la vuelta», dice Ramón. Son dos casos máximos de escritor puro, de escritor-escritor, de escritor que incluso, a veces, no tiene nada que decir, pero sigue escribiendo, según el chiste de Julio Camba. Y yo diría que ahí, cuando ya no tienen nada que decir, en el puro reborde del oficio, en el bisel literario de la prosa, es donde mejor se les conoce como escritores. Escritor es el que lo es más allá de sus temas. El que sólo escribe cuando tiene algo que decir, es un señor que dice cosas, pero no necesariamente un escritor. Esta actitud del escritor puro ante la vida puede parecer en principio una incapacidad. Lo parece sobre todo en Azorín, pues que Ramón llena mejor la espera de temas y géneros con la profusión puramente verbal. Azorín finge que hace novelas, ensayos, obras de teatro. Azorín o los géneros fingidos. No sólo fingidos porque no los hace bien, sino porque prefiere fingirlos. «Novela fingida», habría que subtitular algunas de Azorín, de Ramón, de Unamuno incluso.
Pero me importa esta distinción: si ellos hubieran sido escritores mediocres, se habrían limitado a hacer malas novelas, a hacer mal los géneros. Como son grandes escritores, parecen proponerse ya de entrada fingir una novela, fingir un drama. Es la manera genial que tienen de superar su incapacidad para hacer una gran novela, un gran drama. Ramón, como es sabido, llega incluso a titular «falsas novelas» algunas de las suyas. Unamuno hacía ensayos novelados. Azorín hacía estampas noveladas. Ramón hace greguerías noveladas.
Aparte el caso de Unamuno, que nos queda muy distante ahora, Azorín y Ramón adolecen, efectivamente, de una cierta incapacidad para los géneros, pero no diría yo que esto sea malo, pues que a partir de esa incapacidad ingenian ellos otros géneros nuevos o «fingen» los viejos, y ese fingimiento supone ya una renovación del género. Proust es incapaz de escribir La comedia humana, y a partir de esa incapacidad ha de crear una manera nueva de novela. De estar mejor dotado para lo balzaciano, no habría hecho sino repetir inútilmente a Balzac.
El caso del escritor sin género es sumamente interesante y atractivo. El más ilustre escritor sin género puede que sea Montaigne. A Montaigne le falta estructura mental para ser un filósofo sistemático. (Azorín quiere ser un pequeño Montaigne, aunque nunca se confiese escritor sin género.) De la incapacidad de Montaigne para hacer filosofía sistemática, de su incapacidad para el género nace un género nuevo: el ensayo. El más moderno y sugestivo género de la cultura europea.
Azorín finge géneros y crea bellas ficciones de géneros, a veces, bellas ficciones de novela que son bellas como tales ficciones más que como tales novelas. Pero al fin acabará inventando el azorinismo -que lo tenía ya inventado-, acabará haciendo mero azorinismo, que es una mezcla de reflexión, erudición, observación lírica y timidez literaria. Otro tanto le pasa a Ramón. Después de fingir bellamente todos los bellos géneros, después de crear bellas ficciones de novela, más que bellas novelas, descubre al fin el ramonismo, descubre, como Azorín, como Unamuno, como Montaigne, que el género es él.
Y cuando digo «después» no quiero decir que este descubrimiento sea posterior en el tiempo y en la obra, sino que, sin duda, el escritor ha tenido que pasar por la experiencia y el fracaso de los géneros -¿fracaso?-, para quedarse luego en sí mismo, aunque vuelva a incurrir en género una y otra vez, que, como dice el norteamericano Norman Mailer, «la novela es la gran puta que te atrapa», y cuando a uno le ha atrapado la novela, no tiene más remedio que escribir una novela, aunque ya no crea en ellas.
El escritor sin género, lejos de ser un impotente, es el caso más puro de escritor puro, es pura disponibilidad de la que pueden nacer mil géneros nuevos, y es, sobre todo, el hombre convertido en género, la más hermosa donación de lo humano a lo literario. Me parece que Ramón lleva esto mucho más lejos que Azorín, y de modo más emocionante, pero es un caso de capacidades literarias. La actitud, en el origen, es la misma. Son dos expectantes que lo tienen todo delante y no saben cómo ordenarlo en género, hasta que rompen a escribir directamente y por las buenas, porque el escritor sin género supone el cuerpo a cuerpo de la literatura con la vida, al margen de toda ficcionalización. Hoy, cuando los géneros se confunden, se borran, desaparecen, comprendemos que el escritor sin género era la más moderna figura de escritor. La filosofía ha dejado por fin de ser sistemática, retomando así a Montaigne, y la novela ha dejado de ser canónica. Lo cual no absuelve a Azorín ni a Ramón de sus novelas fingidas, que a veces son bellos fingimientos, como hemos dicho, pero alguna vez son novelas fracasadas, por las buenas.
Homenaje a Azorín organizado por Ramón. Entre los asistentes, Eugenio d'Ors, Sassone, etc.
Lo que distancia sideralmente entre sí a Azorín y Ramón es el estilo, naturalmente. Azorín utiliza un estilo implícito donde todo queda solamente apuntado. Ramón utiliza un estilo explícito que tiene, no sólo que decirlo todo, sino crearlo todo en la escritura y mediante la escritura. Pero la actitud literaria ante la vida es la misma en los dos escritores. Es el planteamiento del escritor que sólo quiere escribir, hacerle una lectura literaria al mundo, no sin cierta repugnancia por los géneros, que al fin y al cabo vienen a interponerse entre el escritor y el universo.
No en vano dedica Ramón a Azorín un extenso libro, una de sus más bellas biografías, donde llega muy hasta el final de la actitud vital azoriniana, que al fin y al cabo es la suya. Un pícnico y un asténico que tienen el mismo programa esencial: pasearse, mirar y escribir. Este programa, a mí me parece que en Azorín falla secretamente por falta de recursos literarios. Hay momentos en que la contemplación azoriniana se queda en lo fotográfico, en lo retiniano. La palabra de Azorín no es creadora y ha de apelar frecuentemente al arcaísmo, a la erudición, al argot artesanal, etc. Un escritor sin género necesita como ningún otro de la palabra. Ha de hacer sólo con palabras lo que los demás hacen con técnicas. Y esta suplencia de la técnica por la palabra me parece a mí que se realiza mucho mejor en Ramón, pues la palabra ramoniana es abundante, creadora y autónoma.
Escritor sin género, Ramón es el creador de todos los géneros fingidos, hasta que se encuentra a sí mismo en el ramonismo y en sus biografías (que también son biografías fingidas). Sus grandes libros son los inclasificables: El circo, Senos, Pombo, Elucidario de Madrid, El alba, El Rastro, que no son historia ni erudición ni crónica ni reflexión ni ensayo, sino todo eso y algo más, o sea el ramonismo. Y su Automoribundia, claro, que se inscribe en el género de las memorias, pues las memorias y los diarios íntimos suelen ser los géneros-refugio del escritor sin género.