4. RAMÓN Y EL MOZO DE CUERDA

De la repugnancia por la realidad mostrenca se sigue la repugnancia por el realismo. «El realismo que descalabra», con frase de Ramón que ya he citado. El realismo que descalabra está en Galdós. Ramón dice que Galdós es ese paño de café que usan los camareros para limpiar los veladores, un paño que rezuma grasa y recuelo.

Valle y los modernistas habían llamado «garbancero» a Galdós. Cuando Ramón nace a la literatura, la literatura todavía es Galdós, en España. Ramón no tiene mucho que ver con los modernistas, pero aún tiene menos que ver con aquel viejo que acumula sucedidos de portería y de palacio en una prosa vulgar y nada creadora. La rebelión inicial de Ramón y su anarquismo literario se justifican en principio como lucha contra el realismo decimonónico que domina España: Galdós en la novela y Benavente en el teatro. Ramón, como Valle, blasfema contra Galdós. Muchos años más tarde, Alejo Carpentier y Julio Cortázar vendrán a ratificar estas blasfemias. El heredero de aquel realismo, por el momento, era Baroja. Ramón llama a Baroja «el mozo de cuerda de la novela».

Ramón escribe una página genial sobre el ingreso de Baroja en la Academia. En aquel acto, en aquella tarde de domingo, en aquella página coinciden dos odios fundamentales y fundacionales de Ramón: el odio a Baroja y el odio a la Academia. Incluso puede que un tercer odio, el odio a un denostado doctor que es Marañón. Ramón fija ese momento en que la luz filtrada de la tarde se mezcla en la Academia con la luz eléctrica, y ya lo encuentra todo sucio a aquella luz mezclada. De Baroja le repugna el gusto por la acumulación en mala prosa de sucedidos de la vida y los periódicos, y le imagina en París recortando y pegando sucesos de los periódicos con técnica de folletín. En su biografía de Valle cuenta que Baroja, tan ácrata aparentemente, paró un día a Valle-Inclán en la calle de Alcalá para mostrarle su árbol genealógico, que venía de recoger, y añade más o menos que Valle mandó a Baroja a la mierda.

Galdós y Baroja gravitan sobre Ramón, rechazándole, echándole fuera del reino de la novela, marginándole para siempre. Si aquello es novela, Ramón no es novelista y habrá de crearse su propio género, sus géneros. No sólo Baroja, sino todo el realismo es el mozo de cuerda de la novela, el mozo de cuerda de la vida, que acarrea inútilmente inútiles bultos de realidad, en una repetición innecesaria de vida mostrenca e inmediata. Ramón está más cerca de Valle, por el lenguaje y porque Valle supera la realidad mediante la acumulación, exaspera la realidad. Lucha por escapar al realismo de barrio galdosiano. Pero nunca llega al surrealismo, y Ramón se lo reprocha repetida y delicadamente en su biografía. Cuando Valle-Inclán crea el esperpento, Ramón comprende que el maestro del 98 y el modernismo ha tocado techo, ha forzado la realidad hasta sus límites últimos y acezantes. Pero sigue en la realidad. Ramón, secretamente, le exige más.

Le exige lo que está intentando él. Ver otras realidades en la realidad y transparentarlas en la escritura. Ramón no quiere ser el mozo de cuerda de la novela, de la literatura.

Aquí rompe con la gran tradición burguesa, que es el realismo. Aquí se inscribe ya en la nómina de los rebeldes, de los que, sin haber consumado una revolución histórica o masiva, mantienen su rebeldía personal frente al espíritu positivista burgués, que traducido a la literatura y el arte da el realismo.

Ramón no es un maldito porque es un genio del bien, y le lleva la contraria a Gide, demostrando que con buenos sentimientos se puede hacer, si no buenas novelas, sí buena literatura. Ramón no es un maldito, pero escribirá mucho sobre Baudelaire, Lautréamont, Cocteau, Poe, Oscar Wilde, etc. Dijo Lawrence Durrell sobre la obra de Proust que es una anarquía con buenos modales. Esto es aplicable a Ramón, un anarquista que jamás pierde, no los buenos modales, puesto que él no era un salonnier, pero tampoco los buenos sentimientos ni la facundia que llena su vida y su obra. Ramón es un romántico al que no inspira el pesimismo, como a todos los románticos, sino el optimismo. Bueno, lo que pasa realmente es que Ramón no es un romántico, y su emparentamiento [4] con los poetas del mal se queda en los límites que hemos señalado, de ruptura con la sociedad burguesa, sus costumbres y su estética. Ramón es un barroco, un epicúreo, un hedonista, un anacreóntico, y en esto se va a diferenciar también de los surrealistas, que son pensamiento figurativo obtenido de la muerte y el sueño, mientras que el pensamiento figurativo de Ramón es obtenido siempre de la vida.

De quien más cerca está -ya lo sabíamos- es de las otras vanguardias, de Apollinaire, de Revedy, del arte por el arte, del arte gratuito, de todo aquel optimismo cosmopolita nacido en la Europa de entreguerras, que vive la fascinación de las máquinas, de los automóviles, de los grandes hoteles, de las armas modernas, incluso, y que se hará exaltado y agresivo en Marinetti. En España, la generación del 27 está muy cerca de eso en dos cosas: es una generación fundamentalmente recorrida por el optimismo, al menos en su principio, y por la fascinación cosmopolita, que se había iniciado siniestramente en Las flores del mal y se vuelve solar y sonriente con Apollinaire, que ve otro París, un París matinal:


Torre Eiffel, pastora,

el rebaño de los puentes bala esta mañana…


El realismo, el viejo mozo de cuerda era fundamentalmente sombrío y pesimista. Había pasado de la miniatura complaciente de Valera y Pereda al documento social, al testimonio, al episodio nacional y al nihilismo pseudonietzscheano de Baroja. El realismo, que la burguesía había patrocinado como fórmula digerible y practicable de cultura, se vuelve antiburgués al contagiarse de Zola y socialismo. El instrumento estético burgués por excelencia se vuelve contra la burguesía, se politiza. Pero ya Baudelaire había intuido que no se puede combatir a la burguesía con su mismo lenguaje -el realismo-, y de ahí surge la eclosión de los mil lenguajes nuevos de nuestro tiempo: simbolismo, modernismo, parnasianismo, vanguardismo, surrealismo, cubismo, ultraísmo, creacionismo, etc. Casi todos tienen su germen en el siglo anterior -Rimbaud y Lautréamont-, pero se secularizan en éste.

Hay un realismo pesimista de izquierdas y un realismo pesimista de derechas. El milenarismo catastrofista de la derecha se expresa también mediante el realismo, pues que la derecha no tiene otro lenguaje (desconfía de todo lo que no sea verificable), y contra ese realismo pesimista de derechas o de izquierdas se produce la revolución del optimismo en toda Europa, dando malditos inversos, malditos sonrientes que aman la vida, como Gide, Apollinaire o Cocteau. La versión española de esta revolución optimista -que no siempre coincide exactamente con el consabido optimismo revolucionario dogmático-, está en la generación del 27 y en Ramón.

En Francia y España, unos grupos de escritores procedentes de la burguesía, naturalmente, comprenden de pronto todo lo que la burguesía progresista se ha quitado de encima con la Grand Guerre europea y el progreso científico y técnico: tabúes morales y religiosos, costumbres medievales, represiones y escaseces. El siglo XIX termina cuando termina la guerra europea o Grand Guerre. Se liquida definitivamente una moral y de esa liquidación nace el optimismo insólito de unas minorías estéticas que hacen el arte más solar que había conocido Europa desde el Renacimiento: los desnudos de Picasso, los poemas de Apollinaire, la música de Debussy, la prosa de Paul Morand, el surrealismo feliz de Chagall. Y, en España, los libros de Ramón y los versos del 27.

Eso es lo que conmemora el optimismo generacional que recorre Europa en los años veinte, y un poco antes: el final de otra Edad Media, un nuevo Renacimiento moral y estético. Ramón, por primerizo, no puede decirse que se contagie de ese movimiento europeo o sea su epígono, sino que conecta con todo ello sin saberlo -luego lo sabrá-, gracias al clima de época. En los poetas del 27, un poco más jóvenes que él, sí es posible rastrear ya las influencias y mimetismos franceses desde el principio, como antes en los modernistas.

El realismo, el viejo mozo de cuerda, seguía sin enterarse. Ortega es un filósofo del optimismo, Guillén es el poeta del optimismo, Ramón es el genio del optimismo, hace la prosa más optimista de Europa. Jardiel hará por primera vez en España un teatro optimista. Pero el realismo se mantiene cejijunto. Los escritores realistas son sombríos, de Baroja a Sender, porque el realismo está abrumado por la herencia del siglo XIX, que es el pesimismo. Claro que el optimismo histórico de estos hombres que hemos citado y de otros sería bien pronto desmentido por la Historia, pero esto no hace sino ratificar que efectivamente algo nacía en Europa, una vez más, y que un nuevo medievalismo -esta vez el fascismo inquisitorial- vendría a sepultarlo.

Antes que nadie y al margen de todos, Ramón mantiene su lucha juvenil contra el mozo de cuerda del realismo, contra el realismo sombrío y repetitivo, que ya no es de derechas ni de izquierdas, sino pesimismo indiscriminado y nihilista, como en El árbol de la ciencia de Baroja. Ramón no hace greguerías por capricho. Cada greguería es una bomba de mano, una granada de imaginación que él lanza contra la fortaleza berroqueña del viejo realismo galdobarojiano. En cada greguería, como en cada Picasso, nace el siglo XX.

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