12. RAMÓN Y LOS CONTEMPORÁNEOS

Ramón trata a los clásicos como contemporáneos y a los contemporáneos como clásicos. Él mismo ha dicho, mirando un río castellano, que siempre ha tenido la virtud de ver los dos tiempos, el pasado y el presente, «y ese gran acontecimiento de que pasado y presente estén ocurriendo al mismo tiempo».

Ramón humaniza al clásico actualizándole y eterniza al contemporáneo, lo trata ya, en sus retratos y biografías, como para la eternidad. Lo cual no quiere decir que sus retratos de contemporáneos estén fijos, muertos, sino todo lo contrario, ya que otra fecunda contradicción del escritor es que, así como parece indotado para la novela de acción, en cambio noveliza muy eficazmente a los seres reales.

Escribe biografías largas de varios contemporáneos: Azorín, Solana y Valle-Inclán. Escribe retratos de casi todo el mundo, desde Picasso a Gerardo Diego y desde Giacometti a Gabriel Miró. Escribe de todo el que ha conocido. Nunca de memoria. De memoria escribe sólo sobre los muertos, y efectivamente parece conservar memoria fresca de Quevedo o Baudelaire. En Pombo, en Automoribundia y en otros libros hay asimismo muchas semblanzas al paso. Este interés de Ramón por los contemporáneos nos descubre, en principio, al hombre que es cronista antes que novelista, al escritor que novela mejor un ser real, la vida de un amigo, que un ser novelesco. Así como en el clásico le fascina el tiempo total que el clásico cuaja, en el contemporáneo le fascina el tiempo fluyente, la vida de su tiempo, y eso hace de él un cronista nato.

Dice Hegel que una filosofía no es sino la época en que fue escrita, condensada en pensamientos. De modo que si incluso la filosofía es crónica, y lo es incluso para Hegel, qué no diremos de los demás géneros. Los grandes libros, desde la Divina Comedia hasta las sagas de Balzac o Proust, no son sino crónicas de su tiempo, sólo que hay un tipo de escritor -el cronista puro- que prescinde del artificio novelesco para narrarnos la vida directamente. Stendhal es tan gran escritor -y para mí mucho más interesante- en Recuerdos de egotismo como en sus novelas. No se ha estudiado bien el carácter apasionante de las memorias, los diarios íntimos y las crónicas de época, al margen del interés documental e histórico. No se ha estudiado, digo, su carácter apasionante de género literario. Porque el cronista, el memorialista, procede al contrario que el fabulador.

El fabulador crea una estructura, compone una máquina y dentro mete la vida como un aceite que va a lubricar su invento. El novelista noveliza la vida, le da una estructura falsa que la vida no tiene, mientras que el cronista nos va dejando ver cómo la vida desnuda se noveliza a sí misma, se estructura, se explica. La crónica es una fenomenología del espíritu y la novela es una dictadura. Aparte otras distinciones profesionales que pudiéramos hacer ahora, me interesa reseñar este carácter último y apasionante de la crónica y las memorias, que no son sino la lectura que un hombre le hace a la vida, mientras que la novela es lo que un hombre habilidoso hace con la vida.

Aprendo más del curso de un río que de la geometría de un estanque. En la gran crónica seguimos el curso libre y fluvial de la vida, mientras que la novela es vida estancada, vida a la que el novelista ha impuesto una estructura previa. Quizá en este sentido dice el gran José Plá -excepcional cronista y memorialista- que el hombre que lee novelas después de los treinta años es un cretino.

La novela es lectura de adolescencia (y perdón por estas generalidades, que quizá no lo son tanto) porque el adolescente prefiere soñar la vida a descifrarla y cree todavía que la vida es reducible a novela. El adolescente necesita soluciones, la juventud es impaciente, y la novela da vida resuelta: mal o bien, feliz o infelizmente, pero resuelta. El hombre que va pasando de la juventud a la madurez es el que descubre esa cosa obvia y difícil de que la vida es muy peculiar, muy curiosa, muy inaprehensible, y le interesa más el curso de la vida que el curso de una novela. La novela es el género burgués por excelencia -aparte su carácter realista, de que ya hemos hablado- porque la novela da resuelto el problema de la vida, para bien o para mal, da vida conclusa, explicada, y lo que la burguesía no quiere son incertidumbres.

La novela tradicional equivale a los sistemas filosóficos cerrados. Tranquiliza al lector con su simetría, que se supone reflejo y prueba de la tan deseada simetría del mundo. Al percatarse de esta servidumbre burguesa de la novela, los novelistas se han creado el truco de la novela abierta, por pudor intelectual, pero una novela nunca es abierta, puesto que su apertura depende de la voluntad del autor. El broche de la novela, aunque sea abierta, es siempre el autor, como el broche del universo es Dios, para el buen creyente, para el buen lector de novelas.

Consciente o inconsciente de todo esto, Ramón trata, por una parte, de hacer novelas diferentes, como ya hemos visto -y seguiremos viendo más adelante-, y por otra (aquí sí que pone fervor y acendramiento) trata de atender a la novela viva de la vida que le rodea, a la historia de su tiempo. Literato tan literato, ve siempre el presente como una novela, y prueba de ello es un diario novelesco que escribió para los periódicos, durante algún tiempo, con el trenzado de las noticias de cada día. Mejor que escribir novelas, Ramón prefiere leer cada día la novela de la calle o de la Puerta del Sol, y dice que estar en la Puerta del Sol (circunferencia frustrada) «es el colmo del vivir». Con todo esto me parece que se explica la pasión del escritor por sus contemporáneos, y se explica otro género natural de Ramón, el escritor sin géneros, que en realidad tiene mil: la crónica.

La crónica tiene una connotación histórica o periodística que la ha convertido en género menor o auxiliar, pero a partir de Quevedo y Torres Villarroel, a partir de Larra en el XIX, la gran crónica de España está hecha por grandes escritores que no son cronistas de profesión, quizá, y que desde luego no son novelistas. Nuestro siglo XX ha tenido grandes cronistas, desde Azorín a Ramón, pasando por Ortega.

No obsta que estos escritores, además, hayan sido otras cosas. Tenían el sentido de la crónica y en todo lo que hacían estaban haciendo crónica de España, crónica de su tiempo, como quería Hegel. En el fondo de la filosofía orteguiana y del lirismo ramoniano hay crónica pululante de España. Quevedo en el XVII, Torres en el XVIII, Larra en el XIX, Ortega o Ramón en el XX, son los grandes cronistas de su tiempo y del tiempo español. No importa que en ellos haya menos datos o precisiones que en otros. En ellos está como en nadie -para eso son mayores escritores- lo que otro gran cronista, Eugenio d'Ors, llamó «las palpitaciones de los tiempos». La crónica, el único género que toma su nombre del nombre mismo del tiempo, es un supergénero o intragénero que no hay que confundir con la crónica de toros o de política. Ramón no hizo otra cosa que monografía y crónica.

Con una cita suya hemos explicado al principio de este capítulo cómo era consciente de asistir al pasado y al presente conjuntamente, pues que conjuntamente está aconteciendo. Y si del clásico obtiene el tiempo absoluto que se identifica ya con la luz, del contemporáneo obtiene el calambre del tiempo inmediato, reciente y fluyente. Esto podría explicar, quizá, la facundia de Ramón, su comunicatividad, su estar con todo el mundo y en todas partes. Un hombre, para él, era una acumulación de presentes, y así entiende y nos transmite siempre a sus retratados, desde Dalí a Silverio Lanza. Ramón es el cronista lírico de casi medio siglo de vida española. Nadie ha hecho un labor tan ancha de documento y puntualidad. Y si esa labor es hoy ignorada u olvidada, esto se debe a que Ramón no se entremetió casi nunca en las lobregueces políticas o financieras de que gustan los comadreadores del pasado, sino que de su tiempo y de los hombres de su tiempo tomó lo más fluyente y verdadero: el tiempo mismo.

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