¿Cómo consigue Ramón expresar lo cotidiano mediante lo insólito? Algo hemos apuntado al tratar de su visión de la pintura. Ramón, ferviente enemigo del realismo, no olvida nunca depositar una levadura de realidad entre sus más elevados lirismos. Así nos aproxima lo puramente literario y ancla la palabra en la vida. A la inversa, entre la mera referencia cotidiana de lo que pasa, hace estallar bengalas verbales.
La cuestión, en puridad, viene de más atrás. Viene de la distinción de la preceptiva entre palabras nobles y palabras que no lo son. Unas palabras para el poeta y otras para el prosista. Ramón es el primero en descubrir que poesía no es una palabra poética, sino -como luego diría Lorca- una palabra a tiempo. Hay una frase de Ramón que hemos puesto como cita liminar de este libro: «La palabra no es una etimología, sino un puro milagro.» La palabra se revela como milagro poético en cuanto se la extrae de su contexto habitual y gramatical, en cuanto se la desprovee de utilidad. Una palabra, como un objeto, se torna bella en cuanto deja de ser útil. Es la imagen, tan cara a los surrealistas, del paraguas y la máquina de coser sobre la mesa de operaciones.
Este hallazgo que el surrealismo haría suyo, está ya en Ramón sin teorías. Lo que importa de la palabra no es el sentido, sino el milagro. Ramón no hace su prosa poética con palabras selectas -como, por ejemplo, Juan Ramón-, sino con palabras cotidianas en función poética. Así cuando dice: «Estaba yo metido en carbonerías de mayor desesperación.»
Siempre nos da una cosa mejor que una idea, como ya hemos dicho en este libro, pero además nos da, si es posible, una cosa vulgar, corriente, cotidiana, baja. De la negrura de la desesperación ha hecho una carbonería. Y todos hemos estado un poco desesperados en una carbonería, esperando el carbón.
Desaparece, pues, con Ramón, por primera vez en la literatura española, la distinción elitista entre palabras nobles e innobles. Todas las palabras son poéticas en cuanto dejan de ser mostrencas. En cuanto se las desmonta del aparato inerte del idioma hecho. Así, Ramón atenta contra el discurso tra-dicional, pero no para construir un nuevo discurso, como Azorín, sino para negarse de por vida al discurso.
El discurso introduce el rito en la literatura. El discurso supone coherencia, consecuencia, continuidad. El discurso es la ritualización del pensamiento libre, primitivo, azaroso, figurativo, genial. De modo que Ramón escribe siempre con párrafos cortos y muchos puntos y aparte. Está empezando siempre el tema, aunque el libro sea largo, por ejemplo, una de sus famosas biografías. En esas biografías no hay continuidad ni desarrollo coherente de unas ideas, sino un empezar a cada paso, una acumulación de imágenes que al final compone un todo asombroso y desconcertante. Al final del libro, el discurso ni siquiera ha empezado. De este continuo estar empezando proviene cierto cansancio que Ramón comunica al lector ingenuo, cuando éste dice: «Sí, está muy bien, pero cansa un poco.» Y creen que es por la acumulación de imágenes. No. Es porque con Ramón hay que estar empezando a cada momento, porque él no nos lleva de principio a fin, como otros autores. Cuánto agradece el lector que le lleven. Era lo que más le agradecían a Ortega, por ejemplo. Pero Ramón, por primitivo y por vanguardista, está mucho más allá de eso, ha roto el discurso para siempre.
Del mismo modo que rechaza el rito en la existencia -títulos, honores, academias, sacramentos- lo rechaza en la obra. Lo que ritualiza la obra es el discurso, la ceremonia de la continuidad y la coherencia. Ramón no quiere ritualizar, sino jugar. Su prosa no se compromete a nada. Empieza a cada paso y puede permitirse la libertad de decir todo lo contrario de lo que ha dicho (por lo cual no incurre nunca en contradicción).
El juego es la crítica del rito. En la vida cotidiana, tan bien descubierta y observada por Ramón (a mí me interesa más el Ramón de lo cotidiano que el Ramón de lo excepcional), el hombre pasa del trabajo al juego y del juego al trabajo sin solución de continuidad. El rito es lo que viene a romper la curva de los días, a violentarla y solemnizarla: la política, la vía civil y pública, la conmemoración, la religión. La vida cotidiana es un trenzado artesanal de juego y trabajo que fascina a Ramón y a otros escritores de la época. (Recuérdese la teoría del hombre que trabaja y juega, el origen deportivo del Estado, etc.) El rito es la prótesis impuesta por el Poder.
Ramón, el bohemio que huye siempre, como un gato, de la ritualización de la vida, no lo hace para luego incurrir incoherentemente en el ritual literario, como tantos otros, sino que lleva su libertad a la literatura, trabaja escribiendo lo que se le ocurre en cada momento, sin más continuidad con la anterior que la que se produce naturalmente, porque ya Julián Marías nos advierte que el acto de pensar (pensar en línea recta y en proceso) es antinatural. Es una violencia que se le hace a la imaginación libre y asociativa.
El juego es la crítica del rito en el sentido de que por la verdad del juego vemos la mentira del rito. El rito ritualiza el juego, lo fanatiza, le da un contenido guerrero, religioso o práctico.
Los hombres jugando ociosos o trabajando en su trabajo libremente aceptado (ideal de todos los socialismos) resultan mucho más verdaderos y nobles que los hombres practicando el rito social, trascendental, militar o galante. La rara dignidad de los salvajes, los primitivos, los negros, los gitanos, les viene de que no han ritualizado su existencia común o individual, sino que conservan pura la continuidad juego-trabajo, alegría-esfuerzo. Al menos en contraste con el hombre blanco civilizado y tecnificado.
El rito es algo así como la militarización del juego, porque en principio fue el juego, claro. Ramón, sin plantearse seguramente nada de esto, juega como un primitivo y como un niño. Habla mucho de su trabajo y de lo que le cuesta, pero la verdad es que toda su obra tiene un planteamiento de juego, y de ahí le viene el fondo más verdadero de humorismo y de eso que los asnos solemnes llaman trivialidad, mucho más que de sus chistes y anécdotas, que no son sino la exteriorización más banal de su alma lúdica. Naturalmente que Ramón trabajó mucho durante toda su vida, pero lo que hace un juego de su obra es el carácter informal que siempre le imprimió, ese estar empezando y como diciendo a cada paso lo que se le va ocurriendo, sin premeditación ni deliberación. Ya he dicho, a propósito de Ramón y la novela, que la novela es deliberación (premeditación) y Ramón es el escritor menos deliberado del mundo.
Permanece fiel a su hallazgo de la vida cotidiana, y su escritura, aunque insólita, es, como vemos, la que mejor se corresponde con esa vida cotidiana, puesto que es escritura lúdica que jamás se constituye en discurso, jamás se ritualiza ni ritualiza la vida.
Esto tiene una consecuencia, y es el que parece que Ramón es un escritor sin intimidad ni dramas, que todo lo que dice, incluso lo más grave, lo dice tan bien que queda como no dicho, hieratizado por la belleza. De eso vamos a tratar ahora.