No hay más remedio que repetir lo ya dicho en este libro, y en tantos otros por tanta gente: las vanguardias de los años veinte, en España, fueron más fecundas en la poesía que en la prosa. Pero en España se hizo mucha prosa vanguardista y el fracaso general de esta prosa es lo que ha desacreditado a la larga el vanguardismo español. Una generación, una moda estética, una escuela, es siempre un señor y unos amigos. Los amigos se mueren irremisiblemente y el señor queda vivo para siempre.
Vivo, aunque muy olvidado, como es el caso de Ramón y de tantos otros. No es sólo que Ramón sea toda la vanguardia en España, sino que casi todos los vanguardistas son ramonianos, de Valentín Andres Álvarez a Francisco Vighi. Hay vanguardistas periféricos, como Arconada a Armeiruiz, vanguardistas erráticos, como Max Aub. Francisco Ayala, al que ya hemos citado, y que hizo el vanguardismo con la dignidad natural de toda su obra, emigra pronto hacia otros géneros más tradicionales. Bacarisse es un vanguardista delineado. Buñuel y Dalí se internacionalizan en seguida con el cine y la pintura. Domenchina no madura como vanguardista. Antonio Espina mantiene siempre su recia prosa castiza, incluso en la incursión vanguardista. Giménez Caballero ha hecho toda su vida un ramonismo de colegio, una especie de imitación desesperada e impotente de Ramón, pero en su Gaceta Literaria dio mucha vida al movimiento.
La evolución de Giménez Caballero hacia el fascismo (Ridruejo le llama el primer fascista español) no es casual, y ya alguien ha señalado que el vanguardismo degenera fácilmente en reaccionarismo, aunque las vanguardias de esta última parte del siglo tengan siempre un matiz de izquierdas. Lo que pasa, en puridad, es que la vanguardia, mal secundada por los movimientos políticos, acaba siempre por quedarse sola y un poco desorientada, y cuando languidece estéticamente, busca ese moridero de elefantes que es la cultura de derechas, para fallecer en paz.
Giménez Caballero, en el año treinta, monta su famosa encuesta sobre la vanguardia, encuesta realizada por Miguel Pérez-Ferrero en Gaceta Literaria. La inclusión del joven fascista Ramiro Ledesma Ramos, entre los encuestados nos da ya una idea de los novifascismos en que andaba metido el director de la publicación. Ledesma Ramos niega a los vanguardistas de golpe, con lo que se carga en un párrafo a la generación del 27, a los novelistas de la Revista de Occidente y a Ramón, seguramente ignorándolo todo ello y a todos ellos. Sus argumentos son los característicos argumentos fascistas: inculpar a los liberales y demócratas de conservadores, no desde la extrema izquierda, sino desde la extrema derecha. Para Ledesma Ramos, su amigo Giménez Caballero, recién afiliado al fascismo español, es el único vanguardista a considerar (no cita a ningún otro).
Seguramente ignoraba el joven y malogrado fascista que Giménez Caballero no era sino una imitación colegial, exasperada e impotente de un gran escritor español llamado Ramón Gómez de la Serna, que naturalmente no iba por entonces a apuntarse a ningún fascismo, y sólo muchos años más tarde -ya de puro viejo- se confesaría conservador (con toda inocencia política, como siempre). Jardiel Poncela hace un humor más evidente y popular que el de Ramón y su teatro y sus novelas son pura vanguardia y puro espíritu de los felices veinte, que, como se ha dicho con demagogia fácil, fueron felices para cuatro, pero que encuentran su justificación histórica como happies en el optimismo de época que ya hemos explicado.
Autógrafo ramoniano con el timbre de Prometeo, su revista de vanguardia
Benjamin James ha quedado como el prosista más consistente de la novela intelectual de la época, pero en realidad está más cerca del intelectualismo de la Revista de Occidente que de la alegre inconsecuencia -tan justificada históricamente- de la pura vanguardia.
Neville, con Jardiel y luego Tono y Mihura, ya en los años treinta, son la herencia española del humor italiano de vanguardia de Pitigrilli. Jardiel es quien primero descubre a Pitigrilli, rompiendo a la vuelta de un viaje todo lo que tenía escrito. Obregón y Robles se mueven también en la órbita del ramonismo. Samuel Ros es una escritor sensible siempre, y su vanguardismo está más en los temas y el planteamiento que en la dinámica de la prosa. El mexicano Torres Bodet convive un tiempo con los vanguardistas españoles y logra una prosa de vanguardia muy molturada. Ximénez de Sandoval se pasaría también al fascismo, en los años treinta, confirmando de modo alarmante la proclividad de la vanguardia hacia la derecha (pensemos asimismo en el entonces vanguardista Eugenio Montes). Pero esta proclividad está sobradamente compensada con la nómina de los vanguardistas que acabaron en el puro marxismo, con lo que el resumen viene a ser el de antes: que el hombre embarcado en una aventura estética arriesgada se queda siempre más corto que la propia aventura, porque la vida suele durar más que la obra -ay-, y uno acaba acogiéndose a cualquier tipo de clasicismo, que siempre ofrece un simulacro de inmortalidad o respetabilidad.
Ramón Gómez de la Serna, que se proclama vanguardista para siempre en la ya citada encuesta del año treinta, ha pagado eso con un sabor de época que a ratos le envejece mucho el estilo. Otros alternan de por vida experimentación (ya muy estereotipada) con formalismos, como Gerardo Diego, y alguno quiere repetir el milagro picassiano de estar en todas las vanguardias, de ser él la vanguardia permanente.
Tras cualquier repaso a los vanguardistas españoles, a la prosa española de vanguardia de los años veinte, nos queda siempre la impresión de que los vanguardistas fueron un poco paletos del mundo, paletos de Nueva York, concretamente, así como los modernistas habían sido paletos de París. Esto concierne también a los vanguardistas europeos. Incluso García Lorca incurre en el rito del viaje a Nueva York y el libro subsiguiente, pero en Poeta en Nueva York, de Lorca, ya no hay optimismo de época, sino pesimismo y crítica -ese es su acierto-, porque el libro pertenece al vanguardismo y el surrealismo tardío.
En los prosistas españoles de vanguardia hay una continua alusión al cine, que llaman cinematógrafo. Todos incurren en la palabra film antes o después. «Yo nací, respetadme, con el cine», me parece que dice, más o menos, un verso de Alberti. Todos están fascinados por la gran ciudad, por los nuevos medios de comunicación, por el telegrama y el aeroplano, y según el talento de cada cual hacen un uso irónico o no de estas cosas. Hay una relación clara entre cosmopolitismo y vanguardia. A la vanguardia europea y española la mueve una razón romántica, el progreso, y una razón antirromántica: el internacionalismo. Con las vanguardias mueren los nacionalismos románticos. El vanguardista quiere ser de todas partes.
Este cosmopolitismo pueril, que estaba ya en D'Annunzio y que está en Paul Morand, en toda la novela galante de la época e incluso en la poesía, es el aspecto degradado de un internacionalismo que es lo que más hermana a los vanguardistas con los comunistas, una especie de libertad en acto, cuando los nuevos escritores que se creen ya libres confunden aun libertad con velocidad. Creen que son más libres, pero sólo son más veloces. Tardarían muchos años en darse cuenta de esta cosa tan sencilla.
Con este cosmopolitismo de los vanguardistas españoles, franceses, etc. (las novelas de Jardiel hacen burla de eso, sin dejar de estar fascinadas por los Grandes Expresos Europeos y la Torre Eiffel), contrasta el madrileñismo de Ramón. Ramón, que es un internacionalista que viaja mucho, un madrileñista acérrimo que se está escapando siempre de Madrid, sabe de alguna forma que sus mejores páginas las consigue siempre con el tema local, nacional, madrileño, español en suma. Y tiene casi siempre acierto -tan patente en novelas como El gran hotel- de adoptar el punto de vista del palurdo español cuando se enfrenta con el gran mundo. La vanguardia es cosmopolita por reacción contra los cerrados nacionalismos del XIX. Ramón hace cosmopolitismo irónico, por si acaso, y sabe que, en último extremo, la novedad -y la perennidad- no la da el avión, sino el estilo.