El Rastro, que es la muerte y resurrección de la vida cotidiana, es también la apoteosis de lo cursi. Lo cursi, que luego se ha llamado camp, también por iniciativa de Susan Sontag, es la vida cotidiana endomingada.
Lo cursi es la mediocridad que se cree sublime. Cuenta Julián Marías que en los años cuarenta, a la vuelta de Ortega, fue con el maestro a visitar una sala de conferencias donde éste tenía que hablar aquella tarde. Se quedaron desolados por lo cursi del local, hasta que Ortega reaccionó diciendo:
– Bueno, lo cursi abriga.
La frase es de Ramón, buen amigo de Ortega, y está ampliamente desarrollada en su ensayo sobre lo cursi, publicado en Cruz y Raya. Hasta el punto de que es la tesis, pudiéramos decir, de dicho ensayo. Ramón ve lo cursi como la superación de lo cotidiano. Lo cursi es cursi porque es mediocridad trascendida o prevaricada. Y en el Rastro se ve bien lo cursi que somos, que hemos sido siempre, porque unos objetos, al perder función ganan poesía, pero otros, al perder poesía (lo que en su tiempo se consideró poesía), quedan sencillamente cursis.
Ramón es partidario de lo cursi porque en lo cursi hay una adhesión a la vida, un entusiasmo cándido por vivir, por embellecer los días, por decorarlo todo hasta la saturación, por tapar todas las rendijas de intemperie con burletes de intimidad y felicidad. Lo cursi, en fin, abriga. Es un exceso de confort, de supuesta belleza, que se le pone a la vida. Lo cursi nace, pues, de un temor a la muerte, al paso del tiempo. Temor no asumido, no enfrentado, sino ahuyentado mediante la beatería del adorno.
Lo cursi es una voluntad de que la vida sea bella por encima de todo. El lazo que se le pone a la plancha para decorar la dura tarea de planchar la ropa, es cursi porque supone una resignada ilusión, una ilusionada resignación, unas ganas de vivir no resueltas. Ramón, que es de naturaleza optimista y se nutre de optimismos para vivir, comprende bien el anhelo cursi de los seres infelices. Lo que pasa es que lo cursi supone un anhelo de felicidad malogrado estéticamente. Lo cursi es el equivalente del barroco, un equivalente menestral y frustrado, porque también el barroquismo -todos los barroquismos- quiere llenar huecos, siente horror del vacío y corrobora la vida con más vida para negar la muerte.
Es lo cursi un barroco doméstico. Nace del mismo impulso que el barroco, pero se malversa estéticamente, sustituye con purpurina los oros barrocos. Ramón, que es un gran barroco, reconoce en lo cursi al primo endomingado del barroquismo. Lo cursi es cursi porque insiste demasiado en la felicidad de la vida, y todo se queda cursi en el Rastro, con el tiempo, porque la muerte ha dejado fuera de época esa felicidad.
Con qué afán quisieron ser felices los muertos. Su fe en la vida nos resulta hoy cursi. Es lo que le conmueve a Ramón de la cursilería. Es lo que le hace ver cursi el mundo. Los cursis adornaron demasiado la vida, y ahora ya están muertos. Claro que la cursilería entra también en la muerte -ahí están los cementerios-, y de eso hablaremos al hablar del libro de Ramón sobre los muertos y las muertas. Lo cursi, histórica y estéticamente, es una herencia pervertida del XVIII y el XIX.
Lo cursi, en esencia, es lo mismo que el gran arte. Se mueve frente a la muerte, trata de borrar la muerte con la creación y el adorno. Pero lo cursi no tiene armas, se nutre de materiales de segunda mano, y por eso es conmovedor. Es la aventura estética de los mediocres.
Ramón ama lo cursi porque ama la vida cotidiana, y lo cursi es vida cotidiana pervertida en belleza, en supuesta belleza. Si en la vida cotidiana ha sabido ver Ramón como nadie la dulce incertidumbre del ser humano, su anhelo tímido de felicidad, en lo cursi asiste al ensoberbecimiento de ese anhelo. Lo cursi es la importancia de crear cuando esa impotencia se vuelve creadora. Estas cosas, muy de otra forma, son las que viene a decir Ramón en su ensayo sobre lo cursi, uno de los más bellos y ramonianos que escribiera. El hombre que hizo el gran hallazgo silencioso de la vida cotidiana, entre el folletín del realismo y el cosmopolitismo de las vanguardias, no podía ignorar la otra cara de la existencia vulgar, la cara supuestamente sublime de lo usual.
Insiste Ramón, con muy diversas palabras, en que lo cursi abriga, porque lo cursi es recargado, defiende de los fríos de la muerte y del invierno. Lo cursi es siempre un exceso, algo que sobra, y ese sobrante se ha colocado ahí, no sólo por voluntad de estilo, sino por miedo a la muerte. Toda corroboración de la vida viene de un miedo de morir.
Y lo cursi corrobora la vida como nada. El gran arte, en general, pone en cuestión la vida y la muerte (aunque con su solo nacimiento esté tomando parte por la vida). Lo cursi es cursi porque no pone nada en cuestión, sino que da por supuesto que la vida es bella, que la belleza es bella. Esto diferencia el arte cursi del que no lo es: que el arte es una pregunta por el mundo, una lectura del mundo, como hemos dicho en otro momento de este libro. El arte es una incerti- dumbre, aunque por momentos sea una incertidumbre gloriosa y afirmativa. El arte sin incertidumbre se vuelve cursi. Hemos dicho que Ramón se propone ser feliz en vida y obra, y esta es su genialidad, pero Ramón hace este proyecto existencial contando con la muerte, integrándola en su programa, sabiendo que siempre se es feliz a pesar de la muerte. A pesar de. Lo cursi no cuenta con la muerte, no pone nada en cuestión. Por eso todo arte entusiasta acaba resultando cursi, con el tiempo, aparte su calidad.
Lo que salva a Ramón de ser un cursi, siendo como es un profesional del optimismo, un corroborador de la vida, es que se le ve vivir, asistimos a la frustración constante de su proyecto de felicidad. Ramón es feliz al precio de una resignación, como todo el que es o se cree feliz.
Ramón elige la pobreza, la marginación, la bohemia, la soledad, la noche. Ramón sabe lo difícil que es esa cosa sencilla de ser feliz. Ya hemos citado la famosa frase de Gide según la cual no es posible hacer buenas novelas con los buenos sentimientos. Puede valer como otra definición de lo cursi. Los buenos sentimientos suponen una caritativa ignorancia de la muerte y el mal, y la caridad no es un género literario. Si Ramón hace buena literatura -no buenas novelas- con los buenos sentimientos, es porque sabe en todo momento lo que le cuestan, lo que le traicionan. La bondad es cursi en la medida en que quiere ignorar el mal. Ramón no ignora el mal, sino que lo margina en la mayor parte de su obra. O, más bien, lo hieratiza, lo congela, lo deja en estética, como ya hemos visto en «Intimidad y drama» y otros capítulos. Ramón, primitivo y lúcido, clarividente e intuitivo, siente una infinita e irónica nostalgia por lo cursi, pues que lo cursi es la ignorancia del mal, la incultura, y él lleva toda la vida fingiendo esa ignorancia, imposible para su genialidad.
Canta lo cursi como lo que resguarda en la vida, porque lo cursi es el camino que él habría tomado si fuese tonto. No hace falta citar ejemplos de poetas, escritores y artistas cursis, porque son obvios. Aparte su mayor o menor calidad estética, el cursi es cursi porque se propone corroborar la vida con un entusiasmo excesivo. Adornar la vida. El adorno es corroboración. Ramón parece haber encontrado una huella de la felicidad posible en la vida cotidiana, pero siempre hay incertidumbre, resignación, paso del tiempo que no pasa, en sus visiones de la felicidad sencilla.
La diferencia es esta: Ramón nos da la vida y lo cursi nos da la corroboración de la vida. Una suplantación. Palomas con lentejuelas, sillas con lazo, amantes con rubor de manzana, orinales con lunares. Ramón ama lo cursi porque en los nidos de la cursilería se refugia la existencia, se almacena el tiempo, pero su amor por lo cursi es irónico y enternecido porque sabe que tanta porcelana y tanto tisú no sirven de nada a la hora de parar la muerte. Ramón ama lo cursi porque sabe que él es, precisamente, el que se ha salvado de la cursilería.