6. APOLLINAIRE

«Estás cansado de vivir en la antigüedad griega y romana», dice Apollinaire. «Incluso los automóviles tienen un aire antiguo.» Apollinaire, padre de vanguardias, mantiene sobre sí la luz del mundo clásico. Las vanguardias son un clasicismo en cuanto que quieren exaltar el mundo de las formas, vivir a plena luz. Las vanguardias vienen a romper con el mundo burgués, pero eso supone siempre empalmar con el mundo clásico una vez más.

No hay otra opción. Atenas o la ciudadela medieval. El hombre elige vivir en este mundo o vivir en el otro, según las épocas. Vivir en clásico o vivir en romántico/medieval. Sólo el surrealismo (al que hay que poner tan aparte de las vanguardias generales como luego veremos) evita la luz y hace carrera en la sombra. Apollinaire quería luz, más luz, como Goethe. Breton consume oscuridad, Apollinaire hace una exaltación esteticista y lírica de la Iglesia católica, que, con otros rasgos, prefigura en él un vago prefascismo, como por otros caminos en D'Annunzio.

Dice que ha visto por la mañana una calle nueva y limpia que «era el clarín del sol». Hay que leer a Apollinaire persiguiendo la imagen, la metáfora, la greguería. Cada revolución creadora pone el énfasis en un aspecto de la creación total: la imagen, el pensamiento, el sentimiento, el clima, la música, la vaguedad, la precisión. No hace falta darle nombre de persona a cada una de estas opciones. Una nueva escuela no es sino la consagración de un rasgo a costa de los demás. El Romanticismo consagra el acento, el Modernismo la música, las vanguardias, casi unánimemente, la imagen.

«Estamos hechos de la materia de nuestros sueños.» Borges estudia todos los posibles sentidos que esta frase podría tener para Shakespeare. Al fin se queda con la hipótesis más modesta y más verosímil: esto no era para Shakespeare más que un acierto fricativo, un roce y un gozo de palabras. Los vanguardistas deciden que la poesía no es más que una libérrima creación de imágenes. Ramón Gómez de la Serna ni siquiera encadena más o menos ingeniosamente las metáforas en el collar de un poema: las da sueltas y las llama greguerías. La greguería es, en principio, el hecho funcional de sacar una metáfora de su contexto.

Así, Apollinaire está lleno de greguerías. Ha fingido una organización para ese sistema de imágenes. Ramón no sólo rompe el discurso en prosa, sino también el discurso en verso. La metáfora sola, suelta, queda mucho más injustificada y desvalida. Es una cosa. Algo que se ofrece inmotivadamente a nuestra atención. Está en la sensibilidad y la estrategia de Duchamp.

«Es Cristo que sube al cielo mejor que los aviadores.» La frase es pueril, como otras de Apollinaire. La vanguardia optimista -Ramón, Apollinaire- no renuncia a lo fácil, a lo pueril. Los simbolistas dan a lo sagrado un tratamiento blasfemo. Los vanguardistas, un tratamiento mecánico. Actualizan ingenuamente las viejas imágenes religiosas.

«Siglos colgados», dice el poeta de pronto. García Lorca hablará de los toros de Guisando «como dos siglos de piedra hartos de pisar la tierra». La vanguardia maneja las magnitudes históricas con desenfado, con desenvoltura. Esa es otra de sus constantes, lo que le da mayor aire de modernidad. Cristo sube más que un avión y los toros de Guisando son siglos de piedra. La cultura ha sido tratada siempre por la cultura de una manera reverencial. Incluso en los supuestos críticos. Sobre todo en los supuestos críticos. Dadá, las vanguardias y el surrealismo quieren hacer iconoclastia y tratar la cultura anterior de una forma festiva o destructiva. En el mejor de los casos, de una manera esteticista, haciendo de un mito un objeto, nunca una enseñanza.

Se trata evidentemente de una revolución cultural. Pero de una revolución menor. Con toda su virulencia ocasional, Dadá y el surrealismo han sido fácilmente integrables. Apollinaire tiene un fondo optimista y burgués -de burgués exaltado- que le hace el más integrable de todos.

Ramón Gómez de la Serna, muy poco radical, salvo en los primeros tiempos, ejemplifica bien el desprecio por la tradición cultural. Le basta con la ignorancia. No habla de la mitología para bien ni para mal. Sitúa al hombre en la vida cotidiana. Le emparenta con su general familia costumbrista o estética, pero nunca con los dioses. Ve la humanidad por vetas: los tristes, los gordos, los tocadores de flauta, los enterradores, los artistas de circo. Ramón es más actual que todos los modernos demoledores de estatuas. Él ni siquiera ve las estatuas, al pasar, o las ve como cosas. Una estatua puede ser para él un tintero grande. Raramente denostará o cantará al estatuado. Apollinaire tiene una piqueta de luz para demoler los monumentos de la Historia. Ramón se sienta en ellos a comer tortilla. No necesita borrar la Historia, porque ni aún la considera.

«Escribo únicamente para exaltaros, oh sentidos, oh queridos sentidos, enemigos del recuerdo, enemigos del deseo.» Con estos versos, Apollinaire está explicitando lo que es la ética y la estética de las vanguardias, que nacen de él en buena medida. Un instalarse en los sentidos, vivir en ellos y desde ellos. Los sentidos nos dan imágenes, metáforas a punto. Los sentidos son «enemigos del recuerdo y del deseo». Se ejercen sobre el puro presente. El poeta de los sentidos es el poeta de presa que está siempre al acecho, cazando hermosas piezas de luz, metáforas. La vanguardia viene a abolir todo el sentimentalismo romántico/burgués, la poesía de los sentimientos, de las nostalgias, de los recuerdos. Ya sólo queda Apollinaire, con su poesía plástica que dibuja el presente, y Valéry, con su poesía de la inteligencia, de donde nacerá la llamada poesía pura (pura de excrecencias sentimentales). Este radicalismo tiene en Apollinaire una connotación de crueldad solar. Ramón Gómez de la Serna, sin caer en psicologismos ni sentimentalismos, lo irá atenuando con la humildad de la vida cotidiana. Ramón le quita soberbia a las vanguardias.

«Del rojo al verde todo el amarillo se muere.» Apollinaire ve cosas, y más cosas dentro de las cosas, más colores dentro de los colores. Juan Ramón Jiménez escribiría poco más adelante aquello de «un incoloro casi verde». «Hay un poema que hacer sobre el pájaro que no tiene más que un ala.» Apollinaire utiliza a lo largo de su obra, como una recurrencia, esta imagen real del pájaro unialado. Las cosas raras, los caprichos de la naturaleza le fascinan como a Ramón y a toda la vanguardia. Porque vanguardia era mirar lo cotidiano como insólito, pero cuando lo insólito se presenta por sí mismo, en la vida -pájaro de una sola ala-, la vanguardia se encuentra (por decirlo de una manera vulgar) con la horma de su zapato. Y entonces utiliza directamente, como si fuese una creación poética más, esa imagen que le brinda el mundo.

Ramón ha mirado lo cotidiano como insólito, y esa es una de sus mayores grandezas, como vamos o iremos viendo en este libro. Pero al mismo tiempo busca lo insólito en la vida y en las cosas, busca pájaros de una sola ala y chimeneas de latón derribadas por el viento, que recoge y lleva a casa «como la armadura de un caballero medieval, quizá de Garcilaso». Para Ramón, para Apollinaire, para la vanguardia, no hay objetos sólitos e insólitos, como para el poeta no hay palabras nobles e innobles: todas son nobles e innobles, todas son palabras.

Si vuelven insólito lo cotidiano, las vanguardias también cotidianizan lo insólito. Una insólita chimenea en el suelo no es más que la coraza perdida de un caballero medieval, seguramente herido en la noche. Lo insólito se explica por elevación, llevándolo a otro plano. Apollinaire desearía que todos los pájaros tuviesen un ala, y entonces buscaría por el mundo el ave de dos alas. Ramón desearía encontrarse, en sus nocturnas paseatas madrileñas, caballeros con armadura, del siglo XVI, para tenderles naturalmente una mano y llevárselos a Pombo a reponer fuerzas.

Hemos dicho en este capítulo que la vanguardia maneja con desenfado las magnitudes históricas. La abolición del tiempo es ante todo una abolición de la muerte, y la vanguardia necesita esto para alimentar su optimismo.

«París Vancouver Hyéres Maintenon Nueva York y las Antillas.» El cosmopolitismo de los vanguardistas, del que nos ocupamos en este libro, nace de versos como el ahora citado, que pertenece al poema «Las Ventanas», de Apollinaire. Unamuno -ruralismo, casticismo- enlazaba nombres de pueblos españoles. Apollinaire hilvana sin puntos ni comas sugestivos nombres del mundo. Ciudades e islas. Proust dice que el ensueño de la palabra Venecia es siempre superior y más rico que la Venecia conocida luego, en los viajes. Cuando el mundo empezaba a ser la aldea planetaria, Proust y Apollinaire se deslumbran con la cercanía/lejanía de unas ciudades que los nuevos medios de comunicación ponen a su alcance con facilidad casi obscena. Ramón, más cazurro, socarrón y madrileño, dirá que «el mundo no es tan mundo como parece». Pierde pronto la fascinación de las ciudades. Su vanguardismo es menos cosmopolita que el de Apollinaire, aunque él viajó mucho. Lo que Apollinaire tiene de maestro disperso, hipotético, casual y simultáneo de Ramón, simultáneo del supuesto discípulo, queda compensado -¿y superado?- por el acendramiento ramoniano, que como hemos visto y veremos en este libro, se concentra en círculos de existencia muy cerrados y dibujados, para ser una y otra vez «el andarín de su órbita». Una vez más -como pasa siempre con todo- su limitación, su españolismo (no absoluto ni cerrado, como sabemos) es la contrapartida de su amonedamiento, de su autenticidad, de su pro- fundización en algo que de verdad le importaba e iluminaba más que lo insólito: o sea lo cotidiano.

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