Ramón escribe la biografía de dos clásicos españoles: Quevedo y Lope. Ya en la biografía de Quevedo nos advierte que Quevedo no es el que es, sino el que quisiéramos que fuese. O sea que hay una imagen de Quevedo -como de Lope y de otros clásicos- que no se corresponde exactamente con la realidad. En el clisé culturalista que nosotros hemos forjado. Ramón denuncia así, sencillamente, sin énfasis algo que nadie se atreve a confesar: que los clásicos casi siempre decepcionan, que el tiempo los torna ingenuos o primitivos. Claro que aquí habría que recordar la frase de Eliot: «Lo que nosotros tenemos sobre los griegos son precisamente los griegos.»
Ramón dice que Quevedo no escribió los libros que habría tenido que escribir, los que le corresponden en una imagen ideal culturalista, y es verdad. Pero, una vez enunciada esta verdad, Ramón ya tiene patente para lanzarse a inventar un Quevedo, pues que el Quevedo real nos decepciona un poco, no está a la altura de sí mismo en todo momento. Un clásico no pudo preverse clásico en vida, no pudo ocuparse de llenar el gran espacio cultural que luego le atribuye un país. Un clásico no sabe que va a ser una institución. Y por eso no siempre está a su propia altura. Lo que ocurre, naturalmente, es que al clásico le estamos exigiendo, no lo que él era y daba, sino lo que de él hemos hecho, y el clásico no siempre responde.
Entre el clisé cultural o la realidad erudita, Ramón elige una tercera vía: se inventa su Quevedo o su Lope. Con materiales de la erudición y del tópico, con intuiciones personales, con lecturas muy nuevas de la obra del clásico, Ramón hace, no el Quevedo que fue, sino el que hubiera debido ser. Tenemos que aceptar de entrada este juego y comprender que estamos también ante una biografía fingida.
Fingida, en este caso, porque Ramón no va a investigar ni hagiografiar al personaje, sino que va a repensarlo, a sentirlo y presentirlo, a intuirle. Sus biografías de Quevedo y Lope son bellísimas porque él sí que hace vivir a los clásicos -mucho más y mejor que Azorín-, y porque sabe meter dentro del muñeco erudito un hombre actual con emociones actuales. Ramón está muy cerca de Quevedo en la herencia barroca, y también se le ha relacionado con Lope por la fecundidad. Hace de ambos unas magistrales biografías fingidas que nos aproximan, no al clásico tal y como fue -cosa problemática o imposible-, sino tal y como podemos presentirlo hoy.
La biografía de Quevedo presenta, naturalmente, mayor interés, pues que las afinidades entre biografiado y biógrafo son enormes. En ella, Ramón continúa la lista quevedesca de los modorros con la suya personal de los ceporros, o bien nos dice que Quevedo era un caballero «que trasnochaba de día». De los caballeros de capa y espada que mueve Lope en su teatro, dice que abrían una puerta «como sacando una espada». Con un solo rasgo vivificante -una greguería-, Ramón pone en pie el mundo del clásico. Sería fácil decir que hay greguerías en Quevedo (más adelante formularemos nuestro análisis de la greguería). Claro que las hay. Porque la greguería no es sino una metáfora barroca, una metáfora que cierra completamente su voluta -obsesión ramoniana de la circunferencia-, sin dejarla en el aire, como lo haría, por ejemplo, Bécquer.
La puesta al día de Quevedo mediante las vanguardias europeas de principios de siglo da como resultado a Ramón, Quevedo, Vélez de Guevara, Torres Villarroel, Larra, Valle-Inclán y Gómez de la Serna establecen una línea muy enérgica de continuidad dentro del castellano más creador, exasperado y fecundo. Son la línea rebelde del castellano que se innova siempre a sí mismo, línea que corre paralela a la otra más serena, conservadora y fría de Cervantes, Feijoo, Valera, Azorín. La alternancia armónica de estas dos corrientes del castellano sólo se rompe, en nuestra literatura, con la irrupción «garbancera» de Galdós o él realismo descalabrante de Baroja.
Ramón se trabaja al clásico como un objeto. Como un objeto del Rastro. La biografía de un clásico es su biografía ideal porque es una biografía fingida. Nunca puede ser de otro modo con un muerto. Así que Ramón va estofando de anécdotas, imágenes, metáforas y colores las figuras de Quevedo y Lope. Se ve que lo que realmente le fascina de los clásicos no es lo que tienen de clásicos, sino lo que tienen de actuales, y les incorpora emociones y sucesos del Madrid de hoy. Por una parte, el clásico se va transformando, como decimos, en un bello objeto, en una especie de candelabro literario, y por otra se nos acerca con inmediatez de contemporáneo. Este desnivel es muy del descuido ramoniano.
Lo genial, en Ramón, es que consigue conjugar ambos niveles y que le aceptemos al Quevedo recamado de literatura y al Quevedo que es casi un socio elegante y golfo del Círculo de Bellas Artes paseándose por la Gran Vía. Ramón sabe, en el fondo, lo que sólo saben los poetas: que el tiempo es siempre igual y que las emociones son siempre las mismas. Prescinde, pues, de la distancia, y no queriendo enterarse mucho de erudiciones, se afana por intuir lo que les pasaba a Quevedo o a Lope en aquel Madrid que era un corralón empedrado con algunos adoquines de oro. Aquí tocaríamos una de las cuerdas privilegiadas de la sensibilidad ramoniana: la emoción del tiempo, esa emoción que está en Azorín, pero ya muy enfriada. Ramón, hombre primitivo, hombre en su circunferencia, tiene la intuición general de que el tiempo está quieto, de que el tiempo se abolsa en pozos secretos, como el petróleo, y toda su tarea de escritor consiste en ir descubriendo esos pozos.
El tema de los clásicos, para Ramón -como para Azorín-, es realmente el tema del tiempo. Esa fantasía realísima y desconcertante de imaginar a un hombre viviendo hace tres siglos. O cincuenta siglos. ¿Qué es el tiempo, cómo era el pasado cuando el pasado era actualidad radiante? Huyendo del tiempo cotidiano que fluye, Ramón conecta de vez en cuando con esa otra corriente de tiempo que no es corriente, sino enlagunamiento, tiempo parado, intemporali- dad. Cuando se ha tocado ahí, ya es fácil ver vivir a Quevedo, a Lope, a los románticos, a los clásicos griegos. Lo que creemos el tiempo no es sino nuestra impaciencia. Toda la obra de Ramón es una lucha contra la impaciencia, una lucha por conquistar su calma de gordo, su intemporalidad, el presente absoluto en que para él se mueven las cosas. Cuando realmente toca la calma (que no es muerte, como en Freud, sino presente total), es cuando mejor nos comunica esa placidez que es el aura de toda su obra, un aroma de vagancia al sol que le emparenta una vez más con Heráclito. Todo fluye, sí, pero esa fluencia no es sino la condición dinámica de la quietud, puesto que todo fluye hacia ninguna parte.
Ramón busca corralones de tiempo donde estacionarse, y ahí es donde se encuentra con Quevedo y Lope, en su Madrid, de modo que las biografías le nacen también de una motivación lírica, como las novelas, y no de una motivación histórica. Le nacen de la emoción del tiempo.
La biografía se escribe a partir de una motivación histórica, como la novela a partir de una motivación épica -la lucha del hombre contra las instituciones- y la comedia a partir de una motivación dramática. Pero Ramón escribe sólo a partir de motivaciones líricas. No hace sus biografías desde la Historia, sino desde la lírica. Lo lírico no es otra cosa que la emoción del tiempo. Ramón, en sus biografías de clásicos y románticos, nos da lo que no nos dan historiadores, eruditos ni biógrafos de profesión: una intuición y un bloque áureo de tiempo sorprendido.