Pombo, el Rastro, el circo. Ramón va buscando círculos cerrados, como ya hemos dicho, pero va buscando también sociedades abiertas, formas más libres de convivencia que las impuestas por el rito burgués, militar o clerical.
El café supone la convivencia abierta donde uno entra y sale cuando quiere. Nadie le pide cuentas a nadie. El Rastro, igualmente, es la asociación fortuita, azarosa y poética de los objetos, liberados ya de su utilidad y de la escala de valores que les da el rito. El circo, en fin, es rito puro, ritual consumado, pero consumado como juego.
El circo es la entronización del juego, un falso rito en el que todo es posible, y en cuyo redondel, como en el de los toros, se sustituye la tragedia de la vida por la tragedia posible, por la muerte siempre en albur del torero, el trapecista o el domador. Si alguno de ellos muere, morirá jugando, que es otra forma de morir. La única alternativa posible a la muerte. Entre el cáncer y el suicidio, sólo hay una tercera puerta, más digna y más irónica, que es la muerte del que juega, la muerte del torero, del domador, del equilibrista.
Ramón va al circo a vivir la apoteosis del juego, a compartir una forma de sociedad en la que un hombre puede pasearse vestido de lentejuelas y otro con una cebra de la mano. Ramón no se resigna a la sociedad civil, ritualizada, y buscará siempre estas otras formas de asociación humana más libre e incluso insólita. Y cuando esto falta en la vida, es él quien lo aporta, y en este sentido puede entenderse a Byron, a Wilde, a Apollinaire, al propio Ramón. Quisieron hacer de su vida una obra de arte también por esta razón: porque siendo ellos la fiesta, se aseguraban la fiesta para siempre.
No hay que ver sólo imposición del yo, esnobismo o soberbia en el que hace de su vida una obra de arte, de su persona una fiesta, sino precisamente un sentido festival de la existencia. Ramón ha de romper siempre el contexto bur-gués, cuando no tenga más remedio que compartirlo. Él mismo cuenta que es el que ha hecho las grandes boutades y las grandes audacias en las cenas, para liberarse de ellas. Claro que todo esto está hace mucho tiempo diagnosticado como bufonismo por los profesionales de la revolución. Como una manera de burguesía residual. Esto sería así, en el caso de Ramón, si su sentido del juego no le hubiera mantenido marginado de los negocios burgueses hasta el límite del hambre. Por otra parte, hay que ver con qué elegante facilidad se integran en el juego de lo establecido los revolucionarios de todas las revoluciones, cuando llega el caso. En Ramón, nada de lo que hacía era premeditación política, sino una conducta pura de primitivo que se niega al rito porque no lo entiende. La acusación de bufonismo hacia el artista, hecha desde la revolución, es ya tópica y está desacreditada. Pero, sobre todo, es inaplicable en el caso de Ramón o Valle, grandes hambreados de la literatura española de este siglo.
Ya es sabido que Ramón llega a escribir un libro sobre el circo y recibe un homenaje circense en París, y da una conferencia subido en un elefante. Todo esto pertenece al Ramón insólito, que está muy dentro de una especie de dadá alegre, que era lo de la época. Y he confesado que prefiero el Ramón de lo cotidiano al Ramón de lo insólito, pero es que, además, habría que averiguar qué le pasa al hombre cotidiano cuando aborda lo insólito, en qué medida está realizando o aboliendo su cotidianidad. Ramón mismo nos cuenta que después del homenaje luminoso del circo se encuentra en seguida solo en la noche de París.
Vuelve a ser un palurdo español. Lo insólito es una existencia que dura poco.
Más importante que la afición de Ramón a los payasos es el propio payasismo ramoniano, el payasismo que hay en su vida, lo que él tiene de payaso deliberado, intelectual y rompedor. Ya lo hemos comentado: la propia vida como obra de arte, de los románticos y de Oscar Wilde. Ramón no quiere ser sublime sin interrupción, como Baudelaire, pero sí ser ingenioso sin interrupción, ser divertido sin interrupción, ser popular sin interrupción. Ser Ramón sin interrupción.
De muy joven ya comete algunos excesos anarquistas. En seguida se compone una cabeza con las patillas de torero y la pipa. Luego cruza Madrid en moto. Se sabe feo y poco agraciado de figura, de modo que ejerce el antidandismo de su llaneza, de su facundia, de sus pantalones arrugados. Está a gusto en la vida como sólo están los feos.
En una película de Giménez Caballero, titulada Esencia de verbena, aparece Ramón matando un toro de madera. Siempre hizo espectáculo de sí mismo, de sus bolas de cristal, de su muñeca de cera, que era ya como una burla del matrimonio burgués. Dio conferencias sacando cacharros de una maleta e improvisando sobre ellos. Algunas las iniciaba rompiendo un objeto de mal gusto con un martillo. Daba una conferencia sobre el Greco con una reproducción del caballero de la mano al pecho, y al final de la conferencia, al caballero se le caía la mano.
Está todo esto entre el puro dadá y la broma española de siempre. El payasismo de Ramón, sostenido en unas ocasiones con más fortuna que en otras, es el espectáculo de un introvertido hacia afuera que ha decidido hacer la crítica del rito mediante el juego. Seguramente no le entendían. Parece que en sus últimos tiempos, en su piso de Buenos Aires, se empeñaba en explicar a los visitantes el moderno fenómeno de la alegría como la venganza del polvo contra un mundo demasiado aséptico.
Con esta página comienza uno de los libros más entrañables, regocijantes y luminosos de Ramón: El circo
Hizo payasismo casi hasta la muerte.
Preferimos, sí, al Ramón paseante de la vida que va como uno más entre las gentes de Madrid o del mundo, observando cómo la felicidad está en mitad de la calle, sin que nadie se detenga a cogerla. Preferimos el hombre que trabaja toda la noche en su casa, que escribe hasta el alba, que podría exclamar, como el otro:
– Y me moriré sin haber expresado el grito de las gaviotas.
Porque esta era la cuestión: expresarlo todo. Necesitaba expresar el mundo. Hay escritores que necesitan expresarse ellos, decir lo que piensan, imponer su opinión. Hay escritores que necesitan crear complicadas tramas de sentimientos que vienen a repetir inútilmente el folletín de la vida. Pero hay una raza de escritores que lo que necesitan es eso, expresarlo todo, convertirlo todo en literatura: el grito de las gaviotas, la soledad de las habitaciones donde no hay nadie, el luto de los viejos, la luz de las muchachas, el olor del té de los enfermos, el cansancio de los espejos, la unamidad de las calles. La transformación del mundo entero en literatura es una especie de monstruosa deglución a la que se entregan algunos escritores. ¿De dónde viene esta necesidad? Es la vieja necesidad de apropiarse el mundo, que cada cual realiza de una forma. En este caso, el menester del escritor es gozoso y angustioso. Quizá se trate de una variante de la imposición de la personalidad. Pero es, en todo caso, una variante noble, neurótica y profesionalmente deformada. Existe, sí, esa necesidad de traducirlo todo a literatura, de encontrarle a todo su equivalencia literaria. No se sabe bien si es una exigencia del idioma o una exigencia del mundo.
Y eso es lo que hizo Ramón como nadie, gran amanuense de esa exigencia. Pero, además, llenó la vida de payasismo, de la misma manera que algunos de sus contemporáneos, porque era el único recurso que tenía para implantar el reino de la libertad y el juego en mitad del rito.
Lo que más admira Ramón del circo son probablemente los payasos. Quiso meter incongruencia en la vida y en la literatura, no por hacerse notar ni porque no sirviera para otra cosa, sino porque el orden establecido se le hacía invisible o se le hacía de hierro, alternativamente, como a Rimbaud o a Dylan Thomas, y entonces tenía que crearse su propio orden, que nacía del juego. Ramón disfruta una popularidad agresiva, en los años veinte. Hace payasismo y ramonismo en la calle. En la escritura destruye el discurso y en la vida destruye el rito. Entre el payaso y el dandi, elige el tipo del payaso porque para dandi no sirve. Lo que hay en su payasismo, quizá, es un dandismo frustrado.