Dice una greguería del Diario póstumo: «En los ojos del gato hay la tristeza de no poder ser más que ojos de gato.» Se repiten en todo el libro estas antigreguerías. Y las llamo así porque, aunque tengan la apariencia de la eterna greguería ramoniana, son en realidad su negación. La greguería, como la metáfora, no hace sino relacionar unas cosas con otras, animar una imagen poniéndola en contacto eléctrico con otra imagen. Pero los ojos del gato, de pronto, ya no son relacionables con nada, sino que se quedan en ojos de gato, y esa es su tristeza y ése su único mensaje.
Elijo esta greguería porque da tono a todo el libro. A Ramón se le han cortado las relaciones entre las cosas, los puentes de la imaginación. El mundo ha dejado de ser para él una cinta infinita en la que todo se relaciona con todo. Ha perdido la idea de continuidad y contigüidad, y por lo tanto ha perdido la idea de circunferencia. Las cosas y los gatos ya sólo remiten a su propia limitación. La imaginación ramoniana, en vez de relacionar, ahora aísla. Es una imaginación que se está volviendo analítica, o sea que se está secando. Dice en otra observación intimista de este libro, al oír el ascensor de la casa que sube con un vecino: «Otro que se salva de la calle.» La calle se le ha vuelto -a él, tan callejero- peligrosa y adversa. Y no sólo, naturalmente, por razones políticas, sino por razones vitales. Con su ya comentada y estudiada sensibilidad para lo cotidiano, experimenta ahora el alivio que debe experimentar ese vecino -a lo mejor el vecino no lo experimenta- al subir en el ascensor que le posa blandamente en un hogar cálido.
Ramón anota de pronto el número de la funeraria de Buenos Aires: 888888. El 17 de julio de 1955 deja de fumar. El 11 de septiembre cumple cincuenta años su mujer. En febrero del 56 habla de enfermedades y medicinas. El 10 de junio del 56 hay tiros en la noche y Ramón atranca su puerta con el Diccionario Enciclopédico. Tiene miedo de que vaya a desencadenarse una guerra como la que le echó de España. Se ha comprado un juego de café y «un gato baudeleriano de porcelana» y experimenta la inquietud de que la política o la guerra pueden truncarle estos amagos de felicidad doméstica. La Historia, pues, tampoco consigue arrastrarle. Será así hasta la muerte y desde que, muy joven, se propuso -quizá sin proponérselo- vivir en la vida y no en la Historia, vivir en lo cotidiano y no en los acontecimientos. La última anotación del libro es del 24 de septiembre y dice: «El inmenso Dios que llena lo inconcebible.» La expresión es buena y está por encima de su pietismo habitual de viejo. Poco antes había anotado: «Pero el Manzanares sigue creciendo.» Quiere decirse que España está presente en su nostalgia continuamente (las referencias son frecuentes en este Diario), de acuerdo con la teoría de los tres círculos concéntricos que ya hemos expuesto, y en los cuales se mueve hasta la muerte. En algún rincón perdido del libro ha escrito: «Hay mortales que tienen cáncer.» Es una de sus últimas y macabras ironías. Además de ser uno mortal por naturaleza, tiene cáncer.
Le preocupa a Ramón el exceso de almidón que tiene el pan. Le preocupa su salud. Se divierte Ramón resucitando viejas palabras españolas: lucidura. «Dio una lucidura a la pared.» Parece que no se entera de nada, pero sí que se entera: «América tiende a quedarse paralizada en una arregostada buena vida.» Toda una profecía. Está llegando a las grandes síntesis de su escritura. De pronto, por ejemplo, escribe el nombre de Goethe, sólo, aislado, sin más. El comentario lo pone el blanco del papel.
Su humorismo se hace esquemático: «La hache traslaticia.» Juega, en fin, y sigue descubriendo posibilidades expresivas. Todo este Diario póstumo es un entrecruce de juego y muerte. El hombre que está en casa esperando la muerte o la enfermedad mortal, pero en el que de vez en cuando despunta el niño, él primitivo, el jugador nato. Este Ramón tardío, en fin, es el hombre del desencanto, el escritor lúdico por antonomasia al que el juego se le ha paralizado en expectativa de la muerte. La vida le regaló millones de imágenes y la muerte le llega también en imágenes. No podía ser de otro modo puesto que otro lenguaje no tiene él ni lo puede tener el mundo para con él. Pero su sistema era el optimismo y el optimismo ha muerto para siempre. Por eso lo que escribe es fragmentario. Y resulta patético decir que es fragmentario tratándose precisamente de Ramón, el hombre que, como Heráclito, sólo escribió fragmentos.
Aquel juego de fragmentos que eran sus libros, se ha quedado ahora en una fragmentación sin juego, sin alegría, donde a veces asoma una greguería luminosa, pero nada más. Adivinamos que el sistema se ha roto. Ramón, con su libro de contabilidad abierto toda la noche, escribiendo en él con letra grande y plumas variadas, es un viejo jugando a niño, es el niño que no sabe ser viejo. Sería tonto e insufrible deducir de aquí enseñanzas morales: ¿acaso es más confortable intelectualmente la vejez del escritor que se ha enfrentado a la vida con rigor de pensamiento, con un sistema ideológico compacto, con una consecuencia mayor? La vida acaba quitándole siempre la razón al escritor, sea su sistema optimista o pesimista, y de nada les sirve a Kant o Hegel haber puesto el universo en orden. El hecho crudo y montaraz de la vejez y la muerte les convierte en absurdo frente a su propio sistema. La ironía ramoniana queda tan desairada, a última hora, como el imperativo categórico.
El humorista, en su juego, queda casi más airoso que el poeta en su poesía o el filósofo en su sistema, a la hora de la muerte. Porque el humorista es el único que ha contado con la muerte en cada palabra que ha escrito. Los otros, aunque escriban de la muerte, están alzando frente a ella la soberbia de la vida. Humorista es el que se ha resistido a construir nada, porque sabe que no hay nada que construir.
Hemos dicho en este libro que Ramón cree en la vida, es el gran optimista e incluso integra la muerte en la vida por vía de cotidianidad: la cotidianiza. Ahora tenemos que decir, ya al final, casi lo contrario, para complementar una verdad con otra: la trivialización ramoniana del mundo no puede nacer sino de una evidencia profunda de la muerte. El hombre que se ha negado a las mayúsculas y a la Historia es el hombre que sabe que la vida es un poco de sol al lado de la sepultura. El optimista, así, viene a complementarse con el místico: la vida es una tregua con sol o con lluvia. Dice una greguería de Ramón, que no sé si he reproducido ya en este libro: «Sólo tenemos treguas.» No es una greguería, claro. Es mucho más, aunque parezca mucho menos. Ramón hizo de oro su tregua, supo siempre que la vida era tregua, pero una tregua circular en la que él podía encerrarse y ser feliz. El humorista y el místico desvalorizan la vida, pero es más místico el humorista que el místico, porque éste ha trasladado los dones terrestres a otro mundo, y el humorista se queda aquí. (Salvado el pietismo postrero de Ramón, que no tiene para nosotros un gran valor.)
El que se ha negado siempre a la trascendencia de la Historia y a todas las trascendencias, el humorista, tiene un claro sentido de la muerte. El optimismo ramoniano resulta así el optimismo inverso del que sabe que todos los problemas están resueltos de antemano por la muerte que vendrá a su hora.
El humorismo, como el misticismo, es un contar con la muerte. Pero cuenta más el humorista que el místico, porque no juega la coartada de otra vida. El optimismo es un misticismo inverso y alegre, un misticismo que se queda aquí. El optimismo es el misticismo de la tierra, como el misticismo es el optimismo del cielo. Este misticismo de la tierra es el que ha practicado Ramón a lo largo de su obra ingente.
Recordemos el famoso título de Pablo Neruda: Residencia en la tierra. Es casi un título místico. Neruda está muy cerca de Ramón, literariamente. Si no hubiese contado siempre con la muerte -quizá sin saberlo- no habría sido Ramón el humorista que es, que fue.
A última hora, cuando la muerte se le hace evidente como una sorpresa que emerge de su propia obra, Ramón se ensombrece, naturalmente. Pero no podemos decir exactamente que todo lo que escribió haya quedado desmentido por la muerte, sino que la muerte estaba en todo y finalmente surge como un monstruo de las profundidades. Viene a no llevarse nada, a abolir una obra que se había ido aboliendo a sí misma a medida que nacía, mediante la corrección del humor, de la ironía, de la trivialidad y la cotidianidad. La muerte se lleva la obra de otros -en el sentido de que la niega o desmiente-, pero del humorista nada se lleva.
En el Madrid de los primeros años sesenta, poco se hablaba ya de Ramón. Sus greguerías aparecen dominicalmente en ABC, en pleno dominio de la escritura realista, y la mayoría de los escritores e intelectuales tienen a Ramón por una momia del exilio, por uno de tantos exiliados que están haciendo una escritura anacrónica, parados en la hora literaria de su partida.
A Ramón lo trajeron a enterrar a Madrid y el Ayuntamiento le puso unos motoristas en el entierro, que salió de la Casa de la Villa. La gente miraba más a los motoristas que al muerto. La gente no miraba a la popularidad -ya inexis-tente- de aquel escritor que siempre fue más popular de vida que de obra, sino que miraban la farsa de la popularidad, farsa de la que estaban siendo personajes y espectadores sin saberlo. Agustín Lara, él compositor mejicano, dirigió a la banda municipal en la capilla ardiente y sonó el chotis Madrid. En aquel acto absurdo, en aquella gala fúnebre, municipal, ni popular ni literaria, comprendí de pronto que había habido en la vida de Ramón un equívoco nunca resuelto, un enfrentamiento de direcciones: el escritor de obra y escritura minoritaria, que tuvo popularidad de torero en los años veinte y treinta. El señorito madrileño que vivió todos los tópicos del madrileñismo para hacer de ellos, no una obra costumbrista, sino una avanzada experiencia literaria. Esta indecisión esencial de su obra, esta disparidad entre los motivos y los procedimientos, es quizá lo que ha impedido a la fama hacer pie en Ramón y le ha dejado para siempre en un limbo de consagrado no leído, o leído por gentes que nunca podrán consagrarle.
Hablé por entonces con su viuda. En un libro mío de memorias literarias cuento un poco todo esto. Comprendí bien en la tarde del entierro que con Ramón moría algo que ya estaba muerto: ese momento en que la literatura coincidió milagrosamente con la felicidad. Momento raro en la literatura europea y único en la española. Leyendo a Ramón un poco a traición, abriendo de golpe un libro suyo, tendremos siempre esa sensación, esa revelación de que la literatura, toda la literatura, podía haber sido otra cosa, y no necesariamente el documento de que el hombre es desgraciado. A Ramón lo explica su época, claro, pero así y todo es insólita esta escritura que llega a tener en sí, efectivamente, un trasunto de dicha natural, no conseguida ni conquistada. La distancia que nos separa hoy de Ramón -tanta- es la distancia legendaria que nos separa del paraíso perdido. Ramón es un primitivo por su escritura ideográfica, como he dicho y repetido en este libro. Pero es un primitivo, sobre todo, porque parece venir, en cada página, de la felicidad original del planeta. Siendo un escritor tan de época-el estilo, la actitud-, es ante todo un escritor de los orígenes. El que en este libro hemos querido encontrar.