18. LA VIDA COTIDIANA

Hemos dicho en otro momento que Ramón es fundamentalmente cronista, el cronista lírico de una época. Esta función de cronista se le desdobla en dos: Ramón es el cronista preciso de las figuras de su tiempo, del Madrid literario, de la Europa vanguardista, y es el cronista poético de la vida cotidiana, el cronista anónimo de lo anónimo, el cronista intemporal de lo intemporal.

Del Ramón cronista-historiador hemos hablado más o menos en algún capítulo anterior. El Ramón cronista de la vida cotidiana es el más verdadero Ramón. Ramón aplica su molde a Madrid y Madrid le aplica su molde a Ramón, de modo que luego, cuando nos hable de otras ciudades -Nápoles, Lisboa, París, Buenos Aires-, siempre las encontraremos un poco madrileñas, es decir, un poco ramonianas. Entre el colosalismo de Buenos Aires, encuentra Ramón este letrerito: «Se forran botones.»

Sólo él podía haberlo visto. Es una observación madrileña, diríamos de primera intención. Ramón ve ante todo lo madrileño de toda ciudad, como confiesa haber visto pronto lo que de segoviano tiene Madrid. Va, pues, sacando unas ciudades de otras, como en el juego de las cajas chinas, puesto que lo que hace es remitirse y remitirnos siempre a ese milagro de la vida cotidiana -hoy revalorizada por los sociólogos, a partir de Lefebvre-, que se da igual y distinto en todas partes.

Para entender Buenos Aires tiene que referirse a lo que Buenos Aires pueda tener de Madrid (no por madrileñismo, claro). Es un remitirse a lo menor y más conocido, en labor de síntesis. Reduce Buenos Aires a las dimensiones de Madrid como reduce Madrid a las dimensiones de Segovia. Es la misma tarea intelectual del paleto viajero que lo compara todo con su pueblo. Sólo que el paleto lo hace por paletismo y Ramón lo hace por universalismo. Busca el comienzo esencial, roqueño, tribal y cotidiano de la humanidad en todas partes, busca y encuentra esa necesidad urgente y mansa de felicidad que hay en el hombre que trabaja y juega. Ramón, que no cree en la política, confiesa creer en una política que garantice al hombre esa tranquilidad de trabajar y jugar al sol de los días sin competitividad ni alarde.

Es socialista sin saberlo.

Así, este capítulo tendría que titularse Las ciudades e ir dando la visión y pericia de Ramón en cada ciudad del mundo que habita o visita. Eso sería una biografía bien hecha. Pero esto no es una biografía, y mucho menos una biografía bien hecha. Titulo este capítulo de las ciudades La vida cotidiana porque Ramón descubre siempre, en cualquier parte del mundo, la emoción sencilla de lo cotidiano universal, que es lo que más le conmueve. Lo cual no quiere decir, naturalmente, que sea tonto para los matices y las peculiaridades. Los capta y describe mejor que nadie con su talento retiniano y su curiosidad de hombre optimista, pero de pronto llega a lo que de verdad le importa y nos importa, que es la condición unánime, general y caediza del hombre en todas partes, ya resumida en una frase que hemos citado en capítulos anteriores: «El mundo no es tan mundo como parece.»

Ramón, por ejemplo, ha cogido muy bien el clima de París (las ciudades se le dan literariamente, como las personas, como todo lo concreto), pero de pronto nos dice: «París no le va convirtiendo a uno en un viejo, sino en una vieja.» Y ahí ha tocado ya fondo y tiempo universales, porque eso ocurre en París y en todas partes. Es condición de la vejez la borrosidad de los sexos, estudiada incluso científicamente.

En el Jardín Botánico de Nápoles descubre una cabra que tira de un vehículo infantil colectivo, y dice que es como si el mundo antiguo tirase del mundo nuevo. Después de habernos dado de mano maestra el color, el sabor y el olor de Nápoles, en este juego de la cabra y los niños ha vuelto a reimplantar el tiempo absoluto y sin tiempo que es la circunferencia en que él vive.

Ramón, pues, no tiene nada que ver con los madrileñistas de capa -aunque él vistiese capa alguna vez, cuando eso no significaba nada, sino ir abrigado-, pero que ha encontrado en Madrid, no el secreto de la ciudad, como pretendía Plá malévolamente, sino el secreto sencillo de la humanidad, que se lee en la vida cotidiana. Igual lo habría encontrado en otro sitio, porque era clarividente para eso. Ya de chico, en un pueblo castellano, dice haber descubierto (lo hemos citado en otro momento) «el gran acontecimiento de que el pasado y el presente estén sucediendo al mismo tiempo». Es la imagen de la cabra y los niños en Nápoles, el mundo antiguo y el mundo nuevo.

Aquí el viejo reproche de D'Ors, que también hemos comentado ya: todos los retratados por Ramón se parecen entre sí. Claro, y todos los retratados por Velázquez. Esa sucesión de parecidos es Velázquez, es Ramón, es una personalidad artística. Todas las ciudades vistas por Ramón se parecen. Y el caso es que Ramón ha estado muy atento a la personalidad de cada sitio, al cardenillo de siglos de cada ciudad. Pero el parecido viene determinado por dos cosas: la óptica ramoniana, que naturalmente se impone a todo, y el que, en el fondo, todos los sitios son iguales «y el mundo no es tan mundo (tan grande y variado) como parece». Lo que queda, pues, de la literatura viajera de Ramón, como de su literatura madrileña, es el descubrimiento casi geológico de la vida cotidiana, eso que el progreso, la vida moderna e incluso el arte de nuestro tiempo han ido tapando y escondiendo. Cuando Ramón hace su hallazgo definitivo de la vida cotidiana, que va fijando en libros, artículos y greguerías, la Historia y la cultura iban por otros caminos: el internacionalismo, el progreso capitalista o socialista, la rebelión de las masas. Hoy son las místicas de izquierdas las que vuelven a la valoración de la vida cotidiana, a la mejora de «la calidad de la vida», que durante unos años había quedado en manos de costumbristas y redichos.

Pero el milagro específicamente literario es, ya lo hemos apuntado, cómo consigue Ramón embutir de cotidianidad y madridismo una prosa vanguardista que parecía hecha para narrar lo insólito. Otros escritores lo consiguen en otros ámbitos: Apollinaire y Cocteau hacen cosa semejante con París. Pero la clave misma del ramonismo, del estilo ramoniano (un estilo es siempre un acento, no una sintaxis), es esa conseguida síntesis de vida cotidiana expresada mediante el lenguaje insólito, de vida madrileña contenida en un lenguaje europeo de vanguardia.

Del madrileñismo le salva en primer lugar su hallazgo de lo cotidiano universal y en segundo e importante lugar la calidad de la prosa, que remonta siempre la referencia local mediante la imagen de rasgo universal, que entonces sonaba a lo último y hoy suena a lo último de entonces, todavía. El realismo galdobarojiano había hecho de la vida cotidiana madrileña un folletín. Luego viene Azorín -hermano tan dispar de Ramón-, reteniendo con mejor pulso la vida cotidiana, pero paralizándola y arcaizándola en exceso. Son Ramón en Madrid y precisamente Plá en Cataluña quienes más y mejor hacen el hallazgo directo de la verdad cotidiana de la vida local, y luego en sus viajes -los dos son muy viajeros- de la vida universal.

La escritura insólita de las vanguardias europeas de los años veinte parecía hecha, en efecto, para explicar lo insólito, como ya hemos dicho. Así lo entendieron los vanguardistas de toda Europa, y nada digamos de los españoles, que ya hemos reseñado. Ramón también cumple con eso: nos explica el circo, el átomo, las muertas, lo insólito mediante imágenes insólitas. Pero su mayor y mejor acierto, lo que es puro ramonismo (aunque como ramonismo tópico haya quedado lo otro) es explicar lo cotidiano mediante lo insólito -la greguería-, tan acertadamente que hoy, cuando la greguería nada tiene de insólito, la prosa de Ramón nos parece la expresión original de Madrid y la expresión natural de la vida cotidiana en el mundo.

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