Escritor de época, hemos llamado a Ramón en el capítulo anterior. Es una definición entre tantas. El escritor de época por antonomasia es el escritor de periódicos, el que ha de estar atento a su época y escribir sobre ella, porque resulta enojoso escribir en los periódicos sobre el pasado o sobre lo eterno. Lo eterno no es noticia. Ramón escribió mucho en periódicos.
Lo primero que lleva al escritor al periódico, en España, es la necesidad económica. El que de verdad es escritor, tanto como el instinto literario tiene el instinto de la supervivencia literaria, y ve en seguida que no va a poder vivir de los libros en un país donde el libro no se vende, no se lee y se cobra mal. Si uno no es catedrático, abogado o rico por su casa, tendrá que escribir en los periódicos. Esta pobreza nacional ha permitido, paradójicamente, que España tenga siempre en sus periódicos el lujo literario de uno o varios escritores. Cosa parecida ocurre en Francia, aunque por otras razones. Después de la motivación económica está la motivación puramente literaria: en un país que no lee libros, hay que escribir en los periódicos si uno quiere que le lean.
Es ya tópico el ejemplo del 98, cuyos miembros hicieron buena parte de sus libros en el periódico, como luego Ortega. De la necesidad se hace virtud y resulta que los libros así hechos -D'Ors es otro caso egregio- no resultan frag-mentarios, sino raramente unitarios y más vivos que el grueso tomo escrito fuera del tiempo y del espacio, en un despacho de escritor. No es que sea la norma, pero escribir en los periódicos no es absolutamente malo para el escritor. Dicen que el periódico quema, pero yo creo que sólo quema al que es excesivamente combustible, al que de todos modos se iba a quemar. Aparte de que en algo hay que quemarse.
Lo que pasa es que Ramón, al que hemos definido como literato puro al principio de este libro, es muy poco periodista, en el sentido estrecho de la palabra. A Ramón no le interesa mucho la actualidad como tal, pues hemos señalado repetidamente en estas páginas que es hombre que ha roto con las instituciones. Ni siquiera ha roto: las ha ignorado por principio y desde el principio.
¿Cómo puede hacer periodismo un hombre que se obstina en ignorar las fuentes de la noticia, o sea la política, las finanzas, la guerra? Porque Ramón toca los temas más actuales -la moda, la vida, los sucesos, la calle-, pero los intemporaliza, los congela de belleza, como congela el drama novelesco o el drama personal, según hemos visto.
Pero precisamente por ahí accedemos a la raíz del periodismo ramoniano, que tuvo mucho éxito en su tiempo: Ramón conecta, no con el tiempo urgente de la noticia, sino con el tiempo intemporal que a todos afecta y que todos entendemos. Traslada inmediatamente el caso del día a la perennidad conmovedora del vivir. Es, de otro modo, el lema dorsiano de elevar la anécdota a categoría, coartada filosófica de D'Ors para hacer filosofía en los periódicos. Ramón eleva la anécdota a estética.
Algunos lerdos y redactores-jefes han dicho siempre que eso no era periodismo, que había que huir de la literatura en el periodismo, que no resultaba funcional. Pero la práctica demuestra, desde los tiempos de Larra hasta los actuales, pasando por el 98, Ortega, Ramón, etc., que el escritor es mucho más leído en el periódico que el periodista, siempre que sea escritor de periódicos y no una incrustación plomiza y enteriza, que las hay, y en abundancia. Larra y el 98 hacen periodismo crítico o ideológico, naturalmente. La literatura en estado puro entra en el periodismo español con Ramón, y el éxito es tal que tendrá muchos e importantes continuadores, antes y después de la guerra, siendo César González-Ruano el más cualificado de todos ellos, algo así como el delfín del ramonismo.
Es menospreciar al lector suponer que sólo busca en el periódico crímenes y consejos de ministros. El lector de la calle es el que primero detecta y valora en el periódico la calidad literaria. El lector español, apresurado, hombre que vive en la calle y lee pocos libros, consume muy bien esa literatura en pequeñas dosis que le da el artículo. Ramón tuvo la valentía y la originalidad de hacer sólo literatura en los periódicos y precisamente por eso -la valentía y la originalidad siempre se recompensan-, llegó a gozar de una notoria popularidad como periodista.
No hace falta hablar ahora de algo mostrenco: la literatura en el periódico sí que es funcional porque educa la sensibilidad del lector. Y porque dignifica la hoja impresa. Ha habido épocas -como nuestros cuarenta años de dictadura- en que se ha recurrido al periodismo literario para animar los periódicos, exangües de vida política, hipertrofiados de propaganda ideológica o pseudoideológica. Pero, aparte estas contingencias históricas, el periodismo literario ha tenido siempre muchos lectores, y sólo un raro rencor de ciertos redactores-jefes explica la exclusión sistemática de esta clase de periodismo, que ahora vuelve en el mundo entero, después de la asepsia y el impersonalismo del periodismo yanqui.
Incluso en los Estados Unidos, mediada la década de los sesenta, Tom Wolfe y otros innovadores inauguran el nuevo periodismo norteamericano, que es personalista, subjetivo, literario, experimental incluso, y que rompe para siempre con los letárgicos dossiers y reportajes-informe, inalterables y sin firma, de la gran prensa americana.
Naturalmente, el periodismo madrileño de los años veinte era mucho más pintoresco que el actual y admitía bien toda clase de colaboradores, incluso a Ramón con sus poemas en prosa y sus greguerías. Lo que hace Ramón, más que periodismo, es literatura de la calle.
Su hallazgo y valoración de la vida cotidiana tienen buena acogida en el periódico, porque a la gente le gusta verse retratada y trascendida, iluminada por luces que ellos nunca hubieran sabido encender.
Ramón, en su periodismo, juega a encontrar lo insólito en lo cotidiano y la cotidianidad de lo insólito, no sólo elevando la anécdota, cosa que el lector de periódicos entiende mejor y agradece más. El ya citado reportaje de la visita nocturna de Ramón al Museo del Prado, a la luz de un farol, es buena prueba del periodismo vivo y estetizante que nuestro escritor hizo siempre. Una experiencia periodística, ésta del Museo, que no habrían despreciado los pioneros y maestros del nuevo periodismo americano de ahora mismo.
Ramón, cuyos libros nunca se vendieron mucho, llega a mayor popularidad gracias al periódico y también a la radio, aparte su actividad literaria personal, lo que hemos definido como payasismo. Se ha dicho que Ortega educó a varias generaciones de españoles. Ramón también educa la sensibilidad estética de varias generaciones con sus greguerías y sus artículos. Enseña a mirar y ver la realidad de otra forma.
Si encuentra que en la sección de anuncios del periódico se venden y compran muchos pianos verticales, eso le sirve para hacer un delicioso artículo sobre la clase media filarmónica, tema que viene a dar en el tan querido por él de lo cursi. Hace costumbrismo, sí, pero un costumbrismo lírico, trascendido siempre por el lenguaje y el sentido literario, que nada tiene que ver con los costumbristas.
Perseguidor como es de la vida cotidiana en sus mil matices reveladores, el periódico, con su conglomerado de anuncios, pequeñas noticias y variados sucesos se le ofrece como una ventana desde la que observar y glosar la calle, los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa.
Ramón no hace sino exacerbar en el periodismo su sensibilidad particular para obtener el tiempo en estado puro, tal y como se encuentra en la vida cotidiana. (El tiempo en estado puro era lo único que quería encontrar Proust.) Ramón colabora en El Sol y en otros periódicos y revistas de la época, protegido por Ortega y por Urgoiti. Nunca dejó de escribir en la prensa española y americana. El Arriba madrileño publicaba dominicalmente sus greguerías ilustradas con fotos insólitas y surrealistas, hasta que un director excesivamente falangista le escribió a Buenos Aires que más greguerías no. Ramón le contestó: «Greguerías hasta la muerte.» Y siguió publicándolas en ABC, también dominicalmente, bien ilustradas con dibujos. Hasta la muerte, efectivamente.