26. RAMÓN Y LAS MUERTAS

Cuando Ramón, el profesional del optimismo, decide enfrentarse al tema crucial, al tema de la muerte, escribe Los muertos y las muertas. El libro tiene algo del culto romántico a los cementerios, pero poco, ya. Ramón anda siempre por la vida buscando monografías para hacer sus libros, como hemos visto. Hay que suponer que, más o menos desengañado de la novela, insiste en la monografía, que es lo suyo, y qué mejor tema monográfico que la muerte.

Los muertos y las muertas está hecho con un gran acopio de citas fúnebres, lápidas y anécdotas de cementerio, así como apelaciones frecuentes a los clásicos. En otro libro de Ramón, Senos, hay un capítulo dedicado a los senos de las muertas, capítulo que debiera figurar en el libro de la muerte, y que es de un lirismo espeso, logrado y sonriente.

El interés de Los muertos y las muertas está en que nos presenta a Ramón, el profesional del optimismo, frente a la verdad decisiva y negra de la vida, frente a la muerte. Pero no hay que esperar que Ramón vaya a cambiar de postura ni de filosofía por eso. Ramón es un irredento en su optimismo. Del mismo modo que se le congela la tragedia de la novela mediante la expresión altamente estética, como ya hemos visto anteriormente, se le congela el tema de la muerte en un repertorio de bellezas o bromas que están muy lejos de las meditaciones unamunianas o de los místicos españoles.

Ya al principio del libro dice Ramón una cosa definitiva: «Hoy día no hay muerte; sólo hay sepelios.» O sea que va a hablarnos de la muerte desde la vida, va a ver el aspecto costumbrista de la muerte. Esto no quiere decir que no pase más allá, pues es muy escritor para quedarse en eso.

Sabe que es inevitable escribir de la muerte desde la vida, y trata repetidamente de darnos la muerte desde la muerte, pero así como ha sido captador impar de la vida cotidiana, lo es de la muerte cotidiana. Cotidianiza la muerte, y no sólo porque haga costumbrismo mortuorio, sino porque llega a reducir la muerte a un estado de reposo en el que nadie reposa, a una beatitud sin beato. En este enfrentamiento muerte/optimismo, la muerte sale optimizada por Ramón, naturalmente, y de tan vario, rico y desordenado libro se saca la consecuencia de que morirse no es una tragedia ni un tránsito, sino un gesto más de la vida.

Ramón se ha planteado la muerte muy en serio y muy de frente, incluso su propia muerte, claro (sólo puede empezar a entenderse la muerte a través de la idea de la propia muerte). Pero hay dos cosas que le impiden hacer de la muerte una meditación trascendental: la estética y el optimismo. El esteticismo ramoniano, su plasticismo, su pensamiento figurativo sólo puede entender la muerte como una figura o una teoría de figuras. La muerte, para él, no puede ser una abstracción. Tiene que ser una cosa, un estado, una conducta, y por eso se le representa siempre la muerte como una variante de la vida. Luego, su optimismo, al que está condenado, no le permite entender la muerte sino como un estado placentero. En Ramón no hay metafísica ni religión de la muerte, al menos en este libro. Hay hallazgos luminosos de lo que es la muerte para los vivos. Ramón consigue, mediante sensaciones plásticas que sólo él puede madurar, transmitirnos lo que tiene que ser para un vivo prescindir de la vida. Pero eso no es exactamente la muerte.

Quiere decirse, en fin, que el gran optimista -el escritor más optimista de nuestra literatura, el más confortablemente instalado en la existencia- no le ha tenido miedo al enfrentamiento literario con la muerte, ya que este enfrentamiento tiene mucho de humorístico, aunque él no lo diga. Es un paseo por los cementerios del hombre saludable y con pipa que quiere disfrutar el pintoresquismo de la muerte. Tiene la honradez intelectual, naturalmente, de plantearse la idea de la muerte y del no-ser muy frontalmente, pero su pensamiento figurativo, ya digo, y su optimismo natural le dan de la muerte una imagen entre lírica y melancólica, a lo sumo. En último extremo, Ramón, que ha ignorado siempre la muerte, la ignora más que nunca en su libro sobre la muerte, porque ahí es donde la ha cazado como mariposa negra, como motivo estético.

Está incapacitado para pensar la muerte, como los primitivos y los niños, como los animales. La vivencia de la muerte es un hecho cultural y antinatural a que el hombre ha llegado a través de los siglos. La muerte ha sido el otro lado de la vida para todas las religiones y todas las culturas. La muerte está amueblada de cosas humanas en todas las civilizaciones. La muerte está colonizada por la fantasía del hombre. Sólo algunos filósofos orientales y occidentales han llegado a decantar la idea de muerte sin fantasías. Pero esto es muy posterior, muy actual, muy de nuestro tiempo. El hombre ha tardado siglos en pensar en la muerte. Antes, solamente la dibujaba, la ponía en escena, la representaba. Ramón, anterior a la idea abstracta de la muerte (anterior como ser humano, que esto nada tiene que ver con la cronología), tampoco va a darnos ya de la muerte una idea romántica y carnavalesca, sino que vuelve a incurrir en lo suyo y entiende la muerte a su manera, como todo: como una cosa cotidiana. La muerte, para Ramón, también es vida cotidiana.

De modo que su libro sobre la muerte se alterna en dos libros, en dos visiones, como todo Ramón: de una parte, la muerte como vida cotidiana, ya está dicho, y de otra, la muerte como fantasmagoría. (En su última edición, el libro que venimos comentando se titula Los muertos, las muertas y otras fantasmagorías.) La muerte, con sus fosos negros y desconocidos, permite a Ramón hacer ramonismo, o sea, un entreverado de surrealismo, vanguardismo, lirismo y humorismo. De este juego salen adivinaciones poéticas definitivas. Pero no sale la idea de la muerte.


Con la muñeca de cera que fue su muñeca-fetiche


La muerte como acontecimiento cotidiano y la muerte como acontecimiento lírico son las dos ideas de la muerte que nos da Ramón. Las que él puede darnos. Se ha sometido voluntariamente a la prueba de fuego de enfrentar su optimismo y su frivolidad con la muerte, y no ha salido ni triunfante ni cambiado. Ha salido el que era.

La muerte, como la música, como el mar, como las golondrinas, como cualquier otra cosa, no hace sino poner en marcha sus facultades poéticas e irónicas. Esto es lo que le ocurre a todo escritor y a todo pensador cuando se enfrenta a un tema, sólo que Ramón, por primitivo, deja más al descubierto su juego. Nunca escribimos sobre lo que creemos escribir, sino sobre nosotros mismos. Platón despliega su elocuencia antes que una idea del mundo, y Shakespeare su retórica antes que una idea de los reyes. La muerte, para Ramón, es impensable, y sobre todo en este libro donde se dedica a pensarla.

Lo que más nos descubre cómo Ramón se ha dedicado a humanizar la muerte, e incluso a erotizarla, es lo que escribe sobre las muertas, y más que nada ese capítulo de Senos que, como digo, parece un capítulo perdido de Los muertos y las muertas. Para Ramón, la muerta no es una muerta, sino una atractiva y poética variante de la vida, de las vivas, de tantas como ha conocido, pero en este juego vida/muerte, tan gustado por los poetas de todos los tiempos, llega a hallazgos a los que pocas veces se ha llegado. La muerte ha sido siempre para los escritores una cámara oscura desde la que fotografiar mejor la vida.

En su biografía de Quevedo también ha dedicado Ramón un capítulo a la muerte. Quevedo es otro barroco español que habló mucho de la muerte, pero que sólo muy a última hora -como Ramón- llega a comunicarnos la cercanía mortal, cuando realmente le alcanza en la carne.

«Después de todo, la muerte es morirse», define Ramón en este libro. Es una de las cosas más sencillas y verdaderas que nos dice sobre el tema. Es una visión existencial de la muerte. Es, como ya hemos señalado, la integración de la muerte en la vida cotidiana. La muerte no es una abstracción ni una trascendencia ni una intuición ni un rito. La muerte es morirse. No hay inmanencia. No la cosa, sino el acto. Sólo existe lo que se pone en acto, lo que ocurre. La muerte es un gesto de la vida. La muerte es algo que le ocurre al muerto. Ramón no ha pensado en ningún momento la muerte como abstracción, y ha acertado. Su vitalismo sólo entiende la muerte como algo que hace la vida, como algo que le pasa a la vida. Para el optimismo ramoniano, la muerte está, pues, dentro de la vida. Así, es él el optimista definitivo.

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