La aventura de Ramón en el Museo del Prado es, pues, mucho más que un gesto simbólico. Tiene algo de la aventura de don Quijote alanceando molinos o acuchillando odres. Es una aventura dadaísta. De haberse producido este gesto en el corazón de Europa, hoy estaría en todas las historias del dadaísmo y el surrealismo. Como se produjo en Madrid, sólo quedó como una gracia ramoniana para los lectores del periódico, que la olvidaron al día siguiente.
Innovar en España sí que es llorar. Digo que el gesto de Ramón es mucho más que un símbolo porque es ya vanguardia en acto. El Prado es la catedral del realismo, y Ramón, fragmentando ese realismo de todas las épocas, y todas las escuelas, a hachazos de linterna, está haciendo una especie de carnicería que ahora nos recuerda, no sé por qué, el Guernica de Picasso, que entonces aún no se había pintado. Ramón, en fin, destruye el contexto realista de todo el arte museal para obtener fragmentos de pintura pura, gratuita. Somete cada cuadro al azar de un linternazo, y esa prueba, ese contraste no se le había hecho a ningún clásico.
Como él dice, «los clásicos querían ser de su tiempo y además de todos los tiempos. El moderno sólo quiere ser moderno». Y en este desprecio por la cuquería eternista ve Ramón la mayor autenticidad y novedad de la vanguardia. Los clásicos, sometidos a su experiencia de la linterna, saltan de su contexto histórico general y del contexto determinado del cuadro para quedar en pintura sola, mala o buena, expresiva o muerta.
Ramón, que como hemos dicho es pensamiento figurativo en estado puro, o sea un presocrático, en cierto modo, cuando se enfrenta con este pensamiento figurativo y figurado que es la pintura, consigue, como hemos dicho, ricas correspondencias en la glosa, pero hay veces que consigue -lo que es más curioso- acceder al pensamiento teórico, ya que no abstracto. Sólo puede expresar lo abstracto mediante lo concreto, como los primitivos y como algunos contemporáneos suyos (Valle-Inclán), pero de pronto se enfrenta a lo concreto absoluto, a la pintura, y su pensamiento reacciona vigorosamente y se vuelve teórico, como veremos ahora.
Para el idealismo todo está en la mente y para el positivismo todo está en las cosas. Para el hombre moderno, todo está en la mente, pero en forma de cosas. Hay una suspicacia general, histórica, generacional de varias generaciones, sobre el pensamiento abstracto, a la que Ramón se anticipa no planteándola siquiera como suspicacia, lanzándose directamente a pensar en imágenes. Pero el revés de esto, que ya hemos apuntado, está en el prólogo de Ismos y en el estudio sobre el cubismo que contiene dicho libro. Ramón, que a veces abunda en prólogos teorizantes y pueriles (como Valle en su Lámpara maravillosa), le pone a Ismos, como prólogo, uno de sus pocos textos teóricos conseguidos. Muy conseguido. Un texto que es un manifiesto vanguardista y libertario mucho más expresivo y definitorio que casi todos los que escribieran los surrealistas franceses y los futuristas italianos. «Libertario», hemos dicho. Esa es la palabra que no había salido hasta ahora y que más y mejor nos dice de Ramón. Ramón es un libertario sin energumenismo. No me gusta hacer un libro con remiendos de otros libros, y por eso no doy aquí muchos textos de Ramón, pero en el prólogo de Ismos, hay cosas que son insoslayables:
«Yo diría que no se está preparando arte alguno, sino la libertad del hombre y su monstruosidad última, cosas que si quizá no podrá vivir nunca en vida declarada, las podrá vivir en la mente. Llegaría hasta decir: se está preparando la libertad idiota, que, después de todo, bien mirado, es el colmo de la libertad. Claro que toda la historia de la política, de las religiones, de la filosofía, de la estética, de la retórica, ha sido evitar la eclosión de esa libertad, y se inventaron todas las maneras de contemporización para evitar esa libertad suprema, protuberante, empedernida. Debemos adelantar los tiempos en nuestros corazones. Quien no haga esto no es nadie.»
Y nadie ha luchado en España como Ramón, en aquella época -qué atroz época para eso y para todo- por la libertad total del hombre creador, de lo creador que hay en el hombre. Del cubismo dice Ramón: «Se trata de una de las más bellas rebeliones del hombre contra las apariencias.» En otro momento de este ensayo dirá que «todo lo que colinda con lo fotográfico es repugnante». Y sobre todo, esto: «El principal problema que se propuso el cubismo fue el terrible de la animación de una superficie plana, estrechando su conciencia hasta utilizar las leyes de la perspectiva en relación a esa superficie y no aplicándose sobre ella para proyectar la representación que pudiera espejear. Para el cubista la tela fue negra y sobre ella se exigió el elevar las figuras y las demostraciones como teoremas que, por primera vez, no contaron con lo que pudiera tener de luna azogada el cuadro.»
En Ismos se va desde Apollinaire a Rivera pasando por Picasso, Marinetti, el arte negro (su moda occidental), Charlot, Léger, el jazz, Tristán Tzara, los surrealistas y otros muchos nombres e ismos. En el prólogo, Ramón se cuenta amigo o hermano desconocido de Apollinaire -a quien llegó a tratar-, Max Jacob, etc. Delaunay le llama «el Apollinaire español», y de Max Jacob dice él mismo que es «su mejillón desconocido».
Una de las primeras ediciones de Ismos
De la destrucción a farolazos de la catedral del realismo -el Prado- en una noche periodística, parece que le ha brotado a Ramón toda esta riqueza de ismos, formas, amigos e imaginación. La mezquindad nacional empieza pronto a emparentarle con escritores europeos (de los que sólo se sabía aquí gracias a Ramón, como de los filósofos sólo se sabía gracias a Ortega). Pero ya hemos visto que lo que le une a las vanguardias es mucho más que un mimetismo o una moda: es un viento generacional que se llama optimismo. Ramón es simultáneo a todo lo nuevo.
La revolución de las vanguardias, tanto como revolución contra la economía burguesa (que al fin y al cabo admiran en sus realizaciones futuristas y espectaculares, como el avión, por ejemplo), es revolución contra el pensamiento burgués. Pero no contra el pequeño pensamiento de la pequeña burguesía, sino contra el gran pensamiento filosófico. El eterno divorcio entre filosofía e Historia, la insistencia del mundo en escapar a los grandes esquemas de pensamiento -Hegel, Kant- e incluso contradecirlos, hace que el hombre del siglo XX se decida a ser libre, se lance a explorar su propia libertad, sin esperar a que nadie le diga quién es él, qué es él, aunque ese nadie sea Descartes, Heidegger o Bergson. Las vanguardias artísticas, estéticas, literarias, de los años veinte, son la ruptura con el pensamiento sistemático, que no ha conseguido sistematizar el mundo en más de veinte siglos. Luego, los propios filósofos romperían con la filosofía.
Digamos que la ruptura se produce primero en la calle, y el fenómeno fue detectado por muchos, desde la izquierda y desde la derecha. Ortega lo llamó «la rebelión de las masas» y Spengler, «la decadencia de Occidente». Quien antes recoge el malestar cultural de la calle es el arte y la literatura, más sensible que la filosofía a «las palpitaciones de los tiempos». Y esto son las vanguardias. Finalmente, en nuestros días, vemos cómo Adorno hace filosofía a partir de la imposibilidad de hacer filosofía.
De modo que las vanguardias son una vuelta a Heráclito y los presocráticos, al pensamiento figurativo y libre, aunque, inevitablemente, las vanguardias se academizan, y ya Ramón nos previene contra eso: «El que se haya industrializado y hecho comercial parece que la compromete; pero no, en seguida realiza de nuevo su soledad, su impavidez, y espera el mañana con tan virgen esperanza como siempre.»
Aquella revolución estética ha resultado irreversible. Pronto fue secundada por la filosofía e incluso por el pensamiento político más avanzado. Desde entonces, el racionalismo ha quedado en entredicho para siempre y el dogmatismo desacreditado. El realismo, la expresión más banal del racionalismo estético, reaparece hoy como hiperrealismo, con una connotación plenamente irónica, experimental. Como algo en lo que ya no se cree. Como una investigación más. Ramón es protagonista en España y partícipe en Europa de unos movimientos que utilizan incluso la intrascendencia -sobre todo la intrascendencia- para negar el trascendentalismo fanático y sanguinario de la cultura tradicional. Ramón, el primitivo, el enredado, el irracionalista, es clarividente de todo esto y lo deja dicho: «Estamos saliendo de una época y hay que dejar explicado nuestro tiempo.»