Para salvar el estrecho localismo, unos vanguardistas deciden ser de todas partes, como ya hemos dicho: de París, de Nueva York, de Buenos Aires. Otros, más cautos, deciden no ser de parte alguna, y es el caso de toda la generación del 27, en España. Se ha llamado poesía pura, en realidad, no a la desprovista de sentimientos, que eso es imposible, sino a la desprovista de toponímicos. Entre ser de todas partes o no ser de ninguna, Ramón acierta muy sencillamente, como siempre, siendo de donde es: de Madrid.
Pero la tentación cosmopolita de la vanguardia fueron dos tentaciones: la tentación de los viajes y la tentación de la cultura. El cosmopolitismo de las metrópolis y el cosmopolitismo de los libros. La fascinación por la gran ciudad, ya lo hemos dicho, viene de Baudelaire y Las flores del mal, se continúa en nuestro siglo con Manhattan Transfer, de Dos Passos, y el film Metrópolis, de Friz Lang. La fascinación por la literatura dentro de la literatura viene de mucho más atrás, claro.
El Renacimiento está lleno de referencias a la mitología griega, y el Romanticismo lleno de referencias a la mitología medieval y a la leyenda. Los simbolistas, los modernistas, los parnasianos, rescatan también todo un avituallamiento cultural para sus versos y prosas, y esta munición se hace especialmente recargada en D'Annunzio. Las vanguardias de la década de los veinte toman a su vez la referencia culta y la recurrencia sobreliteraria de todo el acervo cultural puesto en movimiento, circulación y reanimación por Baudelaire. Las principales recurrencias literarias de nuestro siglo, y sobre todo de la época ahora estudiada, son el exotismo, el orientalismo, el americanismo (Nueva York), el inmediato cine, que nace ya con carisma, y la magia y el ocultismo para los surrealistas. A estas referencias literarias dentro de la literatura es a lo que la ensayista norteamericana Susan Sontag ha llamado kitsch ya en los años sesenta.
Susan Sontag denuncia el kitsch cultural tanto en Ray Bradbury como en Françoise Sagan, y lo define como la sustitución de una frase creadora por la referencia a algo ya creado. Pongamos un ejemplo: si alguien, para describir el rumor del agua en un relato, dice que suena como la música de Debussy, está haciendo kitsch, pastiche literario, pues su obligación es crear con la prosa y con el verso la sensación de agua, no sustituir esa sensación y ahorrarse ese trabajo mediante una sensación prefabricada, anterior, mediante Una referencia cultural.
El lector suele aceptar de buen grado el kitsch puesto que supone un guiño culto que el autor le está haciendo. Lo que Susan Sontag apenas dice -creo recordar- es que kitsch ha habido siempre, como acabamos de apuntar: hay kitsch griego en el Renacimiento, kitsch medieval en el Romanticismo e incluso kitsch cinematográfico en la novela actual. ¿Quién no ha escrito ya, a estas alturas, que el protagonista cerró los ojos para ver mentalmente el film de su vida?
Antes de existir el cine ¿cómo se explicaba la película del pensamiento, en literatura, el film de los recuerdos? Las vanguardias de los años veinte incurren con frecuencia en el kitsch cultural, y hay, sobre todo, un ejemplo de novela kitsch, de literatura de la literatura, que voy a reseñar por la importancia que tuvo en su momento, por el alto ejemplo que supone y por cómo explica la novelística Ramón Gómez de la Serna: me refiero a Les enfants terribles, de Jean Cocteau, publicada en 1929. Se trata de una bellísima novela fingida por cuanto el autor, a ratos, en lugar de dejar que la narración se desarrolle libremente ante nuestros ojos -como hace el verdadero novelista-, es él quien glosa la narración. No tiene esto nada que ver con el problema flaubertiano de la desaparición del narrador. En primera o en tercera persona -Proust o Flaubert-, el narrador nato sabe hacer que la acción fluya libre y natural. El escritor que no es narrador nato, que es más bien poeta o glosador, recurre con frecuencia a glosar una escena, mejor que a describirla. Más que hacer una novela, parece que está haciendo la glosa de la novela de otro.
Les enfants es un libro lleno de estas glosas. Por impaciencia o por el tirón lírico, el poeta, cuando narra, tiende a glosar, a extasiarse con su propia narración. El mismo Proust incurre en esto a veces, aunque de manera excelsa y con tanta demora que consigue fluidificar en la novela la propia glosa de la novela. Bueno, esto es kitsch. La forma más inevitable del kitsch. La otra, la que denuncia sobre todo Susan Sontag, es, ya lo hemos dicho, la referencia cultural directa o prefabricada. De esta forma inmediata de kitsch también está lleno el libro de Cocteau. Así, cuando el protagonista es «como un joven cristiano de Antinoé». La referencia culta y la autoglosa de lo que se está narrando convierten en género fingido y en kitsch una novela. Proust ha podido ser el gran iniciador de eso en la novela moderna, pero sus defectos, en caso de serlo, los lleva a tal exceso que llegan a ser grandiosos y se aceptan porque entonces resulta que todo el conjunto es kitsch. Precisamente, Cocteau dijo algo aproximado sobre la obra proustiana: «Es una inmensa miniatura.» Después de D'Annunzio y otros autores, ya en el corazón de las novelas vanguardistas, Cocteau es el que arranca con la novela kitsch, con el gran género fingido, con la literatura de la literatura. Les enfants fue una revolución en su época y dio lugar a una nueva forma de novela que luego se frustraría, porque la renovación del género iba a marchar por otros caminos. Cocteau rompe con el realismo de Roger Martin du Gard iniciando un tipo de novela lírica que es el mismo que intenta Ramón en España.
No vamos a entrar ahora en la ociosa y enojosa cuestión de si Cocteau es antes que Ramón o a la inversa. Lo cierto es que la novela kitsch, la novela-glosa, la literatura de la literatura nacía entonces con fuerza, aunque murió pronto. Era un camino brillante, pero falso. De este cosmopolitismo cultural no se salva Ramón tan fácilmente como del cosmopolitismo viajero, y no porque sus novelas abunden en citas literarias, que no hay tal cosa, sino porque todas ellas son literatura, y ya hemos dicho en el capítulo correspondiente que quizá no haya nada más contrario a hacer novela que hacer literatura.
Lo que queríamos decir con esa frase era esto: que todo novelista que no lo es de nacimiento tiende a glosarse, a ir glosando la acción a medida que se produce, impidiendo así que se produzca. Les enfants es el más brillante ejemplo de falsa novela, de género fingido, de novela-glosa, dentro de las vanguardias europeas de los años veinte. Se inicia con el golpe de una bola de nieve en el pecho del protagonista, «como el puñetazo de una estatua». Los efectos estéticos van sustituyendo así, hasta el final, a los efectos dramáticos, y esto es el puro kitsch literario, mucho más grave que todos los otros. Lo que con referencia a Ramón hemos llamado la lucha de lo lírico contra lo épico. La lucha por dramatizar una idea lírica. O todo lo contrario: la lucha por poetizar una situación dramática.
Les enfants parte de una idea poética, como las novelas de Ramón, y no de una idea novelesca. Una idea poética que, por lo tanto, es estática: el incesto platónico de dos hermanos. Cocteau lucha por desarrollar en el tiempo esta idea estática, estética, lírica, y sólo lo consigue a fuerza de lirismo, pues la mera mecánica novelística la suple casi siempre por la glosa brillante y afortunada. La novela está mucho mejor cuadrada que las de Ramón y por eso es el más alto ejemplo de un tipo de novela que nacía entonces en Europa, con mucha brillantez y poco porvenir. La literatura de la literatura es algo en lo que incurre Ramón en todas sus novelas -hermanas conocidas o desconocidas de las de Cocteau-, recurriendo a la glosa en cada página, sustituyendo con la glosa la narración, pecado nefasto del novelista. La famosa novela de Cocteau ilumina bien lo que quería ser por entonces la novela de vanguardia, y, sobre todo, lo que querían ser las novelas de Ramón. Tanto Ramón como Cocteau, glosadores natos, se salvan de eso cuando, renunciando a la novela, hacen literatura de la literatura o de la vida, pero no de la novela, que, como hemos dicho y repetido, es, en un sentido profundo y paradójico, todo lo contrario de la literatura.