Dos constantes, pues, caracterizan a la vanguardia artística y literaria del primer cuarto de siglo en Europa: experimentación y alegría. Todas las artes experimentan y todas lo hacen con alegría. Alegría que es ironía en Duchamp y paranoia en Dalí, y que sólo en los surrealistas se entenebrece, sobre todo en Breton, quizá por la propia naturaleza dogmática y premonitoria del poeta. Ramón es experimentación y alegría.
Ramón mantiene muy tempranos contactos con los vanguardistas franceses, viaja a París, prologa un libro de Apollinaire, es amigo personal de Pitigrilli, gran revolucionario del humor, y forma parte de un reducido club de humoristas con Charles Chaplin. Ramón, en sus Retratos contemporáneos y Nuevos retratos contemporáneos, traza la biografía y la imagen de Picasso, Giacometti, Rivera, Apollinaire, Archipenko y tantos otros. En su libro Ismos va estudiando todos los que navegan por Europa y América en aquellos años, e incluso otros que él se inventa, como el botellismo. A los vanguardistas españoles los retrata, estudia y define en Pombo y otros libros y escritos. Mantiene estrecho contacto literario y humano con los vanguardistas de Amé-rica: Borges, Oliverio Girondo, Macedonio Fernández, el ya citado Rivera y otros pintores americanos. Es el viajante de comercio del vanguardismo, que trae a España las últimas cosas, la última moda, y sale por el mundo a repartir una forma de vanguardismo español.
Se ha hecho recientemente una antología de vanguardistas españoles que es de todo punto lamentable por la limitación y monotonía de textos y autores, y, sobre todo, por el reducido y equivocado papel que en esta antología tiene Ramón Gómez de la Serna. Quienes hoy entienden vanguardia como revolución política, referidos ambos conceptos a los años veinte, están desprestigiadamente equivocados. Plantean mal la cuestión. Las vanguardias fueron la revolución del optimismo, frente al pesimismo y el milenarismo catas- trofista del realismo burgués. Algo tenían que ver, efectivamente, con el optimismo revolucionario ortodoxo, pero no por dogma, sino por parecido de época y aire de los tiempos. Cuando, efectivamente, el optimismo vanguardista trata de secularizarse como optimismo revolucionario, fracasan ambos optimismos en un sombrío pesimismo y malentendido: el mejor ejemplo de esto es la polémica entre los surrealistas y Moscú, ampliamente narrada por el propio Bretón y por otros surrealistas, entre ellos Aragón.
En estos días en que escribo acaba de morir Bloch, el filósofo de la esperanza marxista y el optimismo en general. Con él muere, quizá, algo que ya estaba muerto: la fe en la utopía. Pero es importante, para entender las vanguardias, contar con esta idea del optimismo, que en política toma la forma del marxismo y en arte la forma de juego. Ambas formas parecieron conciliables en un principio (se lo parecieron a los artistas). Luego se vio que no. Después de la guerra atómica, las vanguardias se han hecho experimentalistas y sombrías, desde el existencialismo de posguerra al barroquismo hispanoamericano de las novelas de hace pocos años, y es ahora mismo cuando la contracultura y el underground, desde Estados Unidos, difunden al mundo una forma de vanguardia optimista, un nuevo optimismo que es ya mucho más anarquista que marxista.
Hemos explicado anteriormente que el optimismo de aquellas vanguardias es de doble signo: aleluya a la superación de la guerra y el progreso técnico y científico; respuesta al realismo pesimista del XIX. Podría establecerse una ecuación realismo = pesimismo. El realismo es una fórmula que vitalmente da, como mucho, para el conformismo, más que para el optimismo. Poco importa que el realismo de derechas sea conformista y el realismo de izquierdas o de denuncia sea pesimista. Hay algo más profundo, y es que el realismo nace limitado, resignado, corto de posibilidades. De entrada, el realismo renuncia a la imaginación, acorta sus distancias y no quiere ver más allá de lo que hay, cuando, realmente, lo que hay está siempre más allá. Optar por el realismo es ya una opción pesimista, un dar por supuesto que el mundo es su superficie, que la realidad es lo que vemos. Una negativa de todas las otras percepciones y, sobre todo, una autocastración que nos somete a lo externo y nos impone la renuncia a nosotros mismos, a lo que nosotros ponemos en las cosas.
Vemos, pues, cómo más allá de la desinencia izquierda/derecha el realismo es siempre pesimismo (siempre derecha, diría yo), y frente al realismo de la picaresca se levanta la imaginación del Quijote o levanta Quevedo sus Sueños. Frente al realismo neoclásico y pseudorracionalista del XVIII y el XIX, levanta el Romanticismo su imaginación atormentada y también pesimista, pero redentora. El realismo, que es escolasticismo en filosofía y campoamorismo mostrenco en la lírica española, ha vuelto una y otra vez a lo largo de nuestra Historia. El arte de España tiene fama tópica de realista, aunque casi nunca lo sea, y este supuesto realismo viene dado, como digo, por la escolástica y por una suerte de ascetismo secreto que se ejerce también sobre el mundo de la creación: el español no ha de renunciar solamente a su cuerpo, sino también a su imaginación. La imaginación es pecado. El artista usará los sentidos, naturalmente, pero los usará atenidos a la evidencia óptica y física que ellos captan. Prohibida la sinestesia como pecado mortal contra el realismo.
El realismo, en fin, es una suerte de puritanismo que abruma a Europa a lo largo de todo el siglo XIX, como herencia degradada del racionalismo del XVIII. Ya hemos anotado que, aparte la revolución romántica, Baudelaire es el primero que da la consigna efectiva de luchas contra la conjunción realismo-burguesía-pesimismo mediante un lenguaje no realista ni burgués. Baudelaire va más allá del pesimismo burgués. Y entonces es cuando da en el satanismo. El satanismo puede que sea la opción última y única de quien, no estando dotado para el optimismo, tampoco quiere quedarse en el provinciano pesimismo burgués.
Y de Baudelaire, en fin, nacen todos los lenguajes nuevos del siglo XX, también en pintura (no hace falta recordar al Baudelaire crítico de arte, primer avizor de Goya). Estos lenguajes, recorridos por el optimismo político, social, científico de los años veinte, son los que dan la respuesta definitiva al viejo realismo y constituyen las vanguardias. La poderosa intuición literaria de Ramón Gómez de la Serna, hijo del siglo como ningún otro, le lleva a coincidir con todo eso desde su Madrid provinciano y casticista (al que siempre será fiel, por otra parte). Huye Ramón de lo que tiene cerca, el realismo pesimista de Galdós y el 98, y empieza a hacer contestación, experimentación, optimismo, arte por el arte.
En principio no hay influencias ni mimetismos. Lo abultado del fenómeno vanguardista en Europa y lo abultado del fenómeno Ramón -del ramonismo- acaban por tocarse. Es una cuestión de magnitudes. Las vanguardias españolas dan en poesía una generación espléndida. En prosa fracasan puerilmente, y no hay más que leer los textos de época de Giménez Caballero, Antonio de Obregón o Francisco Ayala, escritores todos que acabarían tirando por otros caminos. La única gran prosa de vanguardia la hace Ramón. Ramón es, él solo, todas las vanguardias españolas.