En la Nochebuena de 1952, se queja Ramón de estar sin dinero. Espera ocho mil pesetas de España que no le llegan. España, su gran tema, se ha quedado reducida para él a una referencia bancaria: «España no paga.»
También espera lo que él llama el Nobel español, que era un premio de quinientas mil pesetas -mucho para entonces- que daba el banquero Juan March. Al fin, el dinero se lo dan a Azorín, contra el que ya venía escribiendo Ramón de vez en cuando, y al que llama «chufero valenciano». Azorín, al que ha dedicado una de sus más logradas biografías -y por supuesto el mejor libro que se ha hecho sobre el alicantino-, se le torna ruin y oportunista en la hora de los desencantos. De estas rectificaciones está llena la historia chismosa de la literatura, pero no por eso deja de ser significativa la caída de los valores en el mundo de Ramón. Ha visto con el tiempo que Azorín fue siempre un oportunista, un hombre que supo aprovechar lo que él no supo ni quiso aprovechar. Y lo dice.
Con la caída del mito azoriniano, cae para Ramón, quizá sin que él lo sepa, el ideal contemplativo, el «ver volver», porque la vida empieza a ser tediosa y porque el tiempo está lleno de traiciones. No sólo ha fallado su proyecto vital de ser feliz, sino que le han fallado los modelos de vida y escritura: Azorín.
El 14 de abril de 1953, su mujer le regala unos guantes amarillos para que no se le enfríen las manos. Asiste de lejos a la muerte de su hermano Pepe, que está en Chile. Su hermano era masón. Confiesa que ambos fueron «desgraciados y huérfanos» en el colegio palentino de infancia, aunque no es esa la versión de aquella remota época infantil que nos da en su Automoribundia. Ramón, que ha hecho toda la vida un sonriente esfuerzo por conseguir que la vida se optimice, incluido el pasado, está entrando ya en esa sinceridad seca de la vejez y el desencanto. En noviembre del 53 pierde sus colaboraciones de Venezuela y se va dando cuenta, al fin, de que su periodismo ya no interesa, de que la literatura por la literatura ha pasado. Ha pasado del periodismo, claro, que es lo que a él le da de vivir.
Nos descubre de pronto, en una anotación del Diario, su admiración por Anatole France: «Hubo un momento en que todo un principio de generación quiso robarle a Anatole France su calidad de novelista, pero pasó esa cola de generación y Anatole France volvió a conseguir su gran condición de novelista. Vio pausada e irónicamente la vida, a un ralentí especial, y así queda palpable a través del tiempo lo que parece que se tornó impalpable. Detuvo la vida en una ilusión de novelista y de espectador, y por eso la hizo inmortal como lo es todo lo que logra ser incorruptible.»
Hemos hablado, en el capítulo «Literatura de la literatura», de lo que Ramón le debe -como préstamo personal o de época- a Cocteau y, en consecuencia, a Proust. Es lo que Proust le debe a France, al que admiraba notoriamente y hace aparecer en sus libros, como sabe cualquiera, con nombre falso y verdadero. Hemos dicho que Proust ralentiza la vida, y esa ralentización viene de France, pero France, el maestro, es superado y anulado por Proust, el discípulo, como tantas veces ocurre. France y Cocteau están hoy más cerca del kitsch que Proust, al que salva sencillamente el genio.
Ramón, que se ocupa raramente de Proust -extraño vacío en su cultura y su obra-, acierta a decir que Anatole France detuvo la vida, detuvo la novela, y todavía le recuerda en la segunda mitad del siglo.
Quizá, cuando Ramón hacía sus novelas, creía estar haciendo anatolismo, pero ya hemos visto que está más cerca de Cocteau que de ningún otro modelo. E insisto en que no sé si se trata de un préstamo personal o un préstamo de época, de una imitación o un aire generacional. Ahora ya sabemos, por propia confesión del autor, que su modelo secreto era Anatole France, un France pasado por la alegre escritura vanguardista. No es necesario decir que a Ramón no le salió el experimento, o sólo le salió a medias. Él no es que ralentice la vida, como France, sino que la vida se le muere entre las manos, en cada novela, por abrumación de greguerías y falta de movilidad novelesca.
Es reveladora esta pequeña nota de Ramón sobre France, al que casi nunca había citado, y por ella comprendemos que el hombre que quiso ser como Anatole France sólo consiguió parecerse a Cocteau, en cuanto novelista. Su genio estaba en otra parte.
En 1953 se le diagnostica de heredodiabético, pero después de un régimen riguroso le desaparecen todos los síntomas en los análisis. Se hace a sí mismo promesas de trabajar despacio, de llevar las colaboraciones -que todavía son muchas- con calma, y de trabajar en sus libros pausadamente. Es esa ilusión de trabajo tranquilo que se hace el escritor español, sabiendo en realidad que reventará sobre las cuartillas. Se pasa una noche arreglando una pluma.
De pronto anota una frase de Leonardo da Vinci: «Un objeto viene a nosotros en forma de pirámide. La punta está en nuestro ojo. La base, en el objeto.» Es casi una greguería. Ramón ha tenido siempre mucha sensibilidad para detectar greguerías en los demás, incluso en un hombre tan remoto como Leonardo. En Quevedo había descubierto muchísimas.
Y otro desgarro de tío de café, de escritor callejero (debía haber muchos en el original): «Te vas a morir de encoñado que estás.»
En el 54, cuando agoniza Benavente, deja constancia en su Diario de lo poco que le ha interesado siempre este dramaturgo. Una vez había sostenido que Benavente le robó, siendo él muy joven, la idea de su Cuento de Calleja. De Benavente dice ahora que «lo suyo no era arte, sino suscripción». En efecto, la sociedad española estaba como suscrita a Benavente, a sus frases y sus comedias.
A Benavente le había hecho un acertado retrato, llamándole «doctorcito», años atrás.
De pronto nos sorprende con un exabrupto: «Todo Juan Ramón Jiménez es una filfa.» El hombre que más generosamente ha retratado y biografiado a sus contemporáneos, dice a última hora la verdad amarga del desencanto. No es que lo otro fuera mentira, sino que su proyecto de optimismo ha fracasado y todo fracasa con él. Ya había escrito hacía muchos años, en pleno optimismo: «Ay cuando las cosas empiezan a dar la vuelta.» Este Diario que se ha llamado póstumo es el volver de las cosas con su otra cara, con su careta ya mortal, como en El tiempo recobrado, y por eso nos detenemos en su examen. Es el único documento con que contamos -aunque tan maltrecho- del revés ramoniano, del Ramón tardío que sobrevive patéticamente a su proyecto de optimismo, al optimismo como proyecto, que es lo que hemos estudiado en todo este libro.