Escritor sin género, veamos cómo Ramón va fingiendo novelas, comedias, biografías. Sus novelas son novelas fingidas, ya de entrada, porque no nacen de una idea novelesca, sino de una idea poética. Idea poética que él va tratando de novelizar a lo largo de páginas y páginas. Esa es la clave de la novelística ramoniana, clave que nadie ha visto quizá porque esa novelística interesa poco (y en buena medida con razón).
El esfuerzo por novelar una idea que no es novelesca. La lucha de lo dramático contra lo lírico. Así, en La mujer de ámbar. El título ya es un enunciado poético, que el autor puebla de sucedidos dramáticos e incluso melodramáticos, sin conseguir nunca evitarnos la impresión de que estamos estudiando una filigrana, no una novela. Así, en Rebeca, que es la busca de la mujer ideal, o cosa por el estilo, a través de mujeres todas ellas irreales, e incluso inexistentes, en algunos casos, porque el autor no consigue darles vida ni construirles una existencia sólo a base de greguerías. Así en Las tres gracias, «novela madrileña de invierno», donde el verdadero protagonista es el frío de Madrid, aparte la historia de tres hermanas desgraciadas que van pasando a través de un hombre nefasto. La mujer, en estas novelas, es siempre una metáfora de mujer, y el hombre es un vago trasunto del autor o es su oponente odioso. En El gran hotel se hace la no-novela, la novela del ocio de un español -significativamente apellidado Quevedo, y al que las francesas llaman Quevedó-, de un madrileño que ha recibido una herencia y decide gastarla viviendo como un gran millonario, durante un año, en un gran hotel de Ginebra. Lo que hace este protagonista-autor es observar, poetizar la vida del hotel y mantener algunos amores de chambre con las enigmáticas y bellas inquilinas.
En El gran hotel asoma algo muy caro a Ramón y a todas las vanguardias que le son afines: el cosmopolitismo, del que luego hablaremos. En El gran hotel encontramos asimismo la idea ramoniana -quizá poco expresada por él- de la circunferencia, del espacio acotado por cuya órbita pasea una y otra vez el observador, el andarín. Llega a definir el balcón de una de las bellas inquilinas como «un nido de mujer en el árbol del hotel». Aquí se nos descubre que está viviendo el hotel como una redonda copa de árbol. Su última novela, la última de su vida, escrita en Buenos Aires con nostalgias madrileñas, se titula Piso bajo y repite la obsesión ramoniana del espacio acotado, cerrado, entrañable y completo, pues sucede en la plaza del Dos de Mayo, que es una de las plazas más recoletas y herméticas de Madrid, aún hoy. Piso bajo es también una novela fingida por cuanto desarrolla un conflicto estático padre-hija. La nardo, quizá la más famosa de las novelas de Ramón, no es ni siquiera de las mejores entre las suyas. En La nardo hay mucho diálogo, y Ramón sólo sabe hacer hablar a los personajes en greguerías, lo cual resulta irritante en el contexto realista-poético del libro. El torero Caracho recoge el mundo tópico de los toros, con una tragedia tópica, pero el clima, el fondo narrativo, el ambiente del Madrid taurino llega a tener un espesor literario asombroso en algunos pasajes. El torero Caracho es el extremo opuesto de El gran hotel, por cuanto representa el esfuerzo de la escritura vanguardista aplicada a un tema costumbrista, casticista, y no al mundo cosmopolita que les era propio a las vanguardias. Poéticas o madrileñis- tas, metafóricas o cosmopolitas, las novelas de Ramón son todas ellas novelas fingidas por cuanto vemos que el autor está haciendo como que hace una novela, cuando lo que en realidad le importa es hacer literatura y puede que no haya nada más opuesto a hacer una novela que hacer literatura.
La novela poética, o que nace de una idea poética y no novelesca, es la que mejor le va a Ramón, y La mujer de ámbar puede ser el modelo al respecto. Las novelas madrileñistas comportan inevitablemente una dosis de realismo costumbrista que Ramón resuelve líricamente en las descripciones, pero que se desajustan escandalosamente en los diálogos y en los sucedidos, que muchas veces, como vengo repitiendo, no son sino una idea lírica dramatizada. La nardo y El torero Caracho pueden ser el modelo de esta serie. Como El gran hotel es, obviamente, el modelo de novela cosmopolita, aquella novela que se hizo mucho y mal en España, por influencia de Paul Morand, y que los autores del género ínfimo o verde, como Insúa o Zamacois (salvadas las distancias de calidad literaria, que no son muchas para un lector de hoy), explotaron al máximo. Ramón tiene el acierto, natural en él, de ver el cosmopolitismo desde el punto de vista palurdo de un madrileño casualmente incrustado en el gran mundo de los años veinte. Este punto de vista le da ya continua ocasión de ironía, ironiza toda la novela, y salva de exotismos pueriles la narración. Sin embargo, Ramón no deja de glosar en infinitas greguerías, con fervor vanguardista, lo que hoy llamaríamos con guasa los adelantos de la vida moderna. Y se anticipa a la novela collage, en El gran hotel, intercalando de vez en cuando, en la narración, la carta completa del comedor, en francés.
La novela supone deliberación y Ramón es el menos deliberado de los escritores. Lo suyo es ponerse a escribir a lo que salga. De ahí que sus novelas, aparte de fingidas, le queden desiguales, irregulares y a veces descuidadas. Es siempre el escritor que hace como que hace una novela. Fatalmente, llegaría a escribir El novelista, que es la novela de unas novelas.
Queda, pues, de toda su novelística, el empeño bello y torpe por dramatizar una idea poética. La impotencia del poeta para narrar. Ramón sabía que la novela no podía seguir siendo escrita por mozos de cuerda, y estaba en lo cierto, pero quizá no leyó a tiempo a Proust ni Joyce. Buscaba la fórmula y no la encontró. Hay una fundamental disociación entre él y el género novelesco. Son irreconciliables. No nos preguntemos cómo no vio esto Ramón, porque nadie conoce sus límites, y ya escribió Eugenio d'Ors aquello de que «mis límites son mi riqueza». Pero es casi imposible encontrar esa riqueza.
El escritor sin género se acoge a la novela porque en la novela todo vale, y tardará en aprender -quizá no lo aprenda nunca- que eso no es verdad, que en la novela vale todo a condición de no querer hacer una novela. Es el empeño por redondear una novela de alguna manera tradicional lo que lleva al fracaso. Es el fracaso de lo lírico frente a lo dramático. En el teatro español de vanguardia de los años treinta, este fracaso se daría en Casona. Ramón, en el teatro, también hace comedias fingidas. Los medios seres, su comedia más famosa, nace de un hallazgo poético-plástico: Ramón pinta a los actores verticalmente de negro, medio cuerpo y medio rostro. Luego no sabe qué hacer con ellos y con este hallazgo. La obra fracasa frente al abrupto público madrileño y Ramón huye de España. Ramón cree que está innovando géneros, pero está fingiendo géneros. Como Azorín.
En los cuentos es donde la narrativa de Ramón queda más cuajada, porque el cuento participa mucho de lo lírico y porque a partir de una idea poética puede desarrollarse un cuento, pero no una novela. Aunque no por eso dejan de tener los cuentos de Ramón, asimismo, algo de cuentos fingidos. Y es que la cuestión no está sólo en la capacidad o incapacidad, sino que hay escritores nacidos para fingir que hacen lo que otros hacen de verdad, como ese imitador de cabaret que finge prodigiosamente a Chevalier, pero nunca será Chevalier. Los géneros fingidos nacen, no sólo del escritor equivocado, sino del escritor encerrado en su circunferencia, que jamás ha salido ni saldrá de ella. Ramón es él y su circunferencia, y por eso le saldrán siempre los géneros fingidos, porque no ha nacido jamás a la vida. Lo suyo es andar y andar la circunferencia, recorrerla y contárnosla. Ahí está su genialidad circular y, por lo tanto, limitada: y, por lo tanto, infinita.