28. EL ORIGEN PEQUEÑOBURGUÉS

De todo lo que llevamos escrito en este libro me parece que se deduce una bipolaridad en la vida de Ramón: el tirón de lo insólito y el tirón de lo cotidiano. ¿Vivir en lo insólito, vivir en lo cotidiano, vivir en lo alto de un elefante, vivir en un piso bajo de la madrileña plaza del Dos de Mayo?

El origen de esta bipolaridad habría que buscarlo en la infancia pequeñoburguesa del escritor. El payasismo de Ramón, del que ya hemos hablado, quedará explicado así a otra luz, aún. Y su sentido de lo cursi, también. Antes payaso que cursi. Porque en aquel hogar pequeñoburgués en que nace y crece el niño Ramón, lo cursi ronda de cerca y deja con frecuencia su perfume triste. Ramón viene al mundo en la madrileña calle de las Rejas, en 1888, como hijo mayor de un matrimonio en que el marido, el padre, se va a mover tímidamente hacia la política, desde la abogacía, como tantos otros españoles, con poca fortuna, con más pena que gloria.

Destinos a provincias, cambios de piso en Madrid, siempre en ese descenso escalonado hacia la mediocridad que se signaba antaño por la calidad, progresivamente inferior, de las casas y de los barrios. Era patético seguir la historia de una familia por la historia de sus pisos y de sus barrios, el lento desplazamiento desde las zonas de la alta burguesía a los reinos de lo menestral. El fácil alquiler de los muchos pisos vacíos daba mejor que nada esta movilidad en uno u otro sentido que iba situando gráficamente a las familias en una u otra clase. El niño Ramón observa que sus padres mantienen con esfuerzo un medio abono a la Ópera, y reflexiona: «Los pobres padres aún querían ser lo que habían soñado ser.»

Los tíos, las abuelas, las primas, todo el coro triste y largo de las familias burguesas, las infinitas ramificaciones de la pobreza, esa viuda en cuya casa juega el niño algunas tardes, entretenido con las cruces y medallas del difunto. Ramón, asomado durante toda la infancia a balcones altos y populares -«yo era pescador de balcón»-, ve los mansos ríos de la vida madrileña transcurrir por las calles, y siente a su espalda esos interiores de sombra y escasez que dejan escalofriado para siempre al chico de clase media.

Ha tomado conciencia, como todos los españoles de su clase y su edad, de que la vida familiar es triste, monótona, mentida. De que la pequeña burguesía es una clase que vive de anhelos y resignaciones. De esta conciencia de clase media han salido todos los rebeldes, todos los revolucionarios de derechas y de izquierdas, y la mayoría de los genios, porque lo que se propone el adolescente, si tiene una mínima capacidad de reacción, es abolir eso para siempre, luchar, salvarse, suprimir en su vida, y a ser posible en la vida, esa farsa de la pobreza que se cree o se quiere sublime, y da en cursi, porque lo cursi, como ya hemos apuntado en otro capítulo, es la miseria que se piensa sublime, así como lo canalla es la miseria que se piensa fascinante.

Ramón, carente de instinto político, decide quizá vivir en lo insólito, y toda la abundante e inédita producción teatral en que rompe a escribir, y que es prácticamente teatro de infancia, está llena de crímenes insólitos y movida inconscientemente, sin duda, por el sueño de la gloria y el dinero del teatro, que era uno de los señuelos de la época. Antes payaso que cursi, ya lo hemos dicho. Ramón se habrá sentido cursi muchas veces, habrá advertido con desencanto la cursilería de sus padres, y decide muy pronto marginarse, «entrar en fuego», según el título de su primer libro, hacer anarquismo, bohemia, lo que sea. Unos escapan hacia la política y otros hacia la literatura. La cuestión es huir de prisa de la sordidez de unos hogares intransitables del perfume antiguo de la frustración.

Pero también ha aprendido Ramón, en la minucia de la vida pequeñoburguesa, a observar lo cotidiano del vivir, de modo que será para siempre un indeciso entre lo insólito y lo cotidiano, entre la liberación por la imaginación, que le es la única posible, y la sumisión dulce en poder de lo sabido. Tardará muchos años en madurar en él aquella frase que ya hemos citado y que ahora da toda su hondura: «Lo cursi abriga.»

Hemos dicho que será el indeciso entre lo insólito y lo cotidiano, pero la indecisión no es ramoniana, y él, extravertido y pícnico, o introvertido hacia afuera, resuelve la indecisión poniéndola en agua, pasando sin solución de continuidad de lo insólito a lo cotidiano y viceversa. Su virtud de primitivo también le ayuda aquí a cambiar de nivel sencillamente, sin transiciones. Toda su vida persigue y cultiva lo insólito, para salvarse sin duda de la mediocridad pequeñoburguesa, pero toda su vida es sensible y receptivo a las dichas menores de lo cotidiano.

En algún momento de este libro he dejado escrito que prefiero el Ramón de lo cotidiano al Ramón de lo insólito. Él, sin duda, se creía muy dotado para lo insólito, y, efectivamente, tiene hallazgos en vida y obra que le acreditan como un genio de lo insólito. Por ejemplo, la anécdota y el reportaje de la visita nocturna al Museo del Prado, que ya hemos descrito. Pero muchas veces, en Ramón la ideación insólita da en pueril o está resuelta sin convicción, y esta es otra de las debilidades de su novelística. En cuanto al payasismo de su vida, tampoco es siempre afortunado. El payaso viene del bufón como el dandi viene del príncipe. Son los parásitos de dos parásitos. Charles Chaplin, en tiempos de Ramón, supo reunir en una sola imagen al dandi y al payaso. Tanto el uno como el otro son opciones para huir de la mediocridad pequeñoburguesa.

En el cine de Chaplin vemos bien a ese pobre tipo -tan universal- que ensaya la opción del dandismo o la opción del payasismo, alternativamente, para sublimar su condición pequeñoburguesa. Hitler, personaje de la misma época, sublima esa condición, en sí y en millones de alemanes, por la vía de la milicia. (El dandismo tiene algo de la austeridad de la milicia, según Baudelaire.)

La gran burguesía industrial y el proletariado subsecuente han dejado en medio esa zona ancha, gris y lamentable de la pequeña burguesía que vive de pequeños empleos, con modestas ilusiones políticas o sociales. Es lo que años más tarde se llamaría sociedad de consumo y, a nivel de individuo, hombre unidimensional, en palabras de Marcuse.

Sólo muy vencido el siglo XX, pues, la pequeña burguesía se ve falsamente redimida por el consumo, y tiene la ilusión de haber salido de su mediocridad sin hacer la revolución social o política. Pero en la infancia y juventud de Ramón, de Chaplin, de Hitler, no había otras opciones que la revuelta política o la imaginación. Millones de jóvenes, en toda Europa, optaron por la revolución de izquierdas, por el marxismo. Hitler y sus alemanes optaron por la revolución de derechas, por el nazismo. En el encarnizamiento de Hitler y sus servidores contra los judíos, puede que hubiese mucho de un resentimiento pequeñoburgués contra el prestamista y el comerciante que había empobrecido a las familias de la burguesía alemana. De una manera simplista y gráfica, era fácil ver como culpable de la mediocridad familiar -siempre hace falta un culpable, y casi siempre lo hay- a la figura enlutada y sigilosa del prestamista judío.

Ramón y Chaplin optan por la imaginación (Chaplin, además de eso, se haría comunista). Chaplin viene de la miseria directamente, ya lo sabemos, pero conoce la mediocridad de un hogar de cómicos pobres y borrachos. El que Ramón y Chaplin coincidan algunos años más tarde como miembros de un club internacional de humoristas, es la corroboración anecdótica de lo que venimos diciendo: ambos huyen de la sombra fría de un hogar pequeñoburgués sin más alternativas que la cursilería.

Es fácil emparentar a Ramón con Chaplin. Se ha hecho muchas veces de manera banal. De modo que huiremos de ese emparentamiento. Chaplin acertó a ser el dandi y el payaso, o mejor la frustración de un dandi y la frustración de un payaso en una sola frustración. Ramón intenta el payasismo, pero nos atreveríamos a decir que en todo payaso hay un dandi frustrado (ya lo dijimos al final del capítulo correspondiente), como toda cosa comprende su contrario. Ramón intenta lo insólito con varia fortuna, y la exasperación de lo insólito es en él el payasismo. Pero está, como una constante en su vida, el tirón de lo cotidiano, el encanto manso y dulce de la vida vulgar, que aprendió a observar de niño en los interiores pequeñoburgueses en que transcurrió su infancia. Ramón se libera del origen pequeñoburgués, y lo sublima, más que cuando huye hacia lo insólito cuando mete lo insólito en lo cotidiano, cuando canta la vida pequeña y fluyente de todos los días como sabemos que no es: con una precisión y una luz que sólo él podía darle.

Загрузка...