VIEJA

Ciento veinte años tiene, ciento veinte,

yestá más arrugada que la Tierra.

Tantas arrugas lleva que no lleva otra cosa

sino alforzas y alforzas como la pobre estera.


Tantas arrugas hace como la duna al viento,

y se está al viento que la empolva y pliega;

tantas arrugas muestra que le contamos sólo

sus escamas de pobre carpa eterna.


Se le olvidó la muerte inolvidable,

como un paisaje, un oficio, una lengua.

Y a la muerte también se le olvidó su cara,

porque se olvidan las caras sin cejas.


Arroz nuevo le llevan en las dulces mañanas;

fábulas de cuatro años al servirle le cuentan;

aliento de quince años al tocarla le ponen;

cabellos de veinte años al besarla le allegan.


Mas la misericordia que la salva es la mía.

Yo le regalaré mis horas muertas,

y aquí me quedaré por la semana,

pegada a su mejilla y a su oreja.


Diciéndole la muerte lo mismo que una patria;

dándosela en la mano como una tabaquera;

contándole la muerte como se cuenta a Ulises,

hasta que me la oiga y me la aprenda.


" La Muerte ", le diré al alimentarla;

y " La Muerte ", también, cuando la duerma;

" La Muerte ", como el número y los números,

como una antífona y una secuencia.


Hasta que alargue su mano y la tome,

lúcida al fin en vez de soñolienta,

abra los ojos, la mire y la acepte

y despliegue la boca y se la beba.


Y que se doble lacia de obediencia

y llena de dulzura se disuelva,

con la ciudad fundada el año suyo

y el barco que lanzaron en su fiesta.


Y yo pueda sembrarla lealmente,

como se siembran maíz y lenteja,

donde a tiempo las otras se sembraron,

más dóciles, más prontas y más frescas.


El corazón aflojado soltando,

y la nuca poniendo en una arena,

las viejas que pudieron no morir:

Clara de Asís, Catalina y Teresa.

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