10

Durante todo el verano Mary siguió llevándose a Tim con ella cuando iba a Gosford. Poco antes de que llegara abril y, con él, el otoño, el padre y la madre de Tim ya la conocían bien, aunque sólo por teléfono. Mary nunca había invitado a Ron y a Es Melville a Artarmon y ellos no habían querido pedirle que los visitara. A ninguno de los cuatro miembros de la familia se le había ocurrido preguntarse si todos se habían hecho la misma idea de Mary Horton.

– Estoy pensando en pasar las vacaciones en la Gran Barrera este invierno, tal vez en julio o en agosto, y me encantaría llevarme a Tim conmigo si es que a ustedes les parece bien -le dijo Mary a Ron Melville un domingo en la noche.

– ¡Por Dios, señorita Horton, es usted demasiado buena con Tim! Puede ir con usted, de acuerdo, pero con la condición de que él pague su pasaje.

– Si usted lo quiere así, señor Melville, por mi parte no hay objeción alguna, pero le aseguro que nada me gustaría más que llevarme a Tim como mi huésped.

– Es mucha amabilidad de su parte, señorita Horton, pero creo que Tim se sentirá mejor si paga su propio pasaje. Podemos permitírnoslo. Nosotros mismos lo hubiéramos llevado si se nos hubiera ocurrido, pero, no sé por qué, Es y yo nunca hemos salido de Sydney más allá de Avalon o Wattamolla.

– Lo comprendo muy bien, señor Melville. Adiós.

Ron colgó el auricular, se metió los pulgares en el cinturón y entró en la sala silbando.

– ¡Oye, Es, la señorita Horton quiere llevarse a Tim a la Gran Barrera con ella en julio o en agosto! -anunció mientras se estiraba cómodamente en el sofá con los pies más altos que la cabeza.

– Es muy buena con él -dijo Es.

Pocos minutos después, el clip-clop de unos tacones altos resonó bajo la ventana, seguido del ruido de la puerta de atrás al ser cerrada de un golpe. Una joven entró en la habitación, les hizo una seña con la cabeza y se sentó dejando escapar un suspiro y sacándose los zapatos. Era al mismo tiempo parecida a Tim y diferente a él; la estatura y el pelo rubio estaban ahí, pero le faltaba la absoluta perfección de su figura, y sus ojos eran castaños.

– Creo que por fin pude echarle la vista encima a la elusiva señorita Horton -murmuró a través de un bostezo, acercando una otomana lo suficientemente cerca como para apoyar los pies en ella.

Es dejó de tejer.

– ¿Y cómo es la señora? -preguntó.

– No pude verla con todo detalle, pero es más bien bajita de estatura, su pelo es plateado, con un moño en la nuca, y parece una típica solterona. Unos sesenta y cinco años, diría yo, aunque realmente no pude verle la cara. ¡Pero qué coche, amigos! ¡Un Bentley grande, color negro, más o menos como los coches en los que aparece la reina Isabel! Yo diría que tiene dinero para tirar para arriba.

– Yo no sé nada de eso, pero supongo que debe estar en muy buenas condiciones para ser dueña de todas esas propiedades.

– ¡Claro! Me pregunto qué es lo que ve ella en Tim. A veces eso me preocupa… Y él está tan encariñado con ella…

– ¡Oh, Dawnie, todo está bien! -repuso Es-. Te estás volviendo muy quisquillosa acerca de Tim y la señorita Horton.

– ¿Qué quieres decir con eso de que me estoy volviendo quisquillosa? -exigió Dawnie en tono áspero-. ¡Al diablo, es mi hermano!, ¿o no? No me gusta esa nueva amistad y eso es todo. ¿Qué es lo que realmente sabemos acerca de la señorita Mary Horton?

– Sabemos todo lo que hay que saber, Dawnie -dijo Es pacientemente-. Ella es muy buena con Tim.

– ¡Pero él está tan fascinado con ella, mamá! ¡Todo se le va en Mary esto y Mary lo otro de tal modo que hay veces que me dan ganas de estrangularlo!

– ¡Oh, vamos, Dawnie!, ¿ahora te has vuelto espía? A mí me parece que estás celosa -repuso Es.

Ron frunció las cejas y miró a su hija.

– ¿Con quién saliste esta noche, linda? -preguntó, cambiando el tema.

El mal humor de la joven desapareció al instante cuando sus ojos vivarachos, llenos de inteligencia, parecieron reírse en su dirección.

– Con el director-gerente de una firma internacional de medicamentos -dijo-. Pienso incorporarme a la industria.

– ¡Por Dios! Me imagino que es la maldita industria la que está pensando en incorporarse en ti. ¿Cómo puedes mantener en un hilo a tantos tipos, Dawnie? ¿Qué es lo que ven en ti?

– ¿Cómo voy a saberlo? -bostezó y luego inclinó la cabeza en un gesto de atención-. Aquí viene Tim -anunció.

Un momento después, entró, cansado y feliz.

– ¡Buen día, compañero! -lo recibió su padre alegremente-. ¿Tuviste un buen fin de semana?

– Extrabueno, papá. Estamos poniendo macizos de flores en todo el derredor de la casa y vamos a construir una parrilla para carne asada en la casa de la playa.

– Según eso, vas a hacer que esa casa parezca como de revista. ¿No es así, Es?

Pero Es no le contestó; en vez de eso se enderezó súbitamente, tomando a su marido del brazo.

– Oye, Ron -dijo-, ¿cómo pudo la señorita Horton hablar contigo por teléfono y estar aquí afuera para dejar a Tim un minuto después?

– ¡Que me apaleen! Tim, ¿nos telefoneó la señorita Horton hace unos cuantos minutos, antes de que te dejara?

– Sí, papá. Tiene un teléfono en su coche.

– ¡Ésa sí que es buena! Eso me suena un poco como darse aires conmigo.

– ¡Es que tiene que tener teléfono en su coche! -repuso Tim indignado-. Me dijo que su jefe, el señor Johnson, a veces necesita hablarle con urgencia.

– ¿Y no pudo entrar un minuto a hablar con nosotros personalmente si estaba casi aquí fuera? -rezongó Dawnie.

Las cejas de Tim se fruncieron.

– No lo sé, Dawnie -dijo-. Creo que debe ser un poco tímida, como tú dices que soy yo.

Ron lo miró, intrigado, pero no dijo nada sino hasta que Tim se fue a dormir. Retirando las piernas de encima del sofá, giró sobre sí mismo hasta quedar sentado de tal modo que podía ver cómodamente a su mujer y a su hija.

– No sé si me estoy imaginando cosas, pero, ¿no habéis notado que Tim está mejorando un poquito? El otro día me llamó la atención cuando dijo una palabra más elegante que las que él usa; menos vulgar, diríamos.

– Sí -confirmó Es-, yo ya lo había notado.

– También yo, papá. Al parecer, la señorita Horton ocupa algo de su tiempo enseñando a Tim.

– ¡Bendita sea y ojalá le vaya bien! -exclamó Es-. Yo nunca tuve la paciencia necesaria y tampoco la tuvieron los maestros en la escuela, pero yo siempre sostuve que Tim tiene talento para aprender.

– ¡Oh, mamá, vamos! -replicó Dawnie-. ¡Ahora vas a querer que empecemos a llamarla Santa Mary!

La joven se levantó con brusquedad.

– ¡Y ya que no encontráis un mejor tema de conversación que la influencia de esa mujer sobre Tim -estalló-, mejor me voy a dormir!

Ron y Es quedaron mirándose asombrados el uno al otro.

– ¿Sabes, Ron? -comentó Es al fin-. Creo que Dawnie está un poquito celosa de la señorita Horton.

– ¿Pero por qué diablos habría de estar celosa?

– Eso no lo sé, querido. Las mujeres somos a veces verdaderamente posesivas. Me parece que Dawnie está enfurruñada porque Tim ya no le hace tantas fiestas como antes.

– ¡Pero es que debería gustarle! Siempre se quejaba de que Tim no la dejaba en paz y, además, mientras más crece, más independiente se vuelve.

– Pero es humana, amor; ella no ve las cosas como tú. Y es como el perro del hortelano.

– Bien, tendrá que aflojar un poco, eso es todo. A mí me gusta mucho que Tim ande con la señorita Horton en lugar de estar aquí estorbando, en espera de que Dawnie llegue.

Al día siguiente, Ron, como siempre, se encontró con su hijo en el «Seaside» y, juntos, se encaminaron a casa bajo la oscuridad que se acentuaba porque los días se iban haciendo más cortos.

Cuando ¡legaron a la puerta de atrás, Es los estaba esperando con una expresión peculiar en el rostro. En la mano tenía un libro con ilustraciones de color, que agitó alborozadamente en la cara del muchacho.

– ¿Tim, mi amor, es tuyo esto? -inquirió, con los ojos brillantes.

Tim le echó una mirada rápida al libro y sonrió como si recordara algo agradable.

– Sí, mamá -repuso-. Mary me lo dio.

Ron tomó el libro, le dio vueltas y miró el título.

El gatito que se imaginó que era un ratón -leyó en voz alta.

– Mary me está enseñando a leer -explicó Tim, sin saber por qué era el alboroto.

– ¿Y ya puedes leer algo?

– Un poquito. Es muy, muy difícil, pero no tanto como escribir. Pero Mary no se enoja cuando se me olvida.

– ¿Te está enseñando a escribir, compañero? -preguntó Ron, casi sin poder creerlo.

– Sí. Ella me escribe una palabra y yo la copio, tratando de hacerla igual. Todavía no puedo escribir ninguna palabra yo solo -al decir eso se le salió un suspiro-. Es mucho más difícil que leer.

Dawnie llegaba a casa en esos momentos, hirviendo de excitación, con las palabras en la punta de la lengua, pero por primera vez en su vida se encontró con que tenía que esperar su turno después de Tim; sus padres ni siquiera se molestaron en preguntarle por qué estaba tan excitada, y diciéndole «¡Ssssh!» le indicaron que se incorporara al grupo.

Tim leyó una página a la mitad del libro sin detenerse mucho a pensar las palabras o las letras y, cuando terminó, ellos gritaron y aplaudieron, le golpearon suavemente la espalda y le alborotaron el pelo. Inflado el pecho como una paloma buchona, se dirigió, pavoneándose, a su cuarto, llevando el libro reverentemente en las manos y sonriendo ampliamente; en toda su vida nunca había conocido un momento tan supremo. Tim los había puesto contentos, realmente les había gustado lo que había hecho y les había hecho sentirse orgullosos de él del mismo modo que estaban orgullosos de Dawnie.

Después que Tim se fue a acostar, Es alzó la cabeza de su interminable labor.

– ¿Te caería bien una taza de té, querido? -le preguntó a Ron.

– Eso me suena como una idea excelente, mujer. Vamos, Dawnie; vamos a la cocina. Acompáñanos como una buena niña, ¿eh? Has estado muy callada toda la noche.

– Hay un poco de pastel de frutas con helado de naranja o un bizcochuelo con crema que compré esta misma tarde -anunció Es, poniendo tazas y platos en la mesa-. ¿Qué preferís?

– Bizcochuelo -dijeron, al unísono, Ron y Dawnie.

En el aire había una deliciosa frescura pues ya eran los últimos días de abril y lo peor del calor había pasado. Ron se levantó y cerró la puerta de atrás, luego persiguió a una enorme polilla con un periódico enrollado hasta que la sorprendió golpeándose en vano contra la pantalla de la lámpara. El insecto cayó al suelo en medio de una leve lluvia de polvo dorado.

– ¡Gracias, papá! -suspiró Dawnie, aflojándose-. No puedo soportar esas malditas cosas, volándome en la cara. Siempre me imagino que se me van a meter en el pelo o algo así.

Ron sonrió.

– ¡Vaya con las mujeres! Siempre les asusta todo lo que vuela o se arrastra. -Tomó una buena rebanada de pastel y se la llevó a la boca.- ¿Qué sucede, Dawnie? -pudo decir con la boca llena, limpiándose la crema alrededor de la nariz.

– ¡Nada, nada! -se defendió ella con ardor, partiendo su pedazo de pastel y llevándose a la boca, con toda delicadeza, un pequeño trozo en la punta del tenedor.

– ¡Vamos, mi niña, nunca podrás engañar a tu viejo! -repuso él, hablando ya con mayor claridad-. ¡Desembucha! ¿Qué te pasa?

Dawnie dejó el tenedor sobre la mesa, frunció las cejas y luego levantó hacia él sus ojos llenos de luz. Al mirarlo, éstos cobraron una tierna luminosidad, porque la muchacha le tenía un gran cariño a su padre.

– Si queréis saber los detalles feos primero -empezó-, os diré que estoy avergonzada de mí misma. Yo me moría por daros la noticia cuando llegué, esta noche, y cuando me encontré con que Tim era el centro de la atención, me enfadé un poco. Como sabéis, eso me fastidia. ¡El pobre muchachito! Toda su vida ha quedado detrás de mí y ahora, cuando tenía algo que mostrarnos, que nos hizo enorgullecernos de él, me pongo de mal humor porque me roba el espectáculo.

Es estiró la mano y palmeó a su hija en el brazo.

– Ya no pienses en eso, querida -le dijo-. Tim no se dio cuenta de nada y eso es lo que importa, ¿o no es así? Tú eres una buena chica, Dawnie, con el corazón donde debe estar.

Dawnie sonrió y, de pronto, su parecido con Tim quedó al descubierto. Así era fácil comprender por qué tenía tantos pretendientes.

– Gracias, mamá. Verdaderamente eres un apoyo. Siempre tienes algo lindo o consolador que decir.

– Excepto cuando la emprende conmigo -dijo Ron con una sonrisa-. Entonces sí que eres brava, ¿o no, Es?

– ¿Y qué más puede esperar un borrachín como tú?

Todos se rieron. Es sirvió el té sobre la leche que había en el fondo de cada taza, un té tan fuerte y tan negro como si fuera café. La bebida quedó de un color café oscuro y opaca por la leche; los tres se sirvieron azúcar con largueza y tomaron el caliente líquido a grandes tragos.

Sólo cuando Es les sirvió una segunda taza, reanudaron la conversación.

– ¿Y qué era lo que querías decirnos, Dawnie? -le preguntó su madre a la muchacha.

– Que me voy a casar.

Hubo un sorprendido silencio que se rompió cuando la taza de Ron se asentó ruidosamente en el plato.

– ¡Ésa es una bomba! -exclamó-. ¡Verdad de Dios que es una bomba! Nunca pensé que te casarías tan pronto, Dawnie. ¡Diablos! ¡La casa va a quedar vacía sin ti!

Es miró a su hija tiernamente.

– Muy bien, mi amor -dijo-. Yo sabía que atarías el nudo uno de estos días; si eso es lo que tú quieres, me alegro por ti. Me alegro de veras. ¿Quién es él?

– Mick Harrington-Smythe, mi jefe.

Ellos la miraron, incrédulos.

– ¿Pero, no es ése el tipo con el que nunca te pudiste llevar bien porque siempre está diciendo que el lugar de las mujeres está en la cocina y no en un laboratorio de investigación?

– ¡El mismo, ése es Mick! -contestó Dawnie alegremente y luego sonrió-. Supongo que decidió que el casarse conmigo era la única manera de sacarme del laboratorio y meterme en la cocina, que, según él, es mi lugar.

– Es un poco difícil llevarse bien con él, ¿o no? -adujo Ron.

– En ocasiones, pero no si una sabe cómo tratarlo. Su peor defecto es que es un snob. Ya sabéis lo que quiero decir… estudió en uno de los mejores colegios, tiene una casa en Point Piper y sus antecesores llegaron con la Primera Flota… sólo que no eran convictos, por supuesto, o si lo fueron, su familia no lo reconoce ahora. Pero yo lo separé de todo eso en poco tiempo.

– ¿Cómo es entonces que quiere casarse contigo? -preguntó Es ácidamente-. Nosotros no sabemos quiénes fueron nuestros antecesores, excepto que a lo mejor fueron ladrones o asaltantes; y la calle Surf, en Coogee, no es exactamente la dirección más exclusiva de Sydney, ni es Randwick High el colegio de muchachas más elegante.

– ¡Oh, mami -dijo Dawnie-, no te preocupes por eso! Lo importante es que quiere casarse conmigo y sabe exactamente dónde, cómo y de quiénes provengo.

– Pero no podemos darte una boda muy lujosa, querida -dijo Es tristemente.

– Yo he ahorrado un poquito de dinero y puedo pagar la clase de boda que los padres de él quieran. Personalmente, espero que se decidan por una ceremonia íntima, pero si quieren una cosa rumbosa y de mucho lujo, también la tendrán.

– Te vas a avergonzar de nosotros -balbuceó Es, con lágrimas en los ojos.

Dawnie soltó la risa y estiró los brazos hasta que los delgados músculos saltaron bajo la hermosa piel morena.

– ¡Nunca en la vida! ¿Porqué diablos iba yo a avergonzarme de vosotros? Vosotros me habéis dado la vida mejor y más feliz a la que puede aspirar una muchacha; me criasteis libre de todos los prejuicios, de todas las neurosis y los problemas que parecen tener todas las chicas de mi edad. De hecho, hicisteis mejor vuestra tarea al criarme, que la que hicieron los padres de Mick, ¡eso os lo aseguro! ¡Si le gusto, tiene que gustarle también mi familia, o que se aguante!

»Debe ser la atracción de los polos opuestos -prosiguió después de un breve silencio- ya que realmente no tenemos nada en común, excepto el cerebro. Como quiera que sea, él tiene ya treinta y cinco años y ha podido escoger entre todas las de sangre azul que Sydney le ha ofrecido durante los últimos quince años, pero acabó eligiendo a la pobre y humilde flor que se llama Dawnie Melville.

– Ése es un punto a su favor, tengo que reconocérselo -dijo Ron pesadamente y luego suspiró-. Supongo que nunca querrá juntarse conmigo y con Tim para tomarnos una cerveza en el «Seaside» -comentó-. Un escocés con agua en un salón de lujo es más bien el estilo de esa clase de tipos.

– Por el momento así es, pero no sabe lo que se está perdiendo. ¡Tú espera y verás, papá! Para fin de año lo voy a tener bebiendo contigo en el «Seaside».

Es se levantó de la mesa repentinamente.

– Dejadlo todo -dijo-. Limpiaré la mesa por la mañana. Me voy a acostar; estoy cansada.

– ¡Pobre Dawnie! -le dijo Es a Ron cuando se metían en su vieja y cómoda cama-. ¡No sabe la vida que le espera casándose con un petimetre como ése!

– Nunca es bueno salirse de la clase a la que uno pertenece -repuso Ron gravemente-. Ojalá tuviera ella menos talento; así se hubiera casado con algún fulano de nuestro mismo medio y se hubiera ido a vivir a alguna casa prefabricada de un barrio popular. Pero a Dawnie no le gustan los tipos ordinarios.

– Bien; espero que todo salga bien -suspiró Es-, pero mucho me temo que no va a ser así a menos que Dawnie rompa toda relación con nosotros, Ron. Aunque a ella no le guste, creo que debemos irnos saliendo de su vida poco a poco en cuanto se case. Que ella misma se busque un lugar en su propio mundo ya que ése va a ser el mundo en el que va a criar a sus hijos, ¿no crees?

– Tienes toda la razón, mujer -Ron se quedó contemplando el techo, parpadeando fuertemente-. Tim es el que más la va a extrañar -agregó-. ¡Pobre muchacho! No va a comprender nada.

– No; pero es como un niño pequeño, Ron, y su memoria es corta. Ya lo conoces y sabes cómo es. Extrañará a su hermana igual que un niño pequeño lo hace al principio, pero luego la irá olvidando poco a poco. ¡Suerte que tiene a la señorita Horton, supongo! Me atrevería a decir que ella no va a estar siempre disponible, pero espero que dure lo suficiente para que consuele a Tim ahora que Dawnie tiene que irse.

Después de un breve silencio, Es prosiguió, palmeándole un brazo a Ron:

– La vida nunca resulta como uno espera, ¿no es así? Hubo un tiempo en el que yo me hacía la ilusión de que Dawnie nunca se casaría, de que ella y Tim acabarían sus días compartiendo esta casa una vez que nosotros nos hubiéramos ido. ¡Ella lo quiere tanto!

»Pero me gusta que se case, Ron. Como le he dicho a Dawnie montones de veces, nosotros no esperamos que sacrifique su vida por Tim. No sería justo. Y, sin embargo… sigo pensando que ella está un poquito celosa de la señorita Horton. Este compromiso es demasiado súbito. Tim se encuentra una amiga y Dawnie se siente desplazada porque la señorita Horton se ha tomado la molestia de enseñar a Tim a leer y ella nunca lo hizo. Así es que, en seguida, ¡bum!: va y se compromete.

Ron estiró un brazo y apagó la luz.

– ¿Pero por qué con este tipo, Es? Yo ni siquiera pensé que le gustara.

– Bueno; él es bastante mayor que ella y Dawnie se siente halagada porque la haya preferido a todas esas tipas de la aristocracia que pudo haber escogido. Probablemente también la tenga un poco impresionada con todos sus pergaminos y por el hecho de que es su jefe. Uno puede tener el mayor talento del mundo y, aún así, no ser más listo que el tonto más tonto del parque Callan.

Ron se acomodó hasta que su cabeza encontró su hueco natural en la almohada.

– ¡Bien! -dijo-, no hay nada que podamos hacer, ¿verdad? Ella ya tiene más de veintiún años y, además, nunca nos tomó mucho en cuenta. La única razón por la que nunca se metió en problemas es que es endemoniadamente viva, con una viveza natural, diría yo. -Le dio un beso a su esposa y agregó-: Buenas noches, querida. Estoy muy cansado, ¿tú no? Con toda esta maldita excitación…

– Así es -bostezó ella-. Buenas noches, mi amor, que descanses.

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