9

Ya hacía cinco semanas que Tim había estado acudiendo a la casa de Mary, cuando ésta telefoneó a su padre un jueves en la noche. Fue el mismo Ron quien contestó el teléfono.

– ¿Sí? -interrogó en el auricular.

– Buenas noches, señor Melville. Le habla Mary Horton, la amiga de Tim de los sábados.

Ron prestó atención inmediatamente y le hizo una seña a Es para que se pusiera junto a él.

– Mucho gusto en oír su voz, señorita Horton -contestó-. ¿Cómo se está portando Tim? ¿Va todo bien?

– Es un placer tenerlo cerca, señor Melville. Me gusta mucho su compañía.

Ron dejó escapar una risita, casi sin darse cuenta de lo que hacía.

– Según lo que nos cuenta cuando regresa de su casa -comentó-, le está vaciando la despensa.

– No, nada de eso. A mí me gusta mucho verlo comer, señor Melville.

Hubo una pausa embarazosa hasta que Ron la rompió diciendo:

– ¿Y qué es lo que pasa ahora, señorita Horton? ¿No quiere a Tim esta semana?

– Bien, el caso es que lo quiero y no lo quiero, señor Melville. El hecho es que tengo que ir a Gosford este fin de semana para ver cómo está mi casa de veraneo. La tengo muy abandonada pues me he concentrado en el jardín de la casa. Como quiera que sea, me estaba yo preguntando si no les molestaría a ustedes que me llevara a Tim conmigo para que me ayude. No me vendría mal alguien que me ayudara y Tim es formidable. El lugar donde está la casa es muy tranquilo y le doy mi palabra de que Tim no quedará sujeto a extraños ni se le exigirá mucho ni nada por el estilo. Él me dijo que le encantaba pescar y la casa está situada precisamente en el mejor lugar de pesca en muchos kilómetros a la redonda, por lo que se me ocurrió que tal vez… que tal vez a él le gustaría. Parece que a él le gusta venir a mi casa, y a mí me gusta mucho su compañía.

Ron frunció las cejas encarándose con Es, la cual asintió con la cabeza vigorosamente y tomó el auricular.

– ¡Hola! ¿Señorita Horton? Le habla la madre de Tim… Sí, estoy muy bien, gracias. ¿Cómo está usted?… ¡Ah!, me da gusto saberlo… Señorita Horton, es muy amable de su parte el querer invitar a Tim a que vaya con usted este fin de semana. Sí, es un poco solitario; es muy duro para un pobre muchacho como él, usted sabe… Realmente no veo por qué Tim no pueda ir con usted, creo que el cambio le hará bien… Sí, él la aprecia muchísimo a usted… Permítame pasarle el teléfono a mi esposo, señorita Horton, y muchísimas gracias.

– ¿Señorita Horton? -interrogó Ron, tomando el auricular que le alargaba su esposa-. Bien, ya oyó usted a mi mujer; dice que está bien, y si ella dice que está bien, lo mejor es que yo también diga que está bien, ¡ja, ja, ja, ja!… ¡Exactamente, tiene usted razón! Muy bien, veré que prepare una maleta y esté en su casa a las siete de la mañana, este sábado… Bien, señorita Horton, muchísimas gracias… Adiós… sí, y gracias, otra vez.

Mary había planeado el viaje de cerca de cien kilómetros como un día de campo y había atiborrado la parte trasera del automóvil con provisiones, cosas para jugar y cosas cómodas que ella pensaba que servirían en la casa de campo. Tim llegó puntualmente a las siete de la mañana del sábado. El día estaba claro y hermoso y era ya el segundo fin de semana consecutivo que no amenazaba lluvia. Mary condujo a Tim inmediatamente al garaje.

– Adentro, Tim, y ponte cómodo. ¿Estás bien?

– Muy bien -contestó él.

– Mi casa no está precisamente en Gosford -explicó ella cuando el automóvil tomó la carretera del Pacífico en dirección de Newcastle-. Como vivo y trabajo en la ciudad, no quería tener una casa de descanso en medio de un montón de gente, así es que compré una propiedad que está lejos de todo eso, en Hawkesbury, cerca de la bahía Broken. Tenemos que pasar por Gosford, pues el único camino que conduce a mi propiedad sale de ahí, ¿ves?

»¡Y no te imaginas cómo ha crecido Gosford! Todavía recuerdo cuando sólo consistía en una taberna, un taller mecánico, dos hombres y un perro; ahora está repleto con gente que va de paso y turistas; debe haber por lo menos sesenta mil, me parece…

Se quedó sin terminar la frase, nerviosa, mirándolo de soslayo en un súbito apocamiento. Ahí estaba ella conversando con Tim como si lo estuviera haciendo con la madre del muchacho. A su vez, el joven trataba de mostrarse como un oyente interesado, y de vez en cuando separaba la fascinada mirada del paisaje que pasaba a sus costados, para fijar sus brillantes y adorables ojos en el perfil de ella.

– Pobre Tim -suspiró Mary-. No te fijes en mí. Descansa y mira por la ventanilla.

Después de eso hubo silencio durante un rato largo. Obviamente, Tim estaba gozando del viaje, vuelto de lado y con la nariz casi pegada a la ventanilla, sin perder uno solo de los detalles del paisaje.

Mary se preguntó qué variedad habría en la vida de Tim y si alguna vez se salía de lo que debía ser una existencia monótona.

– ¿Tenéis coche, Tim?

Esta vez él no se molestó en volver el rostro a mirarla, sino que continuó mirando por la ventanilla.

– No. Mi padre dice que eso es un desperdicio de tiempo y de dinero viviendo en la ciudad. También dice que es más sano caminar y que cuesta menos trabajo tomar el autobús cuando necesita uno ir a alguna parte.

– ¿Y alguien te ha llevado a dar una vuelta en coche?

– No mucho. Me mareo cuando viajo en coche.

Mary volvió la cabeza para mirarlo, alarmada.

– ¿Y cómo te sientes ahora? ¿Te sientes mal?

– No. Me siento bien. Éste no traquetea como los otros y, además, voy en el asiento de delante, no en el de atrás, y aquí no se mueve tanto, ¿verdad?

– Muy bien, Tim. Tienes mucha razón. Si empiezas a sentirte mal, dímelo inmediatamente, ¿lo harás? No sería nada bonito que ensuciaras el coche.

– Te prometo que te lo diré, Mary, porque nunca me gritas ni te pones de mal humor.

Ella se rió.

– ¡Vamos, Tim! -dijo-. No te hagas el mártir. Estoy segura de que nadie te grita ni se pone de mal humor contigo con frecuencia, y eso sólo si tú te lo buscas.

– Bueno, pues así es -sonrió él-, pero mamá se pone realmente furiosa cuando empiezo a vomitar sobre todo lo que tengo cerca.

– Y no la culpo en absoluto. Yo también me pondría furiosa, así es que no te olvides de avisarme si empiezas a sentirte enfermo, y tienes que aguantarte hasta que salgas del coche. ¿Me lo prometes?

– Sí, Mary.

Pasado un rato, Mary se aclaró la garganta y volvió a hablar.

– ¿Has salido alguna vez de la ciudad, Tim? -preguntó.

Él movió la cabeza negativamente.

– ¿Por qué no?

– No lo sé. No creo que haya nada que papá y mamá quieran ver fuera de la ciudad.

– ¿Y Dawnie?

– Mi Dawnie va a todas partes; hasta ha estado en Inglaterra -repuso.

Por la manera como habló, cualquiera creería que Inglaterra estaba a la vuelta de la esquina.

– ¿Y qué hacías los días de fiesta, cuando eras pequeño?

– Siempre nos quedábamos en casa. A mamá y a papá no les gusta el campo; sólo les gusta la ciudad.

– Bien, Tim; yo vengo a mi casa de campo con frecuencia y tú siempre podrás venir conmigo. Tal vez más adelante pueda yo llevarte al desierto o a la Gran Barrera de Coral en unas vacaciones de verdad.

Pero Tim no le prestaba la menor atención, ya que estaban llegando al río Hawkesbury y el paisaje era magnífico.

– ¡Oh! ¿no es eso precioso? -exclamó él, revolviéndose en el asiento y frotándose las manos convulsivamente como lo hacía siempre que se sentía excitado o conmovido.

Mary no se percataba de nada sino de una pena súbita, una pena tan nueva y extraña que no tenía la menor idea de por qué la sentía. ¡Pobre muchacho triste! En cierto modo, los acontecimientos habían conspirado para bloquearle todo camino de expansión y para impedir su crecimiento mental. Sus padres lo cuidaban tanto como podían, pero sus vidas eran estrechas y su horizonte no iba más allá del horizonte de Sydney. Con toda justicia, ella no podía encontrar nada en su corazón para culparlos por no comprender que Tim jamás podría sacar gran cosa de la clase de vida que llevaban ellos mismos. Era que, sencillamente, jamás se les había ocurrido el preguntarse si él era realmente feliz o no ya que él era feliz. ¿Pero acaso no podría ser todavía más feliz? ¿Cómo sería Tim si lo libraran de la cadena de la rutina que ellos le imponían, si le permitieran que estirara las piernas un poco?

¡Y era algo tan difícil comprender sus propios sentimientos hacia él! Si un momento pensaba ella en él como en un niño pequeñito, al momento siguiente la magnificencia de su físico le hacía recordar que era ya un hombre hecho y derecho. ¡Y a Mary le era algo tan difícil simplemente sentir cuando había pasado tanto tiempo simplemente existiendo! No contaba con una válvula emocional propia con la cual distinguir la compasión del amor, el enojo del sentimiento de protección. Ella y Tim eran como Svengali y Trilby, extrañamente yuxtapuestos: lo que no tenía mente era lo que hipnotizaba a la mente.

Durante todas esas semanas, desde la primera vez que había visto a Tim, se había concretado a la acción, se había mantenido mentalmente fuera o a un lado, simplemente actuando. Nunca se había permitido el sentarse en el aislamiento de una contemplación íntima, porque por naturaleza no era nada dada a sondear lo que sentía ni cómo ni por qué sentía. Aun en esos momentos no lo haría ni se despegaría lo suficiente del centro de su pena para enfrentarse a la causa de ésta.

Los vecinos más cercanos a la casa de campo se encontraban a tres kilómetros de distancia pues el área todavía no estaba «desarrollada». El único camino era algo atroz, no más que un atajo en el bosque de eucaliptos; cuando llovía el polvo se levantaba en grandes e hinchadas nubes que luego descendían sobre la vegetación más cercana al camino, petrificándola en alargados esqueletos oscuros. Las zanjas, protuberancias y agujeros del camino ponían en peligro el vehículo más resistente de tal manera que eran pocas las personas que se arriesgaban a sus inconveniencias e incomodidades para tener un poco de aislamiento.

La propiedad de Mary era bastante grande para esa zona, pues tenía alrededor de diez hectáreas; la había comprado con vista al futuro, sabiendo que el crecimiento de la ciudad conduciría algún día a su desarrollo, lo cual le rendiría cuantiosos beneficios. Hasta que eso sucediera, encajaba perfectamente con su amor por la soledad.

Una senda que se internaba en el bosque indicaba el principio de las tierras de Mary; ésta hizo girar el automóvil, saliéndose del camino, y lo enfiló por la senda, la que continuó durante casi un kilómetro atravesando la hermosa vegetación aromática, virgen e incontaminada. Al final de la senda había un gran claro que, en su extremo opuesto, desembocaba en una playa diminuta; más allá, todavía salino y sujeto a las mareas, el río Hawkesbury daba vueltas y se abría paso por un imponente paisaje rocoso.

La playa de Mary no tenía más de cien metros de largo y en cada uno de sus extremos estaba flanqueada por altos farallones amarillentos.

La casita de campo era sencilla, tan sólo una estructura cuadrada con un techo de hierro corrugado y una amplia terraza abierta que rodeaba la casa por completo. Mary la había mandado pintar porque no soportaba el desorden ni la negligencia; pero el pardusco color café que había escogido no mejoraba en nada la apariencia de la casa. Dos enormes tanques de agua, de hierro galvanizado, descansaban en sendas torres en un rincón del patio posterior de la casa, frente al sendero. En el claro, los árboles pintados a intervalos ya habían crecido lo suficiente para quitarle al paisaje mucho de su desolación. Ella no había hecho ningún intento por cultivar un jardín y la maleza crecía lujuriosamente, pero a pesar de todo el sitio tenía cierto encanto difícil de definir.

Mary había gastado una buena suma de dinero en la casa de campo desde que compró la propiedad, hacía quince años. Parte de ese dinero lo había invertido en los grandes tanques de agua, pues deseaba contar con suficiente agua dulce para instalar cañerías modernas, y un equipo de electricidad para evitar el uso de linternas y el riesgo de un incendio. Mary no sentía ningún atractivo por las hogueras al aire libre, la luz de velas o los retretes fuera de la casa; pues sólo significaban trabajo adicional e inconvenientes.

A los que se aproximaban en automóvil, la casa les presentaba su peor aspecto, pero Tim estaba verdaderamente arrobado. Mary tuvo que arrancarlo del asiento con cierta dificultad y luego lo condujo por la puerta de atrás.

– Éste es tu cuarto, Tim -le dijo, mostrándole una habitación sencilla, pero espaciosa, con paredes pintadas de blanco y unos cuantos muebles; el lugar parecía más bien la celda de una monja-. Si crees que te va a gustar venir aquí, puedes ir pensando de qué color quisieras que te pinten tu cuarto y qué clase de muebles te gustarían. Luego podríamos comprarlos en la ciudad.

Tim ni siquiera pudo contestar, demasiado excitado e impresionado con la experiencia para poder asimilar ese nuevo deleite. Mary lo ayudó a desempacar su maleta y a poner sus pocas pertenencias en los cajones y estantes vacíos; luego lo tomó de la mano y lo condujo a la sala de estar.

Ése era el único sitio en el que había hecho cambios de importancia a la construcción original de la casa, la cual había tenido antiguamente una sala oscura y mal alumbrada que se extendía a todo lo largo de la terraza del frente. Mary había mandado tirar toda la pared exterior y la había reemplazado con puertas corredizas de vidrio, desde el piso hasta el techo, para que cuando el tiempo fuera bueno no hubiera nada entre la sala y el aire libre.

La vista desde ese sitio quitaba el resuello. El césped descendía suavemente hasta el borde amarillento de la arena de la pequeña playa, soleada y limpia, con el agua azul del Hawkesbury lamiendo sus bordes suavemente y, al otro lado del ancho río, los formidables acantilados, espléndidamente coronados de bosque, irguiéndose como para incrustarse en el cielo transparente. Los únicos sonidos intrusos producidos por el hombre eran los que provenían del río; el put-put de los motores fuera de borda y el chug-chug de los transbordadores de excursión, además del rugido de las lanchas rápidas remolcando a los esquiadores. Fuera de eso, los pájaros piaban y gorjeaban desde cada árbol, las cigarras ensordecían con su alboroto y el viento se quejaba dulcemente al filtrarse entre las ramas suspirantes de los árboles.

Mary nunca antes había compartido con persona alguna su retiro, pero en muchas ocasiones había ensayado la conversación imaginaria que ella y sus primeros huéspedes sostendrían. Ellos dejarían escapar exclamaciones de entusiasmo y de asombro ante la magnífica vista y harían comentarios interminables sobre todo lo que ahí había. Sin embargo, Tim no dijo nada y ella no tenía la menor idea de hasta qué punto era capaz de evaluación y comparación. Que él pensaba que todo era «encantador» era algo aparente, pero él siempre pensaba que todo lo que no lo hacía sufrir era «encantador». ¿Era Tim capaz de medir la felicidad? ¿Gozaba de algunas cosas más que de otras?

Una vez que Mary hubo desempacado sus cosas y guardado las provisiones en la cocina, le llevó a Tim su almuerzo. El muchacho habló muy poco en el transcurso de la comida, masticando concienzudamente todo lo que ella le puso enfrente. A menos que tuviera mucha hambre o estuviera excitado, sus modales en la mesa eran impecables.

– ¿Sabes nadar? -le preguntó Mary después que la ayudó a lavar los platos.

– ¡Sí! -contestó iluminándose su rostro.

– Entonces, ¿por qué no te pones tu traje de baño mientras yo termino aquí y luego nos vamos a la playa? ¿Te parece?

Tim desapareció inmediatamente, regresando tan pronto, que Mary tuvo que hacerle esperar mientras acomodaba varias cosas en la cocina. Llevando dos sillas de lona para playa, una sombrilla, toallas y otros implementos de playa, avanzaron con cierta dificultad por la arena.

Mary ya se había acomodado en su silla y había abierto su libro antes de percatarse de que Tim estaba inmóvil, mirándola fijamente, extrañado y aparentemente acongojado.

Mary cerró el libro.

– ¿Qué pasa, Tim? -preguntó-. ¿Qué hay?

El joven movió las manos en un ademán de desaliento.

– ¡Pensé que me habías dicho que íbamos a nadar!

– Nada de «íbamos» -corrigió ella con gentileza-. Quiero que nades todo lo que quieras, pero yo jamás me meto en el agua.

Tim se arrodilló junto a la silla y le puso ambas manos en un brazo, muy compungido.

– ¡Pero así no es lo mismo, Mary! -exclamó-. ¡Yo no quiero ir a nadar solo! -Gruesas lágrimas aparecieron en sus rubias pestañas, como gotas de agua en una superficie de cristal-. ¡Por favor, por favor, no me hagas que vaya solo!

Mary alargó la mano para tocarlo y luego la retiró con precipitación.

– Pero es que no tengo traje de baño, Tim. No podría meterme en el agua aunque quisiera.

Él sacudió la cabeza de atrás hacia adelante varias veces, agitándose cada vez más.

– ¡Creo que no te gusta estar conmigo, yo creo que no te gusto! Tú siempre andas vestida como si fueras a la ciudad. ¡Nunca usas «shorts» ni pantalones ni andas sin medias como mamá!

– ¡Oh, Tim!, ¿qué voy a hacer contigo? ¡Simplemente porque siempre ando bien vestida, no quiere decir que no me guste estar contigo! Yo no me siento a gusto a menos que esté bien vestida, ¡eso es todo! Y sencillamente no me gusta usar «shorts» ni pantalones ni andar sin medias.

Sin embargo, él no quiso creerle y dio vuelta la cabeza en otra dirección.

– Si te estuvieras divirtiendo -insistió tercamente-, usarías la clase de ropa que usa mamá cuando se divierte.

Hubo un silencio largo que materializaba, aunque Mary no se percató de ello, su primer duelo de voluntades. Finalmente, dejó escapar un suspiro y puso el libro sobre la arena.

– Bien -dijo-, voy adentro a ver qué puedo encontrar para ponerme. Pero me vas a prometer que no me vas a hacer travesuras cuando estemos en el agua, hundiéndome la cabeza o desapareciendo debajo de mí. No sé nadar, lo cual significa que tendrás que cuidarme todo el tiempo que esté yo en el agua. ¿Me lo prometes?

Tim era nuevamente todo sonrisas.

– ¡Te lo prometo, te lo prometo! ¡Pero no tardes, Mary; por favor, no tardes!

Aunque le dolió en el alma tener que hacerlo, Mary finalmente se puso un juego de ropa interior de algodón y, encima, uno de sus vestidos camiseros de lino gris de fin de semana, el cual recortó convenientemente con un par de tijeras. Recortó la falda para que le quedara a medio muslo, le arrancó las mangas y tijereteó el cuello hasta que quedaron descubiertos los huesos de la clavícula.

Los cortes habían sido hechos con precisión, pero no había tiempo para hacer ningún dobladillo ni para hilvanar, lo cual la irritó, poniéndola de mal humor.

Cuando caminaba a reunirse con Tim en la playa, se sentía horriblemente desnuda, con los brazos y piernas tan blancos como el vientre de un pez y sin el soporte de la faja y el portaligas. Dicha sensación nada tenía que ver con Tim pues, aunque pasara días enteros completamente a solas, ella siempre usaba toda la ropa que consideraba necesaria.

Tim, un crítico nada severo ahora que había conseguido lo que deseaba, hizo unas cabriolas delante de ella para mostrar su satisfacción.

– ¡Eso está mucho mejor, Mary! ¡Ahora podemos entrar a nadar juntos! ¡Vamos, ven conmigo!

Mary penetró desconfiadamente en el agua, con una estremecida repulsión. Tan fastidiada como el más arisco de los gatos, hizo todo lo que pudo por seguir internándose, cuando lo que más deseaba era girar en redondo y correr hacia su cómoda y seca silla de playa. Mostrando la importante madurez de un hombre muy joven a quien le han encomendado un tesoro, Tim no la dejó avanzar más allá de donde el agua le llegaba a la cintura. El muchacho chapoteaba alrededor como una mosca pegajosa, ansioso y confuso. Sin embargo, de nada servía; se daba cuenta de que a ella no le gustaba eso en absoluto y Mary sabía que le estaba echando a perder la diversión a él. Por lo tanto, reprimió un fuerte estremecimiento de repulsión y se metió en el agua hasta el cuello, dejando escapar el aire ante el súbito choque frío, y luego una breve risa.

La risa era todo lo que él esperaba oír para empezar a juguetear alrededor de ella como una mariposa, sintiéndose tan en su elemento en el agua como cualquier pez. Se esforzaba por sonreír y batiendo las palmas de las manos en la superficie del agua, en lo que ella esperaba que fuera una buena imitación de alguien que verdaderamente está gozando de un chapuzón, Mary trataba de parecer feliz.

El agua estaba exquisitamente clara y fría y sus desarticulados pies se bamboleaban como algo blancuzco en el fondo arenoso cuando ella miraba hacia abajo, con el sol cayéndole sobre el cuello como una cálida mano amistosa. Al cabo de un rato empezó a gozar de la sensación, ligeramente punzante, del agua salada, que la estimulaba y la llenaba de gozo. El sumergirse hasta el cuello, ingrávida, en aquella frescura deliciosa, con todo el peso del sol convertido en algo inofensivo era algo especialmente maravilloso. La vulnerabilidad de su escasez de ropa se disolvió y empezó a darse el lujo de sentir su cuerpo libre de restricciones.

No obstante, no perdió por completo su buen sentido y después de unos veinte minutos de estar en el agua, llamó a Tim a su lado.

– Ya voy a salir, Tim -le dijo-, porque no estoy acostumbrada al sol. ¿Te fijas qué blanca soy y lo moreno que tú estás? Pues bien, uno de estos días voy a ponerme tan morena como tú, pero tengo que hacerlo muy poco a poco porque el sol quema la piel blanca como la mía y eso podría enfermarme. Por favor, no vayas a pensar que no me estoy divirtiendo porque sí lo estoy, pero ahora realmente debo irme a la sombra.

Tim aceptó la explicación calmadamente.

– Lo sé -contestó- porque, cuando yo era pequeño, me quemé un día de tal manera que tuvieron que llevarme al hospital. Me dolía tanto que lloraba todo el día y toda la noche y luego otra vez todo el día y toda la noche y no quiero que tú llores todo el día y toda la noche, Mary.

– Te diré lo que voy a hacer, Tim. Me sentaré debajo de la sombrilla y te estaré viendo. Te prometo que no leeré. Simplemente te miraré. ¿Está bien así?

– ¡Muy bien, muy bien, muy bien! -canturreó él, jugando a que era un submarino pero refrenándose noblemente de torpedearla.

Asegurándose de que la sombra la cubría por completo, Mary extendió su goteante cuerpo sobre la silla de lona y se secó el rostro. Del moño, en lo alto de la cabeza, escurría un hilito de agua que le corría por el espinazo produciéndole una sensación desagradable, por lo que se sacó los broches y extendió su pelo en el respaldo de la silla para que se secara. Tenía que admitir que se sentía estupendamente, casi como si el agua salada tuviera poderes medicinales. La piel le cosquilleaba, sentía los músculos flojos y los miembros pesados…

…Estaba en una de sus poco frecuentes visitas al salón de belleza y el peluquero le cepillaba rítmicamente el cabello, uno-dos-tres, uno-dos-tres, tirándoselo de raíz cada vez que el cepillo se atoraba y desenredándoselo delicadamente cuando el cepillo volvía a quedar libre y le recorría el cabello en toda su longitud. Sonriendo de placer, abrió los ojos para descubrir que no se encontraba en el salón de belleza sino reposando en una silla de playa y que el sol estaba ya tan bajo por detrás de los árboles que las sombras habían cubierto la arena por completo.

Tim estaba detrás de ella, con la cabeza inclinada sobre su rostro, jugueteando con su cabello. El pánico se apoderó de ella; de un salto se separó de él con terror inexplicable, sujetándose el cabello suelto y buscando frenéticamente en los bolsillos de su recortado vestido las horquillas. A buena distancia de él y ya casi totalmente despierta, se volvió para mirarlo con los ojos dilatados por el susto y el corazón latiéndole aceleradamente.

El muchacho seguía inmóvil en el mismo sitio, mirándola fijamente con aquellos ojos increíbles en los que había la desamparada, agónica expresión que ella sólo veía cuando Tim comprendía que había hecho algo mal, pero que no entendía qué era. Lo que él deseaba era expiar y comprender con todas sus fuerzas qué clase de pecado había cometido sin siquiera saberlo; en tales ocasiones parecía sentir su exclusión de la manera más aguda, pensaba ella, como el perro que no sabe por qué lo pateó su amo. Sin saber qué hacer, Tim sólo se retorcía las manos, y permanecía con la boca abierta.

Los brazos de ella se extendieron hacia él en un gesto de remordimiento y compasión.

– ¡Oh, querido! ¡No quise ofenderte! ¡Estaba dormida y me asustaste, eso es todo! ¡No me mires de ese modo! ¡Yo no te lastimaría por nada en el mundo; de veras, Tim! ¡Por favor, no me mires así!

El joven evitó sus manos, manteniéndose apenas fuera de su alcance porque no estaba seguro de si lo que ella decía era verdad o no, de si sólo estaba tratando de calmarlo.

– Era tan bello -explicó tímidamente-. Yo sólo quería tocarlo, Mary…

Mary se le quedó mirando, asombrada. ¿Había dicho él «bello»? ¡Sí, lo había dicho! Y lo había dicho como si realmente supiera lo que esa palabra significaba, como si comprendiera que era diferente de «bonito» o «bueno», o «súper» o «fantástico» o «hermoso» en cierto grado, siendo esos los únicos adjetivos de encomio que le había oído. ¡Tim estaba aprendiendo! Estaba absorbiendo ya un poco de la manera de hablar de ella y lo interpretaba correctamente.

Mary se rió, llena de ternura, y avanzó decididamente hacia él, tomándolo de las renuentes manos y reteniendo éstas con firmeza.

– ¡Bendito seas, Tim -dijo-; me gustas más que cualquier otra persona que conozca! No te enojes conmigo; no quise lastimarte. De veras; no fue ésa mi intención.

La sonrisa del muchacho volvió a aparecer como un sol y la pena se extinguió en sus ojos.

– Tú también me gustas, Mary; me gustas más que nadie, excepto papá, mamá y mi Dawnie -hizo una pausa y luego añadió reflexivamente-: Realmente, creo que me gustas más que mi Dawnie.

¡Ahí estaba otra vez! ¡Había dicho «realmente», del mismo modo como ella a veces lo decía! Por supuesto, hasta cierto grado, estaba simplemente repitiendo palabras como un loro, pero no por completo; había cierta seguridad en la manera como usaba las palabras.

– Vamos, Tim -le urgió ella-. Vamos adentro antes de que empiece a hacer frío. Cuando el aire nocturno empieza a soplar del mar, enfría todo muy aprisa hasta en lo más cálido del verano. ¿Qué te gustaría cenar?

Tras cenar y después que lavaron y guardaron los platos, Mary sentó a Tim en un cómodo sillón y empezó a inspeccionar sus discos.

– ¿Te gusta la música, Tim?

– A veces -contestó el joven con cautela, torciendo el cuello para mirarla mejor cuando Mary se puso de pie a su lado.

¿Qué podría gustarle a él? En realidad, la casa de campo estaba mejor equipada con la clase de música que a ella le gustaba que la casa de Artarmon, ya que se había traído sus viejos discos favoritos. El Bolero de Ravel, el Ave María de Gounod, el Largo de Händel, la marcha de Aída, la Cuerda Perdida de Sullivan, la Rapsodia Sueca, Finlandia de Sibelius, melodías de Gilbert y Sullivan, Pompa y Circunstancia de Elgar; todas ellas estaban ahí con docenas de otras selecciones igualmente ricas en ritmo y en melodía. Lo probaremos con algo de esto, pensó; a él no le importa si es vulgar, así que veamos qué es lo que pasa.

Arrobado, Tim se mantuvo sentado, transido y casi físicamente inmerso en la música. Mary había estado leyendo algo acerca de los retrasados mentales y, mientras lo contemplaba, recordó que muchas personas retardadas mostraban una verdadera pasión por la música de alto nivel y complejidad. Viendo ese vívido y ansioso rostro reflejar cada cambio de ritmo, su corazón penaba por él. ¡Qué hermoso era; qué hermoso!

Hacia la medianoche el viento que llegaba desde el río, procedente del mar, se volvió todavía más frío, irrumpiendo por las abiertas puertas vidrieras de tal modo que Mary tuvo que cerrarlas inmediatamente. Tim se había ido a acostar alrededor de las diez, cansado por la excitación y el haber nadado gran parte de la tarde. De pronto, a Mary se le vino a la mente que tal vez estuviera pasando frío por lo que rebuscó en el armario del pasillo y sacó un edredón para echárselo encima.

Una pequeña lámpara de petróleo ardía tenuemente sobre la cama. Tim le había confiado, con cierta vergüenza, que le daba miedo la oscuridad, y le había preguntado si no habría una lucecita que él pudiera tener cerca. Avanzando silenciosamente con el edredón apretado contra el cuerpo para que no fuera a derribar algo que hiciera ruido, Mary se acercó a la angosta cama.

Tim yacía todo encogido, tal vez porque empezaba a sentir frío, con los brazos cruzados sobre el pecho y las rodillas dobladas. Los cobertores se habían deslizado en parte hacia el suelo, destapándole la espalda, la cual tenía en dirección a la ventana.

Mary lo contempló atónita mientras se frotaba las manos dentro de los pliegues del edredón. El rostro dormido tenía una expresión de paz profunda; las pestañas, como de cristal, caían en abanico sobre los planos de las mejillas y la desordenada masa de pelo dorado formaba rulos sobre el cráneo de forma exquisita. Tenía los labios entreabiertos, y la expresión triste de su sonrisa le daba un aspecto de Pierrot, y su pecho se henchía y se abatía en forma tan imperceptible que por un momento a ella se le figuró que estaba muerto.

Cuánto tiempo estuvo contemplándolo en silencio jamás lo supo, pero al fin se estremeció y, recapacitando, desdobló el edredón. No trató de arroparlo con las mantas y se contentó con alinear éstas en la cama y acomodarlas, echándole luego el edredón sobre los hombros alisándolo un poco. Tim suspiró y se movió recreándose en el calor, pero en cuestión de un momento había vuelto al mundo de los sueños. ¿En qué soñaba un joven retrasado mental?, se preguntó ella: ¿deambulaba en sus vagabundeos nocturnos tan impedido como lo estaba despierto, u ocurría un milagro que lo liberaba de sus cadenas? No había manera de saberlo.

Al salir del cuarto, a Mary se le hizo la casa insufrible. Cerrando con todo cuidado las puertas de vidrio, cruzó la terraza y descendió por los escalones internándose en el sendero que conducía a la playa. Los árboles se agitaban inquietos en el puño del viento, el búho decía «¡mopok, mopok!» posado, con sus redondos ojos de lechuza parpadeando desde la imprecisa oscuridad, en una rama baja que se inclinaba sobre el sendero. Mary miró al pájaro sin verlo verdaderamente y al momento siguiente chocó con algo suave y pegajoso. Cuando la cosa se le adhirió al rostro, ella dejó escapar un gemido de miedo hasta que se dio cuenta de que era una telaraña. Se tanteó por todas partes cuidadosamente ante el pensamiento de que la dueña de la telaraña le anduviera en el cuerpo, pero sus manos no encontraron otra cosa que los pliegues de su vestido.

Los bordes de la playa estaban cubiertos de ramas muertas y Mary empezó a juntarlas, formando un montón en el hueco de sus brazos, hasta que tuvo las suficientes; luego las colocó sobre la arena, cerca de una piedra grande, y con un fósforo les prendió fuego. La fría brisa marina que soplaba por las noches era el regalo de Dios a la costa oriental, pero se mostraba implacable con el cuerpo humano, sofocante durante todo el día y helada y penetrante por la noche. Podía haber regresado a la casa para ponerse un suéter, pero había algo extremadamente amistoso en una hoguera al aire libre y Mary necesitaba consuelo desesperadamente. Una vez que las ramas empezaron a crepitar bajo las llamas, Mary se sentó en una piedra y extendió las manos para calentárselas.

Balanceándose acompasadamente hacia atrás y hacia adelante, suspendida de la copa de un árbol cercano, una zarigüeya la miraba fijamente con sus astutos ojos desmesurados, alerta la pequeña cara redonda. ¡Qué criatura tan extraña la que estaba ahí, agazapada ante aquella cosa luminosa que él sólo conocía como algo peligroso, con la luz lanzando sombras grotescas que a cada instante cambiaban de forma! Luego, la pequeña bestia bostezó, arrancó un níspero de la rama que pendía por encima de ella y empezó a masticarlo ruidosamente. Ella no era nada de temer, tan sólo una mujer agachada, con el rostro contraído por la pena, ni joven, ni bonita, ni atrayente.

Mucho tiempo atrás, reflexionó Mary, el dolor había sido parte de su vida; con el mentón en la mano, se quedó mirando el fuego y su pensamiento voló hacia la época en que era una niña de corta edad en el dormitorio de un orfanato, lloriqueando a solas antes de dormirse. ¡Qué soledad la de entonces! Había sido tan intensa, que había habido veces en que ella había deseado que le llegara la amistosa ignorancia de la muerte. La gente decía que la mente de un niño no podía comprender ni desear la muerte; pero Mary sí podía; para ella no había recuerdos de un hogar, de unos brazos amorosos, de unos labios que le hubieran dicho cuánto la querían. Su desolación había sido completa, como una pérdida no reconocida pues no podía anhelar algo que nunca había conocido. En ocasiones había pensado que su infelicidad tenía sus raíces en su falta de atractivos, en el dolor que sentía cuando su idolatrada monja, la hermana Thomas, la dejaba, como de costumbre, por alguna otra niña más bonita o más atractiva.

Sin embargo, si sus genes no la habían dotado de ningún encanto personal, habían traído consigo la clave de la fortaleza. Mary se había disciplinado mientras crecía hasta el punto de que, cuando llegó a los catorce años y con ellos el momento de abandonar el orfanato, había aprendido a subyugar y a triturar la infelicidad. Después de eso, había dejado de sentir a nivel humano, emocional, contentándose con el placer que le producía el hacer bien su trabajo y ver cómo sus ahorros se multiplicaban. No había sido exactamente un placer vacío, pero tampoco la había ablandado ni le había infundido ningún calor. No, su vida no había estado vacía o falta de estímulos, pero había sido totalmente privada de amor.

No habiendo experimentado nunca las conmociones del impulso maternal o la urgencia de procurarse un compañero, Mary no era capaz de medir la calidad del amor que sentía por Tim. En realidad, ni siquiera sabía si lo que sentía por Tim podía llamársele propiamente amor. Sencillamente, el muchacho se había convertido en el sentido de su vida. En cada momento del día, estaba consciente de la existencia de Tim; venía a su mente mil veces al día y, si pensaba en Tim, se sorprendía sonriendo o sintiendo algo que sólo podría llamarse pena. Era casi como si él viviera dentro de su mente como una entidad completamente distinta de su ser real.

Cuando se sentaba en la sala tenuemente iluminada, escuchando la obsesiva melodía de algún violín, mentalmente anhelaba algo que le era desconocido, aun cuando tratara de refrenar sus sentimientos; pero cuando se sentaba en la misma sala mirando a Tim, no había ya nada que buscar porque todo lo que alguna vez hubiera deseado estaba encarnado en él. Si se había hecho ilusiones respecto a él en las pocas horas que transcurrieron entre la primera vez que lo vio y el momento en que se percató de que era un retrasado mental, una vez descubierta la verdad había cesado de esperar de Tim algo más que el solo hecho de su existencia. Tim la arrobaba por completo; ésa era la única palabra que podía ocurrírsele para expresar medianamente lo que experimentaba.

Todos los apetitos y anhelos de sus años de mujer habían sido despiadadamente suprimidos y nunca habían cobrado preponderancia en su interior porque siempre había tenido especial cuidado en evitar cualquier situación que pudiera estimularlos a florecer. Si descubría que un hombre le era atractivo, concienzudamente lo ignoraba; si la risa de un niño empezaba a metérsele en el corazón, se aseguraba de no volver a ver nunca a ese niño. Evitaba el lado físico de su naturaleza como a la peste, lo encerraba en algún oscuro y olvidado rincón de su mente y se negaba a aceptar que existiera. Evita los problemas, le habían dicho las monjas del orfanato, y Mary Horton los había evitado.

Desde el principio, la belleza y desamparo de Tim la habían desarmado: Mary había sufrido veintinueve años de soledad. Era como si el muchacho genuinamente la necesitara, como si pudiera ver en ella algo que ella misma no veía. Nadie la había preferido jamás por encima de algún otro, nadie sino Tim. ¿Qué habría en su seca y práctica personalidad que Tim encontrara tan fascinante? La responsabilidad era algo terrible y muy difícil de manejar para alguien completamente ignorante en cuanto a emociones. Tim tenía madre, así es que no era eso lo que buscaba; y era demasiado niño y ella demasiado solterona para que fuera algo sexual. Debía haber muchas, muchas personas en su vida que habían sido crueles con él, pero debía haber también muchas, muchas personas que eran buenas y hasta bondadosas. A nadie con la naturaleza y aspecto de Tim le faltaría nunca amor. ¿Por qué, entonces, él la prefería?

El fuego se estaba apagando. Mary se levantó para ir a buscar más ramas, pero luego decidió no revivirlo. Tomó asiento nuevamente y se quedó otro rato largo contemplando las agonizantes lucecitas de las brasas, con la mirada perdida. Un gusano asomó la cabeza fuera de la arena y se quedó mirándola; el calor del fuego se estaba extendiendo lentamente por debajo del suelo y obligaba a cientos de sus diminutos habitantes a huir o a achicharrarse. Sin percatarse de los estragos que las brasas estaban ocasionando, Mary las apagó con arena en vez de agua, lo cual era algo seguro como medida de precaución, pero nada refrescante para la arena o para sus inquilinos.

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