16

Una tarde, no mucho después de haber regresado de la expedición con Archie Johnson, Mary leyó un artículo en el Sydney Morning Herald titulado El Maestro del Año. El artículo se refería al notable éxito que había alcanzado un joven maestro de escuela en su labor de niños retrasados mentales, cosa que estimuló en Mary el deseo de leer más sobre el asunto de lo que lo había hecho hasta entonces. Siempre que había encontrado en los estantes de la biblioteca local algo acerca de los retrasados mentales, se lo había llevado a casa para leerlo, pero leyó ese artículo en el periódico sólo cuando se le ocurrió explorar el tema más a fondo.

El proceso era fatigoso; se veía obligada a leer con un diccionario de términos médicos al lado, porque a un lego en la materia le era muy difícil entender el significado de términos técnicos tales como Porencefalia y Lipidosis y Fenilketonuria y Degeneración Hepalenticular. En realidad, muchos de los términos eran tan especializados que ni siquiera el diccionario médico los contenía. Mary vadeaba miserablemente por entre la ciénaga de tales palabras, sintiéndose cada vez menos segura del terreno que pisaba y cada vez menos informada. Al final fue a ver al joven maestro que mencionaba el artículo del periódico, un tal John Martinson.

– Yo era un maestro de primaria como hay tantos, hasta que fui a Inglaterra y, por accidente, me asignaron a una escuela para niños retrasados mentales -le dijo John Martinson mientras la hacía pasar al interior de la escuela-. El asunto me fascinó desde el principio, pero yo no tenía ningún entrenamiento formal en las técnicas y teorías que ahí empleaban, por lo que empecé a dar mis clases como si se tratara de niños normales. Por supuesto, me estoy refiriendo a niños sólo ligeramente retrasados mentalmente, porque muchos de ellos son totalmente ineducables.

»Como quiera que sea -prosiguió el joven maestro, después de una breve pausa-, quedé asombrado de cuánto aprendían y de cómo respondían cuando se los trataba como niños comunes y corrientes. Era un trabajo terriblemente duro, por supuesto, y tuve que echar mano de todas mis reservas de paciencia, pero perseveré con ellos; no me daba por vencido ni dejé que ellos se dieran por vencidos. Y empecé a estudiar. Tuve que regresar yo mismo a la escuela; me puse a investigar y recorrí todo el lugar observando los métodos de los demás. En realidad, ha sido una carrera verdaderamente satisfactoria.

Mientras hablaba, los oscuros ojos azules de John Martinson, hundidos en sus cuencas, la observaban atentamente, aunque sin sombra de curiosidad; el maestro parecía aceptar su presencia ahí como un fenómeno que ella explicaría a su debido tiempo.

– Entonces, usted piensa que las personas ligeramente retrasadas mentales pueden aprender -dijo Mary pensativamente.

– No hay la menor duda de eso. Mucha gente, mal informada, trata al niño ligeramente retrasado como si estuviera más retrasado de lo que en realidad está porque, a la larga, es más cómodo adoptar esa línea de conducta que gastar la incalculable cantidad de tiempo necesaria para lograr, a base de paciencia, que responda normalmente.

– Quizá mucha gente piensa que no tiene las cualidades especiales que se necesitan -sugirió Mary, pensando en los padres de Tim.

– Tal vez sea eso. Los niños de ese tipo anhelan recibir la aprobación de lo que hacen, alabanzas y que los incluyan en la vida normal de la familia, pero lo más común es que los hagan a un lado y no les permitan participar; los aman, pero en gran medida los ignoran. El amor no es la respuesta para todo; es una parte integral del todo, pero tiene que ir unido a la paciencia, la comprensión, la sagacidad y la previsión cuando se está tratando con algo tan complejo como la mente de un niño retrasado.

– ¿Y usted trata de fundir el amor con todas esas otras cosas?

– Sí. Tenemos nuestros fracasos, por supuesto, y bastantes, pero tenemos también una proporción de éxitos más grande que en la mayoría de las escuelas de ese tipo. Con frecuencia es un poco menos que imposible evaluar con precisión a un niño, ya sea neurológica o psicológicamente. Uno tiene que comprender que, primero y antes que nada, un niño en esas condiciones está dañado orgánicamente, sin que importe el grado en que esté implicada la parte psicológica. Algo allá arriba, en el cerebro, no está funcionando como debiera.

El joven maestro se encogió de hombros y se rió de sí mismo.

– ¡Lo siento mucho, señorita Horton! No le he dado a usted tiempo de decir una sola palabra, ¿verdad? Tengo la mala costumbre de apabullar con mi charla a mis visitantes sin tener la menor idea de cuál es la razón de su visita.

Mary se aclaró la garganta.

– Bien, señor Martinson -empezó-, realmente lo mío no es un problema personal sino que se trata más bien de la curiosidad de un espectador; eso fue lo que me animó a ponerme en contacto con usted. Conozco a un joven de veinticinco años que es ligeramente retrasado mental y quisiera informarme más a fondo acerca de su situación. He tratado de leer algo al respecto, pero no he podido entender bien la jerga técnica.

– Lo comprendo. Los libros técnicos sobre el tema son muy abundantes, pero los libros básicos buenos para el lego son muy difíciles de conseguir.

– El caso es que, desde que empecé a interesarme en él, lo cual fue desde hace más o menos nueve meses, el joven ha dado muestras de estar mejorando. Me tomó mucho tiempo, pero hasta le he enseñado a leer un poquito y a hacer sumas sencillas. Sus padres también han notado el cambio y están encantados. No obstante, no sé cuánto progreso debería yo esperar ni qué exigirle.

John Martinson la palmeó afectuosamente en un brazo y le puso la mano bajo el codo, dándole a entender que era hora de que se movieran.

– La voy a llevar a usted a un recorrido por nuestros salones de clases -le dijo-. Quiero que observe usted a todos los niños con mucha atención. Trate de localizar alguno que se parezca un poco a su joven en su conducta y actitud. Nosotros no permitimos que los visitantes interrumpan nuestras clases y verá usted que observamos a los niños por ventanas en las que sólo puede verse por un lado. Venga conmigo y después me dirá lo que piensa de nuestros niños.

Mary nunca había prestado atención realmente a los pocos niños retrasados mentales con los que se había cruzado en el transcurso de su vida porque, como la mayoría de la gente, se sentía verdaderamente incómoda cuando la sorprendían observándolos, y se quedó asombrada al descubrir qué diferentes eran esos niños no sólo en su apariencia física sino en su capacidad mental; en los distintos grupos los había desde aquellos que parecían perfectamente normales hasta otros tan terriblemente deformes que costaba un gran esfuerzo el no apartar la vista de ellos.

– Una ocasión tuve una clase de superdotados -dijo John Martinson un poco soñadoramente, parándose junto a ella-. Ninguno de la clase tenía menos de ciento cincuenta en la antigua escala de coeficiente mental. Sin embargo, ¿me creerá si le digo que me da mayor satisfacción el pasarme un mes enseñándole a uno de estos niños a atarse los cordones de los zapatos? Jamás se aburren ni se impacientan por lograr algo, tal vez porque tienen que esforzarse más. Mientras más trabajo nos cuesta conseguir algo, más lo apreciamos; ¿por qué entonces no habría de aplicarse eso a un ser humano retrasado mental?

Terminado el recorrido, John Martinson la condujo a su pequeña oficina y le ofreció una taza de café.

– Bien -preguntó-, ¿vio alguno que le recordara a Tim?

– A varios -repuso ella y procedió a describirlos-. Viendo a Tim, hay ocasiones en las que siento ganas de llorar. ¡Me da tanta lástima! Él es consciente de su incapacidad, ¿ve usted?, y es algo horrible el tener que escuchar al pobre muchacho ofreciendo disculpas porque «no tiene nada en la cabeza» como él dice. «Sé que no tengo nada en la cabeza, Mary», me dice a veces, y el oír eso me parte el corazón.

– Por lo que usted dice, parece que se puede educar. ¿Trabaja en algo?

– Sí; es obrero de la construcción. Supongo que sus compañeros de trabajo son bondadosos con él a su manera, pero a veces son también desconsideradamente crueles. Les encanta jugarle bromas pesadas, como cuando le hicieron comer excremento. Él lloró ese día, no porque le hubieran hecho víctima de sus bromas sino porque no pudo entender en qué consistía la broma. ¡Quería participar en la diversión! -El rostro se le torció y tuvo que detenerse.

John Martinson asintió, mostrando comprensión.

– Ése es un tipo de patrón bastante común -dijo-. ¿Y qué hay de sus padres? ¿Cómo lo tratan?

– Muy bien, dadas las circunstancias -y procedió a explicar éstas, sorprendida de su propia fluidez-. Pero les preocupa mucho -finalizó tristemente-. Especialmente cuando se ponen a pensar qué va a ser de él cuando ellos falten. Su padre dice que Tim se morirá de tristeza. Yo no le creía al principio pero, con el paso del tiempo, estoy empezando a pensar que tal cosa es muy posible.

– Y yo estoy de acuerdo con eso -comentó el maestro-. Ha habido muchos casos así, ¿sabe usted? Las personas como Tim necesitan un hogar en donde los quieran, con mayor urgencia que la gente normal, porque no pueden aprender a ajustar su vida cuando éste les falta después de haberlo conocido. Es muy difícil para ellos este mundo nuestro -agregó, mirándola gravemente-. Me imagino, por los niños que, según usted, se parecen un poco a Tim, que éste es de apariencia normal, ¿no es así?

– ¿De apariencia normal? -suspiró ella-. ¡Ojalá lo fuera! No, la apariencia de Tim no es normal. Sin duda alguna es el joven más espectacular que jamás haya visto… es como un dios griego, a falta de un símil más original.

– ¡Ah! -exclamó John Martinson, separando la vista de ella para posarla en sus manos entrelazadas; luego dejó escapar un suspiro-: Bien, señorita Horton -agregó-, le daré a usted los títulos de algunos libros que no creo que tenga la menor dificultad en comprender. Le servirán a usted de mucho.

John Martinson se levantó y caminó con ella hasta el pasillo del frente, donde le hizo una cortés inclinación de cabeza.

– Espero que me traerá a Tim uno de esos días; me encantaría conocerlo. Sin embargo, tal vez fuera mejor que me llamara usted con anticipación, porque pienso que sería mejor para él que vinieran a mi casa en lugar de a la escuela.

Mary le extendió la mano.

– Me encantaría. Adiós, señor Martinson, y muchísimas gracias por sus atenciones.

Mary se alejó, pensativa y entristecida, consciente de que los problemas más insolubles son aquellos que, por su naturaleza misma, no dejan lugar a ninguna ilusión.

Загрузка...