3

Una vez que Mary Horton se marchó y que la manguera quedó tirada, el director del coro de cigarras de la adelfa emitió un profundo y resonante «¡Briiik!», el cual fue contestado por la diva soprano, dos arbustos más allá. Una a una, las demás cigarras se unieron al coro: tenores, contraltos, barítonos y sopranos hasta que el candente sol llenó de tal potencia de sonido sus minúsculos cuerpos de un verde iridiscente, que tornaba inútil el intentar sostener una conversación cerca de los arbustos. El ensordecedor coro se extendió, brotando de las acacias, yendo hasta los gomeros en flor, y trasponiendo los cercos para llegar a las adelfas de las veredas de la calle Walnut y luego a los laureles que dividían las propiedades de Mary Horton y de Emily Parker.

Los atareados obreros apenas si notaron a las cigarras hasta que se vieron obligados a hablarse a gritos mientras que, con sus paletas, tomaban buenas porciones de cemento del gran montón que Tim Melville seguía llenando y las arrojaban -¡splash!- contra las rojas paredes de ladrillo del bungalow de la señora Parker. La terracita de la parte posterior había quedado casi terminada y sólo le faltaba una capa final de estuco; con los torsos desnudos, inclinándose y enderezándose acompasadamente al ritmo de la dura labor, los albañiles recorrían de arriba abajo la casa por la parte de afuera; se asoleaban en el maravilloso calor de verano y el sudor se les secaba antes de que pudiera formar gotas en la bronceada y tensa piel; Bill Naismith arrojaba la mezcla húmeda sobre la superficie de ladrillos; Mick Devine lo emparejaba en una capa continua de grano grueso y color verdoso y, tras él, Jim Irvine, sobre el rechinante andamio, manejaba su paleta alisando incesantemente en curvas suaves que dejaban una serie de arcos en la superficie. Harry Markham, todo ojos, miró el reloj y le gritó a Tim una vez que atrajo la atención del muchacho.

– ¡Hey, compañero, entra y pregúntale a la señora si puedes calentar el almuerzo!, ¿quieres?

Tim dejó su carretilla en el pasillo lateral, fue por las provisiones y el gran recipiente del té y, con los brazos así ocupados, llamó con el pie a la puerta del patio posterior.

La señora Parker apareció a los pocos instantes como una figura borrosa tras la oscuridad de la tela de alambre que protegía contra los insectos.

– ¡Ah!, ¿eres tú, querido? -preguntó, abriendo la puerta-. ¡Entra, entra! Supongo que deseas que les caliente algo de té a los tipos horribles de allá afuera, ¿verdad? -prosiguió, encendiendo un cigarrillo y sonriendo maliciosamente en dirección del muchacho mientras éste parpadeaba en la penumbra, aún enceguecido por el sol.

– Sí, por favor, señora Parker -contestó cortésmente, sonriendo.

– Bueno, muy bien. Entonces, supongo que no me queda otro remedio, ¿verdad? Y más todavía si quiero ver mi casa terminada este fin de semana. Siéntate mientras hierve la tetera, querido.

La anciana se movía torpemente en la cocina, con el pelo gris hecho un desorden y su cuerpo sin fajar, enfundado en un vestido casero de algodón estampado con flores moradas y amarillas.

– ¿Quieres una galleta, querido? -ofreció, alargándole a Tim el frasco de galletas-. Aquí tengo unas que de veras están sabrosas.

– Sí, señora Parker, muchas gracias -sonrió Tim, manoteando dentro del frasco hasta que encontró una galleta de chocolate.

El joven siguió sentado en silencio mientras la mujer tomaba la caja de provisiones de Tim y dejaba caer las hojas de té en la tetera. Cuando ésta empezó a hervir, llenó a medias el recipiente y volvió a poner la tetera al fuego, mientras Tim colocaba sobre la mesa los maltratados jarros de esmalte y depositaba junto a ellos una botella de leche y un frasco de azúcar.

– Vamos, criatura; límpiate las manos en la toallita como un buen chico, ¿quieres? -le pidió la mujer a Tim cuando éste dejó en el borde de la mesa una mancha de chocolate.

La señora Parker se dirigió a la puerta de atrás, asomó la cabeza y gritó con todas sus fuerzas:

– ¡Smoke-oh!

Tim se sirvió un jarro de té muy negro, sin leche, y luego le echó tanto azúcar que el líquido se derramó sobre la mesa, haciendo que la señora Parker volviera a refunfuñar.

– ¡Por Dios! ¡Eres insoportable! -le sonrió condescendientemente-. Eso no se lo toleraría a ninguno de los otros pero, tú no tienes la culpa, ¿verdad, querido?

Tim le sonrió cálidamente, tomó su jarro de té y salió con él en la mano mientras los demás entraban a la cocina.

Comían en la parte de atrás de la casa, junto a la terraza recién construida. Era un lugar sombreado, lo bastante alejado de los cubos de basura como para que no los molestaran las moscas, y cada uno se había hecho un taburete de ladrillos para sentarse a comer.

Los laureles que dividían los patios de la señora Parker y de la señorita Horton los cubrían con una sombra bastante densa como para hacer de ese sitio un lugar agradable para descansar después de las fatigas de trabajar bajo aquel sol ardiente. Cada uno se sentó con su jarro de té en una mano y en la otra la bolsa de papel que contenía su comida, estirando las piernas con un suspiro de alivio.

Como empezaban a trabajar a las siete y terminaban a las tres, la hora del refrigerio era a las nueve, y después el almuerzo a las once y media. Por tradición, a la pausa de las nueve de la mañana le llamaban smoke-oh, y duraba alrededor de media hora. Como hacían un trabajo manual muy pesado, comían con enorme apetito, aunque lo mucho que comían no se notaba en sus cuerpos delgados, de músculos compactos. Un desayuno de porridge caliente, chuletas fritas o salchichas con dos o tres huevos fritos, varias tazas de té y algunas rebanadas de pan, eran el primer alimento de estos hombres a las cinco y media de la mañana; durante el smoke-oh acostumbraban a tomar sándwiches hechos en casa y rebanadas de pastel, y en el almuerzo comían lo mismo sólo que en doble cantidad. Ya no había otro descanso en la tarde; se iban a las tres, con los pantalones cortos de trabajo guardados en sus bolsas color café que, curiosamente, parecían maletines de médico y, vestidos de nuevo con sus camisas de cuello abierto y pantalones ligeros de algodón, se encaminaban a la taberna. El atardecer de cada día conducía inexorablemente a eso; era su culminación y su punto máximo. En el interior de la taberna, que parecía una enorme letrina, llena de ruido de las conversaciones, los hombres podían relajarse verdaderamente, con un pie en la barra y un espumoso jarro de cerveza en una mano, intercambiando bromas con los compañeros de trabajo y los parroquianos de la taberna y piropeando inútilmente a las antipáticas camareras. La llegada a casa era el anticlímax de todo eso, con su malhumorada sumisión a la deprimente trivialidad de la mujer y de los hijos.

Esa mañana había en el ambiente una especie de expectativa cuando los hombres se acomodaron para disfrutar del smoke-oh. Mick Devine y su compañero de bromas, Bill Naismith, se habían sentado juntos, apoyados en la empalizada, con las tazas de té junto a los pies y la comida sobre las piernas; Harry Markham y Jim Irvine se sentaron frente a ellos y Tim Melville cerca de la puerta trasera de la señora Parker para poder llevarles a los demás lo que le pidieran. Como era el más joven, tenía que hacerles todos los mandados y tareas menores. En la nómina de Harry, el puesto oficial de Tim era el de «obrero de construcción» y ya llevaba con él diez de sus veinticinco años de edad sin haber subido de categoría.

– ¡Oye, Tim! -le gritó Mick, haciéndoles un guiño a los demás-. ¿De qué son hoy tus bocadillos?

– De lo mismo de siempre, Mick, de dulce -contestó Tim mostrando las mal cortadas rebanadas de pan blanco con la jalea asomándose por los bordes.

– ¿Dulce de qué? -insistió Mick, mirando su propio bocadillo sin entusiasmo.

– Me parece que de damasco.

– ¿Quieres que cambiemos? El mío es de salchicha.

El rostro de Tim se iluminó.

– ¡Salchicha! -exclamó-. ¡Me encantan las salchichas! ¡Sí, te lo cambio!

El intercambio se efectuó; Mick mordisqueó el bocadillo de dulce mientras Tim, sin percatarse de las miradas furtivas de los demás, se comió el de salchicha de Mick en unos cuantos bocados. Iba ya a introducirse en la boca el último pedazo, cuando Mick, sacudiendo los hombros por el esfuerzo que hacía por reprimir la risa, lo tomó de la muñeca.

Los ojos de Tim se agrandaron con expresión interrogante y desolada y la boca de rictus triste se le quedó abierta.

– ¿Qué pasa, Mick? -interrogó.

– Ese maldito bocadillo de salchicha ni siquiera te ha tocado los mofletes, compañero. ¿Qué sabor tenía? ¿O no te duró en la boca lo suficiente para que te enteraras?

El minúsculo surco del lado izquierdo empezó a palpitar nuevamente cuando Tim cerró la boca y se quedó mirando a Mick con asombro.

– Estaba muy bueno, Mick -repuso lentamente-. Sabía un poco diferente, pero estaba bueno.

Mick soltó una carcajada y en un momento todos estaban sacudiéndose en paroxismos de risa, con las lágrimas corriéndoles por las mejillas y golpeándose los costados con las manos, todos sofocados.

– ¡Qué bárbaro, Tim! ¡Eres el colmo de la estupidez! Harry dice que la cabeza no te da para mucho, pero yo diría que no te da para nada y, después de esto, creo que tengo razón. ¡No te da para nada, compañero!

– ¿Qué pasa? -interrogó Tim, confuso-. ¿Qué fue lo que hice? Sé que soy tonto, Mick, ¡ya lo sé!

– Si tu bocadillo no sabía a salchicha -preguntó éste, sonriendo-, ¿a qué te supo?

– Bueno, pues no sé… -las doradas cejas de Tim se fruncieron en una mueca de fuerte concentración-. ¡No lo sé! Sólo que sabía diferente.

– ¿Por qué no abres ese último pedazo y le echas una buena ojeada, compañero?

Las cuadradas y bien formadas manos de Tim abrieron desmañadamente los dos pedazos de pan. El último pedazo de salchicha se había aplastado y derramado de las orillas.

– ¡Huélelo! -ordenó Mick, mirando a los demás y limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano.

Tim se llevó el pedazo a la nariz, crispando y ensanchando los poros; luego dejó el pedazo de sándwich y se quedó mirando a Mick lleno de desconcierto.

– No sé qué es -dijo patéticamente.

– ¡Es excremento, grandísimo idiota! -contestó Mick molesto-. ¡Por Dios, qué idiota eres! ¿No sabes todavía qué es, a pesar de haberla olido?

– ¿Excremento? -repitió Tim, mirándolo fijamente-. ¿Y qué es excremento, Mick?

Todos estallaron en una carcajada mientras Tim seguía sentado con el pedazo de bocadillo entre los dedos, mirándolos sin comprender nada y esperando pacientemente que alguien se recuperara lo suficiente para contestar a su pregunta.

– Excremento, mi querido Tim, ¡es un buen pedazo de mierda! -aulló Mick.

Tim se estremeció y tragó; arrojó horrorizado el pedazo de pan retorciéndose las manos y encogiéndose en su asiento. Todos se alejaron de él precipitadamente, pensando que iba a vomitar, pero no vomitó; simplemente los miraba fijamente con expresión dolida.

Otra vez la misma cosa; había hecho reír a todo el mundo por algo estúpido que había hecho, pero él no sabía qué era ni en qué consistía el chiste. Su padre hubiera dicho que debería haber sido un «animador», fuera lo que fuera lo que quería decir con eso, pero él no había hecho de «animador»; simplemente se había comido tranquilamente un bocadillo de salchicha que no era un bocadillo de salchicha. Según ellos había sido un pedazo de mierda pero, ¿cómo iba a conocer él el sabor de la mierda si nunca la había comido? ¿En dónde estaba lo cómico? Hubiera querido saberlo, deseaba saberlo, para poder compartir su risa y entender lo que pasaba. Eso era lo que más le dolía, que parecía no comprender nunca.

Los grandes ojos azules se llenaron de lágrimas, su rostro se cubrió de angustia y empezó a llorar como un niño, berreando, retorciéndose las manos y apartándose de ellos.

– ¡Por la sangre de Cristo, qué cochinos son todos ustedes, montón de abusadores! -rugió la señora saliendo de la puerta del fondo como una arpía, envuelta en el torbellino de flores amarillas y moradas de su falda. Atravesó hasta donde estaba Tim, lo tomó de las manos e hizo que se incorporara, mientras miraba con ojos llenos de furia al grupo que ya se había calmado.

– Ven, querido -dijo-. Entra conmigo y te daré algo sabroso para que se te quite el mal sabor de la boca -lo consoló, golpeándole suavemente las manos y acariciándole el pelo-. Y todos ustedes -siseó, encarándose a Mick con un gesto tan lleno de ira que éste retrocedió-, ¡ojalá que se caigan de nalgas en un agujero y queden ensartados en una estaca de hierro! ¡Deberían azotarlos con un látigo para mulas por hacer esto, desgraciados! Y en cuanto a ti, Harry Markham, más te vale terminar el trabajo hoy mismo, porque no quiero volver a veros jamás.

Todavía regañando entre dientes y consolando a Tim, lo condujo dentro de la casa y dejó a los demás mirándose unos a los otros.

Mick se encogió de hombros.

– ¡Malditas mujeres! -dijo-. Hasta ahora no me he encontrado una sola con sentido del humor. Vamos, muchachos. Terminemos el trabajo hoy mismo. Yo también ya estoy harto de él.

La señora Parker entró en la cocina en compañía de Tim y lo hizo sentarse en una silla.

– Pobre de ti, tontito -dijo, mientras caminaba hacia el refrigerador-. No sé por qué la gente piensa que es algo gracioso atormentar a los tontos y a los perros. ¡Óyelos allá afuera, riéndose y armando escándalo como si hubieran hecho algo muy chistoso! Me gustaría hacerles un gran pastel de chocolate y rellenárselo de mierda, ya que piensan que eso es tan gracioso. Tú, mi muchachito, ni siquiera lo vomitaste, pero ellos hubieran echado hasta las tripas, ¡los héroes!

Se dio vuelta para mirar a Tim, ablandándose porque éste seguía llorando a lágrima viva, entre hipos y sorbos que partían el alma.

– ¡Vamos, no llores más! -dijo, sacando una servilleta de papel y tomándolo de la barbilla-. ¡Suénate la nariz, tontito!

Tim hizo lo que se le ordenaba y luego soportó los rudos manoseos de la anciana mientras ésta le limpiaba la cara.

– ¡Buen Dios, qué desperdicio! -agregó ésta mirando atentamente el hermoso rostro mientras tiraba la servilleta a la basura. Luego, encogiéndose de hombros, dijo como para ella misma-: ¡Bien, así son las cosas, me imagino! No es posible tenerlo todo. Ni el más grande ni el mejor de nosotros, ¿verdad, querido? -Le palmeó suavemente la mejilla con su mano nudosa-. Bien, bien; ¿qué preferirías ahora, tonto, helado con crema de chocolate encima o un buen trozo de dulce con budín de plátano?

Tim dejó de sollozar e inmediatamente se le extendió por el rostro una sonrisa radiante.

– ¡Oh! ¡Jalea, señora Parker! Me encanta el dulce con budín de plátano; es mi plato favorito.

La señora tomó asiento frente a Tim en la mesa de la cocina, mientras éste engullía grandes cucharadas de budín y lo reñía amablemente por comer demasiado aprisa, recomendándole que mejorara sus modales.

– Tienes que comer con la boca cerrada, querido. Es algo horrible ver a alguien con la boca abierta llena de comida. Y baja los codos de la mesa, como niño bien educado.

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