18

Cuando, después del juego de tenis del jueves por la tarde, Esme Melville llegó a la puerta trasera de la casa, tuvo que hacer un esfuerzo para caminar los pocos metros que le faltaban para llegar a la sala y al sillón más cercano. Las piernas le temblaban violentamente; había sido un esfuerzo tremendo el llegar a su casa sin que nadie se diera cuenta de lo enferma que se sentía. Experimentaba una náusea tan grande que, después de unos momentos, tuvo que ponerse en pie y dirigirse al baño. Ni siquiera el arrodillarse, con la cabeza sobre el inodoro, le producía alivio alguno; quién sabe por qué no podía vomitar; el dolor que sentía bajo el omóplato izquierdo hacía intolerables los espasmos del vómito. Estuvo, jadeante, en esa postura durante varios minutos y luego se puso en pie poco a poco, aferrándose al armario del cuarto de baño y a la puerta. Le sorprendió tener que aceptar que el asustado rostro que la veía desde el espejo de la pared era el suyo propio, de un gris sucio y perlado de sudor. El espectáculo de esa cara la aterrorizó más que ninguna otra cosa hasta esos momentos y desvió la mirada del espejo inmediatamente. Como pudo, regresó a la sala y se desplomó en el sillón, respirando con dificultad, y con las manos impotentes colgándole a los lados del cuerpo.

Luego el dolor se apoderó de ella y la desgarró como una enorme bestia enloquecida; Esme se inclinó hacia delante, con los brazos doblados sobre el pecho. Pequeños gemidos débiles se le escapaban cada vez que la agonía, como un cuchillo, se agudizaba en un crescendo, y no podía pensar más allá del dolor.

Después de una eternidad, el dolor se aplacó un tanto y ella se apoyó en el sillón, exhausta y con todo el cuerpo temblándole. Sentía un peso insufrible en el pecho que le sacaba todo el aire de los pulmones haciéndole imposible inhalar más. Estaba mojada por todas partes: el blanco traje de tenis estaba empapado en sudor; el rostro, mojado por las lágrimas; el asiento del sillón, húmedo con la orina que se le había escapado durante lo álgido del ataque. Jadeando y ahogándose con los labios amoratados, seguía ahí sentada pidiéndole a Dios que a Ron se le ocurriera venir a casa antes de ir al «Seaside». El teléfono del pasillo estaba a años luz de distancia, absolutamente fuera de su alcance.

Ya eran las siete de la noche cuando Ron y Tim llegaron a la puerta de atrás de la casa de la calle Surf. Todo estaba extrañamente callado y tranquilo, no habían puesto las luces en la mesa del comedor y no había ningún acogedor olor a comida.

– ¡Hola!, ¿dónde está mamá? -interrogó Ron alegremente, cuando él y Tim entraron en la cocina.

»¡Hey, querida!, ¿dónde andas? -gritó y luego se encogió de hombros.

»Debe haber decidido jugar un par de sets extra -comentó.

Tim siguió rumbo a la sala mientras Ron encendía la luz de la cocina y la del comedor. Hubo un grito terrible en el interior de la casa; Ron soltó la olla que tenía en la mano y corrió, con el corazón golpeándole el pecho, en dirección de la sala.

Tim estaba de pie, retorciéndose las manos y llorando, mirando a Esme derrumbada en el sillón, curiosamente quieta, con los brazos doblados y las manos, con los puños apretados, a sus costados.

– ¡Oh, Dios mío!

Las lágrimas asomaron a los ojos de Ron cuando se dirigió al sillón y se inclinó sobre su esposa, alargando una mano temblorosa para tocarla. Esme estaba tibia; casi sin creerlo, Ron vio que el pecho de su esposa subía y bajaba lentamente. Inmediatamente se incorporó.

– Vamos, Tim; no llores -dijo por entre los dientes apretados-. Voy a llamar por teléfono al doctor Perkins y a Dawnie y volveré en seguida. Tú quédate aquí, y si mamá hace algo, grita inmediatamente. ¿Me entendiste, compañero?

El doctor Perkins estaba en casa, cenando. Le dijo a Ron que llamaría una ambulancia y que se encontrarían en la sala de emergencias del Hospital Príncipe de Gales. Limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano, Ron marcó el número de Dawnie.

Mick contestó con una voz que traicionaba su impaciencia; era la hora de la cena y le disgustaba profundamente que lo molestaran precisamente a esa hora.

– Óyeme bien, Mick; habla Ron -dijo éste, enunciando las palabras cuidadosamente-. No vayas a asustar a Dawnie pero se trata de su madre. Creo que le dio un ataque al corazón, pero no estoy seguro. La vamos a llevar inmediatamente a la sala de emergencias del Príncipe de Gales así es que no tiene sentido que vengáis aquí. Sería mejor que tú y Dawnie os reunierais con nosotros en el hospital tan pronto como podáis.

– Lo siento muchísimo, Ron -repuso Mick-. Por supuesto, Dawn y yo iremos de inmediato. Trata de no preocuparte.

Cuando Ron regresó a la sala, Tim seguía de pie, mirando a su madre y llorando desconsoladamente; Es no se había movido. Ron le puso un brazo en los hombros a Tim y lo apretó contra sí, no sabiendo qué hacer.

– ¡Vamos! No llores, Tim, mi muchacho -murmuró-. Mamá está bien. Ya viene la ambulancia y vamos a llevarla al hospital. Ahí la arreglarán en menos que canta un gallo. Tienes que ser un buen muchacho y calmarte, por el bien de mamá. A ella no le va a gustar si despierta y te ve ahí, parado y llorando como un tonto, ¿no crees?

Entre hipos y jadeos, Tim trató de dejar de llorar mientras su padre se acercaba al sillón de Esme y se arrodillaba, tomándole las manos y forzando a que descansaran en su regazo.

– ¡Es! -le habló, con el rostro viejo y entristecido-. Es, mi amor, ¿puedes oírme? ¡Soy Ron, querida, soy Ron!

El rostro de ella estaba grisáceo y enjuto, pero los ojos se abrieron y se inundaron de luz cuando lo vio arrodillado ahí; débilmente, le apretó una mano con agradecimiento.

– Ron… -pudo balbucear-, ¡qué bueno que ya estés aquí!… ¿Dónde está Tim?

– Está aquí, querida. Ahora no te preocupes por Tim ni te excites. La ambulancia está por llegar y vamos a llevarte al hospital inmediatamente. ¿Cómo te sientes?

– Como un… gato apaleado… ¡Oh, por Dios, Ron! El dolor… es algo terrible… me oriné… La silla está empapada…

– No te inquietes por los malditos muebles, Es; ya se secarán. ¿Qué importa eso entre amigos? -trató de sonreír, pero el rostro hacía muecas. A pesar de todo su control, empezó a llorar-. ¡Oh, Es! -dijo-. No dejes que te pase nada, mi amor. ¿Qué haría yo sin ti, por Dios? ¡Es, aguanta hasta que lleguemos al hospital!

– Tengo… que aguantar… No puedo… dejar a Tim… solo. No puedo… dejarlo… solo.

Cinco minutos después de que Ron llamara al doctor Perkins, la ambulancia ya estaba afuera de la casa. Ron condujo a los camilleros por la puerta de atrás pues había veinte escalones en la puerta del frente y ninguno en la parte trasera. Los camilleros eran hombres robustos y alegremente eficientes, profesionales bien preparados en el campo de la medicina de emergencia; tan consciente de la capacidad de ellos como cualquier otro ciudadano de Sydney, Ron no sentía disgusto alguno porque el doctor Perkins hubiera decidido esperarlos en el hospital. Los recién llegados verificaron la condición de Es inmediatamente y luego la depositaron en la camilla. Ron y Tim siguieron sus uniformes azul marino sintiéndose inútiles e indeseados.

Ron sentó a Tim en el asiento delantero con uno de los camilleros y él se acomodó en la parte de atrás con el otro. Al parecer, ellos se percataron inmediatamente de que Tim no era normal porque el que iba al volante le indicó que se acomodara junto a él, y le dijo algo, sonriendo, que pareció hacerle más efecto que todo lo que Ron pudiera haberle dicho.

No conectaron la sirena; el que viajaba con Ron en la parte de atrás aplicó el aparato de respiración artificial a la boca de Es y lo conectó al tanque del oxígeno. Luego se colocó junto a la camilla con la mano en la muñeca de Es, tomándole el pulso.

– ¿Por qué no conectan la sirena? -preguntó Ron, mirando al otro con recelo, asustado con el aparato de oxígeno.

Unos ojos firmes y tranquilos le devolvieron la mirada; el camillero le palmeó ligeramente la espalda.

– No se preocupe, compañero -dijo calmadamente-. Ponemos la sirena sólo cuando vamos a un caso de emergencia, pero muy raras veces cuando llevamos a alguien aquí adentro. Eso asusta al paciente y le hace más mal que bien, ¿entiende usted? La señora está bien y, a estas horas de la noche, llegaremos allá igual de rápido sin tener que usar la sirena. Son unos cuantos kilómetros.

La ambulancia se abrió paso calladamente por entre el escaso tránsito hasta llegar a la puerta de la sala de emergencia, brillantemente iluminada, cinco minutos después de haber salido de la calle Surf. Precisamente cuando el largo vehículo frenaba suavemente, Es abrió los ojos y tosió dentro de la bolsa de oxígeno. El camillero la observó rápida y cuidadosamente y por fin decidió quitársela a menos que le viniera otro espasmo. Tal vez ella quisiera decir algo y eso era más importante; siempre era mejor dejar que el paciente encontrara su propio nivel, menos angustioso.

– Ron… -musitó ella.

– Aquí estoy, querida. Ya estamos en el hospital. Te van a arreglar en un dos por tres, ya verás.

– Ron… yo no sé…

– ¿Sí, mi amor? -las lágrimas corrían por sus mejillas.

– Es… Tim… siempre nos ha preocupado… ¿Qué… va a pasarle… a Tim… si yo me voy?… Ron…

– Aquí estoy, mi amor.

– Cuida… a Tim… Cuídalo… ¡Pobre Tim…! ¡Pobre… Tim…!

Fueron ésas las últimas palabras que llegó a decir. Mientras Ron y Tim daban vueltas inútilmente frente a la entrada de la sala de emergencias, miembros del personal ya se habían llevado la camilla, perdiéndose de vista. Los Melville se quedaron mirando la puerta que se había cerrado hasta que los condujeron, firme pero gentilmente, a la sala de espera. Alguien vino al poco rato y les trajo té con bizcochos, negándose sonrientemente a darles noticia alguna sobre el estado de la paciente.

Dawnie y su esposo llegaron media hora después. El embarazo de Dawnie estaba ya muy avanzado y claramente se veía que su esposo se preocupaba mucho por ella. La joven avanzó trabajosamente hasta llegar junto a su padre y se sentó entre éste y Tim, llorando suavemente.

– Vamos, vamos, querida, -la consoló Ron-, no llores. Mamá se va a poner bien muy pronto. Cuando llegamos aquí estaba bien. Se la llevaron hace rato y no tardarán en decirnos cómo sigue. Sigue sentada y no llores más, piensa en la criatura, Dawnie; no debes tener impresiones fuertes a estas alturas.

– ¿Cómo sucedió? -preguntó Mick, encendiendo un cigarrillo y procurando no mirar en dirección de Tim.

– No lo sé. Cuando Tim y yo llegamos a casa, estaba inconsciente en un sillón, en la sala. No sé cuánto tiempo ha estado ahí. ¡Dios! ¿Por qué no me fui directamente a casa, después del trabajo? ¿Por qué diablos tenía que ir primero al «Seaside»? ¡Pude haberme ido a casa, al menos esta vez!

Dawnie se sonó la nariz.

– No tienes por qué culparte, papá -lo consoló-. Bien sabes que siempre llegas a casa a la misma hora entre semana. ¿Cómo ibas a saber que precisamente hoy ella iba a necesitarte? Mamá conoce muy bien tus costumbres. Le gusta que tomes tu cerveza después del trabajo y, además, con eso le das oportunidad de que ella haga lo que quiera en ese rato. Muchas veces le oí decir que es un descanso saber que no regresas a casa del «Seaside» sino hasta las siete, ya que así ella puede jugar al tenis hasta las seis y tener lista la comida, para ti y Tim, cuando llegáis.

– ¡Pero debí haberme dado cuenta de que no estaba bien!

– Papá; no tiene sentido que te hagas recriminaciones. Lo que pasó pasó. A mamá no le hubiera gustado que su vida o la tuya hubieran cambiado en absoluto y tú bien lo sabes. No gastes el tiempo enojándote por cosas que no puedes cambiar; mejor piensa en ella y en Tim.

– ¡Cristo Dios! ¡Eso es lo que hago! -repuso Ron en tono desesperado.

Todos volvieron a mirar a Tim, sentado quietamente en una silla con las manos apretadas una con otra, los hombros caídos en la postura de abandono que siempre adoptaba cuando estaba triste por alguna razón. Había dejado de llorar y tenía los ojos fijos en algo que no podía ver. Dawnie se acercó a él.

– Tim -le dijo quedamente, mientras le acariciaba un brazo.

El muchacho se estremeció hasta que al fin pareció darse cuenta de la presencia de Dawnie. Los azules ojos transfirieron su mirada fija del infinito a la cara de ella, mirándola tristemente.

– ¡Dawnie! -dijo, como si se preguntara qué estaría haciendo ella en ese lugar.

– Sí, Tim; aquí estoy. Vamos, no te preocupes ya por mamá. Se va a poner bien, te lo prometo.

– Mary dice que uno nunca debe hacer promesas que no pueda cumplir -dijo él sacudiendo la cabeza.

El rostro de Dawnie se endureció peligrosamente, y desvió su atención hacia Ron, ignorando a Tim completamente.

La noche estaba bien avanzada cuando el doctor Perkins entró en la sala de espera, con el rostro tenso y mostrando señales de fatiga. Todos se levantaron a un tiempo, como condenados cuando el juez se toca el birrete.

– Ron, ¿podemos hablar afuera un minuto? -preguntó suavemente.

El corredor estaba desierto, con los pequeños reflectores formando círculos en la iluminada franja de la que caía la luz, iluminando crudamente el suelo de mosaicos. El doctor Perkins le rodeó a Ron los hombros con un brazo.

– Se nos ha ido, amigo.

Pareció como que un peso terrible, insoportable, descendía sobre el pecho de Ron; desoladamente alzó el rostro para mirar la cara del viejo médico.

– ¡No puede ser!

– Ya no había nada que pudiéramos hacer. Sufrió un ataque al corazón, y luego tuvo otro a los pocos minutos de haber llegado aquí. Su corazón se detuvo. Tratamos de volver a hacerlo funcionar, pero ya era inútil, inútil. Sospecho que ya debía haber tenido problemas antes y que este súbito enfriamiento del tiempo y el tenis le hicieron mal.

– Ella nunca me mencionó que estuviera enferma. Yo no sabía nada. Pero así era Es; nunca se quejaba -Ron había recuperado el control y hasta podía hablar con fluidez-. ¡Doctor, no sé qué hacer! Tim y Dawnie están ahí… ¡Y creen que está bien!

– ¿Quieres que yo se lo diga, Ron?

– No -repuso Ron-. Yo lo haré. Simplemente concédame un minuto. ¿Puedo verla?

– Sí, pero que no la vean ni Tim ni Dawnie.

– Entonces, lléveme con ella ahora, doctor.

Habían sacado a Es de la sala de terapia intensiva y la habían puesto en un cuarto pequeño, a un lado del corredor, reservado para tales ocasiones. En su cuerpo ya no había rastro de los esfuerzos de los médicos, ya no había tubos ni cables y estaba cubierta hasta la cabeza con una sábana blanca. Ron sintió como si un puño gigantesco lo golpeara cuando se detuvo en el umbral, mirando aquella forma, extrañamente quieta, cuyos contornos se delineaban bajo la sábana. Ahí estaba Es y nunca más podría moverse; todo había terminado para ella, el sol y la risa, las lágrimas y la lluvia. No más; nunca más. Su porción en el festín de la vida se había acabado y ahora estaba en un cuarto tenuamente iluminado con una nívea tela cubriéndola. Sin fanfarria alguna, sin aviso previo. Sin siquiera tener oportunidad para prepararse, para un adecuado adiós. Simplemente acabada, terminada, ida. Ron se acercó a la cama, consciente del enfermizo y dulzón aroma de unos junquillos que estaban en un gran florero en una mesa cercana. Después, ya nunca pudo soportar el olor de los junquillos.

El doctor Perkins estaba al otro lado de la estrecha cama; levantó la sábana y volvió el rostro, mirando en otra dirección; ¿podría alguien alguna vez acostumbrarse a ver el dolor en otra cara, a aprender a aceptar la muerte?

Le habían cerrado los ojos y le habían cruzado las manos sobre el pecho; Ron la estuvo contemplando largo rato y por fin se inclinó para besarla en los labios. Sin embargo, eso que besaba no era Es; esos labios, desangrados y fríos, no eran los de Es; dejando escapar un suspiro, se volvió.

En la sala de espera tres pares de ojos se le clavaron en la cara cuando entró. Ron se detuvo, mirándolos a todos, y enderezó los flacos hombros.

– Se ha ido -dijo.

Dawnie rompió a llorar y dejó que Mick la abrazara; Tim tan sólo miró fijamente a su padre, como un niño perdido y confuso. Ron se acercó y tomó la mano de su hijo con mucha ternura.

– Salgamos a dar una vuelta, compañero -dijo.

Dejaron la sala de espera, atravesaron el corredor y salieron al aire libre. Afuera había una ligera claridad y el oriente se teñía de rosa y oro. La brisa de la madrugada les acarició el rostro suavemente y se alejó suspirando.

– Tim -dijo Ron cansadamente-, no tiene caso hacerte creer que mamá vaya a regresar algún día. Mamá murió hace rato. Se nos fue, compañero, se ha ido. Ya jamás podrá volver, se nos ha ido a una vida mejor, donde no hay dolor ni tristeza. Vamos a tener que aprender a vivir sin ella y eso va a ser muy duro, terriblemente duro… Pero ella quería que nosotros siguiéramos adelante sin ella; fue lo último que dijo, que siguiéramos adelante y que no la extrañáramos demasiado. La vamos a extrañar mucho al principio, pero pasado un tiempo, cuando ya nos hayamos acostumbrado, ya no va a ser tan difícil.

– ¿Puedo verla antes de que se vaya, papá? -preguntó Tim en tono desolado.

Ron negó con la cabeza, tragando saliva con dificultad.

– No, compañero. Ya no podrás verla más. Pero tú no debes culparla por eso; no era así como ella lo quería; irse de repente sin siquiera decir adiós. A veces las cosas se salen de nuestro control y suceden demasiado aprisa para que podamos alcanzarlas y, cuando queremos hacerlo, ya es demasiado tarde… mamá murió así, muy pronto, demasiado pronto… Llegó su hora y no hubo nada que ella pudiera hacer para alargarla un poco más, ¿me entiendes, compañero?

– ¿Y de veras está realmente muerta, papá?

– Sí; de veras está realmente muerta.

Tim alzó la cabeza al cielo sin nubes; una gaviota chilló y se meció muy por encima de ellos precipitándose luego a la tierra extraña y volviendo a elevarse en busca de su hogar marino.

– Mary me dijo una vez qué era la muerte, papá. Ya sé lo que es. Mamá se ha ido a dormir, estará dormida en la tierra, bajo una sábana de hierba, y va a descansar ahí hasta que todos nosotros vayamos también, ¿verdad?

– Más o menos así es, compañero.

Cuando regresaron a la sala de emergencia, el doctor Perkins los estaba esperando. Envió a Tim a que se reuniera con Dawnie y Mick, pero le indicó a Ron que permaneciera con él.

– Ron -le dijo-, hay varios arreglos que hacer.

– ¿Y qué hago? -Ron se estremeció-. ¡Buen Dios, doctor! ¡No tengo la menor idea!

El doctor Perkins le habló del entierro y se ofreció para recomendar a Ron al propietario de una funeraria.

– Es un buen hombre, Ron -le explicó el doctor-. No te cobrará más de lo que tú puedas pagar y lo hace todo muy calladamente, con un mínimo ruido y sin pompa. Tendréis que enterrarla mañana, no lo olvides, porque pasado mañana es domingo y los entierros deben hacerse dentro de un plazo de cuarenta y ocho horas. Es por el clima cálido, ya lo sabes. No la embalsaméis, ¿qué objeto tiene? Dejadla tranquila. Le diré a Mortimer que eres pariente mío y él se encargará de todo. Ahora, ¿por qué no llamas un taxi y te llevas a tu familia a casa?

Una vez que llegaron a la desierta casa, pareció que Dawnie volvía un poco a la vida y se encargó de prepararles el desayuno. Ron se dirigió al teléfono y llamó a Mary Horton. Ésta contestó al instante, lo cual lo alivió porque temía que todavía estuviera durmiendo.

– ¿Señorita Horton?, le habla Ron Melville. Escúcheme; sé que es una molestia muy grande la que le voy a dar, pero estoy desesperado. Mi esposa murió esta madrugada, todo sucedió muy rápido… Sí, muchísimas gracias, señorita Horton… Sí, estoy un poco atontado… Sí, trataré de descansar un poco… La llamé a usted para hablarle de Tim… sí, ya lo sabe, no tenía ningún sentido ocultárselo; de todos modos tenía que saberlo algún día así es que, ¿por qué no de una vez?… Gracias, señorita Horton, me alegra que usted piense que hice bien en decírselo. También le estoy muy agradecido a usted por explicarle a él lo que es la muerte… Sí, fue una ayuda muy grande, de veras… No, no me costó ningún trabajo hacérselo comprender; no tanto como yo pensé que me iba a costar. Pensé que tendría que pasarme todo el día, pero lo tomó como un hombrecito… Sí, él está bien, lo está aceptando con resignación, sin llantos ni aspavientos. Él fue el que la encontró; fue algo terrible.

Ron hizo una pausa, respiró fuerte, y luego prosiguió: -Señorita Horton, sé que usted trabaja toda la semana, pero como también sé que usted aprecia mucho a Tim voy a atreverme a preguntarle si podría venir hoy a verme, lo más pronto que pueda, y si podría llevarse a Tim con usted hasta el domingo. La vamos a enterrar mañana; no podemos hacerlo pasado mañana porque es domingo, y no quiero que él asista al funeral… Muy bien, señorita Horton, estaré aquí y también estará Tim… Muchísimas gracias, se lo agradezco mucho… Sí, trataré de hacerlo, señorita Horton. Ya nos veremos. Adiós y gracias.

Dawnie se llevó a Tim al jardín mientras Ron hablaba con el señor Mortimer, el dueño de la funeraria, que en verdad se mostró como el doctor Perkins lo había descrito. Una defunción en una familia australiana de la clase trabajadora no era un asunto caro ni complicado, y leyes estrictas al respecto impedían que se explotara a los deudos. Gente sencilla y sin complicaciones, no sentían impulso alguno por cargarle culpas reales o imaginarias a un muerto; nada de ataúdes opulentos, ni velorios ni exhibir al difunto. Todo lo necesario se hacía rápidamente y con tal discreción que había veces que los amigos y vecinos no se enteraban del óbito sino tiempo después y por los chismosos.

Un poco después de que el dueño de la funeraria se hubo marchado, Mary Horton estacionó su Bentley en la calle, frente a la casa de los Melville, y subió los escalones de la puerta principal. El rumor ya se había esparcido en el vecindario durante las primeras horas de la mañana, y muchas ventanas mostraron una rendija en sus cortinas cuando Mary se detuvo en la entrada, esperando que le abrieran la puerta. Fue el esposo de Dawnie, Mick, el que la abrió y se quedó mirando a Mary con expresión de asombro. Por un momento pensó que era alguien relacionada con la funeraria y dijo:

– El señor Mortimer se acaba de ir. No hace ni cinco minutos que salió de aquí.

Mary lo miró como queriendo reconocerlo.

– Usted debe ser el esposo de Dawn -dijo-. Soy Mary Horton y he venido a llevarme a Tim. ¿Sería usted tan amable de decirle al señor Melville que estoy aquí, sin que Tim se dé cuenta? Esperaré aquí.

Mick cerró la puerta y regresó confuso por el pasillo. Por lo que los Melville habían dicho, él se había imaginado que la señorita Horton era una anciana, pero aunque la mujer que estaba en la entrada tenía el pelo blanco, se hallaba lejos de ser anciana.

Ron estaba en esos momentos tratando de interesar a Tim en un programa de televisión. Mick hizo un gesto y Ron se puso en pie inmediatamente, cerrando la puerta entre el pasillo y la sala, al pasar por ésta.

– Dawn, la señorita Horton está aquí -murmuró Mick cuando tomó asiento junto a su esposa.

– ¿Sí? -dijo ella mirándolo con aire de curiosidad.

– ¡No es ninguna vieja, Dawn! ¿Porqué habláis de ella como si fuera de la misma edad que Ron? ¡Casi no podía creerlo cuando abrí la puerta del frente! No puede tener más de cuarenta y cinco años, si acaso.

– ¿Qué es lo que pasa contigo, Mick? ¡Claro que es una vieja! Admito que no pude verla bien esa noche, cuando la vi en su coche, ¡pero sí puedo decirte que es vieja! ¡Y tiene el pelo más blanco que papá!

– La gente puede empezar a ponerse canosa a los veinte y tú lo sabes. ¡Te digo que es una mujer relativamente joven!

Dawn siguió en silencio durante algunos momentos y al fin movió la cabeza haciendo una mueca.

– ¡La vieja mañosa! -exclamó por lo bajo-. ¡De manera que ése era su juego!

– ¿Y cuál era su juego?

– ¡Tim, por supuesto! ¡Se está acostando con él!

Mick silbó por lo bajo.

– ¡Por supuesto! -repuso-. ¿Pero tus padres nunca sospecharon nada así? Ellos lo habían cuidado tanto…

– Mamá nunca quiso oír la menor palabra en contra de su preciosa señorita Horton y papá parece el gato que se comió al canario desde que Tim empezó a traer a casa el dinero extra que la señorita Mary Horton le paga por arreglarle el jardín. ¡Vaya manera de arreglarle el jardín!

Mick lanzó una mirada furtiva en dirección de Tim.

– ¡No hables tan alto, Dawn! -dijo.

– ¡Oh! ¡Siento ganas de matar a papá por hacerse el tonto! -exclamó Dawnie, con los dientes apretados-. Yo siempre pensé que había algo sospechoso con esa mujer, pero papá nunca quiso saber nada. Bueno, comprendo muy bien que mamá jamás haya sospechado nada, ¡pero papá debía haberme escuchado! ¡Pero no podía pensar en ninguna otra cosa sino en el dinero extra que le estaba entrando!

Ron, a su vez, que se quedó con la boca abierta cuando vio a Mary Horton, salió de su aturdimiento por un momento.

– ¿Es usted la señorita Horton? -preguntó, con voz enronquecida.

– Sí, soy Mary Horton. ¿Creía usted que yo era una anciana, señor Melville?

– Sí; efectivamente -repuso Ron, dominándose lo suficiente para mantener la puerta abierta-. ¿No quiere usted entrar, señorita Horton? Espero que no le importe esperar un momento en el cuarto del frente mientras yo voy por Tim.

– Por supuesto que no -repuso Mary, siguiendo a Ron al dormitorio y sintiéndose a disgusto. Al parecer, esa habitación era el dormitorio principal y Mary se preguntó cómo aguantaría Ron el esfuerzo de introducirla en el sitio donde él y su esposa habían reposado en la noche durante tantos años. Sin embargo, el hombre apenas si parecía percatarse de lo que le rodeaba y no podía separar los ojos del rostro de ella. Mary no era en absoluto la persona que se había imaginado y, por otra parte, era exactamente como se la había imaginado. Su rostro era joven y sin arrugas, no podía tener más de cuarenta y cinco años, si acaso; pero no era un rostro sensual, intensamente femenino, sino un rostro bondadoso, ligeramente austero, con un leve toque de sufrimiento en la expresión de los orgullosos ojos castaños y en la boca de trazos firmes. Su pelo era muy blanco, como el cristal. A pesar del shock que le había causado el descubrir que era mucho más joven de lo que pensaba, Ron confiaba en ese rostro y en la dueña del mismo. Una apariencia externa serenamente firme, concluyó, un exterior muy adecuado para Mary Horton, de quien él siempre había pensado que era una de las personas más bondadosas, más generosas y más comprensivas que habían entrado en su vida.

– Señor Melville -dijo Mary-, realmente no encuentro palabras… ¡Siento tanto esto!… por usted, por Tim y Dawnie…

– Lo comprendo, señorita Horton. No diga más, por favor; entiendo muy bien lo que usted quiere decir. Es un golpe terrible; pero tenemos que soportarlo. Lo único que siento es que es no la haya conocido a usted. Simplemente, parece que nunca tuvimos oportunidad de hacerlo, ¿o no es así?

– Efectivamente, y yo también lo siento mucho. ¿Cómo está el pobre Tim?

– Un poco aturdido, me parece. Aunque no se da mucha cuenta de lo que está sucediendo, excepto de que su madre está muerta. Siento terriblemente haberla metido a usted en esto, pero es que sencillamente no sabía qué otra cosa hacer. No puedo permitir que Tim vaya al funeral y tampoco podemos dejarlo solo mientras todos los demás vamos.

– Estoy completamente de acuerdo. Me alegra mucho que me haya usted llamado, señor Melville; puede estar seguro de que yo cuidaré a Tim. Se me estaba ocurriendo si no sería conveniente que el domingo próximo por la noche me los llevara a Tim y a usted a mi casa de campo para que estuvieran ahí unos días. Yo tendré conmigo a Tim hoy, mañana y el domingo, y el mismo domingo por la tarde puedo regresar por usted y llevarme a ambos al campo. ¿Le parecería bien eso?

El rostro de Ron cambió de expresión y luego se compuso.

– Eso es muy considerado de su parte, señorita Horton, y por el bien de Tim acepto la invitación. El patrón de él y el mío bien pueden darnos una semana libre.

– Entonces ya está todo arreglado. Dawnie estará mejor en compañía de su esposo, ¿no le parece a usted? Para ella será un alivio saber que usted y Tim no están solos, aquí en la casa.

– Así es; eso la aliviará bastante. Lleva ya como unos ocho meses de embarazo.

– ¡Oh, no sabía eso! -Mary se humedeció los labios y trató de no mirar en dirección de la cama matrimonial que estaba contra la pared-. ¿Quiere usted que vayamos ya por Tim?

Era un grupo curioso el que se había congregado en la sala. Mick y Dawnie estaban muy juntos en el sofá y Tim ocupaba su sillón especial, inclinado hacia delante, con los ojos sin ver, fijos en la pantalla del aparato de televisión. Mary se detuvo en la puerta que daba al pasillo, quieta, contemplándolo; tenía en esos momentos una apariencia indefensa y asustada.

– Hola, Tim -dijo ella.

El joven se puso en pie de un salto, mitad lleno de gozo y mitad demasiado apesadumbrado para sentir gozo alguno, y se quedó inmóvil, de pie, con el rostro crispado y las manos extendidas hacia ella. Mary se acercó y se las tomó, sonriéndole tiernamente.

– Vine para llevarte conmigo a la casa durante unos días, Tim -le dijo suavemente.

Tim retiró las manos súbitamente, sonrojándose; por primera vez desde que lo conocía, Mary veía que se sentía incómodo y plenamente consciente de sus actos. Involuntariamente, los ojos de Tim se habían dirigido a Dawnie, y habían captado su enojo y su rechazo, y algo en él había crecido y madurado lo suficiente para sentir que Dawnie pensaba que había hecho algo imperdonable, que condenaba que él le tocara las manos a esa mujer que tanto quería. Sus propias manos descendieron por sus costados, nuevamente solas y vacías, y se quedó mirando a su hermana con ojos suplicantes. La joven apretó los labios y se puso en pie como un gato furioso, con los incendiados ojos pasando de Tim a Mary y viceversa.

Mary se adelantó con la mano extendida.

– Hola, Dawnie -dijo amablemente-; soy Mary Horton.

Dawnie ignoró la mano que le ofrecían.

– ¿Y qué está usted haciendo aquí? -escupió.

Mary fingió no percatarse del tono de voz.

– Vine por Tim -explicó.

– Eso ya lo estamos viendo -repuso Dawnie con una sonrisa malévola-. ¡Vaya frescura! El cuerpo de mi madre todavía está tibio y ya está usted aquí, babeando, con la lengua fuera, por el pobre y estúpido Tim. ¿Qué pretendía usted cuando nos engañó haciéndonos creer que era una vieja? ¡Nos ha hecho usted aparecer como unos idiotas, y enfrente de mi esposo, por si fuera poco!

– ¡Por amor de Dios, Dawnie, cállate la boca! -la interrumpió Ron con desesperación.

Dawnie se volvió hacia su padre furiosamente.

– ¡Me callaré cuando haya dicho lo que tengo que decir, interesado! -explotó-. ¡Vendiendo a tu propio hijo tarado por unos cuantos cochinos dólares cada semana! ¿Qué tal te sabían las cervezas de más que con eso podías tomarte en el «Seaside» todos los días? ¿Te pusiste alguna vez a considerar la vergüenza que nos echabas encima? ¡Mírala, tratando de aparentar que su interés en Tim es puro y espiritual y completamente altruista! ¡Pues bien, señorita Mary Horton -agregó con los dientes apretados, volviéndose para mirar a Mary nuevamente-, ya descubrimos cuál es su juego! ¡Qué bien nos engañó usted a todos, haciéndonos creer que por lo menos tenía noventa años! ¡Ya me imagino cuántos de los que viven en esta calle se están muriendo de risa ahora mismo porque pudieron ver de día a la anfitriona de Tim los fines de semana! ¡Nos ha convertido en el hazmerreír de todo el distrito, usted, vieja frustrada! Si necesitaba tanto un hombre, ¿por qué no se compró un gigoló en lugar de aprovecharse de un retardado mental como mi pobre, estúpido hermano? ¡Es usted una mujer odiosa y repugnante! ¿Por qué no se va con la música a otra parte y nos deja en paz?

Mary estaba inmóvil en el centro de la sala, con las manos flojamente caídas a sus costados y dos brillantes manchas escarlata encendiéndosele más y más en las mejillas. Las lágrimas le corrían por el rostro en muda protesta ante las terribles acusaciones, estaba tan perturbada y devastada por éstas, que no podía hacer nada por defenderse; no tenía ni la energía ni la voluntad de rechazar los ataques.

Ron había empezado a temblar, apretando los puños con tanta fuerza que los nudillos se mostraban blancos. Tim, de vuelta a su sillón, se había desplomado en éste y su asustado rostro iba y venía del acusador a la acusada y viceversa. Estaba confundido, angustiado y extrañamente avergonzado, aunque él no comprendía la razón de tal sentimiento. No podía entenderlo. Dawnie parecía pensar que era algo malo que él fuera amigo de Mary, pero, ¿dónde estaba lo malo?, ¿y porqué era malo? ¿Qué era lo que Mary había hecho? No parecía justo que Dawnie gritara así a Mary, pero él no sabía qué hacer porque no comprendía de qué se trataba. ¿Y por qué sentía deseos de correr a ocultarse en algún rincón oscuro, como lo había hecho la vez que le había robado a mamá el pastel que había hecho para sus compañeras del club?

Ron se sacudió, tratando de controlar su enojo.

– ¡Dawnie -ordenó-, no quiero volver a oírte diciendo cosas como ésas jamás!, ¿me oyes? ¡En nombre de Dios! ¿qué es lo que pasa contigo, muchacha? ¡A una dama tan decente como la señorita Horton! ¡Dios me ampare, que ella tenga que estar ahí, oyendo barbaridades como ésas! ¡Me has ofendido, has ofendido a Tim y has ofendido a tu pobre madre difunta, y en una ocasión como ésta! ¡Dios mío, Dawnie!, ¿qué fue lo que te hizo decir cosas como ésas?

– Las digo porque son ciertas -replicó Dawnie, buscando protección en los brazos de Mick-. ¡Tú has dejado que su cochino dinero te vuelva ciego y sordo!

Mary se pasó una mano temblorosa por la cara, limpiándose las lágrimas. Luego miró directamente a Dawnie y a su esposo.

– Estás muy, muy equivocada, querida -pudo decir al fin-. Comprendo cuán turbada y trastornada estás por todo lo que ha sucedido en las últimas horas, y estoy segura que no pensaste realmente nada de lo que estás diciendo. -Hizo una pausa y respiró profundamente.

»Nunca he ocultado deliberadamente mi edad -prosiguió-. Simplemente, jamás se me ocurrió que fuera algo importante porque nunca me pasó por el pensamiento ni por un momento que alguien interpretara la relación que hay entre Tim y yo en un plano tan bajo. Le tengo a Tim un afecto muy grande, pero no de la manera que estás insinuando. No me hace ningún favor el decirlo, pero soy lo bastante vieja como para ser la madre de Tim y también la tuya, y eso lo sabes. Y en otra cosa también tienes razón: si se me antojara un hombre, me puedo permitir el lujo de salir a comprarme un gigoló forrado en oro. ¿Por qué entonces iba a emplear a Tim en algo así? ¿Puedes, con toda honradez, decir que hayas visto evidencia alguna de algún despertar sexual en Tim desde que me conoce? Si tal cosa hubiera ocurrido, la hubieras notado inmediatamente; Tim es una criatura demasiado transparente para poder ocultar algo tan profundo como eso. Y yo he gozado de la compañía de Tim de una manera, y perdona las palabras tan trilladas, verdaderamente pura e inocente. Tim es puro e inocente y eso es parte de su encanto. Yo no cambiaría eso en él así estuvieran desgarrándome la carne diez mil demonios de lujuria. Y, ahora, tú lo has echado todo a perder, lo has echado todo a perder para los dos, porque si Tim no puede comprender, por lo menos puede sentir que ha habido un cambio. A su manera, esto era perfecto, y empleo el tiempo pasado deliberadamente porque ya nunca podrá ser igual. Me has hecho percatarme de algo que nunca se me había ocurrido, y has hecho que Tim tenga que sentirse incómodo si vuelve a darme su afecto como antes.

Mick se aclaró la garganta:

– Pero, señorita Horton -replicó-, con toda seguridad usted debe haber tenido una idea de lo que la demás gente iba a pensar. A mí se me hace muy difícil creer que usted, una mujer madura y responsable, pueda pasar todo su tiempo libre, en compañía de un hombre joven y extremadamente bien parecido, ¡sin pensar en lo que la demás gente pueda pensar!

– ¡Así es! -rugió Ron, levantando a Mick de las solapas y sacudiéndolo-. ¡Debía haber pensado que a mi Dawnie, sola, no podía ocurrírsele toda esa mierda sin alguna ayuda de parte tuya! ¡De veras trabajas aprisa, compañero! Entre el momento en que fuiste a abrirle la puerta a la señorita Horton y la entrada de ella en esta habitación, diez minutos después, te las arreglaste para plantar tus cochinas ideas en la mente de mi hija tan malditamente bien ¡que ella nos ha avergonzado y cubierto de basura a todos nosotros! ¡Y fuiste tú, maldito tragador de cócteles! ¡Dios santo! ¿por qué no pudo Dawnie haberse casado con un tipo común y corriente en lugar de un remilgado como tú? ¡Debería sacarte los dientes a patadas, miserable, podrido hijo de puta!

– ¡Papá! -exclamó Dawnie, llevándose las manos al vientre-. ¡Papá, por Dios! -agregó y rompió en llanto, tamborileando en el suelo con los tacones.

Tim se movió entonces, tan súbitamente que los demás necesitaron varios segundos para comprender qué era lo que había sucedido. Ron y Mick se vieron separados, con Mick puesto en el sofá y Dawnie y Ron empujados en sillones aparte, todo ello sin una sola palabra. Tim le dio entonces la espalda a Mick y, suavemente, tocó a su padre en un hombro.

– No dejes que te haga enojar, papá -dijo en tono firme-. Tampoco a mí me cae bien, pero mamá dijo que debíamos tratarlo realmente bien, aunque no nos gustara. Dawnie le pertenece ahora; por lo menos, eso es lo que mamá dijo.

Mary rompió a reír entrecortadamente; Tim se puso junto a ella y le rodeó los hombros con un brazo.

– Mary -interrogó, mirándole el rostro atentamente-, ¿te estás riendo o estás llorando? No les hagas caso ni a Dawnie ni a Mick; están trastornados. ¿Por qué no nos vamos ahora? ¿Puedo empezar a guardar mis cosas?

– Ve y empieza a hacer la maleta, compañero -le ordenó Ron mientras miraba a su hijo con asombro y un incipiente respeto-. Ve y empieza ahora mismo. Mary irá a ayudarte en seguida. ¿Y sabes qué, compañero? Eres formidable; eres lo mejor que hay en esta casa.

Los hermosos ojos de Tim brillaron de gozo y su sonrisa relampagueó por primera vez desde que habían llegado a casa y descubierto a Es.

– También tú me gustas, papá -repuso, sonriendo, y se dirigió a empacar.

Ido Tim, hubo un silencio tenso; Dawnie seguía sentada, mirando a todas partes, excepto en dirección de Mary Horton, y ésta seguía de pie en el centro de la habitación, sin saber qué sería lo más conveniente hacer.

– Creo que le debes una disculpa a la señorita Horton, Dawnie -dijo Ron, dirigiéndose a su hija.

Ésta se puso rígida y los dedos se le cerraron un poco, como si formaran garras.

– ¡Que me maten si le ofrezco una disculpa! Después de lo que nos has hecho, ¡creo que es a Mick y a mí a quienes se les debe una disculpa! ¡Maltratar a mi esposo de esa manera!

Ron miró a su hija con tristeza en la mirada.

– Verdaderamente me alegro de que tu madre no esté aquí -dijo-. Ella siempre dijo que ibas a cambiar, que nosotros tendríamos que salir de tu vida, pero sé endemoniadamente bien que jamás pensó que te volverías tan tonta como para llegar a esto. Eres demasiado grande para tus zapatos, mi niña, y bien podrías tomar unas cuantas lecciones de buenos modales de la señorita Horton, aquí presente, para no mencionar a tu chocante esposo.

– ¡Oh, por favor! ¡Ya no! -exclamó Mary, llena de angustia-. ¡Siento terriblemente haber sido la causa de este disgusto! De haber sabido lo que iba a suceder, jamás hubiera venido. Les ruego que no peleen por mi causa. Sentiría mucho ser el motivo de una ruptura permanente en la familia de Tim. Si no fuera porque creo que Tim me necesita en estos momentos, desaparecería para siempre de la vida de todos ustedes, incluso de la de él, y les doy mi palabra de que tan pronto como Tim se reponga de la pérdida de su madre, eso es precisamente lo que haré. Jamás volveré a verlo ni a causarles a ninguno de ustedes penas ni vergüenza.

Ron se levantó, con la mano extendida, de la silla en la que Tim lo había obligado a sentarse.

– ¡Por Dios! -exclamó-. ¡Me alegro de que todo esto haya salido a flote! De todas maneras, ¡algún día tenía que suceder! En lo que respecta a mamá y a mí, Tim es lo único que importa, y Tim siempre la necesitará a usted, señorita Horton. Lo último que mamá dijo fue: pobre Tim, no dejes solo a Tim, pobre Tim, pobre Tim. Pues bien, voy a hacer precisamente eso, señorita Horton, y si el par de idiotas que están en el sofá lo ven de otra manera, lo sentiré por ellos. Yo voy a cumplir con la última voluntad de mamá ya que ella no está con nosotros. -La voz pareció quebrársele, pero levantó la barbilla hacia el techo, tragó saliva varias veces y se las arregló para continuar.

»Mamá y yo a veces también nos peleábamos -prosiguió-, pero a pesar de eso nos queríamos mucho. Pasamos juntos muy buenos años, que siempre recordaré con una sonrisa y con un brindis de mi vaso de cerveza. Ése no entendería -dijo, señalando con la cabeza en dirección del sofá-, pero mamá se sentiría verdaderamente desilusionada si yo no brindara por ella todos los días en el «Seaside».

A Mary le costó un gran esfuerzo refrenar su impulso de precipitarse hacia el anciano para confortarlo físicamente, pero sabiendo qué trabajo tan grande le había costado el controlarse, mantuvo los brazos a sus costados y trató de decirle con los ojos empañados de lágrimas y con una sonrisa de afecto, que ella sí comprendía muy bien.

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