28

Mary guardó un amargo recuerdo de los funerales de Ron y se alegró de haber persuadido a Tim de que no asistiera a ellos. Dawnie y su esposo se habían encargado de todo, lo cual no era sino lo apropiado en ese caso pero, como representante de Tim, ella tenía que estar presente y tuvo que seguir al reducido cortejo hasta el cementerio. Su presencia fue a todas luces muy mal recibida y Dawnie y Mick la ignoraron. ¿Qué habrá sucedido, se preguntaba Mary, cuando Ron les avisó que ella y Tim se habían casado? Desde la boda sólo había hablado con Ron aquella última vez y éste no había mencionado el nombre de su hija.

Cuando la última palada de tierra cayó sobre el ataúd de Ron y los tres se retiraron lentamente del borde de la tumba, Mary apoyó su mano en el brazo de Dawnie.

– Siento terriblemente lo ocurrido, querida -dijo-, porque sé cuánto lo querías. Yo también lo quise mucho.

Había algo de la mirada de Tim en los ojos de su hermana, pero la expresión que había en ellos -de amargura y rencor- nunca la había visto en los de Tim.

– ¡Guárdese sus condolencias, cuñada! -le espetó-. ¿Por qué no se larga y me deja en paz?

– ¿Por qué no puedes perdonarme el que ame a Tim, Dawnie? ¿No te explicó tu padre la situación?

– ¡Claro que trató de explicármela! Es usted una mujer muy lista, ¿o no? ¡No le costó mucho trabajo enredarlo tanto o más que a Tim! ¿Ya está contenta ahora que tiene por mascota a un idiota, permanente y legalmente?

– Tim no es mi mascota ni es un idiota y tú lo sabes bien. Como quiera que sea, ¿importa eso mientras él sea feliz?

– ¿Y cómo voy a saber si es feliz o no? Usted es quien lo dice. ¡Y su palabra no vale dos centavos!

– ¿Por qué no vienes a verlo para que averigües tú misma cuál es la verdad?

– No me ensuciaría los zapatos entrando en su casa, ¡señora de Tim Melville! Bien, supongo que ya tiene usted lo que quería. Tim es totalmente suyo ¡con todos los papeles en orden y sus padres muy convenientemente fuera del juego!

Mary se puso blanca.

– ¿Qué es lo que quieres decir, Dawnie?

– Usted llevó a mi madre a la tumba, señora de Tim Melville, ¡y después de ella también arrastró a la tumba a mi padre!

– ¡Eso no es verdad!

– ¡Oh! ¿no lo es? En lo que a mí toca, ahora que mi padre y mi madre están muertos, mi hermano también lo está. ¡Jamás quiero volver a saber o a oír hablar de él! Si usted y él quieren dar todo un espectáculo público de ustedes mismos a los ojos de la sociedad, ¡no quiero saber nada de eso!

Mary giró sobre sus talones y se alejó.

Cuando llegó a casa de regreso del cementerio ya se había serenado un poco y pudo enfrentarse a Tim con un aire de relativa tranquilidad.

– ¿Ya está papá con mamá? -preguntó él ansiosamente, retorciéndose las manos.

– Sí, Tim. Lo enterraron precisamente al lado de ella. Ya no tienes por qué preocuparte por ninguno de los dos; están ya juntos y en paz.

Había algo raro en las maneras de Tim; ella tomó asiento y lo observó con atención, no precisamente alarmada sino confundida.

– ¿Qué pasa, Tim? -preguntó-. ¿No te sientes bien?

Él movió la cabeza desconsoladamente.

– Me siento bien, Mary. Sólo un poco raro, eso es todo. Como que se siente raro ya no tener con uno ni a papá ni a mamá.

– Lo sé, lo sé… ¿Has comido algo?

– No. No tengo hambre.

Mary se acercó hasta él e hizo que se levantara de la silla, mirándolo con ojos inquietos.

– Ven a la cocina conmigo y prepararé unos bocadillos. Tal vez te den ganas de comer si ves lo bien que te los voy a preparar.

– ¿Me los prepararás chiquitos y con los bordes cortados?

– Y tan delgados como una hoja de papel, con los bordes rebanados, te lo prometo. Vamos.

Había tenido en la punta de la lengua el agregar «mi amor, mi cariño, mi corazón» pero, en cierto modo, nunca se había decidido a pronunciar las palabras de amor que se le venían a la mente siempre que, como en esos momentos, él parecía confundido o inquieto. ¿Se decidiría ella alguna vez a tratarlo plenamente como el amante que era, se sacudiría en alguna forma el terror de parecer una tonta? ¿Por qué sólo podía sentirse completamente a gusto con él cuando estaban en la casa de campo o en la cama? Aún le escocían las palabras de Dawnie y lo mismo pasaba con las miradas que ella y Tim recibían cuando pasaban por la calle Walton, miradas furtivas que todavía tenían el poder de humillarla.

El valor de Mary no era nada fuera de lo común ¿cómo podía serlo? No teniendo nada al nacer, hasta el momento de encontrarse con Tim, su objetivo había sido lograr el éxito material y ganarse la aprobación de los que habían comenzado la vida con mejores posibilidades. Ahora no le debía ser nada fácil desafiar las convenciones, a pesar de que su unión con Tim estaba santificada por la ley. Aunque deseaba apasionadamente olvidarse de ella misma, colmarlo de besos y de palabras dulces siempre que tal impulso la acometiera, la incapacidad de él para alentarla en ese sentido de una manera madura lo hacía algo casi imposible si había la menor probabilidad de que alguien los perturbara. Su temor a aparecer risible o ridícula había hecho pedirle a Tim que no hablara de su matrimonio con nadie que no estuviera ya enterado, momento de debilidad del que después se había arrepentido. No, no era nada fácil.

Como de costumbre, Tim deseaba ayudarla de una manera activa cuando ella empezó a preparar los bocadillos, sacando el pan y la manteca y haciendo sonar ruidosamente los platos al colocarlos en la mesa de la cocina.

– ¿Quieres buscarme el cuchillo grande de carnicero, Tim? -le pidió ella-. Es el único lo bastante afilado para cortar los bordes.

– ¿Dónde está, Mary?

– En el cajón de arriba -contestó ella con aire ausente, mientras untaba con manteca las rebanadas de pan.

– ¡Aaay! ¡Mary, Mary!

Ella se volvió a mirarlo rápidamente porque algo en el grito de él la había llenado de un terror paralizante.

– ¡Dios mío!

Durante un terrible segundo pareció como si todo el cuarto fuera pura sangre; Tim se había inmovilizado junto a la alacena contemplándose el brazo izquierdo con un horror incrédulo en la mirada. Desde los bíceps hasta la punta de los dedos le corrían pulsantes ríos de sangre, y de la parte interna del codo le brotaba un chorro escarlata como el de una fuente. Con la regularidad de un reloj, la sangre saltaba en un fuerte chorro que recorría la mitad del cuarto, menguaba y luego volvía a chisporrotear; un pequeño lago de un rojo brillante se estaba formando ya junto a su pie izquierdo y todo al lado izquierdo del cuerpo le relucía húmedamente, goteando sangre en el piso.

Cerca del horno había un rollo de hilo y, junto a él, pendía de un cordón un par de tijeras pequeñas; casi en el mismo instante en que se dio vuelta, Mary corrió hacia el hilo y desenredó varios metros del mismo doblándolo varias veces, febrilmente, para formar un lazo más grueso.

– ¡No te asustes, querido, no te asustes! ¡Aquí estoy, ya voy! -le gritó, mientras tomaba un tenedor.

Pero Tim no la oía. La boca se le había abierto en un alarido delgado y agudo y se precipitó como un animal enceguecido, tropezando contra la nevera, rebotando contra la pared y moviendo el desgarrado brazo a un costado como si quisiera desprenderse de él, lanzarlo a alguna parte donde ya no formara parte de su cuerpo.

Los gritos de Mary se mezclaban con los de Tim. Se lanzó a sujetarlo y falló, se detuvo una fracción de segundo y volvió a intentarlo. Girando aterrorizado en alocados círculos, vio la puerta y se lanzó hacia ella, sacudiendo el brazo y chillando agudamente. Los pies descalzos patinaron en el charco de sangre que había en el suelo y resbaló, cayendo al suelo cuan largo era. Antes de que pudiera incorporarse ya, Mary le había caído encima y lo sujetaba contra el suelo, ya sin intentar calmarlo en sus desesperados esfuerzos por aplicarle un torniquete en el brazo antes de que fuera demasiado tarde. Medio sentada, medio acostada en el pecho de Tim, se apoderó del brazo y lo ató por encima del codo, apretó la cuerda con firmeza y pasó el tenedor entre ésta y la carne para apretarla de tal modo que casi desapareció en la carne.

– ¡Tim, estáte quieto! ¡Por favor, por favor! ¡Estáte quieto, Tim! Aquí estoy. No dejaré que te pase nada, ¡pero tienes que estarte quieto! ¿Me oyes?

El pánico y la pérdida de sangre habían dado cuenta de él; con el pecho subiendo y bajando, jadeaba y sollozaba debajo de ella. Mary había agachado la cabeza hasta que su mejilla tocaba la de él, y todo en lo que podía pensar era en las veces que se había refrenado de decirle todas las palabras cariñosas y tiernas que le bullían por dentro, se había obligado a sentarse calmadamente frente a él mientras se moría por tomarlo en los brazos y besarlo hasta que él le pidiera que lo dejara respirar.

Se oyeron unos golpes en la puerta de atrás y luego la voz de la vecina. Alzando la cabeza, Mary gritó.

– Oí unos ruidos muy feos que llegaban hasta mi casa -dijo la señora Parker empujando la puerta; luego cuando vio la cocina llena de sangre, lanzó un grito de asombro-. ¡Dios mío! -pudo decir al fin.

– ¡Llame una ambulancia! -jadeó Mary, temerosa de aflojar la presión sobre Tim en caso de que éste volviera a dejarse dominar por el pánico.

Nada de lo que la señora Parker le dijo pudo convencer a Mary de que se incorporara; cuando, no más de cinco minutos después, llegó la ambulancia, ella estaba todavía en el suelo con Tim, con su rostro pegado al de él, y los dos camilleros tuvieron que ayudarla a ponerse de pie.

Emily Parker la acompañó al hospital, tratando de consolarla cuando iban en la parte posterior de la ambulancia, con Tim y uno de los camilleros.

– No se preocupe por él, querida; va a ponerse bien. Se veía mucha sangre, pero he oído decir que medio litro de sangre derramada parecen cuarenta.

El hospital del distrito estaba a poca distancia, al otro lado de las fosas de ladrillo, y la ambulancia llegó ahí tan pronto que Mary todavía no había recuperado el habla cuando se llevaron a Tim en una camilla rumbo a la sala de urgencias. Después de haber resbalado, parecía haber caído en una especie de letargo y no la había reconocido a ella ni sabido dónde se encontraba, y tampoco había abierto los ojos una sola vez, como si temiera contemplar aquella cosa horrible que en un tiempo había sido su brazo.

La señora Parker condujo a Mary a una silla en la elegante sala de espera sin dejar de parlotear un solo momento.

– ¿No es lindo? -preguntó, tratando de alejar los pensamientos de Mary del problema de Tim-. Recuerdo cuando esto era sólo un par de cuartos con aparato de rayos X y los registros médicos. Ahora tienen este lugar nuevo, verdaderamente elegante. Lleno de plantas de sombra y con todo lo que se necesita para que una crea que no está en un hospital. He visto hoteles con vestíbulos menos elegantes, querida, ¡se lo aseguro! Ahora siéntese aquí y quédese tranquila hasta que venga el doctor mientras yo voy a buscar a mi amiga, la hermana Kelly, y veo si puedo conseguirle una taza de té y unos bizcochos.

El que anotaba la entrada de los pacientes se presentó no mucho después que la señora Parker se hubo retirado a hacer su obra de caridad. Mary se las arregló para ponerse en pie, humedeciéndose los labios con la lengua para poder hablar; hasta esos momentos no había pronunciado una sola palabra.

– ¿La señora Melville? Me encontré afuera con uno de los camilleros y él me dijo su nombre.

– ¿Có… co… cómo está Tim? -pudo decir al fin, temblando tan violentamente que tuvo que dejarse caer en la silla de nuevo.

– Tim se va a poner bien, señora Melville. ¡De veras! Lo acaban de llevar a la sala de operaciones para coserle el brazo, pero no hay por qué preocuparse, le doy mi palabra. Probablemente le pongamos un cuarto de litro de sangre en cuanto sepamos cuál es su tipo, pero por otra parte está muy bien; sólo tiene el shock de la pérdida de sangre y eso es todo. La herida del brazo no va a ser nada difícil de atender, yo mismo la he visto. Es un corte recto y profundo. ¿Cómo sucedió?

– Se le debe haber resbalado el cuchillo de cortar carne, no lo sé. Yo no estaba mirándolo cuando sucedió; sólo le oí cuando gritó. -Alzó el rostro y miró al otro desconsoladamente. -¿Está consciente? ¡Por favor, avísele que estoy aquí! Que no me he ido y que no lo dejaré solo. Se trastorna terriblemente cuando piensa que lo he dejado solo, aun ahora mismo.

– Por el momento está bajo una anestesia ligera, señora Melville, pero cuando vuelva en sí, me encargaré de que sepa que está usted aquí. No se preocupe por él; ya es un hombre crecido.

– Ése es precisamente el punto: no lo es. Un hombre crecido, quiero decir. Tim es retrasado mental y yo soy la única persona que tiene en el mundo. ¡Es terriblemente importante que sepa que estoy aquí! Simplemente dígale que Mary está aquí afuera, cerca de él.

– ¿Mary?

– Él siempre me llama Mary -admitió ella infantilmente-. Nunca me llama de otra manera sino Mary.

El empleado del hospital se dispuso a marcharse.

– Enviaré a uno de los residentes para que tome algunos datos que deben figurar en los registros del hospital, señora Melville, pero será algo breve. Éste es un caso simple de accidente y no es necesario anotar muchas cosas, a menos que él tenga algunos otros problemas de salud además de ser un retrasado mental.

– No. Su salud es perfecta.

La señora Parker regresó con la hermana Kelly tras de ella, trayendo una bandeja con té.

– Tómeselo mientras está caliente, señora Melville -dijo la hermana Kelly-. Luego, quiero que vaya al fondo del corredor, al cuarto de baño, que se quite la ropa y se dé un buen baño caliente. La señora Parker se ha ofrecido para ir a su casa y traerle una muda de ropa; mientras tanto, le daremos a usted una bata. Tim está muy bien y usted se sentirá mucho mejor después de darse un buen baño. Le enviaré a una enfermera para que le indique el camino.

Mary se inspeccionó y sólo entonces se dio cuenta de que estaba tan cubierta de la sangre de Tim como él mismo.

– Beba primero su té mientras el doctor Fisher hace algunas anotaciones para nosotros.

Dos horas después Mary estaba de regreso en la sala de espera con la señora Parker, ya con ropa limpia y sintiéndose más dueña de sí misma. El doctor Minster, el cirujano de urgencias, vino a ofrecerle unas palabras de aliento.

– Ya puede irse a casa, querida; él ya está bien. Pasó la operación perfectamente y ahora duerme como un bebé. Lo dejaremos en terapia intensiva unas cuantas horas más y luego lo pasaremos a uno de los pabellones. Dos días bajo observación y luego se lo enviaremos a su casa.

– Tiene que tener lo mejor. ¡Un cuarto para él solo y todo lo que pueda necesitar!

– Entonces, lo trasladaremos a la sección privada -la calmó el doctor Minster expertamente-. No se preocupe por él, señora Melville. A propósito, es un joven muy hermoso, realmente hermoso.

– ¿Puedo verlo antes de irme? -rogó Mary.

– Si así lo quiere, pero no tarde mucho. Está bajo sedantes y preferiríamos que no trate de despertarlo.

Habían puesto a Tim en una enorme cama detrás de un biombo, en el rincón de una sala llena de una inquietante variedad de equipo del que salían ruidos raros, silbidos suaves y destellos de luces que se encendían y apagaban alternativamente. Había otros siete pacientes, que se veían lo bastante mal como para despertar en la mente de Mary un principio de pánico. Una enfermera joven estaba junto a la cama de Tim y en esos momentos le quitaba la banda de presión que habían enrollado en su brazo sano. Tenía los ojos clavados en el rostro del paciente, en vez de prestar atención a lo que estaba haciendo, y Mary se detuvo un momento, contemplando esa obvia admiración. Luego, la enfermera alzó la cabeza, vio a Mary y sonrió.

– ¿Qué tal, señora Melville? -dijo-. Está dormido; eso es todo. Así es que no se preocupe por él. Su presión es excelente y ya salió del shock.

La cerúlea palidez había desaparecido de la cara de Tim y un color rosado la había reemplazado en el rostro dormido; Mary estiró la mano e hizo a un lado de la frente los apelmazados cabellos.

– Precisamente me lo iba a llevar a la sección privada, señora Melville, ¿Quiere venir conmigo y ver cómo lo acostamos, antes de irse a casa?

Le recomendaron que no lo fuera a visitar sino hasta el día siguiente, ya en la noche, porque iba a seguir dormido y su presencia sólo serviría para inquietarlo. Cuando llegó al hospital, se encontró con que no estaba en su cuarto; se lo habían llevado a hacerle ciertas pruebas. Mary tomó asiento y se dispuso a esperarlo pacientemente, rechazando todas las invitaciones que le hicieron de té y bocadillos con una sonrisa cortés, aunque un poco forzada.

– ¿Se da cuenta de dónde está y qué es lo que sucedió? -le preguntó a la hermana que estaba a cargo de esa sección-. ¿No se asustó cuando despertó y descubrió que yo no estaba?

– No; todo va bien, señora Melville. Se tranquilizó inmediatamente y parece estar muy contento. De hecho, es un muchacho tan agradable que ya es nuestro favorito.

Cuando Tim la vio sentada en la silla, esperándolo, tuvieron que sujetarlo para que no saltara a abrazarla.

– ¡Mary! -exclamó-. ¡Cómo me alegra que hayas venido! Pensé que pasaría mucho tiempo sin verte.

– ¿Te sientes bien, Tim? -preguntó ella, besándolo en la frente porque había dos enfermeras mirándolos.

– Me siento muy bien, Mary. El doctor me compuso el brazo; cosió muy bien el corte que le hizo el cuchillo, y ya no hay sangre ni nada de eso.

– ¿Te duele?

– No mucho. No como la vez que se me cayó una carga de ladrillos en un pie y me lo fracturó.

Temprano, a la mañana siguiente, Mary recibió una llamada del hospital comunicándole que ya podía pasar a recoger a Tim. Deteniéndose apenas lo suficiente para darle a la señora Parker la buena noticia, corrió al automóvil con una pequeña maleta con las ropas de Tim en una mano y la última rebanada de pan tostado en la otra. La hermana la recibió en la puerta de la sala, tomó la maleta y luego la pasó a una sala más pequeña para que ahí esperara a Tim.

Ya empezaba a impacientarse cuando entraron el doctor Minster y el empleado de admisión.

– Buenos días, señora Melville. La hermana me avisó que usted había llegado. Tim no debe tardar, así es que no se preocupe. Antes de salir tiene que bañarse y hay que cambiarle el vendaje.

– ¿Está bien Tim? -preguntó ella ansiosamente.

– ¡Absolutamente! Le va a quedar una cicatriz como advertencia de que no ande jugando con cuchillos en el futuro, pero todos los nervios de la mano están intactos, así que no va a perder ni fuerza ni sensibilidad. Tráigamelo al consultorio dentro de una semana para que lo examine. Tal vez para entonces, ya pueda quitarle los puntos o dejarlos otro poco, dependiendo de cómo se vea.

– ¿Entonces está realmente bien?

El doctor Minster echó atrás la cabeza y rompió a reír.

– ¡Oh! -exclamó-. ¡Ustedes, las madres! Todas son iguales, llenas de preocupación y de ansiedad. Lo que ahora tiene usted que prometerme es que no va a andar aleteando a su alrededor, porque si él se da cuenta de que su estado la afecta tanto va a preocuparse por su brazo más de lo debido. Sé que es su hijo y sus sentimientos de madre tienen que ser muy fuertes, especialmente porque, por otro lado, él depende enteramente de usted, pero tiene que resistir la tentación de mimarlo demasiado.

Mary sintió que la sangre le encendía el rostro, pero apretó los labios y alzó la cabeza orgullosamente.

– No ha comprendido usted bien, doctor Minster. Es curioso que no se me haya ocurrido, pero supongo que lo mismo les pasa a todos ustedes. Tim no es mi hijo, es mi marido.

El doctor Minster y el empleado se miraron, mortificados. Todo lo que trataran de decir sería peor y, al final, no dijeron nada; simplemente se dirigieron a la puerta y desaparecieron. ¿Y qué podía uno decir después de un error tan grande? ¡Qué confesión tan atroz y cuán embarazosa! ¡Pobrecita, qué mal se sentiría!

Mary se sentó con los ojos empañados, reprimiendo las lágrimas con un gran esfuerzo. Sintiera lo que sintiese, Tim no debía verla con los ojos enrojecidos, y tampoco ninguna de esas lindas y jóvenes enfermeras. Ahora se explicaba por qué ninguna de ellas había ocultado, frente a sus propios ojos, la admiración que Tim les causaba. Una cosa es lo que se les dice a las madres y otra a las esposas y, ahora que recapacitaba, en verdad la habían tratado como a una madre, no como a una esposa.

Bueno, todo había sido culpa suya. Si hubiera conservado la calma acostumbrada, si se hubiera dominado durante esas largas horas de espera y de agonía, no habría escapado a su observación el hecho de que todos creían que ella era la madre de Tim. Hasta era posible que, si se lo hubieran preguntado, ella hubiera contestado afirmativamente. Recordaba ahora al joven interno que se había acercado para preguntarle si era el pariente más cercano de Tim, pero no recordaba qué era lo que le había contestado. ¿Y por qué no iba a suponer que era la madre de Tim? En su mejor forma, ella se veía precisamente de la edad que tenía, pero con la impresión y la angustia por el accidente de Tim, por lo menos parecería como de sesenta años. ¿Y por qué no había usado algún pronombre personal que les hubiera dado a los demás alguna pista? ¡Qué raros eran los caprichos del destino! Tal vez había dicho o hecho algo para reforzar la idea equivocada y no había hecho nada por aclarar las cosas. La señora Parker había actuado igual, y Tim, el pobre Tim, tan ansioso por agradarla, había aprendido la lección demasiado bien cuando ella le había dicho que no comentara con nadie lo de su matrimonio. Los empleados del hospital pensaron probablemente que Tim la llamaba Mary por simple costumbre. Y nadie le preguntó siquiera si era soltero o casado. Al saber que el muchacho no era normal, daban por sentado que no estaba casado. Los retrasados mentales no se casan: viven en su casa con sus padres hasta que quedan huérfanos y hay que enviarlos a morir a algún instituto.

Tim la estaba esperando en su cuarto, ya vestido y ansioso por irse a casa. Revistiéndose de una calma externa aparente, ella le tomó la mano y le sonrió tiernamente.

– Vamos, Tim -dijo-; vámonos a casa.

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