22

En el largo y triste invierno que sucedió a la muerte de su madre, Tim cambió. Era como un animalillo apesadumbrado; iba de un lugar a otro buscando algo que no estaba ahí, los ojos se le encendían, inquietos, al mirar algún objeto inanimado y luego se apagaban desviándose, desanimados y sorprendidos, como si siempre esperara que ocurriera lo imposible y fuera algo más allá de su comprensión el porqué no ocurría. «Ni siquiera Harry Markham ni los miembros de la cuadrilla pueden comprender qué pasa con Tim», le había dicho Ron a Mary con desaliento; como siempre, se iba a trabajar todos los días sin falta, pero las irresponsables y maliciosas bromas pesadas de otros días caían en terreno pedregoso; Tim soportaba los diferentes cambios de humor de los miembros de la cuadrilla con tanta paciencia como soportaba todo lo demás. Era como si se hubiera retirado del mundo real -pensaba Mary-, como si se hubiera ido a una esfera que era sólo suya y le estaba negada para siempre a los intrusos.

Ella y Ron sostenían interminables e inútiles conferencias acerca de Tim, sentados hasta muy tarde en las noches lluviosas, con el viento gimiendo en los árboles que rodeaban la casa de campo, mientras Tim se iba por su cuenta quién sabe a dónde o se metía en la cama. Desde la muerte de Esme, Mary había insistido en que Ron fuera con ellos a la casa de campo cada fin de semana porque era más de lo que su corazón podía soportar el marcharse con Tim los viernes en la noche y dejar al anciano sentado junto a la chimenea vacía, completamente solo.

Pesaba sobre ellos la carga de una tristeza sorda; para Mary ya no era lo mismo el tener que compartir sus horas libres con Tim; a Ron parecía no importarle nada gran cosa, excepto la vaciedad de sus días; en cuanto a Tim, ninguno de ellos sabía qué ocurría. Era la primera vez que Mary contemplaba de cerca algún dolor y nunca se había imaginado nada parecido. La parte más frustrante de todo era su inutilidad, su incapacidad para mejorar la situación; nada que ella pudiera decir o hacer podía cambiar las cosas ni un ápice. Tenía que contemporizar con los largos silencios, con las huidas furtivas para desahogar el dolor en lágrimas inútiles.

Había llegado a querer también a Ron porque era el padre de Tim, porque estaba muy solo, porque nunca se quejaba y, según pasaba el tiempo, el anciano llenaba sus pensamientos cada vez más y más. A medida que el invierno llegaba a su fin, notaba en él una fragilidad cada vez mayor; en ocasiones, cuando se sentaban juntos a gozar del calor del pálido sol y él alzaba una mano a su luz, a ella le parecía que la enjuta y venosa extremidad dejaba pasar la luz de tal modo que se podía ver el contorno de sus huesos. Ron temblaba también con frecuencia, y su paso, en otro tiempo firme, titubeaba ahora aunque no hubiera ningún obstáculo en su camino. A pesar de lo bien que ella trataba de alimentarlo, perdía peso a ojos vistas. Materialmente se estaba disolviendo ante sus ojos.

El problema la perturbaba; a Mary le parecía que, un día tras otro, caminaba por una planicie sin ningún punto de referencia y sólo el trabajar con Archie Johnson tenía algo de realidad. En la «Constable Steel & Mining» podía volver a ser ella misma, apartar la mente de Ron y Tim y aferrarse a algo concreto. Era la única influencia estabilizadora de su vida. Había llegado a sentir temor ante la llegada del viernes y una sensación de alivio cuando ya era lunes. Ron y Tim se habían convertido en unos íncubos de pesadilla, encadenados a su cuello, porque no sabía qué hacer para sortear los desastres que sentía venir.

Un sábado en la mañana, al principio de la primavera, Mary estaba en la terraza del frente de la casa de campo mirando en dirección de la bahía, donde Tim estaba de pie, precisamente al borde del agua, con la vista fija en la otra ribera del río. ¿Qué era lo que veía? ¿Buscaba a su madre? ¿Buscaba quizá las respuestas que ella no había podido darle? Era el haber fallado a Tim lo que preocupaba a Mary más que cualquier otra cosa, porque sentía que ella era una de las razones principales de su extraño alejamiento. Desde la noche en que había regresado a la casa de campo después de la semana que Ron y Tim habían pasado allí solos, Mary se había percatado de que Tim pensaba que ella le había fallado. Sin embargo, el tratar de hablar con él era como tratar de hablar a una pared; sencillamente, parecía no desear escucharla. Mary había repetido ya la prueba más veces de las que podía recordar, y había tanteado el terreno tirando en su dirección cebos que antiguamente hubieran sido infalibles, pero él los ignoraba con un aire como si al mismo tiempo la desdeñara. Y por si fuera poco, la situación se había vuelto algo intangible; seguía siendo tan atento y comedido como siempre, trabajaba afanosamente en el jardín y en las tareas de la casa y no demostraba abiertamente descontento alguno. Simplemente se había alejado de ella.

Ron salió a la terraza con una bandeja con el té de la mañana y la puso en la mesa, cerca de su silla. Sus ojos siguieron la dirección en la que Mary miraba y dieron con la figura que estaba en la playa, inmóvil, como un centinela. Ron dejó escapar un suspiro.

– Tome una taza, Mary. No ha querido usted desayunar, querida. Ayer hice un pastel de semillas verdaderamente bueno. ¿Por qué no toma ahora un pedacito con su té?

Mary separó sus pensamientos de Tim y sonrió:

– Se lo digo en serio, Ron -repuso-. Se ha convertido usted en un cocinero muy bueno en estos últimos meses.

El hombre se mordió el labio para suprimir un violento temblor.

– A Es le encantaba el pastel de semillas; era su favorito. El otro día estaba leyendo en el Herald que en América comen pan en el que ponen semillas, pero que no se las ponen a los pasteles. ¡Qué raro! A mí no podría ocurrírseme algo peor que poner semillas de alcaravea en el pan, pero en un buen pastel, bien horneado, son la gloria.

– Las costumbres cambian de un lugar a otro, Ron. Probablemente ellos digan exactamente lo opuesto si en sus periódicos leen que los australianos nunca le ponemos semillas de alcaravea al pan, pero que nos encantan en los pasteles. Aunque, a decir verdad, si usted va a una de esas panaderías estilo continental que ahora hay en Sydney, ya puede comprar pan de centeno con semillas dentro.

– Yo no comería nada de lo que comen esos nuevos australianos falsos -dijo él con el antiguo e innato desprecio del australiano por los inmigrantes europeos-. Además, eso no me importa. Vamos, Mary, tome un pedazo de pastel.

Después de haber comido la mitad de su rebanada de pastel, Mary dejó el plato sobre la mesa.

– Ron -interrogó-, ¿qué pasa con él?

– ¡Por el amor de Dios, Mary, ya le sacamos la última gota de jugo a esa pregunta hace semanas! -replicó él, pero luego se volvió a Mary y le apretó el brazo afectuosamente, con aire contrito.

– Lo siento mucho, querida -dijo en tono de disculpa-. No fue mi intención usar ese tono con usted. Yo sé que me lo pregunta porque Tim le preocupa mucho y que ésa es la única razón por la que sigue preguntando lo mismo. No lo sé -agregó, después de una breve pausa-. Sencillamente no lo sé. Nunca se me ocurrió que le afectaría tanto la muerte de su madre; ni que el sentimiento fuera a durarle tanto. Es como para partirle a uno el corazón, ¿verdad?

– A mí me lo está haciendo pedazos. ¡No sé qué voy a hacer, pero tengo que hacer algo, y pronto! ¡Cada día se aleja más de nosotros, Ron, y si no podemos hacer que regrese, vamos a perderlo!

Ron se acercó y se sentó en el brazo del sillón, le tomó la cabeza entre las manos y la oprimió suavemente contra su escuálido pecho, reteniéndola ahí.

– Ojalá supiera qué hacer, Mary querida, pero no lo sé. Y lo peor de todo es que, por más esfuerzos que hago, ya no me preocupa tanto como me hubiera preocupado antes. Es como si Tim ya no fuera mi hijo, como si ya no me importara mucho. Eso suena terrible, pero tengo mis razones. Espere aquí.

El anciano soltó a Mary abruptamente y desapareció en el interior de la casa, saliendo a los pocos instantes con un abultado portafolios bajo el brazo. Al llegar a la mesa, lo arrojó encima de ésta. Mary alzó el rostro para mirarlo, intrigada y sorprendida. Ron acercó otra silla y la acomodó de tal modo que quedó frente a la de ella; luego se sentó a su vez y la miró fijamente, con los ojos brillándole de una manera extraña.

– Aquí están todos los papeles que tratan de Tim -dijo-. Ahí adentro están mi testamento, las libretas bancarias, las pólizas del seguro y las anualidades. Todo lo que se necesita para que Tim quede asegurado en lo económico por el resto de su vida. -Dio vuelta la cabeza para mirar hacia la playa.

»Me estoy muriendo, Mary -prosiguió lentamente-, y no quiero seguir viviendo; es como si se me hubieran quitado las ganas de vivir. Me estoy parando como uno de esos monos de cuerda… usted ya los conoce; tocan un tamborcito y van y vienen, van y vienen hasta que empiezan a funcionar más despacio y al fin se detienen; los pies ya no se les mueven y el tamborcito deja de tocar. Así es como me siento. Parándome poco a poco y no hay nada que pueda hacer para evitarlo.

»¡Ah!, y otra cosa, Mary, ¡mejor que así sea! Si fuera yo joven tal vez no hubiera sentido tanto su partida, pero a mi edad es muy diferente. Es me ha dejado un vacío tan grande que no puedo llenarlo con nada, ni siquiera con Tim. Todo lo que quiero es descansar bajo tierra, ahí, con ella. No soporto pensar que ha de hacer mucho frío donde está y que se ha de sentir terriblemente sola. Y no puede ser de otra manera, después de haber dormido conmigo tantos años. -Continuaba sin mirarla, con la cabeza vuelta en dirección de la bahía.

»Y no puedo soportar el pensamiento de que ella esté tan sola y tan fría; sencillamente no puedo -prosiguió-. Ya no me queda nada desde que ella se fue y ni siquiera puedo preocuparme por Tim. Por eso es por lo que esta semana fui a ver a mi abogado y le pedí que lo arreglara todo.

»No le estoy dejando a usted nada sino problemas, supongo. Sólo problemas, pero, en cierto modo, siempre, desde el mismo principio, sentí que usted quería mucho a Tim y que no le importaría la molestia. Es algo egoísta de mi parte, pero no puedo evitarlo. Le estoy dejando a Tim, Mary; se lo dejo a usted y ahí están todos los papeles. Tómelos. Le he dado poderes legales en todos los asuntos económicos de Tim mientras usted viva. No creo que Dawnie le cause molestias porque Mick no quiere que Tim esté con ellos pero, por si acaso, también dejo ahí un par de cartas, una para Dawnie y otra para el presumido de Mick. Ya avisé en mi trabajo; le dije a mi jefe que me voy a retirar. Voy a quedarme en mi casa a esperar lo que venga, sólo que todavía me gustaría venir aquí con Tim los fines de semana, si a usted no le molesta. Además, no puede tardar mucho.

– ¡Oh, Ron, oh, Ron! -exclamó Mary con las lágrimas corriéndole por las mejillas y haciendo que en sus ojos se tornara borrosa la esbelta figura de la playa que habían estado mirando, mientras alargaba una mano en dirección de Ron.

Se pusieron de pie; luego, inesperadamente, se abrazaron con fuerza, cada uno de ellos víctima de una clase diferente de dolor. Pasados unos momentos Mary descubrió que él la confortaba más de lo que ella pudiera consolarlo, que era algo exquisitamente sedante y pacífico el estar ahí, dentro de los brazos del anciano, y sentir su ternura y su compasión, su protección intensamente varonil. Ella se apretó contra su endeble cuerpo, apoyó el rostro contra el arrugado cuello y cerró los ojos.

De súbito algo extraño se interpuso; un estremecimiento de miedo le recorrió el espinazo y abrió los ojos con una expresión de temor.

Tim estaba a pocos metros de distancia mirándolos fijamente y, por vez primera después de tantos meses de conocerse, lo vio enojado.

El muchacho estaba temblando de rabia. Los ojos le relampagueaban y se volvían oscuros como dos zafiros mientras todo su cuerpo se sacudía en un temblor de furia. Aterrorizada, dejó caer los brazos a los costados y se separó de Ron tan abruptamente que él se tambaleó y tuvo que apoyarse en el pilar que sostenía el techo. Volviéndose, vio a Tim; quedaron mirándose mutuamente durante tal vez todo un minuto sin decir palabra; luego, Tim se dio vuelta y corrió por el sendero, rumbo a la playa.

– ¿Qué es lo que pasa con él? -murmuró Ron, estupefacto. Hizo un movimiento para seguir a su hijo, pero Mary lo sujetó inmediatamente.

– ¡No, no! -exclamó.

– ¡Pero es que tengo que ver qué ocurre con él, Mary! ¿Qué hizo? ¿Por que saltó usted así y se asustó tanto al verlo? ¡Déjeme ir a ver!

– ¡No, Ron, por favor! Déjeme ir a mí. Usted quédese aquí, ¡por favor! ¡No me pregunte por qué, Ron! Déjeme que vaya yo a ver qué es lo que tiene.

El anciano cedió, no muy convencido, haciéndose a un lado para que Mary pasara.

– Bueno -concedió-, está bien, querida. Usted es muy buena con él y tal vez necesita más la presencia de una mujer que la de un hombre. Si su madre viviera, yo se la enviaría, así es que ¿por qué no usted?

No había señales de él en la playa mientras Mary bajaba por el sendero; se detuvo en el borde donde empezaba la arena y, con una mano, se hizo sombra en los ojos para mirar en ambas direcciones a todo lo largo de la playa, pero no estaba ahí. Se volvió entonces en dirección de los árboles, y se dirigió a un pequeño claro donde ella sabía que, desde no hacía mucho, le gustaba estar a solas.

Y ahí estaba, inspirando aire profundamente. Mary se apoyó en el tronco de un árbol y lo observó en silencio. Lo terrible de su angustia y de su dolor la sacudieron como el golpe de un martillo descomunal. Todas las líneas de su rostro, tan fina y hermosamente dibujadas, hablaban de un dolor que no podía expresarse, y cuando volvía el rostro y Mary le miraba el perfil, se destacaban con mayor precisión los músculos contraídos por el sufrimiento. Era imposible permanecer indiferente ante ese espectáculo pero, dominándose, ella llegó a su lado tan calladamente que él no se percató de su presencia hasta que Mary le tocó ligeramente un brazo. Tim saltó como si sus dedos le quemaran y la mano de ella cayó a un costado, floja y sin vida.

– Tim -rogó ella-, ¿qué es? ¿Qué es lo que he hecho?

– ¡Nada, nada!

– ¡No me lo ocultes, Tim! ¿Qué he hecho?

– ¡Nada! -casi gritó.

– ¡Pero es que algo he hecho, Tim! Lo he sabido durante meses; sé que en algo te he fallado, ¡pero no sé qué es! ¡Dímelo, Tim! ¡Dímelo, por favor!

– ¡Vete!

– ¡No! ¡No me iré! No me iré hasta que me digas qué es lo que pasa. Es algo que nos está volviendo locos a tu padre y a mí, y hace unos momentos, allá en la terraza, nos miraste como si nos odiaras, como si nos odiaras a los dos, Tim -Mary se le enfrentó y lo miró a los ojos sujetándolo de los brazos y hundiéndole los dedos en la carne.

– ¡No me toques! -estalló él, librándose bruscamente de ella y dándole la espalda.

– ¿Por qué, Tim? ¿Qué he hecho para que no pueda tocarte?

– ¡Nada!

– ¡No te creo! Tim, nunca creí que me mentirías, ¡pero me estás mintiendo! ¡Por favor, dime qué es lo que te pasa! ¡Por favor!

– No puedo -murmuró él en tono desamparado.

– Sí puedes. ¡Por supuesto que puedes! ¡Siempre has podido contármelo todo! Tim, por favor, no te vuelvas contra mí ni me impidas que me acerque a ti. Me estás haciendo pedazos. ¡Ya no puedo más de miedo y angustia por ti y no sé qué hacer! -empezó a llorar y se limpió las lágrimas con la palma de la mano.

– ¡No puedo, no puedo! -gritó él-. ¡No sé! ¡Siento tantas cosas que no puedo explicarlas, no sé qué significan!

Giró de pronto para enfrentarse a ella, molesto y acosado más allá de lo que podía soportar, y ella retrocedió; era un extraño el que la miraba con un profundo enojo; en ese rostro no había nada que a ella le fuera familiar.

– ¡Sólo sé que ya no te gusto y eso es todo! Ahora papá te gusta más que yo… ¡Yo ya no te gusto! Ya no te gusto desde que conociste a papá y yo sabía que eso iba a suceder. ¡Sabía que eso iba a suceder! ¿Cómo puedo gustarte más que él cuando él está bien de la cabeza y yo no? A ti te gusta más él.

– ¡Oh, Tim! ¡Oh, Tim! -dijo ella con los brazos extendidos-. ¿Cómo puedes pensar eso? ¡Eso no es verdad! Tú me gustas tanto como siempre me has gustado; no has dejado de gustarme ni siquiera un solo minuto. ¿Cómo puedes dejar de gustarme?

– ¡Y no te gusto desde que conociste a papá!

– ¡No, no! ¡Eso no es cierto, Tim! ¡Créeme, por favor, eso no es cierto! ¡Me gusta tu padre, pero jamás podría gustarme tanto como tú, jamás! Ahora, si quieres saberlo, te diré que la razón por la que me gusta tu padre es porque es tu padre; él te hizo -trataba de mantener la voz calma, esperando que eso lo tranquilizara.

– ¡Tú eres la que está mintiendo, Mary! ¡Puedo sentir las cosas! Siempre creí que tú pensabas que yo ya era un hombre crecido, pero ahora sé que no es así, que ya no es igual, ¡ya no es lo mismo desde que os vi, a ti y a papá! ¡Yo ya no te gusto, ahora es papá el que te gusta! ¡No dices nada cuando papá te abraza! ¡Te vi, abrazándolo y confortándolo todo el tiempo! ¡Tú no dejas que yo te abrace y ya no me consuelas a mí! Lo único que haces conmigo es arroparme en la cama, y yo quiero que me abraces y me consueles, ¡pero tú no lo haces! ¡Y a papá sí se lo haces!

»¿Qué tengo yo de malo? -prosiguió tras una pausa-. ¿Por qué ya no te gusto? ¿Por qué cambiaste en cuanto papá empezó a venir con nosotros? ¿Por qué siempre me dejáis fuera? ¡Siento que ya no te gusto! ¡Siento que ahora es papá el que te gusta!

Mary estaba absolutamente inmóvil, anhelando responder a esa desesperada, solitaria demanda de amor, pero al mismo tiempo traspasada de asombro ante lo inesperado de la misma. ¡Tim estaba celoso! ¡Furioso y posesivamente celoso! Consideraba a su propio padre como un rival en el afecto de ella, y los de él no eran solamente los celos de un niño. En todo eso había un hombre: un hombre primitivo, posesivo, sexual. Las palabras tranquilizadoras no acudían a sus labios; sencillamente, Mary no encontraba qué decir.

Seguían de pie, mirándose uno al otro, tensos y dispuestos a continuar la lucha, pero de pronto Mary descubrió que las piernas le temblaban tanto que a duras penas la sostenían. Estiró el brazo hacia un pequeño promontorio que tenía a un lado y se sentó sin apartar los ojos del rostro de él.

– Tim -dijo al fin, tratando de escoger las palabras con la mayor delicadeza-, tú sabes que yo jamás te he mentido. ¡Nunca! No podría mentirte porque me gustas mucho. Lo que voy a decirte ahora no es algo que podría decirle a un niño pequeño, sino algo que sólo le podría decir a un hombre crecido. Tú me has asegurado que ya eres un hombre crecido; por lo tanto ya tienes que empezar a aceptar todas las cosas duras y que causan dolor que son inseparables con el hecho de ser todo un hombre. No podría explicarte adecuadamente por qué dejo que tu padre me abrace y a ti no te lo permito, pero no es porque tú seas para mí como un niño pequeño sino porque él es un anciano. Y tú tomaste las cosas equivocadamente, ¿te das cuenta?

»Tim -prosiguió Mary-, tienes que prepararte a recibir un golpe igual al de la muerte de tu madre y tienes que mostrarte fuerte. Y debes portarte como una persona crecida y mantener lo que voy a decirte en el más absoluto secreto, especialmente tratándose de tu padre. Él nunca debe enterarse de que yo te lo dije.

«¿Recuerdas que hace mucho te expliqué qué le sucedía a la gente cuando moría, por qué moría, y que las personas sencillamente se hacían viejas y se cansaban de seguir adelante, que eran como un reloj al que alguien olvidaba darle cuerda hasta que su corazón dejaba de latir? Bien, hay ocasiones en que suceden cosas que hacen que ese desgaste ocurra más aprisa y eso es precisamente lo que le ha sucedido a tu padre. Desde que mamá murió, él se siente cada día más cansado de vivir sin la compañía de ella.

Tim, de pie ante ella, temblaba mientras escuchaba lo que ella decía, pero Mary no sabía si el temblor se debía a los restos de su furia inicial o a alguna reacción por lo que le estaba diciendo. Así pues, prosiguió pacientemente.

– Sé que extrañas a mamá terriblemente, Tim, pero tú no la extrañas del mismo modo que tu padre, porque tú eres joven y él es viejo. Tu padre desea morir, quiere estar bajo tierra, durmiendo al lado de tu madre, como lo hacía todas las noches cuando ella estaba viva. Él quiere volver a estar junto con ella. Ellos se pertenecen uno al otro, ¿ves?, y él no puede seguir adelante sin ella. Precisamente ahora, cuando me encontraste consolándolo en la terraza, me acababa de decir que él sabía que se iba a morir. Él no quiere seguir caminando ni hablando más porque es viejo y no puede aprender a vivir sin ella. Por eso lo estaba abrazando. Yo estaba muy triste y lloré por él; en realidad, era él el que me estaba confortando, no yo a él. Y tú lo interpretaste completamente al revés.

Un movimiento brusco de Tim hizo que Mary alzara la cabeza para mirarlo y levantara una mano en ademán autoritario.

– No, no llores. ¡Vamos, Tim, tienes que ser fuerte y valiente precisamente ahora! ¡No puedes dejar que tu padre vea que estuviste llorando! Sé que le he dedicado mucho tiempo a tu padre y que ese tiempo tú, con toda razón, pensabas que era tuyo, pero es que a él le queda muy poco, ¡y tú tienes por delante toda tu vida! ¿Hago mal en querer darle un poquito de felicidad a tu padre para aligerar los pocos días que le quedan? ¡Concédele esos días, Tim, no seas egoísta! ¡Está muy solo! Extraña a mamá, el pobrecito, la extraña tanto como yo te extrañaría a ti si murieras. Camina por un mundo a media luz.

Tim jamás había aprendido a enseñarle a su rostro a que se mantuviera impasible, y las emociones se atropellaban unas a otras en su expresión mientras seguía ahí, mirándola, y era evidente que comprendía bien lo que ella le estaba diciendo. El hacer que Tim comprendiera era principalmente asunto de familiaridad de parte de él con la otra persona, y la amistad de ellos databa ya de largo tiempo y él casi no tenía problemas con las palabras y frases que ella acostumbraba usar. Tal vez las sutilezas quedaran fuera del alcance de su comprensión, pero no así la verdad que hubiera en lo que se le dijera.

Mary suspiró de cansancio.

– Para mí las cosas tampoco han sido nada fáciles estos últimos meses -dijo-, teniendo que ocuparme de vosotros dos en lugar de solamente de ti. Ha habido muchas, muchas ocasiones en las que he deseado que sólo tú estuvieses a mi cuidado, pero cuando me he sorprendido pensando así, me he sentido avergonzada de mí misma, Tim. Tú bien sabes que no siempre podemos tener las cosas tal y como las deseamos. La vida muy rara vez se hace a nuestra medida y sencillamente tenemos que aprender a tomarla como se presenta. Ahora, en lo único en que tenemos que pensar en primer lugar es en tu padre. Sabes bien qué padre tan bueno y tan comprensivo es y, si eres justo con él, tendrás que admitir que jamás te ha tratado como a un niño, ¿o no es así? Él te ha permitido salir a enfrentarte al mundo por tu cuenta, cometiendo tus propios errores, y le gusta compartir su tiempo contigo en el «Seaside»; ha sido para ti el mejor y el más sincero de los compañeros que jamás hayas tenido y ha ocupado el lugar de los amigos de tu misma edad que nunca tuviste oportunidad de tener. Y, no obstante, él también ha vivido su propia vida, pero no porque sea egoísta; él ha pensado en ti y en mamá y en Dawnie, y este pensamiento cálido y reconfortante ha dado sentido a su vida. Eres muy afortunado, Tim, en tener un padre como Ron, ¿no crees entonces que debes tratar de devolverle un poquito de lo que él te ha dado de tan buena voluntad todos estos años?

»De ahora en adelante, Tim -prosiguió Mary-, quiero que seas muy bueno con tu padre y muy bueno conmigo. No debes preocuparlo apartándote como lo has hecho hasta ahora y jamás deberás hacerle saber que yo te dije cómo andaban las cosas. Siempre que tu padre esté cerca, quiero que hables y cantes y te rías como si te sintieras feliz, verdaderamente feliz.

»Sé que te es difícil comprenderlo todo inmediatamente -finalizó Mary-, pero aquí estaré, explicándotelo hasta que no tengas la menor duda.

Como una mezcla de lluvia y viento y sol, el dolor y el gozo se confundían en los ojos de Tim, hasta que éstos se opacaron y hundió la cabeza en el regazo de Mary. Ella no se movió, acariciándole el cabello y le habló en voz baja, siguiendo el contorno de su cuello y de la oreja tiernamente con la punta del dedo, una y otra y otra vez.

Cuando al fin alzó la cabeza para mirarla, trató de sonreír y no lo consiguió. De pronto, la expresión de su rostro cambió, la mirada perdida volvió a aparecer en sus ojos y la mirada extrañada que había en ellos se retiró tras un velo de melancólico retraimiento. Al lado izquierdo de su boca el hoyuelo se hizo todavía más pronunciado y su rostro volvió a ser el del payaso trágico de toda comedia, volvía a ser el amante repudiado, el cuclillo en el nido de la alondra.

– ¡Oh, Tim! -le rogó ella-. ¡Por favor, no me mires así!

– En el trabajo me dicen el lerdo Tim -dijo él-, pero si de veras me esfuerzo, puedo pensar un poco. Desde que mamá se fue, he estado tratando de pensar algo que te muestre cuánto me gustas, porque creía que papá te gustaba más que yo. Mary, yo no sé qué es lo que tú me haces, únicamente lo siento y no puedo decírtelo porque no tengo las palabras. Nunca pude encontrar las palabras… Pero en las películas que veo en la televisión, el hombre abraza a la muchacha y luego la besa y entonces ella sabe cuánto le gusta a él. ¡Mary, tú me gustas mucho! Me seguiste gustando aunque creí que yo ya no te gustaba; ¡me gustas, me gustas!

La tomó de los hombros y la puso de pie, abrazándola con demasiada fuerza cuando la rodeó con los brazos; instintivamente, ella alzó la cabeza para respirar mejor.

No sabiendo encontrarle la boca, él oprimió su mejilla contra la de ella, buscándole torpemente los labios con los suyos. Tomada completamente desprevenida, porque las últimas palabras y la última acción de él habían sido demasiado rápidas para comprenderlas de inmediato, Mary luchó frenéticamente por librarse del abrazo y, repentinamente, ya nada importó, había sólo la sensación de ese hermoso cuerpo joven y de esa boca que experimentaba ansiosamente. Tan falta de experiencia como él, pero mentalmente mucho mejor preparada, Mary sintió la necesidad que Tim tenía de ayuda y seguridad. No podía fallarle también en eso, no se sentía capaz de hacer pedazos su orgullo, de humillarlo rechazándolo. El apretón en que él la tenía se aflojó lo suficiente para que ella librara las manos y éstas volaron a la cabeza de Tim, acariciándole la frente y cerrándole los ojos abiertos, explorando la seda de sus pestañas y los cóncavos huecos de sus mejillas. Él la besó según él creía que se hacía, con los labios fuertemente apretados, y no le satisfizo; ella se apartó durante un momento y le bajó un poquito el labio inferior con el pulgar, haciéndole que abriera ligeramente la boca, y luego las manos ascendieron hasta su rubio cabello y le forzaron la cabeza hacia abajo. Tim no se sintió desilusionado esta vez y su estremecido deleite se le transmitió a ella como una corriente eléctrica.

Mary ya antes lo había tenido en sus brazos, pero como un niño, nunca como un hombre, y el impacto de descubrir en él al hombre la dejó estupefacta. El perderse en sus brazos, el sentir su boca, el permitirle a sus propias manos que siguieran los planos del cuello de él, descendiendo hasta el terso y musculoso pecho, era descubrir en ella misma una necesidad de todo eso, un agonizante placer en sentir las fuertes manos en su cuerpo. Tim encontró sin que lo guiaran los contornos de sus senos y luego deslizó una mano por la abertura del cuello del vestido y la cerró posesivamente en uno de sus hombros.

– ¡Mary! ¡Tim! ¡Mary! ¡Tim! ¿Dónde estáis? ¿No me oís? ¡Soy Ron! ¡Contestad!

Mary se separó bruscamente de él y lo tomó de la mano, forzándolo a que la siguiera al refugio de los árboles. Siguieron corriendo hasta que la voz de Ron ya no se escuchó a sus espaldas y al fin se detuvieron. El corazón le latía a Mary tan furiosamente que apenas si podía respirar y por un momento pensó que se iba a desmayar. Respirando afanosamente, se aferró a uno de los brazos de Tim hasta que se sintió mejor; luego se retiró de él un poco, ya más dueña de sí misma.

– Estás viendo a una estúpida vieja tonta -dijo entonces, volviéndose a mirarlo.

Tim le sonreía a la manera de antes, totalmente adorable, sólo que ahora había cierta diferencia, con una nueva fascinación y asombro que antes no existía, como si, ante sus ojos, ella hubiera ganado toda una nueva dimensión. La mirada de él la volvió a la realidad como ninguna otra cosa lo hubiera hecho; se llevó la mano a la cabeza, tratando de pensar.

¿Cómo había sucedido? ¿Cómo iba ahora a llevar la situación? ¿Cómo iba a regresar al terreno que antes ocupaban sin lastimarlo?

– Tim, no debíamos haber hecho eso -dijo lentamente.

– ¿Por qué? -el rostro se le había encendido de felicidad-. ¡Oh, Mary, yo no sabía que se sentía así! ¡Me gustó! ¡Me gustó mucho más que cuando me abrazas y me consuelas!

La mujer movió la cabeza decididamente.

– ¡No importa, Tim! -exclamó-. ¡No debíamos haberlo hecho! Hay cosas que la gente no debe hacer y ésa es una de ellas. Es muy malo que nos haya gustado porque no debe volver a suceder; no debe volver a suceder nunca, no porque no me haya gustado tanto como a ti, sino porque no debe ser. Tienes que creerme, Tim, ¡sencillamente no debe ser! Yo soy responsable de ti, tengo que cuidarte del mismo modo como te hubieran cuidado tu padre y tu madre y eso significa que no podemos besarnos; sencillamente no podemos.

– ¿Pero por qué, Mary? ¿Qué hay de malo en eso? ¡A mí me gustó mucho! -Toda la alegría se le había ido del rostro.

– En sí, Tim, no hay nada de malo. Pero entre tú y yo está prohibido, es un pecado. ¿Sabes lo que es pecado?

– ¡Claro que lo sé! Es cuando haces algo que a Dios no le gusta -repuso él.

– Pues bien. A Dios no le gusta que nos besemos.

– ¿Pero cómo puede importarle eso a Dios? ¡Oh, Mary, nunca antes había sentido algo así! ¡Es lo más cercano que he sentido alguna vez a tener bien la cabeza! ¿Por qué había de importarle eso a Dios? No es justo que eso le importe a Dios. ¡Sencillamente no es justo!

A ella se le escapó un suspiro.

– No, Tim -contestó-, no es justo. Pero a veces nos es muy difícil comprender los designios de Dios. Hay un montón de cosas, algunas de ellas tontas, que uno tiene que hacer sin comprenderlas en lo absoluto, ¿o no es así?

– Sí, supongo que sí -repuso él ariscamente.

– Pues bien; cuando se trata de comprender las intenciones de Dios ninguno de nosotros es suficientemente inteligente… ni tú, ni yo, ni tu padre, ni el Primer Ministro de Australia ni la Reina somos suficientemente inteligentes. ¡Tim, tienes que creerme! -le urgió ella-. ¡Tienes que creerme porque si no lo haces ya no podremos ser amigos! Tendremos que dejar de vernos. A nosotros no nos es posible abrazarnos ni besarnos; eso es un pecado a los ojos de Dios. Tú eres un hombre joven y no tienes bien la cabeza y yo ya me estoy haciendo vieja y mi cabeza funciona perfectamente. ¡Soy lo bastante vieja para ser tu madre, Tim!

– ¿Y qué tiene que ver todo eso?

– A Dios no le gusta que nos abracemos ni que nos besemos porque entre nosotros hay una diferencia de edad muy grande, y lo mismo sucede con nuestra mentalidad; eso es todo, Tim. Me gustas, me gustas más que nadie en el mundo, pero no puedo abrazarte ni besarte. No nos está permitido. Y si tú tratas de volver a besarme, Dios hará que ya no vuelva a verte, y no quiero dejar de volver a verte.

Tim se quedó pensativo, rumiando lo que le acababa de decir, y luego suspiró, con aire derrotado.

– Está bien, Mary -repuso-. Aunque me gustó muchísimo, prefiero seguirte viendo, que besarte y luego ya no volver a verte.

Mary aplaudió, muy contenta.

– ¡Oh, Tim -exclamó-, estoy tan orgullosa de ti! Ahora sí has hablado como un hombre, como un hombre de verdad, con la cabeza perfecta. ¡Estoy muy orgullosa de ti!

El muchacho se rió temblorosamente.

– Todavía pienso que no es justo, pero me gusta cuando dices que estás orgullosa de mí -dijo.

– ¿Te sientes más feliz ahora que lo sabes todo?

– ¡Muy, muy feliz! -se sentó debajo de un árbol y palmeó el suelo junto a él-. Siéntate, Mary -agregó-, te prometo que no te besaré.

Ella se sentó a su lado y le tomó una mano, separando los dedos amorosamente.

– Esto es lo más que podemos hacer cuando nos toquemos, Tim. Sé que no intentarás besarme; no me preocupo porque sé que nunca rompes una promesa. Hay otra cosa que también tienes que prometerme.

– ¿Qué cosa? -con la mano libre, empezó a arrancar puñados de hierba junto a su pierna.

– Lo que sucedió, quiero decir, el beso, tiene que ser un secreto entre nosotros. Jamás hablaremos de eso con nadie, Tim.

– Está bien -contestó él dócilmente. De nuevo volvía a ser el niño de antes, aceptando su papel con su dulzura peculiar y su deseo de agradar que tanto lo singularizaban. Pasado un rato, volvió el rostro para mirarla, y los grandes ojos azules estaban tan llenos de amor que a Mary se le cortó el aliento y se sintió triste y enojada. Él tenía razón: no era justo, ¡sencillamente no era justo!

– Mary -dijo Tim, interrumpiendo sus pensamientos-, eso que me dijiste acerca de papá, de cómo él quiere ir a dormir con mamá debajo de la tierra, creo que entiendo lo que quieres decir. Si tú te murieras, yo también desearía morirme; no me gustaría seguir caminando y hablando y riéndome y llorando, ¡de veras! Y preferiría estar contigo, debajo del suelo, dormido. No me gustará que papá ya no esté con nosotros, pero ahora sé por qué se quiere ir.

Mary levantó la mano de él con la suya y la oprimió contra una de sus mejillas.

– Siempre es más fácil comprender las cosas cuando tú puedes ponerte en el lugar de la otra persona, ¿no es así? -dijo-. ¡Oye!… tu padre nos está llamando. ¿Crees que podrás hablarle sin llorar?

Tim asintió con aire tranquilo.

– ¡Oh, sí! Ya estoy bien. Papá me gusta mucho, es el que más me gusta después de ti, pero él pertenece a mamá, ¿verdad? Yo te pertenezco a ti, así es que ahora ya no me preocupo mucho. Ahora yo te pertenezco. Y el pertenecerte no es ningún pecado, ¿o no es así, Mary?

La mujer movió la cabeza.

– No, Tim; no es pecado.

La voz de Ron se oía ya más cerca; Mary gritó a su vez, para hacerle saber dónde estaban, y se puso en pie.

– ¿Mary?

– ¿Sí?

Tim seguía sentado en el suelo, mirándola con aire de comprensión…

– ¡Se me acaba de ocurrir algo! -exclamó-. ¿Te acuerdas del día siguiente al que mamá murió, cuando viniste a nuestra casa a recogerme?

– Por supuesto que me acuerdo.

– Bien; Dawnie te dijo unas cosas horribles y entonces yo no sabía por qué estaba tan enojada. Pensaba y pensaba, pero no podía entender por qué se había enojado tanto. Cuando te estaba gritando, yo me sentí muy mal por dentro porque pensaba que ella creía que habíamos hecho algo muy malo. ¡Creo que ahora lo sé! ¿Verdad que ella pensaba que nos besábamos?

– Algo así, Tim.

– ¡Ah, vaya! -siguió pensando unos momentos más-. Entonces te creo, Mary, y creo lo que me dices de que no debemos besarnos. Yo nunca antes había visto así a Dawnie, y desde entonces no ha sido amable ni con papá ni conmigo. Se enfadó con papá porque yo venía a estarme contigo, algunas semanas después de aquello, y ahora ya no viene a vernos nunca. Así es que pienso que es un pecado; debe ser un pecado para que Dawnie se haya puesto así. ¿Pero por qué pensaba ella que tú y yo nos besábamos? Debería conocerte mejor, Mary. Tú nunca permites que hagamos algo malo.

– Sí, debería saberlo, estoy de acuerdo, pero hay veces que las personas se trastornan tanto que no pueden pensar adecuadamente y, después de todo, ella no me conoce tan bien como me conocéis tú y tu padre.

Tim se quedó mirándola, extrañamente lúcido.

– Pero papá se puso de tu parte, y tampoco te conocía entonces.

Ron apareció entre los árboles, jadeando.

– ¿Todo bien, Mary querida? -pudo decir.

Ella sonrió, haciendo una seña en dirección de Tim.

– Sí, Ron -contestó-. Todo está perfectamente. Tim y yo estuvimos hablando y ya se aclaró todo. No hay ningún problema. Era simplemente un malentendido.

Загрузка...