5

El hotel «Seaside» era un sitio muy popular para tomar una copa, entre los ciudadanos de Randwick. Acudían a él desde todos los puntos del gran suburbio, de Randwick mismo, de Coogee y Covelly y hasta de Maroubra. En dicho sitio servían una excelente cerveza, exquisitamente fría, y había espacio suficiente para moverse a gusto y, cualquiera que fuera la razón de su popularidad, no había un solo momento que no estuviera lleno del rumor que producían los satisfechos bebedores de cerveza. De varios pisos de alto, el hotel tenía los muros recubiertos de estuco blanco y éstos, en combinación con sus arcos estilo de la Alhambra en la parte del frente, le daban la apariencia de una casa de hacienda. Encaramado a sesenta metros sobre la superficie del océano que se extendía frente a él a menos de un kilómetro de distancia, tenía una vista magnífica de la bahía de Coogee, una de las pequeñas playas para esquiar que había en los suburbios del este.

La mayoría de los que acudían al hotel a beber cerveza se instalaban en el bar exterior, situado en la gran terraza roja, la cual quedaba en una agradable sombra a partir de las tres de la tarde. En un anochecer caluroso, ése era el sitio ideal para beber, ya que el sol se ponía tras la colina que se alzaba detrás de la taberna y la brisa del mar llegaba desde el luminoso Pacífico del Sur sin nada que la estorbara.

Ron Melville estaba en la terraza con sus dos mejores compañeros de tragos, mirando alternativamente su reloj y la playa que se extendía a sus pies. Tim tardaba; ya eran casi las ocho y debía haber estado ahí a más tardar a las seis y media. Ron estaba más preocupado que enojado, pues la experiencia le había enseñado que el preocuparse por Tim era una buena manera de prepararse a sufrir un prematuro ataque al corazón.

El corto crepúsculo de Sydney se hallaba en su apogeo y los pinos de la isla de Norfolk que bordeaban la calzada embaldosada de la playa habían cambiado de verde oscuro a negro. La marea empezaba a subir y la resaca sonaba cada momento más fuerte, cubriendo con una enorme sábana de burbujas las dunas de fina arena mientras las sombras se extendían más y más sobre la superficie del mar. Los camiones descendían por la colina, junto al parque de la playa, rumbo a la parada que estaba en la esquina de abajo.

Ron oyó cómo chillaban los frenos de un autobús al detenerse en la parada y recorrió con la mirada a los pasajeros que lo abandonaban, buscando la inconfundible cabeza amarilla de Tim. Al distinguirlo, se volvió a sus compañeros de barra.

– Ahí está Tim; acaba de bajar de ese autobús -dijo-. Voy adentro a pedir una cerveza para él. ¿Queréis otra ronda?

Cuando volvió, las luces de la calle se habían encendido y Tim, sonriendo como siempre, ya estaba con los compañeros de Ron.

– ¡Qué tal, papá! -saludó a Ron, sonriéndole.

– ¿Qué hay, compañero? ¿Dónde andabas? -interrogó su padre enfurruñado.

– Tuve que terminar un trabajo. Harry ya no quería que regresáramos el lunes.

– Bien. No nos caerá mal el dinero del tiempo extra.

– Y también conseguí otro trabajo -dijo Tim, dándose aires de importancia mientras tomaba el vaso de cerveza que su padre le había traído y, sin despegárselo de la boca, se bebía el contenido de un solo tirón.

– ¡Qué buena estaba! -exclamó-. ¿Puedo tomarme otra, papá?

– Dentro de un momento. ¿De qué otro trabajo hablabas?

– ¡Ah, vaya! La señora de la casa de al lado quiere que vaya mañana a cortarle el césped.

– ¿La casa de al lado de quién?

– La que está junto a donde estuvimos trabajando hoy.

«Curly» Campbell preguntó socarronamente:

– ¿Y le preguntaste dónde quería que le cortaras el pasto? ¿Adentro o afuera?

– ¡Cállate, «Curly», no seas bruto! -atajó Ron irritadamente-. Bien sabes que Tim no entiende esa clase de cosas.

– El césped de la señorita está muy largo y necesita que lo recorten -explicó Tim.

– ¿Y te comprometiste a hacerlo? -preguntó Ron.

– Sí; mañana en la mañana. Dijo que iba a pagarme, así es que pensé que me dejarías ir.

Ron contempló con aire cínico el exquisito rostro de su hijo. Si la dama en cuestión se había imaginado cosas, cinco minutos con Tim lo dejarían todo en claro. Nada les enfriaba tanto el ardor como el descubrir que Tim era retrasado mental o, si eso no las amilanaba, pronto descubrían que el tratar de seducir a Tim era una causa perdida ya que él no tenía la menor idea de para qué servían las mujeres. Ron le había inculcado a su hijo que huyera en cuanto notara que la mujer que tenía cerca empezaba a excitarse o a tratar de poner en práctica algún truco relacionado con el sexo. Tim era muy susceptible a cualquier sugestión de temor y era fácil enseñarle a que le temiera a cualquier cosa.

– Papá, ¿puedo tomar otra cerveza? -volvió a preguntar Tim.

– Claro que sí, hijo. Ve y dile a Florrie que te dé un porrón. Creo que te lo has ganado.

«Curly» Campbell y Dave O'Brien vieron cómo su alta y esbelta figura desaparecía bajo los arcos.

– Hace veinte años que te conozco, Ron -dijo «Curly»- y nunca he podido descubrir a quién de vosotros se parece Tim.

Ron sonrió abiertamente.

– Yo tampoco, compañero. Tim es la imagen de algún antepasado a quien ni siquiera conocimos, me imagino.

Los Melville, père et fils, salieron del «Seaside» un poco antes de las nueve y, con paso vivo, bajaron por el Coogee Oval pasando frente a las hileras de cafeterías, salas de diversiones y tiendas de licores que había en uno de los extremos de la playa. Ron llevaba a su hijo de prisa al pasar por la sección que está entre las calles Arden y Surf para evitar que Tim reparara en las miradas ávidas que le lanzaban las prostitutas de dicho sector.

La casa de los Melville estaba situada en la calle Surf, aunque no en la sección elegante de la parte alta de la colina, donde vivía el jockey Nobby Clark. Con toda facilidad ascendieron por la empinada acera sin que ninguno de los dos perdiera siquiera el ritmo de la respiración, pues ambos trabajaban en el ramo de la construcción y estaban en una condición física soberbia. Un poco más abajo, del otro lado de la colina, en la depresión que hay entre la sección residencial de la cima y la loma por donde pasa la carretera de Clovelly, entraron por la puerta del patio de una casa de ladrillo de aspecto ordinario.

Las mujeres de la casa hacía ya largo rato que habían comido, pero cuando Ron y Tim entraron por la puerta de atrás. Esme Melville salió de la sala y los recibió en la cocina.

– La cena se echó a perder -anunció la mujer sin gran indignación.

– Vamos, Es, siempre dices eso -sonrió Ron, sentándose a la mesa, donde su lugar y el de Tim estaban ya dispuestos-. ¿Qué hay de cenar?

– Como si os importara, con toda esa cerveza que lleváis dentro -replicó Esme-. ¡Hoy es viernes, viejo! ¿Qué es lo que comemos los viernes? Fui al mercado del español y, como siempre, traje pescado y unas cuantas patatas fritas.

– ¡Oh, qué bueno! ¡Pescado y patatas fritas! -exclamó Tim, con una ancha sonrisa-. ¡Me encantan el pescado y las patatas fritas!

Su madre lo miró con ternura y le revolvió el espeso cabello con la única clase de caricia que siempre le hacía.

– No importa qué sea lo que yo te dé, siempre resulta que es tu plato favorito, mi amor. Vamos; ahí tienes.

Colocó frente a sus hombres buenas porciones de pescado y de patatas a la francesa, sin dorar, y luego regresó a la sala donde, en el aparato de televisión, pasaban por enésima vez una parte de la película «La Calle de la Coronación».

Para Es, el espectáculo de cómo vivía la clase obrera inglesa era algo fascinante y nunca se perdía ni uno de los episodios de la serie; para ella era algo reconfortante el comparar, con lo que veía en la televisión, su propia casa, amplia y cómoda, con su buen jardín, así como el clima agradable, las canchas de tenis y las playas, y compadecía, desde el fondo de su corazón, a los habitantes de la calle de la Coronación. Si uno tenía que formar parte de la clase obrera, la única clase obrera que valía la pena era la australiana.

Tim no les dijo ni a su padre ni a su madre lo del incidente del bocadillo de excremento porque lo había olvidado por completo. Cuando terminaron de comer, él y su padre dejaron en la mesa los platos vacíos y entraron en la sala.

– Oye, Es -dijo Ron, cambiando de canal-, ya es hora de las noticias sobre el cricket.

La esposa dejó escapar un suspiro.

– Quisiera que no llegarais tan temprano -se lamentó-. Tal vez así podría ver de vez en cuando alguna película de Joan Crawford en lugar de deportes… ¡siempre deportes!

– Ten calma, querida; si Tim consigue un poco más de trabajo extra, tal vez pueda comprarte un aparato de televisión para ti sola -repuso Ron, sacándose los zapatos y tendiéndose en el sofá cuan largo era-. ¿Dónde está Dawnie?

– Creo que salió con un muchacho.

– ¿Y quién es esta vez?

– ¿Cómo voy a saberlo, mi amor? Nunca me preocupo por ella. Es demasiado lista como para meterse en problemas.

Ron se quedó contemplando a su hijo.

– ¿No es el colmo, Es, cómo nos ha tratado la vida? Nuestro hijo es el más buen mozo en todo Sydney, pero le falta más de un tornillo; por otra parte, luego nos deja Dawnie. Él apenas si puede escribir su nombre y contar hasta diez, y en cambio Dawnie es tan lista que puede ganar medallas de oro en la universidad sin siquiera tener que estudiar.

Esme tomó su labor y miró a Ron con aire de tristeza. Al pobre Ron le dolía mucho eso pero, a su manera, siempre había sido verdaderamente bueno con Tim y lo había criado sin consentirlo ni tratarlo como a un crío. ¿O acaso no le permitía al muchacho que bebiera con él y había insistido en que Tim se ganara el sustento como cualquier muchacho normal? Lo cual estaba muy bien porque ellos ya no eran jóvenes. Ron pronto cumpliría setenta años y sólo le llevaba a ella seis meses. Ésa era la razón por la que Tim había nacido tonto, según le habían dicho los médicos. El muchacho acababa de cumplir veinticinco años y había sido el primogénito. Ya estaban, ella y Ron, bien por encima de los cuarenta cuando Tim había nacido; según los doctores, era algo que tenía que ver con sus ovarios, que ya estaban muy cansados y, además, faltos de práctica.

Después, un año más tarde, había nacido Dawnie, perfectamente normal, lo cual debía ser así, según los médicos. Por lo común, el primero era el más difícil de que saliera bien cuando se empezaba a tener hijos después de los cuarenta.

Es dejó que sus ojos se posaran en Tim cuando éste se acomodó en su sillón especial, junto a la pared del frente, más cerca del televisor que cualquier otro asiento; al igual que todos los niños, a Tim le encantaba meterse materialmente en la pantalla; ahí estaba, el muchacho más adorable y encantador, con los ojos brillándole mientras aplaudía una jugada de cricket.

La madre dejó escapar un suspiro, preguntándose por millonésima vez qué iría a ser de él cuando ella y Ron ya no estuvieran en este mundo. Dawnie tendría que cuidar de él, por supuesto. Ella quería tiernamente a su hermano pero, en el curso normal de las cosas, un día se cansaría de estudiar y tendría que casarse.

¿Querría entonces su marido tener con ellos a alguien como Tim? Esme lo dudaba mucho. ¿Quién iba a querer a un adulto con la mentalidad de un niño de cinco años si no era de su propia sangre?

Загрузка...