21

Ya era después de medianoche cuando Mary detuvo el Bentley frente a la casa de campo. Las luces estaban todavía encendidas en la sala y Tim salió brincando para abrir la portezuela del coche. Venía temblando de alegría tan sólo de verla y casi la levantó del suelo en un abrazo sofocante. Era la primera vez que sus emociones al verla habían superado el entrenamiento de muchos años y eso fue algo que le dijo a Mary, más que ninguna otra cosa, cuán triste se debía haber sentido toda la semana y cuánto debía haber extrañado a su madre.

– ¡Oh, Mary! ¡Me alegra tanto verte!

Mary se zafó de sus brazos.

– ¡Por Dios, Tim! -contestó-. ¡No te das cuenta de lo fuerte que eres! Me imaginé que ya dormías en tu cama.

– No antes de que llegaras. Tenía que estar despierto hasta que tú llegaras. ¡Oh, Mary, me alegra tanto verte! ¡Me gustas, me gustas!

– Y tú también me gustas y a mí también me alegra mucho verte. ¿Dónde está tu padre?

– Adentro. No quise dejar que saliera. Quería ser yo el primero en verte. -Aunque iba brincando a su lado, Mary sintió que, en cierto modo, algo de su gozo había menguado, que ella le había fallado en algo. ¡Si siquiera supiera en qué!

– No me gusta estar aquí cuando tú no estás, Mary -prosiguió-. Sólo me gusta cuando tú también estás.

Ya se había calmado un poco cuando entraron a la casa y Mary se dirigió a saludar a Ron con la mano extendida.

– ¿Cómo está usted? -preguntó ella con amabilidad.

– Estoy bien, Mary. Es un placer verla.

– Me hace feliz estar ya de vuelta.

– ¿Ya comió usted?

– Sí, cené algo, pero voy a preparar una taza de té. ¿Le gustaría tomar un poco?

– Sí, gracias.

Mary se volvió a Tim, que estaba de pie, a cierta distancia de ellos. Tenía en los ojos la mirada perdida. «¿En qué le he fallado?», volvió ella a preguntarse. «¿Qué he hecho para que él se vea así, o qué he dejado de hacer?»

– ¿Qué pasa, Tim? -le preguntó, avanzando hacia él.

– Nada -dijo Tim sacudiendo la cabeza.

– ¿Estás seguro?

– Sí; no es nada.

– Temo que ya es hora de que te acuestes, amiguito.

El muchacho asintió desoladamente.

– Lo sé. -Ya en la puerta, se dio vuelta para mirarla con una muda súplica en los ojos-. ¿Vendrás luego a arroparme?

– No me perdería eso por nada del mundo, pero date prisa, ¡rápido! Dentro de cinco minutos estaré contigo.

Cuando Tim se hubo ido, ella se volvió hacia Ron.

– ¿Cómo ha estado todo? -preguntó.

– Bien y mal. Ha llorado mucho por su madre. Y no es fácil, porque ya no llora como antes lo hacía, abiertamente. Ahora simplemente se queda sentado, con las lágrimas corriéndole por la cara, y ya no es posible hacerlo callar pasándole algo sabroso debajo de las narices.

– Venga a la cocina conmigo. Debe haber sido muy duro para usted y siento muchísimo el no haber podido regresar antes para ayudarlo con parte de la carga -dijo Mary, llenando la tetera; luego miró su reloj con expresión de ansiedad-. Debo ir a darle las buenas noches a Tim. Ahora vuelvo.

Tim ya estaba en cama, con la mirada fija en la puerta. Mary se le acercó, acomodó los cobertores hasta que quedaron cubriéndole apretadamente el cuerpo hasta la altura de la barbilla y luego los alisó suavemente. Hecho eso, se inclinó y lo besó en la frente. Él luchó con las mantas hasta que pudo sacar los brazos y le rodeó con ellos el cuello, atrayéndola hacia abajo de tal modo que se vio obligada a sentarse en el borde de la cama.

– ¡Oh, Mary, cómo deseaba que estuvieras aquí! -dijo, con los labios en la mejilla de ella.

– Yo también hubiera querido estar aquí antes, pero ya todo está bien, Tim. Ya estoy de regreso y sabes que siempre estaré aquí contigo todo el tiempo que pueda. Me gusta estar aquí contigo más que cualquier otra cosa en todo el mundo. ¿Extrañaste mucho a mamá?

Los brazos que le rodeaban el cuello se endurecieron.

– Sí. ¡Oh, Mary!, es muy duro recordar que ella ya nunca volverá. La olvido y luego la vuelvo a recordar y quiero que regrese con todas mis fuerzas y sé que no puede regresar y todo se me confunde. Pero quisiera que volviera. ¡Deseo tanto que vuelva!

– Lo sé, lo sé… pero ya no será tan duro dentro de poco. No siempre la vas a extrañar tanto; se te va a ir olvidando poco a poco. Se irá retirando más y más de ti hasta que empieces a acostumbrarte y después ya no te dolerá tanto.

– Pero siento dolor cuando lloro, Mary. Siento que me duele mucho ¡y no se me quita!

– Sí, lo sé. A mí me ha pasado. Es como si te hubieran cortado un pedazo grande del pecho, ¿verdad?

– ¡Así es! ¡Así es exactamente como es! -con cierta torpeza, le pasó el brazo por la espalda-. ¡Oh, Mary -añadió-, me gusta tanto que estés aquí! ¡Tú siempre sabes cómo es todo, puedes decírmelo y yo me siento mejor! ¡Era terrible estar aquí sin ti!

Los músculos de la pierna que apoyaba en el borde de la cama empezaron a acalambrarse, y Mary levantó la cabeza del brazo en que él la tenía.

– Pero ya estoy aquí, Tim, y estaré todo el fin de semana. Luego, regresaremos a Sydney juntos; no te dejaré aquí solo. Ahora quiero que te des vuelta y te duermas porque mañana tenemos mucho que hacer en el jardín.

Tim se acomodó obedientemente.

– Buenas noches, Mary -dijo-, me gustas. Ahora me gustas más que nadie, excepto papá.

Ron ya había preparado el té y sacó un buen pedazo de pastel de semillas. Se sentaron a la mesa de la cocina, frente a frente. Aunque no había conocido a Ron sino hasta después de la muerte de Esme, Mary sabía instintivamente que había envejecido y parecía haberse encogido durante esa última semana. La mano con la que se llevaba la taza a los labios estaba temblorosa y su rostro parecía como sin vida. Había una especie de transparencia en todo él, como un algo de espiritualidad que se le había metido en la carne. Mary alargó una mano y la puso en la de él.

– Debe haber sido muy duro para usted -dijo- el esconder su propio dolor y todavía tener que cuidar a Tim. ¡Oh, Ron! ¡Cómo quisiera poder hacer algo! ¿Por qué tiene que morir la gente?

– No lo sé -contestó el hombre moviendo la cabeza-. Ésa es la pregunta más difícil del mundo, ¿o no? Yo nunca he encontrado una respuesta que me satisfaga. Es muy cruel de parte de Dios que nos dé personas a quienes querer, que nos haga a su imagen de tal modo que nos encariñemos con ellas y que luego se las lleve. Debería pensar en alguna manera mejor de hacer las cosas, ¿no le parece? Sé que no somos ningunos ángeles y que a Él debemos parecerle algo así como gusanos, pero muchos de nosotros hacemos lo que podemos y tratamos de no ser tan malos. ¿Por qué entonces tenemos que sufrir así? Es muy duro, Mary; es terrible, terriblemente duro.

Ron retiró la mano que Mary tenía bajo la suya, se la llevó a los ojos y empezó a llorar. Mary lo miraba impotente, con el corazón estrujado. ¡Si siquiera hubiera algo que pudiera hacer! ¡Cuán terrible era el tener que estar ahí sentada, mirando el dolor de otra persona y sentirse tan terriblemente impotente para ayudarla! Ron siguió llorando en silencio un largo rato, en espasmos que parecían llegarle hasta lo más profundo del alma de tan hondos y desesperados como eran. Cuando ya no pudo llorar más, se secó los ojos y se sonó.

– ¿Puede tomar otra taza de té? -preguntó a Mary.

Por un fugaz momento fue la sonrisa de Tim la que revoloteó en sus labios.

– Claro que puedo -dijo, soltando un suspiro-. Jamás me imaginé que esto sería así, Mary. Tal vez es que ya soy viejo, no lo sé. Nunca pensé que al irse dejaría un vacío tan grande. Hasta parece que Tim ya no importa mucho, sino sólo ella, sólo el haberla perdido. Ya no soy el mismo, sin ella regañándome porque me quedaba en el «Seaside», emborrachándome con cerveza, como ella decía. Tuvimos una vida muy buena juntos; Es y yo. Eso es lo malo, que uno quiere más a la otra persona, según pasan los años, hasta que es algo así como un par de zapatos viejos, calentitos y cómodos. ¡Y luego, de repente se va! Siento como si la mitad de mí mismo se hubiera ido también, como lo que siente alguien cuando pierde un brazo o una pierna, usted me entiende. A veces el tipo cree que todavía está ahí y se lleva una terrible impresión cuando quiere rascarse y descubre que ya no la tiene. Sigo pensando en cosas que tengo que decirle, o tengo que callarme para no decir en voz alta cuánto le iba a gustar a ella esta broma o aquella, pues nos gustaba reír juntos. ¡Es tan duro, Mary, que ya no sé ni qué hacer!

– Sí, creo que comprendo -dijo Mary lentamente-. Es como una amputación espiritual.

Ron puso la taza en el plato.

– Mary -dijo lentamente-, si me pasara algo, ¿se encargaría usted de Tim?

Mary no lo reconvino por hablar así, ni trató de decirle que se estaba poniendo morboso o tonto. Simplemente asintió con la cabeza.

– Sí, por supuesto que sí -le aseguró-. No se preocupe por Tim.

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