13

Para Tim, los preparativos de la boda fueron algo excitante. Dawnie se mostró con él especialmente considerada y tierna durante la semana anterior a lo que en su corazón ella consideraba como su deserción, y le dedicó todo el tiempo a su familia.

La mañana del casamiento, un sábado, Tim se vio atrapado por el bullicio y el pánico que amenazaba avasallarlos a todos en cualquier momento, y deambuló por la casa, estorbando y haciendo sugestiones inútiles. Le habían comprado un traje nuevo, de un color azul oscuro, con pantalones acampanados y una chaqueta ligeramente larga, a lo Cardin, y estaba emocionadísimo de lucirlo. Se lo había puesto en cuanto se levantó y se pasó la mañana pavoneándose y tratando de mirar su reflejo en cada espejo.

Cuando vio a Dawnie vestida de novia, se quedó pasmado.

– ¡Oh, Dawnie! -musitó, mirándola con sus enormes ojos azules-. ¡Pareces la princesa de un cuento de hadas!

La joven lo apretó contra su pecho, reprimiendo las lágrimas.

– ¡Tim! Si alguna vez tengo un hijo, ojalá sea tan guapo como tú -le dijo besándolo en la mejilla.

Tim quedó encantado, no por la referencia al hijo de ella, que no había comprendido, sino por el abrazo.

– ¡Me consolaste! -canturreó gozosamente-. ¡Me consolaste, Dawnie! ¡Eso es igual que ser consolado! ¡Es lo más lindo que conozco!

– Ahora, Tim, vete a la puerta del frente y vigila los coches -le ordenó Es, preguntándose si todavía tenía la cabeza en su sitio y tratando de ignorar el dolorcito de costado que desde hacía tiempo la venía molestando.

Dawnie entró con su padre en el gran coche que encabezaba la procesión, la solitaria dama de honor se acomodó en el segundo, y Es metió a Tim en el tercero, junto con ella.

– Siéntate quietecito y pórtate bien -le dijo recostándose en el lujoso asiento con un suspiro.

– Te ves muy bonita, mamá -dijo Tim, más acostumbrado que su madre al interior de un automóvil elegante y tomándolo como la cosa más natural.

– Gracias, querido; ojalá me sintiera igual -replicó Es.

Es había tratado de vestirse lo más discretamente posible, comprendiendo que los futuros parientes políticos de Dawnie no se impresionarían con el atuendo que acostumbraban las madres de las novias del círculo de los Melville. Así pues, con un suspiro de tristeza había hecho a un lado su delicioso sueño de un vestido de encaje de guipur color malva, estola, zapatos y sombrero con un ramo de lilas del mismo color y, en vez de eso, había escogido un vestido de shantung azul pálido sin ramo alguno y con sólo dos modestas rosas blancas.

La iglesia estaba ya llena cuando ella y Tim se sentaron en el primer banco del lado de la novia; durante todo el recorrido por el pasillo, Es había estado consciente de las miradas que le echaban a Tim todos los invitados por parte del novio, abriendo la boca, se dijo ella misma, igual que si fueran unos don nadie de la clase baja. El señor y la señora Harrington-Smythe lo miraban como si no pudieran dar crédito a sus ojos y en las miradas de absolutamente todas las mujeres menores de noventa años había destellos de adoración. Es estaba feliz de que Tim no fuera a la recepción.

Tim se comportó perfectamente durante la ceremonia, que afortunadamente no duró mucho. Después, mientras las cámaras de los fotógrafos relampagueaban y se formaban grupos para las felicitaciones de costumbre, Es y Ron condujeron calladamente a Tim junto a un muro, que estaba a corta distancia, frente a la iglesia, e hicieron que se sentara ahí.

– Ahora vas a esperar aquí a Mary como un buen niño y no te vas a mover de aquí, ¿oíste? -dijo Es con firmeza.

Tim asintió con la cabeza.

– Muy bien, mamá -repuso-. Aquí esperaré. ¿Puedo ir a ver a Dawnie cuando baje por la escalinata?

– Por supuesto que sí. Simplemente no te alejes de aquí y si alguien trata de trabar conversación contigo, contesta educadamente pero nada más. Ahora papá y yo tenemos que regresar a la iglesia porque nos necesitan para tomar algunas fotografías, ¡Dios los ayude! Nos veremos mañana en la noche, cuando la señorita Horton te traiga a casa.

Los novios y todos los invitados hacía ya diez minutos que se habían ido cuando el automóvil de Mary Horton apareció en el extremo de la calle. Estaba furiosa porque se había perdido en el laberinto de pequeñas calles que hay alrededor de Darling Point, pensando que San Marcos era una iglesia diferente más cerca del nuevo camino de South Head.

Tim seguía sentado en el pequeño muro, frente a la iglesia, con el sol de otoño filtrándose por las hojas de los árboles en suaves rayos dorados que danzaban con el polvo. El muchacho parecía perdido, abandonado y solo, mirando la calle con aire de desamparo y, obviamente, preguntándose qué habría sucedido con ella. El traje nuevo le quedaba perfectamente, pero lo hacía aparecer un extraño, muy buen mozo, pero sofisticado. Sólo en la pose era Tim, obediente y quieto, como un niño bien educado. O como un perro, pensó ella; igual que un perro; seguiría sentado ahí hasta morir de hambre antes que moverse para sobrevivir, porque sus seres queridos le habían dicho que se sentara ahí y no se moviera.

Las palabras que Ron le había dicho por teléfono acerca de Tim todavía resonaban en sus oídos; era obvio que Ron creía que tenía la misma edad que ellos, que andaba en los setenta, pero Mary no lo había sacado del error, curiosamente reacia a divulgar su verdadera edad. ¿Y por qué hice eso?, se preguntaba; había sido algo innecesario y tonto.

¿Podría realmente alguien morir de tristeza? Las mujeres sí se morían de tristeza en las novelas románticas de tiempos pasados; ella siempre se había imaginado que la muerte de la heroína era tanto invención de la imaginación febril del autor como el resto de la extravagante trama. Pero quizás ocurriera tal cosa en la vida real; ¿qué haría ella si Tim se alejaba de su vida para siempre, arrancado de su lado por unos padres iracundos o, Dios no lo quisiera, por la muerte? ¡Qué vida tan gris y triste sería aquella en la que no hubiera un Tim! ¡Qué inútil sería seguir viviendo en un mundo sin Tim! Él se había convertido en el núcleo de su existencia toda, hecho en el que ya varias personas habían reparado.

No hacía mucho, la señora Emily Parker se había invitado ella sola ya que, según había explicado, «Ahora ya no la veo nunca los fines de semana».

Mary había murmurado que se encontraba muy ocupada.

– ¡Ja, ja, ja! -había contestado la señora Parker-. ¡«Ocupada» es la palabra! ¡Qué bien! -le había cerrado un ojo a Mary y le había dado un afectuoso codazo en las costillas-. Debo decir que se ha encariñado usted con el joven Tim, señorita Horton, pero los entrometidos de nuestra calle ya están haciendo funcionar las lenguas con algo escandaloso.

– Me he encariñado bastante con el joven Tim -replicó Mary calmadamente, empezando a recuperar su equilibrio-. ¡Es un muchacho tan bueno, tan ansioso de ayudar, tan solitario! Al principio le hice que me arreglara el jardín porque se me ocurrió que el dinero podría servirle, luego empecé a conocerlo y comenzó a gustarme por ser como es, a pesar de su retraso mental. Es sincero, ingenuo y no tiene la menor malicia. ¡Es algo tan estimulante el encontrar a alguien tan lleno de desinterés!, ¿no cree usted? -y se quedó mirando a la señora Parker con aire ingenuo.

La señora Parker le devolvió la mirada, completamente derrotada por la sutileza de Mary.

– Pues… ejem… creo que sí. Y, estando usted sola, es para usted una buena compañía, ¿o no?

– ¡Claro que lo es! Tim y yo nos distraemos bastante estando juntos. Arreglamos el jardín o escuchamos música, nos vamos a nadar o a pasar el día en el campo; hacemos muchas cosas. Los gustos de él son sencillos y me está enseñando a apreciar la simplicidad. Yo no soy una persona con la que es fácil llevarse, pero, en cierto modo, Tim se amolda a mi manera de ser perfectamente. Él me saca de adentro lo mejor que hay en mí.

A pesar de su entrometimiento, la señora Parker tenía buen corazón y, en términos generales, no era criticona. Sonriendo, golpeó suavemente a Mary en un brazo como para darle ánimos.

– ¡Vaya! -dijo-. Pues me da mucho gusto por usted, querida. Creo que es muy bueno que haya encontrado usted a alguien que le haga compañía, estando tan sola como está. ¡Ya me encargaré yo de decirles un par de cosas a los lengualarga que hay en la vecindad! Yo les dije claramente que usted no era el tipo de las que se compran un amiguito.

»¡Bien! -había proseguido-. ¿Qué tal si nos tomamos una tacita de té, eh? Quisiera saber todo lo del joven Tim y cómo se está portando.

Pero Mary no se movió durante un momento, con el rostro curiosamente vacío de toda expresión. Luego miró a la señora Parker con aire de asombro.

– ¿Es eso lo que ellos piensan? -preguntó con tristeza-. ¿Es realmente eso lo que se imaginan? ¡Qué cosa tan asquerosa y despreciable de parte de ellos! ¡No es por mí por lo que lo digo, sino por Tim! ¡Oh, Dios, qué cosa tan repulsiva!

El jefe de Mary, Archie Johnson, fue otro de los que habían notado el cambio en ella, aunque sin saber específicamente la razón. Estaban comiendo juntos un almuerzo rápido en la cafetería de la compañía un día, cuando Archie abordó el tema.

– ¿Sabes, Mary?, no es que me interese y, si me dices que no es asunto mío, harás bien, pero parece como que últimamente estás ampliando tus horizontes, ¿me equivoco?

Ella lo había mirado fijamente, confusa y sorprendida.

– ¿Cómo dice, señor?

– ¡Ah, vamos, Mary! ¡Y no me llames «señor» ni «señor Johnson»! Estamos en la hora del almuerzo.

Mary depositó el cuchillo y el tenedor junto al plato y lo miró con toda calma. Había trabajado con Johnson más años de los que podían recordar, pero sus relaciones siempre se habían visto severamente restringidas al trabajo y a ella todavía le costaba esfuerzo aflojarse lo suficiente durante sus poco frecuentes, pero obligados encuentros sociales.

– Si quieres decir que en los últimos tiempos he cambiado, Archie, ¿por qué no lo dices? Te aseguro que no me ofenderé.

– Bien. Eso es lo que quiero decir. Has cambiado. ¡Claro que sigues siendo una bruja terrible y aún aterrorizas a las mecanógrafas, pero has cambiado! ¡Por Dios, y de qué modo! Hasta los demás habitantes de nuestro pequeño mundo lo han notado. Te ves mejor que antes, como si hubieras salido al sol en vez de vivir bajo una piedra como un caracol. Y hasta te oí reír el otro día, cuando esa idiota de Celeste estaba haciendo sus payasadas.

Mary sonrió levemente.

– Bien, Archie -repuso-. Creo que todo el asunto podría resumirse mejor si dijera que al fin me he unido a la raza humana. ¿No es ésa una hermosa frase? Un cliché tan sólido y respetable como el mejor.

– ¿Y qué diablos hizo que una solterona como tú se haya unido a la raza humana después de todos estos años? ¿Te conseguiste un novio?

– En cierto modo. Aunque no del tipo que todos piensan. Algunas veces, mi querido Archie, surgen cosas que benefician a una soltera mucho más que la simple gratificación sexual.

– ¡Oh!, en eso estamos de acuerdo. Es el que lo amen a uno lo que hace milagros, Mary, es ese maravilloso sentimiento de ser deseado y de que lo necesiten a uno y lo estimen. Lo sexual es simplemente el merengue sobre el pastel.

– ¡Veo que eres muy perspicaz! No me extraña que hayamos trabajado juntos con tanta armonía durante tantos años. Tienes mucho más sentido común y sensibilidad que el hombre de negocios común y corriente, Archie.

– ¡Parece imposible, Mary, pero tú has cambiado! Y el cambio te ha mejorado, diría yo. Y si sigues mejorando así, hasta te invitaría a cenar.

– ¡Aceptado! ¡Me gustaría saludar a Patricia!

– ¿Y quién dijo que Tricia estaba invitada? -sonrió él-. Debí haber imaginado que no habías cambiado hasta ese grado. Ya en serio, creo que a Tricia le encantaría ver el cambio con sus propios ojos, así es que, ¿por qué no vienes a cenar con nosotros una de estas noches?

– Me encantaría. Dile a Tricia que me llame y nos pondremos de acuerdo.

– Bien, pero basta ya de evasivas. ¿Cuál es el origen de tu nuevo apego a la vida, querida?

– Supongo que habría que decir que un niño, excepto que es una clase muy especial de niño.

– ¡Un niño! -Archie se echó atrás en el sillón, inmensamente complacido-. Debería haber adivinado que se trataba de un niño. Una incorruptible solterona empedernida como tú se ablandaría mucho más rápido bajo la influencia de un niño que bajo la de un hombre.

– No es tan sencillo como eso -contestó ella lentamente, sorprendida de que pudiera sentirse tan relajada y libre de aprensiones; nunca antes se había sentido tan a gusto con Archie-. Se llama Tim Melville y tiene veinticinco años, pero a pesar de todo es un niño. Es un retrasado mental.

– ¡Santos y sacrosantos sapos! -exclamó Archie, mirándola con los ojos desorbitados; tenía la manía de acuñar interjecciones raras, aunque no groseras-. ¿Y cómo demonios te metiste en eso?

– Se me fue metiendo poco a poco, supongo. Es muy difícil defenderse contra alguien que no sabe qué es defensa; y es todavía más duro herir los sentimientos de alguien que no comprende por qué lo lastiman.

– Efectivamente; así es.

– Bien; me lo llevo conmigo a Gosford los fines de semana y espero llevarlo de vacaciones a la Gran Barrera este invierno. Él, de una manera muy sincera, parece preferir mi compañía a la de ningún otro, excepto sus padres. Son gentes muy buenas.

– ¿Y por qué no iba a preferir tu compañía, vieja tragafuego? ¡Que me asusten, mira qué hora es! Le diré a Tricia que se ponga de acuerdo contigo para lo de la cena y luego quiero saberlo todo. Por ahora, regresemos al trabajo. ¿Ya te dijo McNaughton lo de la concesión que hemos logrado para explorar Dindanga?

En cierto modo, a Mary le había complacido que tanto la señora Parker como Archie hubieran aceptado de una manera tan natural su amistad con Tim y que se hubieran alegrado por ella.

Todavía no se había fijado la fecha de la prometida cena con Archie y su igualmente volátil esposa, pero Mary descubrió que, por primera vez en veinte años, esperaba con ansia esa reunión.

Cuando Tim vio el Bentley acercándose en su dirección, su rostro se iluminó de alegría y saltó del muro inmediatamente.

– ¡Mary -exclamó, metiéndose de prisa en el asiento delantero-, me alegro mucho de verte! Pensé que se te había olvidado.

La mujer le tomó una mano y la puso contra su mejilla unos momentos, tan llena de lástima y remordimiento por llegar tarde, que olvidó que se había prometido a sí misma no volver a tocarlo.

– Tim, no sería capaz de hacerte eso. Es que me perdí. Confundí San Marcos con otra iglesia y me perdí; eso es todo. Sigue sentado y ponte a gusto porque acabo de decidir que iremos a Gosford.

– ¡Oh, qué bueno! Pensé que tendríamos que quedarnos en Artarmon porque ya es tarde.

– No, ¿por qué no habríamos de ir? Y tendremos mucho tiempo para nadar cuando lleguemos allá, a menos que el agua esté muy fría; eso sí, aunque esté helando, prepararemos la cena en la playa. -Le echó una mirada con el rabo del ojo, saboreando el contraste entre su sonriente felicidad de esos momentos y la soledad desesperante de unos cuantos minutos antes-. ¿Cómo estuvo el casamiento? -preguntó.

– Muy hermoso -contestó Tim en tono serio-. Dawnie parecía una princesa de un cuento de hadas y mamá parecía una hada madrina. Llevaba un vestido azul, muy bonito, y Dawnie un vestido blanco con una cola, lleno de adornos, y un gran ramo de flores en la mano y un velo blanco en la cabeza, como una nube.

– Eso suena maravilloso. ¿Estuvieron todos contentos?

– Creo que sí -repuso él en tono de duda-, pero mamá lloró y papá también lloró, pero dijo que era el viento que se le había metido en los ojos; luego se enojó mucho conmigo cuando yo dije que no había ningún viento en la iglesia. Mamá dijo que ella lloraba porque estaba muy feliz a causa de Dawnie. Yo no sabía que la gente llorara cuando está feliz, Mary; yo no lloro cuando estoy feliz, sólo lloro cuando estoy triste. ¿Por qué tiene uno que llorar si está feliz?

Mary sonrió, sintiéndose de pronto tan feliz ella misma que casi quería llorar.

– No lo sé, Tim, excepto que a veces sucede así. Pero cuando tú estás tan feliz que lloras, lo sientes diferente, es algo muy lindo.

– ¡Ah!, entonces, ojalá me sintiera yo tan feliz que tuviera que llorar. ¿Por qué no soy tan feliz que tenga yo que llorar, Mary?

– Bien; para eso tienes que estar viejo, me imagino. Uno de estos días puede sucederte a ti también, cuando ya estés lo bastante viejo y canoso.

Perfectamente satisfecho ahora que ya le habían contestado todas las preguntas, Tim se reclinó en el asiento y se puso a mirar el paisaje, algo de lo que parecía no cansarse jamás. Tenía la insaciable curiosidad de los muy jóvenes y la capacidad de poder hacer lo mismo una y otra vez sin aburrirse. Cada vez que iban a Gosford, actuaba como si fuera la primera vez, tan asombrado ante el paisaje y el desfile de vida ante sus ojos como encantado de ver la casa de campo al final del sendero y ansioso por descubrir qué había crecido un poco más durante su ausencia, qué florecido o qué se había marchitado.

Esa noche, cuando Tim se fue a la cama, Mary hizo algo que nunca antes había hecho; entró en su cuarto, lo arropó con las mantas y luego le dio un beso en la frente.

– Buenas noches, querido Tim -dijo-; duerme bien.

– Buenas noches, Mary -contestó soñolientamente; ya estaba medio dormido en cuanto su cabeza tocaba la almohada.

Luego, mientras ella cerraba la puerta con cuidado, su voz volvió a dejarse oír:

– ¿Mary?

– ¿Sí, Tim, qué pasa? -ella giró en redondo y regresó junto a la cama.

– Mary, tú nunca te irás ni te casarás como mi Dawnie, ¿verdad?

Ella dejó escapar un suspiro.

– No, Tim, te prometo que no haré eso. Mientras tú seas feliz, estaré contigo. Ahora duérmete y no te preocupes más.

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