Cuando Mary llamó por teléfono a Ron para comunicarle que ya había vuelto a casa y que Tim estaba bien y tranquilo, le pareció que la voz del hombre denotaba cansancio.
– ¿Por qué no viene a estarse con nosotros unos cuantos días? -le pidió ella.
– No, gracias, querida; mejor no. Estarán mejor sin que yo ande alrededor.
– Eso no es cierto y usted lo sabe. Nos preocupamos por usted, lo extrañamos mucho y queremos verle. Le ruego que venga, Ron, o permítame pasar por usted con el coche.
– No, de veras; por ahora no -su tono era decidido, determinado a salirse con la suya.
– ¿Cuándo podremos ir a verle?
– Cuando regresen al trabajo, pasen a verme una noche, pero no quiero verlos antes de entonces, ¿está bien?
– No, no está bien, pero si así lo quiere usted, no hay nada que podamos hacer. Comprendo que usted piensa que está haciendo lo adecuado, que hay que dejarnos solos, pero está usted en un error, ¿sabe? A Tim y a mí nos gustaría verle.
– Cuando regresen al trabajo, no antes -hubo una pequeña pausa; luego, su voz volvió a dejarse oír, esta vez más débil y lejana-. ¿Y cómo está Tim, querida? ¿Está bien? ¿Es realmente feliz? ¿Hicimos lo apropiado y ahora se siente mejor? ¿Tenía razón el señor Martinson?
– Sí, Ron. Tenía razón. Tim es feliz. No ha cambiado en absoluto y, sin embargo, ha cambiado enormemente. Se ha asentado y se siente más seguro de sí mismo, más tranquilo, menos extraño.
– Eso es todo lo que quería oír -su voz descendió hasta un murmullo-. Gracias, Mary. Ya nos veremos.
Tim estaba en el jardín, trasplantando unos helechos a unas macetas. Con un contoneo y un porte al caminar que en ella era algo nuevo, Mary cruzó el jardín en su dirección, sonriendo. Él volvió la cabeza y le correspondió la sonrisa; luego, volvió a inclinarse sobre las frágiles hojas, desprendiendo un tallo podrido que desentonaba con el resto. Sentándose junto a él en el césped, ella reclinó la cabeza en su hombro, dejando escapar un suspiro.
– Acabo de hablar con papá -dijo.
– ¡Oh, qué bueno! ¿Cuándo va a venir?
– Dice que no vendrá hasta que hayamos regresado los dos al trabajo. Traté de convencerlo de que viniera antes, pero no quiso. Él piensa que este tiempo nos corresponde a nosotros y eso es muy amable de su parte.
– Me lo supongo, pero no era necesario que hiciera eso, ¿verdad? Las visitas no nos molestan. La señora Parker nos cae a cada rato y eso no nos disgusta.
– Es extraño, Tim, pero así es. Es una buena viejecita.
– A mí me cae bien -puso el helecho en el suelo y deslizó un brazo por la cintura de Mary-. ¿Por qué te ves tan linda estos días, Mary?
– Porque te tengo a ti.
– Yo creo que es porque no andas vestida siempre como si fueras al centro. Me gustas más sin zapatos ni medias y con el pelo suelto como ahora.
– Tim, ¿qué te parecería si nos fuéramos a la casa de campo por un par de semanas? Todo está muy bien aquí, pero va a ser mejor en la casa de campo.
– ¡Oh, sí! ¡Me encantaría! Antes no me gustaba mucho esta casa, pero se volvió muy linda cuando regresaste del hospital. Ahora sí siento que soy de este lugar. Sin embargo, la casa de campo es mi favorita.
– Sí, ya lo sé. Vámonos ahora mismo, Tim; no hay nada que nos detenga aquí. Yo sólo deseaba saber qué era lo que papá quería hacer, pero como por ahora nos deja solos, podemos irnos.
A ninguno de los dos se les ocurría ir más allá de la casa de campo; los grandiosos planes de Mary de llevar a Tim a la Gran Barrera y al desierto se habían evaporado en un distante futuro.
Llegaron a la casa de campo esa misma noche y se divirtieron mucho decidiendo dónde dormirían. Al final metieron la gran cama de Mary en el cuarto de Tim y clausuraron el cuarto de ella hasta que fueran a Gosford a comprar pintura para decorarlo. Había muy poco que hacer en el florido jardín y menos todavía en el interior de la casa, por lo que deambulaban horas enteras por la espesura, explorando sus misteriosos senderos vírgenes, tendiéndose con las cabezas juntas a contemplar algún hormiguero, o sentados, absolutamente inmóviles, mientras un pájaro lira macho ejecutaba los complicados pasos de la danza del galanteo. Si descubrían que se habían alejado demasiado para poder regresar a la casa de campo antes de que oscureciera, se quedaban donde los había sorprendido la noche, extendían una manta sobre los helechos y dormían bajo las estrellas. A veces dormían durante el día y se levantaban a la puesta del sol, se iban a la playa cuando ya estaba oscuro y encendían una hoguera, gozando de la recién descubierta libertad de tener al mundo enteramente a su disposición y sin ninguna restricción entre ellos.
En ocasiones se despojaban de sus ropas, seguros de que la oscuridad los protegía de miradas indiscretas, y nadaban desnudos en el agua negra y quieta, mientras el fuego moría en carbones cubiertos de ceniza. Él la acostaba entonces en una manta extendida sobre la arena, con la urgencia de su amor demasiado fuerte para poderlo resistir ni un momento más, y ella alzaba los brazos para atraerlo contra sus senos, más feliz de lo que jamás se hubiera imaginado que fuera posible.
Una noche Mary despertó de un sueño profundo en la arena y durante un instante se preguntó dónde estaba. En el momento siguiente lo supo, porque había tenido que acostumbrarse a dormir encerrada en los brazos de Tim, pues éste nunca la soltaba. Cualquier intento que hiciera por desprenderse de él lo despertaba inmediatamente, y el joven alargaba un brazo hasta que la encontraba, y la atraía de nuevo con un suspiro de temor y alivio combinados. Era como si pensara que algo, saliendo de la oscuridad, iba a arrancársela, pero nunca hablaba de eso y ella no insistía, adivinando que se lo diría a su debido tiempo.
El verano estaba en su apogeo y el tiempo había sido perfecto, con los días cálidos y secos y las noches suavemente frescas por la brisa del mar. Mary se quedó contemplando el cielo, reprimiendo una exclamación de encanto y asombro. El grueso cinturón de la Vía Láctea se extendía en la oscura bóveda de horizonte a horizonte, tan colmado de la luz de las estrellas que había un leve resplandor polvoriento hasta en aquellas partes del cielo donde éstas no se veían. Ninguna neblina conspiraba para empañar la visión y el resplandor de las luces de alguna ciudad quedaba a muchos kilómetros hacia el sur. La Cruz del Sur extendía sus brillantes brazos a los cuatro vientos, con su quinta estrella clara y titilante. Una luz de plata se derramaba sobre todas las cosas, el agua del río danzaba y se mecía como un fuego frío y bullente y la arena estaba salpicada de un mar de diamantes diminutos.
De pronto, por un pequeñísimo e inmóvil espacio de tiempo, le pareció a Mary oír algo, o tal vez sentirlo; era algo extraño e insubstancial, como un grito balanceándose en el borde de la nada. Fuera lo que fuera, había algo de paz y de infinito en él. Se quedó escuchando largo rato, pero aquello no volvió a repetirse y ella empezó a pensar que quizás, en una noche como ésa, el alma del mundo quedaba libre para caer como un velo sobre las cabezas de todos los seres vivientes.
Con Tim ella siempre hablaba de Dios, pues el concepto era simple y él era lo bastante sencillo para creer en lo intangible, pero Mary misma no creía en Dios; tenía una convicción básica y nada filosófica de que sólo había una vida por vivir, ¿y acaso no era este hecho, completamente independiente de la existencia de un ser superior, lo único que contaba? ¿Y qué importaba que hubiera un Dios, si el alma era mortal, si toda vida cesaba al borde de la tumba? Cuando Mary pensaba en un Dios, lo hacía en términos de Tim y de los niños pequeños, los buenos y todavía no corruptos; su propia vida había alejado tanto de ella a lo sobrenatural, que parecía que había dos credos por separado, uno para la niñez y otro para la gente adulta. No obstante, aquello que había oído o sentido a medias, surgiendo del seno de la noche, la inquietaba, había en ello una sugestión de algún otro mundo, y de pronto recordó la antigua leyenda de que cuando el alma de alguien que acaba de morir pasa por encima, los perros aúllan, alzando el hocico a la luna y estremeciéndose de temor. Incorporándose, quedó sentada y se rodeó las rodillas con los brazos.
Tim sintió inmediatamente que ella se separaba de su cuerpo y despertó cuando al buscarla a tientas no la encontró donde acostumbraba.
– ¿Qué sucede, Mary? -preguntó.
– No sé… siento como si hubiera sucedido algo. Es algo muy extraño. ¿Tú no sentiste nada?
– No. Únicamente cuando te separaste de mí.
Él quiso hacerle el amor en esos momentos y ella trató de apartar su súbita preocupación lo bastante para satisfacerlo, pero no pudo lograrlo. Algo se agazapaba en el trasfondo de su mente como una bestia al acecho, algo amenazador e irrevocable. Su no muy entusiasta cooperación no desconcertó a Tim; éste cesó en sus intentos por excitarla y se contentó con rodearla con los brazos en lo que Mary siempre había pensado que era su abrazo del osito de peluche, porque él le había contado algo al respecto aunque, según sospechaba ella, no todo lo que había que decir.
– Tim – interrogó Mary-, ¿te molestaría mucho si regresáramos a la ciudad?
– No, si así lo quieres, Mary. No me molesta nada de lo que tú quieras hacer.
– Entonces regresemos ahora mismo, en este mismo instante. Quiero ver a papá. Siento que él nos necesita.
Tim se incorporó inmediatamente, sacudiendo la arena del cobertor y doblándolo cuidadosamente sobre uno de sus brazos.
Cuando el Bentley se detuvo en la calle Surf eran ya las seis de la mañana y hacía largo rato que el sol había salido. La casa estaba en silencio y parecía extrañamente vacía, pero Tim le aseguró a Mary que su padre se encontraba ahí. La puerta de atrás estaba abierta.
– Tim -sugirió ella-, ¿porqué no te quedas aquí afuera un minuto mientras yo entro y verifico por mí misma? No quiero asustarte ni inquietarte, pero creo que será mejor que entre sola.
– No, Mary -repuso él-, entraré contigo. No me asustaré ni me inquietaré.
Ron estaba en la cama matrimonial que siempre había compartido con Es, con los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre el pecho, como si recordara cómo yacía Es la última vez que la vio. Mary no necesitó tocar su helada piel ni ponerle una mano en el quieto corazón; inmediatamente se percató de que estaba muerto.
– ¿Está dormido, Mary? -Tim rodeó la cama por el otro lado y se quedó contemplando a su padre, luego estiró una mano y la colocó en una de sus hundidas mejillas. Alzó el rostro y miró a Mary con tristeza.
– ¡Está muy frío! -dijo.
– Está muerto, Tim.
– ¡Oh, ojalá hubiera esperado! ¡Tenía tantas ganas de decirle lo lindo que es vivir contigo! Quería preguntarle tantas cosas y quería que me ayudara a elegir un nuevo regalo para ti. ¡Y no le dije adiós! No le dije adiós y ahora no puedo acordarme cómo era cuando tenía los ojos abiertos y se movía y estaba contento.
– No creo que haya podido esperarte ni un momento más, querido -repuso Mary-. Lo único que deseaba con todas sus fuerzas era irse. La casa resultaba muy sola para él y ya no tenía nada por qué esperar una vez que supo que eras feliz. No te pongas triste, Tim, porque no es para ponerse triste. Ahora ya duerme con tu madre.
Súbitamente supo Mary por qué la voz de Ron le había sonado tan remota por teléfono; había iniciado su ayuno de muerte en cuanto Tim salió de la casa de la calle Surf para siempre, y cuando Mary regresó del hospital, ya estaba terriblemente débil. ¿Podría llamarse suicidio a eso? Ella no lo creía así. El tambor había dejado de redoblar y los pies habían dejado de marchar, eso era todo.
Sentándose en el borde de la cama, Tim metió los brazos por debajo del cuerpo de su padre y levantó en sus brazos, con gran delicadeza, la tiesa y arrugada forma.
– ¡Mary! -pudo decir-. ¡Cómo voy a extrañarlo! Me gustaba papá, me gustaba más que nadie en el mundo, excepto tú.
– Lo sé, querido. Yo también lo voy a extrañar.
¿Había sido ésa la voz de la noche anterior?, se preguntó. Cosas más extrañas que ésa les habían sucedido a personas llenas de dudas sin que éstas se aclararan… ¿Y por qué no podrían las cuerdas vivas que ataban a un ser vivo pulsar tenuemente sobre una persona querida en el mismo instante en que se desenredaban? Ron había estado completamente solo cuando había sucedido y, sin embargo, en cierto modo no había estado solo; había llamado y ella había despertado para contestarle. En ocasiones, pensó, todos los kilómetros que hay entre dos seres no son nada y se angostan hasta el minúsculo silencio que ocurre entre dos latidos del corazón.