4

Esa tarde, Mary Horton dejó el automóvil en su garaje a las seis treinta, tan cansada que apenas pudo recorrer los pocos metros que había hasta la puerta del frente sin que las rodillas le temblaran. Todo el día se había esforzado mucho y había logrado adormecer todas sus sensaciones, excepto el cansancio.

A todas luces, habían terminado ya las obras en la casa de la señora Parker, pues su exterior de ladrillo rojo había desaparecido por completo bajo una capa húmeda de estuco gris verdoso. El teléfono empezó a sonar mientras ella cerraba la puerta del frente y Mary corrió a contestarlo.

– Señorita Horton, ¿es usted? -sonó, rasposa, la voz de su vecina-. Le habla Emily Parker, querida. ¿Podría hacerme un gran favor?

– Por supuesto.

– Tengo que salir ahora mismo; mi hijo me acaba de telefonear desde la estación Central, y tengo que ir allá a recogerlo. Los albañiles terminaron esta tarde, pero todavía quedan muchas de sus cosas en el patio de atrás y Harry dijo que regresarían a limpiarlo todo. Sólo quiero que les eche usted una mirada. ¿Podría hacerlo?

– Por supuesto, señora Parker.

– ¡Gracias, querida! Hasta mañana.

Mary dejó escapar un suspiro de exasperación. Lo único que deseaba era sentarse en su mecedora, junto a la ventana, con los pies en alto y su copa de jerez de antes de la cena, y leer el Sydney Morning Herald como acostumbraba hacerlo todas las noches. Atravesó la sala de estar y, cansadamente, abrió el aparador de los licores. Toda su cristalería era de Waterford, de una gracia exquisita. Mary tomó una copa alta para jerez. Su bebida favorita era el jerez semidulce, que ella misma preparaba mezclando media copa de Amontillado seco, con otra media de jerez dulce. Completado el ritual, atravesó la cocina con su copa en la mano y se dirigió a la terraza de atrás.

Su casa estaba mejor diseñada que la de la señora Parker; en lugar de pórtico trasero, la de Mary tenía un espacioso patio de losas de piedra que descendía en tres de sus lados como un jardín de rocas escalonadas, hasta el césped que había cinco metros más abajo. El jardín era muy hermoso; muy fresco en verano, porque una pérgola cubría todo un lado con un techo de parra y de glicinas. En verano, Mary podía sentarse bajo ese verde palio, protegida de los rayos del sol; en invierno podía sentarse bajo las retorcidas ramas desnudas, dejando que el sol la calentara; en primavera, los racimos lilas de las glicinas hacían del enrejado algo espléndidamente hermoso y, a fines de verano y en otoño, el enrejado se cargaba de grandes racimos de uvas rojas, blancas y moradas.

Mary caminó silenciosamente sobre las losas, con sus brillantes zapatos negros; tenía un andar como de gato y le gustaba acercarse a la gente en silencio para poder observarla antes que la vieran a ella. En ocasiones resultaba muy útil tomar a la gente desprevenida.

El sol se ponía ya en el horizonte del cielo de occidente, hacia donde ella miraba y, de haber sido de esas personas a quienes conmueve la belleza, se hubiera quedado pasmada ante lo que se extendía frente a sus ojos. Entre su jardín y las montañas azules, a treinta kilómetros de distancia, no había ninguna otra elevación; ni siquiera las colinas de Ryde estorbaban la vista sino que más bien hacían que el panorama se destacara con mayor precisión al prestarle una perspectiva intermedia. Del mediodía en adelante el calor había llegado a casi treinta y cinco grados y, aun en esos momentos, era bien poco lo que había descendido y en el cielo no había una sola nube que subrayara el final espléndido del día. Sin embargo, la luz misma era hermosa, de un amarillo profundo y ligeramente bronceado, haciendo que los tonos verdes fueran más verdes y todo lo demás de un color ámbar. Mary se protegió los ojos con una mano y escudriñó el patio de la señora Parker.

El joven que había visto en la mañana levantaba en ese instante una espesa nube de polvo de cemento mientras barría el patio en dirección de un montón de basura y desperdicios que habían dejado los albañiles; la inclinación de la dorada cabeza indicaba que estaba completamente absorto en esa sencilla tarea como si le gustara darle aun a una ocupación como esa toda su atención. Seguía semidesnudo, igual de hermoso, quizás un poco más hermoso a la límpida luz postrera que como se había visto bajo el implacable resplandor del día. Con su copa olvidada, Mary seguía de pie, perdida en su aislamiento sin siquiera percatarse de sí misma, inconsciente de que estaba poseída de una emoción ajena a todo su ser la cual no era ni culpable ni confusa. Ella simplemente lo miraba.

Al terminar de barrer, el joven alzó la cabeza y la vio, agitó una mano en ademán de saludo y desapareció. Mary se estremeció, con el corazón en la boca, y antes de que pudiera evitarlo se encontró caminando en dirección de los laureles que dividían los jardines y entrando en el de la señora Parker por un hueco que había en la valla.

Evidentemente el muchacho había terminado lo que le habían ordenado hacer, pues tenía en una mano su maletín de trabajo mientras con la otra sacaba sus ropas de calle.

– ¡Hola! -dijo, sonriendo a Mary con absoluta naturalidad, como si no tuviera la menor idea de su propia hermosura o del impacto que inevitablemente ésta producía en los demás.

– Hola -contestó ella sin sonreír; algo húmedo le cayó en la mano; miró hacia abajo y vio que el jerez se había derramado por el borde de la copa olvidada.

– Está usted derramando su bebida -observó él.

– Sí. ¡Vaya que soy tonta! -repuso ella, tratando de que la expresión de su rostro fuera agradable.

El joven no tuvo respuesta para eso y se quedó mirándola lleno de interés, con la sonrisa en los labios.

– ¿Le gustaría a usted ganarse un poco de dinero extra? -preguntó al fin Mary, mirándolo inquisitivamente.

Él pareció confundido.

– ¿Cómo? -dijo.

Mary se sonrojó, observándolo con algo de ironía en sus ojos oscuros.

– Mi césped necesita urgentemente que lo corten, mi jardinero no ha aparecido en un mes y dudo mucho que lo vuelva a ver. Estoy muy orgullosa de mi jardín y me choca verlo así, pero es muy difícil conseguir a alguien para cortar el césped. Así es que se me ocurrió, viéndolo a usted trabajar tiempo extra en viernes, que no le caería mal un poco más de dinero. ¿Podría usted venir mañana a cortármelo? Tengo una cortadora de motor, así que más bien es cuestión de tiempo que de esfuerzo.

– ¿Cómo? -repitió él sin dejar de sonreír, aunque esta vez no tan abiertamente.

Ella se encogió de hombros con un gesto de evidente impaciencia.

– ¡Bueno, por amor de Dios! ¡Si no quiere usted el trabajo, dígalo! Lo único que quería saber era si le gustaría venir mañana a cortar la hierba. Le pagaré más de lo que le paga el señor Markham.

El muchacho caminó hasta el hueco de la valla y contempló, lleno de curiosidad, el jardín de Mary Horton; luego, asintió con la cabeza.

– Sí -dijo-, el césped necesita que lo corten, ¿verdad? Yo puedo hacerlo.

Mary pasó por el hueco, de regreso a su propio jardín y se volvió a mirarlo de frente.

– Gracias -dijo-, se lo agradezco y le aseguro que le va a convenir. Venga mañana en la mañana por la puerta de atrás para que le dé instrucciones.

– Muy bien, señora -contestó él seriamente.

– ¿No quiere usted saber cómo me llamo? -interrogó la mujer.

– Supongo que sí -dijo él sonriendo.

El hecho de que el joven se mostrara divertido le llegó a Mary a lo vivo y volvió a sonrojarse.

– ¡Pues me llamo Mary Horton! -dijo tajante-. ¿Y usted, cómo se llama, jovencito?

– Tim Melville.

– Entonces, nos veremos mañana en la mañana, señor Melville. Hasta luego y gracias.

– Hasta luego -repuso él, sonriendo.

Cuando Mary se volvió en lo alto de los escalones del patio para mirar el jardín de la señora Parker, Tim ya se había ido. El jerez también había desaparecido pues ella, inadvertidamente, había dejado caer la copa en su precipitación por escapar de aquella inocente mirada azul.

Загрузка...