THEON

En Pyke no había ningún fondeadero seguro, pero Theon Greyjoy quería ver el castillo de su padre desde el mar, igual que lo había visto por última vez hacía ya diez años, cuando la galera de combate de Robert Baratheon se lo había llevado para ponerlo bajo la tutela de Eddard Stark. Aquel día se había quedado de pie junto a la baranda, escuchando los golpes de los remos contra el agua y el sonido rítmico del tambor del maestre, mientras veía cómo Pyke se perdía en la distancia. Y lo que deseaba en aquel momento era ver cómo iba creciendo, como surgía del mar ante él.

La Myraham, obediente a sus deseos, pasó de largo el cabo con sus velas restallando y su capitán maldiciendo el viento, la tripulación y los caprichos de jovencitos de noble cuna. Theon se echó hacia delante la capucha de la capa para protegerse de las salpicaduras de las olas y buscó su hogar.

La orilla era una serie de rocas abruptas y acantilados amenazadores, y el castillo parecía fundirse con su entorno, con torres, muros y puentes excavados en la misma piedra gris negruzca; humedecido por las mismas olas saladas, festoneado con los mismos manchones de líquenes color verde oscuro, salpicado por los excrementos de las mismas aves marinas. El cabo en el que los Greyjoy habían erigido su fortaleza fue en un tiempo como una espada que se adentrara en las entrañas del océano, pero las olas lo habían golpeado día y noche hasta que la tierra se quebró en pedazos, hacía ya un millar de años. Sólo quedaban tres islas peladas y yermas, y una docena de imponentes pilares rocosos que se alzaban de las aguas como si fueran las columnas del templo de algún dios marino, mientras las olas furiosas chocaban contra ellos y los salpicaban de espuma.

Pyke se alzaba sobre aquellas islas y pilares como si formara parte de ellas, temible, oscuro, imponente. Sus muros circundaban el cabo al pie del gran puente de piedra que iba desde la cima del acantilado hasta el más grande de los islotes, dominado por la mole inmensa del Gran Torreón. Más allá estaba el Torreón de la Cocina y el Torreón Sangriento, cada uno en su isla. Las torres y dependencias exteriores se arracimaban contra los pilares, unidos por arcos cubiertos allí donde las columnas estaban próximas, o por largos puentes cimbreantes de madera y cuerda cuando estaban más alejadas.

La Torre del Mar sobresalía en la isla más lejana, en la punta de la espada rota; era la parte más vieja del castillo, alta y redonda. El escarpado pilar que era su base parecía medio devorado por el interminable asedio de las olas; estaba blanquecino tras siglos de espuma salada, mientras que los pisos superiores aparecían cubiertos por una espesa capa de líquenes, y la cima dentada ennegrecida por el hollín de las hogueras nocturnas de los vigías.

En lo alto de la Torre del Mar ondeaba el estandarte de su padre. La Myraham estaba demasiado lejos para que Theon alcanzara a ver algo más que la tela, pero sabía cómo era el dibujo: el kraken dorado de la Casa Greyjoy, con los tentáculos agitándose al aire sobre fondo sable. El asta del estandarte era un mástil de hierro que temblaba y se mecía con las ráfagas de viento, igual que un pájaro que luchara por emprender el vuelo. Y al menos allí no estaba el lobo huargo de los Stark, proyectando su sombra desde arriba sobre el kraken de los Greyjoy.

Theon no había presenciado nunca nada que lo conmoviera más. En el cielo, más allá del castillo, se veía la cola roja del cometa a través de algunos jirones de nubes dispersas. Los Mallister se habían pasado todo el viaje, desde Aguasdulces hasta Varamar, discutiendo sobre su significado.

«Es mi cometa», se dijo Theon. Deslizó la mano bajo su capa ribeteada en piel para tocar el bolsillo de tela encerada donde llevaba la carta que le había dado Robb Stark. Un papel que valía una corona.

—¿Es el castillo tal como lo recordabais, mi señor? —le preguntó la hija del capitán, apretándose contra su brazo.

—Me parece más pequeño —confesó Theon—, aunque puede que sea por la distancia.

La Myraham era una galera mercante sureña, panzuda, procedente de Antigua, que llevaba un cargamento de vino, paños y semillas para intercambiarlo por mena de hierro. Su capitán era un mercader también sureño y panzudo, y el mar de piedra que batía a los pies del castillo hacía que le temblaran los labios regordetes, de manera que se mantenía bien apartado, mucho más de lo que habría querido Theon. Un capitán hijo del hierro con un barcoluengo los habría llevado entre los acantilados y por debajo del elevado puente que conectaba la casa de la guardia con el Gran Torreón, pero aquel antigüeño no tenía habilidad, tripulación ni valor para intentarlo. De manera que pasaron de largo a una distancia segura, y Theon tuvo que conformarse con ver Pyke desde lejos. Incluso así, la Myraham tuvo que luchar duro para no chocar contra aquellas rocas.

—Ahí debe de hacer mucho viento —señaló la hija del capitán.

—Viento, frío y humedad. —Theon se echó a reír—. Lo cierto es que es un lugar mísero y duro… pero, como me dijo mi padre en cierta ocasión, de los lugares duros nacen los hombres duros, y los hombres duros dominan el mundo.

El rostro del capitán estaba tan verdoso como el mar cuando se acercó a Theon y le hizo una reverencia.

—¿Nos dirigimos ya al puerto, mi señor?

—Sí —respondió Theon con una leve sonrisa bailándole en los labios.

La promesa del oro había convertido al antigüeño en un lameculos sin pudor. El viaje habría sido muy diferente si hubiera tenido esperándolo en Varamar un barcoluengo de las islas, tal como él había esperado. Los capitanes hijos del hierro eran orgullosos y testarudos, y no reverenciaban a hombre alguno. Las islas eran demasiado pequeñas para andar reverenciando a nadie; y los barcos, más pequeños todavía. Si, como se solía decir, cada capitán era el rey de su barco, no era de extrañar que las islas recibieran el nombre de «tierra de los diez mil reyes». Y cuando has visto a tus reyes cagar por encima de la baranda del barco o ponerse verdes durante una tormenta, cuesta mucho doblar la rodilla y comportarse como si fueran dioses. «El Dios Ahogado hace a los hombres —había dicho el viejo rey Urron Manorroja hacía ya miles de años—, pero son los hombres los que hacen las coronas.»

Por añadidura, un barcoluengo habría hecho la travesía en la mitad de tiempo. La Myraham era una bañera flotante, y no le gustaría estar a bordo durante una tormenta. Pero Theon no podía quejarse demasiado. Estaba allí, no se había ahogado, y durante el viaje había contado con ciertas diversiones. Rodeó con el brazo a la hija del capitán.

—Avisadme cuando lleguemos a Puerto Noble —dijo a su padre—. Estaremos abajo, en mi camarote. —Se llevó a la chica hacia popa, mientras el padre, sin decir nada, los miraba hoscamente.

En realidad, el camarote era el del capitán, pero éste se lo había cedido para que lo utilizara cuando zarparon de Varamar. A su hija no se la había cedido para que la usara, pero ella había acudido a su lecho por su voluntad. Sólo había hecho falta una copa de vino y unas palabras susurradas al oído. Era un poco regordeta para su gusto, y tenía la piel llena de manchas y granos, pero sus pechos le llenaban las manos, y la primera vez que la tomó era doncella. A su edad era sorprendente, pero a Theon le pareció muy divertido. No creía que el capitán aprobara aquello, lo que resultaba más divertido todavía, sobre todo cuando lo veía tragarse el ultraje y mostrarse zalamero con el gran señor, siempre pensando en la bolsa de oro que se le había prometido.

—Debéis de estar muy contento de volver a ver vuestro hogar, mi señor —dijo la chica mientras Theon se quitaba la capa mojada—. ¿Cuánto hace que estabais fuera?

—Diez años, o casi —respondió—. Acababa de cumplir los diez cuando me llevaron a Invernalia como pupilo de Eddard Stark. —Pupilo de nombre, en realidad había sido un rehén. La mitad de su vida la había pasado como rehén… pero ya no lo era. Su vida volvía a pertenecerle, y ya no había ningún Stark a la vista. Atrajo hacia sí a la hija del capitán y le besó una oreja—. Quítate esa capa.

La muchacha bajó la vista en un repentino acceso de timidez, pero hizo lo que le decía. Cuando la pesada prenda, empapada de agua de mar, cayó de sus hombros al suelo, hizo una pequeña reverencia y sonrió, nerviosa. A decir verdad, cuando sonreía parecía un poco idiota, pero la inteligencia no era uno de sus requisitos cuando se trataba de mujeres.

—Ven aquí —le dijo.

—Nunca he visto las Islas del Hierro —dijo mientras obedecía.

—Date por satisfecha. —Theon le acarició el cabello. Lo tenía fino y oscuro, aunque el viento se lo había enmarañado—. Las islas son duras y pedregosas, con pocas comodidades y menos esperanzas. La muerte siempre ronda, y la vida es cruel y exigua. Los hombres se pasan las noches bebiendo cerveza y discutiendo sobre quién lo tiene peor, si los pescadores que pelean contra el mar o los granjeros que tratan de arrancar una cosecha a un suelo escaso y pobre. A decir verdad, los que peor lo llevan son los mineros, que se rompen las espaldas en la oscuridad, ¿y para qué? Hierro, plomo, estaño, ésos son nuestros tesoros. No es de extrañar que los hombres del hierro de antaño se dedicaran al saqueo.

—Podría desembarcar con vos —dijo aquella estúpida que no parecía prestarle atención—. Si queréis…

—Podrías desembarcar —asintió Theon al tiempo que le oprimía un seno—. Pero no conmigo, lo siento.

—Trabajaría en vuestro castillo, mi señor. Sé limpiar pescado, hornear pan y hacer mantequilla. Mi padre dice que mi cangrejo a la pimienta es el mejor que ha probado. Si me dejáis un sitio en vuestras cocinas os prepararé cangrejo a la pimienta.

—¿Y me calentarás la cama por las noches? —Empezó a desatarle los lazos del corpiño con dedos hábiles y entrenados—. En el pasado te podría haber llevado a casa como botín, y serías mi esposa quisieras o no. Los antiguos hombres del hierro hacían cosas como ésa. Cada hombre tenía su esposa de roca, su verdadera mujer, hija del hierro igual que él, pero también tenía esposas de sal, mujeres capturadas en sus saqueos.

La chica abrió los ojos de par en par, y no porque le hubiera desnudado los pechos.

—Yo sería vuestra esposa de sal, mi señor.

—Por desgracia, los tiempos han cambiado. —El dedo de Theon dibujó círculos en uno de los pesados senos, avanzando en espiral hacia el pezón castaño—. Ya no podemos cabalgar los vientos con fuego y espada, ni coger lo que se nos antoja. Ahora arañamos el suelo y lanzamos sedales al mar, igual que los demás hombres, y tenemos que considerarnos afortunados si conseguimos suficiente bacalao salado y gachas para sobrevivir al invierno. —Se llevó el pezón a la boca y lo mordió hasta que a la chica se le escapó un gemido.

—Podéis ponerme eso dentro otra vez, si os place —le susurró al oído mientras la lamía.

Theon alzó la cabeza de su pecho. La piel estaba de color rojo oscuro allí donde la había marcado con los dientes.

—Lo que me placería es enseñarte una cosa nueva. Desátame los calzones y dame placer con la boca.

—¿Con la boca?

—Para eso se hicieron estos labios, pequeña —dijo mientras le pasaba un pulgar con suavidad por los gruesos labios—. Si fueras mi esposa de sal, harías lo que te ordenara.

Al principio se mostró tímida, pero para ser tan estúpida aprendió muy deprisa, para satisfacción de Theon. Tenía la boca tan húmeda y dulce como el coño, y de aquella manera no se veía obligado a soportar su charla sin sentido.

«En los viejos tiempos me la habría quedado como esposa de sal —se dijo mientras le pasaba los dedos por el cabello enmarañado—. En los viejos tiempos. Cuando manteníamos las antiguas costumbres, vivíamos del hacha, no de la pesca, y nos apoderábamos de lo que queríamos, ya fueran riquezas, mujeres o gloria.» En aquellos tiempos, los hijos del hierro no trabajaban en las minas; eso se quedaba para los cautivos que tomaban en sus expediciones, así como otros trabajos lamentables como el cultivo de los campos y el cuidado de las cabras y las ovejas. El único trabajo apto para un hombre del hierro era la guerra. El Dios Ahogado los había creado para saquear y violar, para labrar reinos y escribir sus nombres en fuego, sangre y canciones.

Aegon el Dragón había acabado con las antiguas costumbres al quemar a Harren el Negro, devolver el reino de Harren a los débiles hombres del río y reducir las Islas del Hierro a un rincón insignificante de un reino mucho más grande. Pero las viejas historias de sangre se seguían contando en todas las islas, en torno a hogueras alimentadas con restos de barcos naufragados y junto a fogones humeantes, incluso tras los altos muros de piedra de Pyke. Entre los numerosos títulos del padre de Theon estaba el de Lord Segador, y en su lema los Greyjoy alardeaban de que Nosotros no Sembramos.

Si Lord Balon había puesto en marcha su gran rebelión no había sido por la vanidad huera de una corona, sino para reinstaurar las antiguas costumbres. Robert Baratheon había puesto un sangriento final a aquella esperanza, con la ayuda de su amigo Eddard Stark, pero los dos estaban ya muertos. En sus respectivos lugares gobernaban simples chiquillos, y el reino forjado por Aegon el Conquistador se estaba desmembrando.

«Ésta es la estación —pensó Theon mientras los labios de la hija del capitán subían y bajaban—, la estación, el año y el día, y yo soy el hombre.» Sonrió torvo al pensar en qué diría su padre cuando le contara que él, Theon, el benjamín, el pequeño y el rehén, él había conseguido lo que no lograra el propio Lord Balon.

El clímax llegó repentino como una tormenta, y llenó la boca de la muchacha con su semilla. Ella se sobresaltó y trató de apartarse, pero Theon la sujetó con fuerza por el pelo. Tras unos instantes consiguió sentarse junto a él.

—¿He complacido a mi señor?

—Bastante —respondió.

—Sabía salado —murmuró la chica.

—¿Cómo el mar?

Ella asintió.

—Siempre me ha gustado el mar, mi señor.

—Igual que a mí —dijo al tiempo que le frotaba un pezón entre dos dedos.

Y era verdad. Para los hombres de las Islas del Hierro, el mar significaba la libertad. Lo había olvidado hasta que la Myraham desplegó las velas en Varamar. Los sonidos le hicieron recordar sensaciones olvidadas: el crujido de la madera y las sogas, las órdenes a gritos del capitán, el restallido de las velas cuando el viento las hinchaba… todos tan familiares como el palpitar de su corazón, e igual de reconfortantes.

«No volveré a olvidarlo nunca —se prometió Theon—. No volveré a alejarme del mar.»

—Llevadme con vos, mi señor —suplicó la hija del capitán—. No hace falta que sea a vuestro castillo. Puedo quedarme en cualquier pueblo y ser vuestra esposa de sal.

Extendió una mano para acariciarle la mejilla. Theon Greyjoy se la apartó a un lado y se levantó del catre.

—Mi lugar está en Pyke, y el tuyo en este barco.

—Ya no puedo quedarme aquí.

—¿Por qué no? —preguntó mientras se abrochaba los calzones.

—Por mi padre —le dijo—. En cuanto os vayáis me castigará, mi señor. Me insultará y me pegará.

—Así son los padres —reconoció Theon al tiempo que descolgaba la capa. Se la echó sobre los hombros y cerró los pliegues con un broche de plata—. Dile que debería darse por satisfecho. Con la cantidad de veces que te he follado, lo más seguro es que estés preñada. No todos los hombres tienen el honor de criar al bastardo de un rey.

La chica lo miró con un gesto tan estúpido que Theon se marchó, dejándola allí.

La Myraham rodeaba en aquel momento una punta boscosa. Bajo los riscos en los que crecían pinos, una docena de botes pesqueros recogían las redes. El barco se mantuvo a buena distancia de ellos mientras maniobraba. Theon se dirigió hacia proa para ver mejor. Lo primero que divisó fue el castillo, la fortaleza de los Botley. En su infancia era de madera y cáñamo, pero Robert Baratheon había arrasado aquella estructura hasta los cimientos. Lord Sawane la había reconstruido en piedra, y ahora un pequeño torreón cuadrado coronaba la colina. De las torres achatadas de las esquinas pendían banderas color verde claro, todas con la imagen de un banco de peces plateados.

Bajo la escasa protección que ofrecía el pequeño castillo de los peces, se extendía el pueblo de Puerto Noble, con un puerto rebosante de barcos. La última vez que vio Puerto Noble era una ruina humeante, donde los esqueletos de los barcoluengos quemados y las galeras destrozadas salpicaban la orilla rocosa como los huesos de leviatanes muertos, y de las casas no quedaban más que muros semiderruidos y cenizas frías. Habían pasado diez años, y apenas se veían algunos rastros de la guerra. Los hombres habían construido chozas nuevas con las piedras de las antiguas, y habían puesto hierba fresca para hacer los tejados. Cerca del embarcadero se alzaba una posada nueva, el doble de grande que la antigua, con el piso bajo de piedra y los dos superiores de madera. En cambio, el sept no se llegó a reconstruir nunca, y del antiguo sólo quedaban los cimientos de siete lados en el lugar donde se había alzado. Al parecer, la furia de Robert Baratheon había quitado a los hombres del hierro todo gusto por los nuevos dioses.

A Theon le interesaban más los barcos que los dioses. Entre los mástiles de incontables botes de pesca divisó una galera mercante de Tyrosh, descargando mercancía junto a una pesada coca ibbenesa de negro casco alquitranado. También había gran número de barcoluengos, al menos cincuenta o sesenta, anclados en el mar o varados en la pedregosa orilla norte. En algunas velas se veían las divisas de las otras islas: la luna ensangrentada de Wynch, el cuerno de guerra con franjas negras de Lord Goodbrother, la guadaña plateada de Harlaw… Theon buscó con la mirada el Silencio de su tío Euron. No vio rastro de aquel navío rojo, esbelto y terrible, pero allí estaba el Gran kraken de su padre, que lucía en la proa un espolón de hierro con la forma de la criatura que le daba nombre.

¿Acaso se le había anticipado su padre y había convocado a los vasallos de los Greyjoy? Volvió a llevarse la mano al interior de la capa, al bolsillo de tela encerada. Aparte de Robb Stark, nadie sabía nada de aquella carta; no eran tan idiotas como para confiar sus secretos a un pájaro. Pero Lord Balon tampoco era ningún idiota. Podía haber intuido por qué su hijo volvía a casa después de tanto tiempo, y actuado en consecuencia.

La idea no le hacía la menor gracia. La guerra de su padre había terminado hacía mucho, y la perdió. Aquélla era la hora de Theon. Su hora, su plan, su gloria y, con el tiempo, su corona.

«Pero si la flota está reunida…»

Bien pensado, quizá no fuera más que una medida de precaución. Una maniobra defensiva, por si la guerra se extendía al otro lado del mar. Los viejos eran cautelosos por naturaleza. Su padre ya era viejo, al igual que su tío Victarion, que dirigía la Flota de Hierro. Desde luego, el caso de su tío Euron era muy diferente, pero el Silencio no estaba en aquel puerto.

«Es lo mejor —se dijo Theon—. Así podré asestar el golpe mucho más deprisa.»

Mientras la Myraham avanzaba hacia tierra, Theon se dedicó a pasear por la cubierta, inquieto, sin dejar de escudriñar la orilla. No había esperado que Lord Balon en persona acudiera a recibirlo al muelle, pero sin duda habría enviado a alguien. El mayordomo Sylas Bocamarga, Lord Botley o tal vez incluso a Dagmer Barbarrota. Tenía muchas ganas de ver de nuevo el rostro espantoso del anciano Dagmer. Sabían de sobra que iba a llegar. Robb había enviado cuervos desde Aguasdulces, y al ver que no había ningún barco esperándolos en Varamar, Jason Mallister envió sus pájaros a Pyke, por si acaso los de Robb se habían extraviado.

Pero no vio ningún rostro conocido, ninguna guardia de honor que lo esperase para escoltarlo desde Puerto Noble a Pyke, sólo trabajadores dedicados a sus oficios. Los estibadores bajaban rodando barriles de vino del mercante de Tyrosh, los pescadores pregonaban la captura del día y los niños corrían y jugaban. Un sacerdote con la túnica aguamarina del Dios Ahogado llevaba un par de caballos de las riendas por la orilla pedregosa, mientras sobre él una mujer desaseada, asomada a una ventana de la posada, llamaba a gritos a unos marineros ibbeneses que pasaban por la calle.

Un grupo de comerciantes de Puerto Noble se había reunido para esperar al barco. Mientras la Myraham echaba amarras, no dejaban de lanzar preguntas a gritos.

—Venimos de Antigua —les gritó en respuesta el capitán—. Traemos manzanas y naranjas, vinos del Rejo, plumas de las Islas del Verano. Tengo pimienta, cueros trenzados, un rollo de encaje de Myr, espejos para las damas y un par de arpas de Antigua que son lo más dulce que hayáis escuchado jamás. —La pasarela descendió con un crujido y un sonoro golpe—. Y os he traído a vuestro heredero.

Los hombres de Puerto Noble miraron a Theon con expresiones vacías y bovinas en los ojos, y comprendió que no sabían quién era. Aquello lo puso de mal humor. Depositó un dragón de oro en la mano del capitán.

—Ordena a tus hombres que traigan mis cosas. —Sin aguardar la respuesta recorrió la pasarela a zancadas—. Posadero —rugió—. Quiero un caballo.

—Como mandéis, mi señor —respondió el hombre sin hacerle ni un atisbo de reverencia. Se le había olvidado lo atrevidos que podían llegar a ser los hijos del hierro—. Da la casualidad de que tengo uno que os servirá. ¿Adónde iréis, mi señor?

—A Pyke. —El muy idiota seguía sin reconocerlo. Debería haberse puesto el jubón bueno, el del kraken bordado en el pecho.

—Pues os interesa partir enseguida si queréis llegar antes de que oscurezca —siguió el posadero—. Mi hijo os acompañará para mostraros el camino.

—No necesitará de los servicios de tu hijo —intervino una voz grave—. Ni de tu caballo. Yo llevaré a mi sobrino hasta la casa de su padre.

El que hablaba era el sacerdote al que había visto llevar a los caballos por la orilla. Al verlo acercarse, el posadero hincó una rodilla en tierra. «Pelomojado», le oyó murmurar Theon.

El sacerdote era alto y flaco, con nariz ganchuda y ojos torvos, y vestía una abigarrada túnica verde, gris y azul, los colores arremolinados del Dios Ahogado. Llevaba debajo del brazo un pellejo para agua colgado de una tira de cuero, y en el pelo largo hasta la cintura y en la larga barba se había trenzado algas secas.

Un recuerdo vino a la mente de Theon. En una de sus escasas cartas, Lord Balon le había mencionado que el barco de su hermano pequeño se había hundido durante una tormenta; cuando el mar lo depositó sano y salvo en la orilla decidió entregarse a la religión.

—¿Tío Aeron? —preguntó, dubitativo.

—Sobrino Theon —replicó el sacerdote—. Tu señor padre me envía a recogerte. Vamos.

—Enseguida, tío. —Se volvió hacia la Myraham—. Traed mis cosas —ordenó al capitán.

Un marinero le tendió desde el barco su arco largo de madera de tejo y el carcaj de flechas, pero fue la hija del capitán quien le llevó el bulto con sus ropas buenas.

—Mi señor.

Tenía los ojos enrojecidos. Cuando él cogió el bulto, hizo ademán de ir a abrazarlo, delante de su padre, de su tío el sacerdote y de media isla. Theon se apartó a un lado.

—Gracias.

—Por favor —suplicó la chica—. Os amo, mi señor.

—Tengo que irme. —Echó a correr detrás de su tío, que ya se alejaba por el muelle. Lo alcanzó con una docena de zancadas largas—. No esperaba verte a ti, tío. Han pasado diez años, creí que mi señor padre y mi señora madre vendrían a recibirme, o que enviarían a Dagmer con una guardia de honor.

—No te corresponde a ti cuestionar las órdenes del Lord Segador de Pyke. —El tono del sacerdote era gélido, en nada recordaba al hombre que Theon había conocido en su infancia. Aeron Greyjoy había sido el más afable de sus tíos, débil de carácter, siempre presto a la risa, aficionado a las canciones, a la cerveza y a las mujeres—. En cuanto a Dagmer Barbarrota ha ido a Viejo Wyk por orden de tu padre, para convocar a los Stonehouse y a los Drumm.

—¿Con qué objetivo? ¿Por qué se ha reunido una flota de barcoluengos?

—¿Por qué se reúnen siempre las flotas? —Su tío había dejado los caballos atados delante de la posada portuaria. Cuando llegaron junto a ellos se volvió hacia Theon—. Dime la verdad, sobrino. ¿Ahora rezas a los dioses lobos?

Theon rara vez rezaba, pero no era cosa que uno confesara a un sacerdote, ni aunque fuera el hermano del propio padre.

—Ned Stark rezaba a un árbol. No, no tengo nada que ver con los dioses de los Stark.

—Bien. Arrodíllate.

—Tío, no sé… —El suelo estaba lleno de piedras y barro.

—Que te arrodilles. ¿O resulta que ahora eres demasiado orgulloso? ¿Nos han devuelto a un señorito de las tierras verdes?

Theon se arrodilló. Su presencia allí tenía un propósito, y quizá para lograrlo necesitara de la ayuda de Aeron. En fin, una corona bien valía un poco de barro y mierda de caballo en los calzones.

—Agacha la cabeza. —Su tío alzó el pellejo, le quitó el corcho y regó con un hilillo de agua de mar la cabeza de Theon. El agua le empapó el pelo, le corrió por la frente y se le metió en los ojos. Le bajó por las mejillas y un reguero se le metió por debajo de la capa y del jubón. Le corrió por la espalda como un regato helado que le pasara por la columna vertebral. La sal hizo que los ojos le escocieran, y tuvo que contenerse para no llorar. Notó en los labios el sabor del océano—. Haz que tu siervo Theon vuelva a nacer del mar, como tú naciste —entonó Aeron Greyjoy—. Bendícelo con la sal, bendícelo con la piedra, bendícelo con el acero. ¿Todavía recuerdas qué había que decir, sobrino?

—Lo que está muerto nunca puede morir —rememoró Theon.

—Lo que está muerto nunca puede morir —repitió su tío—, sino que se alza de nuevo, más duro y más fuerte. Levántate.

Theon se levantó y parpadeó para contener las lágrimas que le había provocado la sal en los ojos. Sin añadir palabra, su tío puso el corcho al pellejo de agua, desató su caballo y montó. Theon hizo lo mismo. Juntos emprendieron la marcha, dejando atrás la posada, y más allá el castillo de Lord Botley, en las colinas pedregosas. El sacerdote no dijo ni una palabra más en todo el trayecto.

—He estado la mitad de mi vida lejos de casa —dijo al final Theon—. ¿Notaré cambiadas las islas?

—Los hombres pescan en el mar, excavan en la tierra y mueren. Las mujeres paren niños con sangre y dolor, y mueren. La noche sigue al día. Los vientos y las mareas permanecen. Las islas son como las hizo nuestro dios.

«Dioses, qué sombrío se ha vuelto», pensó Theon.

—¿Veré a mi hermana y a mi señora madre en Pyke?

—No. Tu madre vive ahora en Harlaw, con su hermana. Allí el clima es menos malo, y no sufre tantos accesos de tos. Tu hermana ha llevado el Viento negro a Gran Wyk, para transmitir mensajes de tu señor padre. No tardará en regresar, te lo aseguro.

No hacía falta que nadie le dijera a Theon que el Viento negro era el barcoluengo de Asha. Hacía diez años que no veía a su hermana, pero al menos eso sí lo sabía. Era extraño que le hubiera puesto semejante nombre, teniendo en cuenta que el lobo de Robb Stark se llamaba Viento Gris.

—El de Stark es gris y el de Greyjoy es negro —murmuró con una sonrisa—. Pero los dos son vientos. —El sacerdote no dijo nada—. ¿Y qué me dices de ti, tío? —preguntó Theon—. Cuando se me llevaron de Pyke no eras sacerdote. Te recuerdo cantando las viejas canciones de saqueo, de pie en la mesa y con un cuerno de cerveza en una mano.

—Era joven, vacuo y vanidoso —respondió Aeron Greyjoy—. Pero el mar lavó mi locura y se llevó mi vanidad. El hombre se ahogó, sobrino. Sus pulmones se llenaron de agua marina, y los peces se comieron las escamas que le cubrían los ojos. Cuando me levanté de nuevo, lo vi todo con claridad.

«Está tan loco como amargado.» El recuerdo que Theon había tenido del viejo Aeron Greyjoy era agradable.

—Tío, ¿por qué ha convocado mi padre sus espadas y sus velas?

—Te lo dirá cuando llegues a Pyke, no me cabe duda.

—Preferiría conocer ya sus planes.

—No será de mis labios. Tenemos orden de no hablar de esto con nadie.

—¿Ni siquiera conmigo? —Theon estaba rabioso. Había guiado a hombres a la guerra, había cazado con un rey, había conseguido honores en torneos, había cabalgado con Brynden el Pez Negro y con Gran Jon Umber, había luchado en el Bosque Susurrante, se había acostado con tantas chicas que apenas si recordaba sus nombres, y pese a todo aquel tío suyo lo trataba como si siguiera teniendo diez años—. Si mi padre está haciendo planes de guerra, debo conocerlos. No soy cualquiera. ¡Soy el heredero de Pyke y de las Islas del Hierro!

—Eso ya lo veremos.

Aquellas palabras fueron como una bofetada en el rostro.

—¿Que ya lo veremos? Mis dos hermanos han muerto. Soy el único hijo vivo de mi padre.

—Tu hermana también vive.

«Asha», pensó, confuso. Era tres años mayor que Theon, pero…

—Las mujeres sólo pueden heredar si no hay varones en la línea directa —insistió, casi gritando—. No dejaré que me arrebaten lo que me corresponde por derecho, te lo advierto.

—¿Te atreves a hablar de esa forma a un siervo del Dios Ahogado, chico? —gruñó su tío—. Has olvidado más cosas de las que crees. Y debes de ser muy idiota si piensas que tu señor padre entregará estas islas sagradas a un Stark. Cállate de una vez, el viaje ya se hace largo sin tener que aguantar tu cháchara de cotorra.

Theon cerró la boca, aunque le costó un auténtico esfuerzo.

«De modo que así están las cosas», pensó. Como si diez años en Invernalia hubieran bastado para convertirlo en un Stark. Lord Eddard lo había criado entre sus hijos, pero Theon nunca fue uno de ellos. Todo el castillo, desde Lady Stark hasta el último pinche de cocina, sabían que era un rehén para garantizar el buen comportamiento de su padre, y lo trataban en consecuencia. Hasta al bastardo Jon Nieve se le dispensaban más honores que a él.

De cuando en cuando, a Lord Eddard le había dado por representar el papel de padre, pero para Theon siempre fue el hombre que arrasó Pyke a sangre y fuego, y lo arrancó de su hogar. De niño siempre tuvo miedo del rostro severo y la gran espada oscura de Stark. Y su señora esposa era todavía más distante y desconfiada.

En cuanto a los niños, durante la mayor parte de los años que pasó en Invernalia, los pequeños no eran más que bebés llorones. Únicamente Robb y su hermanastro bastardo, Jon Nieve, tenían edad suficiente como para que se fijara en ellos. El bastardo era un chico hosco, al que no pasaba desapercibido el menor desprecio, y estaba celoso de la noble cuna de Theon, así como del aprecio que le mostraba Robb. Theon sentía cierto afecto por Robb, como si fuera un hermano menor… pero más le valdría no mencionarlo. Al parecer, en Pyke las viejas guerras no habían terminado. Aquello no debería sorprenderlo. Las Islas del Hierro vivían en el pasado; el presente era tan duro y amargo que les resultaba intolerable. Además, su padre y sus tíos eran viejos, y los viejos se comportaban de esa manera; se llevaban a la tumba sus polvorientas querellas, no olvidaban nada, y menos todavía perdonaban.

Con los Mallister, sus compañeros de viaje desde Aguasdulces a Varamar, pasaba lo mismo. Patrek Mallister no era mal tipo. Compartía su gusto por las mujeres, el vino y la caza con halcón. Pero cuando Lord Jason vio que su heredero pasaba cada vez más tiempo en compañía de Theon, se llevó a Patrek aparte para recordarle que Varamar se erigió para defender la costa contra los saqueadores de las Islas del Hierro, sobre todo de los Greyjoy de Pyke. La Torre Retumbante recibía su nombre por la inmensa campana de bronce que, desde los tiempos más antiguos, se hacía sonar para llamar a los ciudadanos y a los campesinos al castillo siempre que se avistaban barcoluengos en el horizonte occidental.

—No le importa que la campana no haya sonado más que una vez en trescientos años —comentó Patrek a Theon al día siguiente, mientras compartía con él las advertencias de su padre y una jarra de vino de manzanas verdes.

—Cuando mi hermano intentó tomar Varamar por asalto —asintió Theon. Lord Jason había matado a Rodrik Greyjoy ante los muros de su castillo y había expulsado a los hombres del hierro de vuelta hacia la bahía—. Si tu padre cree que le guardo rencor por aquello es porque no llegó a conocer a Rodrik.

Los dos rieron mientras se dirigían hacia una joven molinera, casada pero muy cariñosa, conocida de Patrek.

«Ojalá Patrek estuviera aquí ahora, conmigo.» Mallister o no, era un compañero de viaje mucho más agradable que el viejo sacerdote amargado en el que se había transformado su tío Aeron.

El sendero por el que cabalgaban ascendía serpenteante por colinas yermas y pedregosas. No tardaron en perder de vista el mar, aunque el olor de la sal impregnaba penetrante el aire húmedo. Iban a un paso lento, pero constante. Pasaron junto a un pastizal cercado para ovejas y luego junto a la entrada de una mina abandonada. Aquel nuevo Aeron Greyjoy era poco dado a la conversación, de manera que viajaban en sombrío silencio. Al final, Theon no lo pudo soportar más.

—Ahora Robb Stark es el señor de Invernalia —dijo.

Aeron siguió cabalgando.

—Todos los lobos son iguales.

—Robb ha roto el juramento de lealtad al Trono de Hierro y se ha coronado Rey en el Norte. Está en guerra.

—Los cuervos de los maestres vuelan sobre la sal tan bien como sobre la roca. Esas noticias son viejas.

—Significan que amanece un nuevo día, tío.

—Cada madrugada amanece un nuevo día, y es igual que el anterior.

—En Aguasdulces no opinan lo mismo. Dicen que el cometa rojo es el heraldo de una nueva era. Un mensajero de los dioses.

—Es una señal, sí —asintió el sacerdote—. Pero de nuestro dios, no del suyo. Se trata de una marca ardiente, como las que llevaban antaño nuestros hombres. Es la llama del Dios Ahogado, salida del mar, que proclama la llegada de una marea creciente. Es hora de izar las velas y asolar el mundo con el fuego y con la espada, como siempre hicimos.

—Completamente de acuerdo —dijo Theon con una sonrisa.

—Un hombre está de acuerdo con dios igual que una gota de lluvia con la tormenta.

«Esta gota de lluvia reinará algún día, anciano.» Theon ya estaba harto del talante sombrío de su tío. Picó espuelas y se adelantó al trote sin perder la sonrisa.

El sol estaba ya a punto de ponerse cuando llegaron a los muros de Pyke, un arco de piedra oscura que iba de un acantilado al otro, con la casa de la guardia en el centro y tres torres cuadradas a cada lado. Theon alcanzó a ver las cicatrices que las catapultas de Robert Baratheon habían dejado en las piedras. Se había alzado una nueva torre sur sobre las ruinas de la antigua; era de un gris un poco más claro, y los líquenes todavía no la habían atacado. Por allí era por donde había entrado Robert, como una tromba, saltando cascotes y cadáveres, con la maza en la mano y Ned Stark a su lado. Theon lo había visto todo a salvo en la Torre del Mar; de cuando en cuanto las antorchas se le volvían a aparecer en sueños, y oía el retumbar del derrumbamiento.

Las puertas estaban abiertas ante él; y el oxidado rastrillo, alzado. Los guardias situados sobre las almenas observaron con ojos desconocidos al Theon Greyjoy que, por fin, regresaba a su hogar.

Tras la muralla que rodeaba el cabo había cincuenta acres de tierra, entre el cielo y el mar. Allí estaban los establos, las perreras, y un puñado de edificaciones. Las ovejas y los cerdos se amontonaban en sus rediles, mientras que los perros del castillo correteaban en libertad. Hacia el sur quedaban los acantilados, y el ancho puente de piedra que llevaba al Gran Torreón. Mientras se bajaba del caballo, Theon alcanzó a oír el romper de las olas. Un mozo de cuadras se acercó para ocuparse de su caballo. Un par de críos flacos y unos cuantos esclavos lo observaban con ojos apagados, pero de su señor padre no había ni rastro, ni tampoco de nadie a quien recordara de su infancia.

«Una bienvenida desolada y amarga», pensó.

El sacerdote no había descabalgado.

—¿No te quedarás esta noche para compartir la carne y el aguamiel, tío?

—Me dijeron que te trajera, y te he traído. Ahora regreso al servicio de nuestro dios. —Aeron Greyjoy hizo dar la vuelta al caballo y cabalgó sin prisa bajo las púas enlodadas del rastrillo.

Una vieja de espalda encorvada, enfundada en un informe vestido gris, se aproximó a él con paso cauto.

—Mi señor, me ordenan que os acompañe a vuestras habitaciones.

—¿Quién lo ordena?

—Vuestro señor padre.

—Así que tú sabes quién soy. —Theon se quitó los guantes—. ¿Por qué no ha venido mi padre a recibirme?

—Os espera en la Torre del Mar, mi señor. Cuando hayáis descansado de vuestro viaje.

«Y yo pensaba que Ned Stark era frío.»

—¿Y tú quién eres?

—Helya, llevo el castillo en nombre de vuestro señor padre.

—Antes el mayordomo era Sylas. Lo llamaban Bocamarga. —Incluso en aquel momento Theon recordaba con viveza el hedor a vino del aliento del anciano.

—Murió hace cinco años, mi señor.

—¿Y el maestre Qalen? ¿Dónde está?

—Duerme en el mar. Actualmente el encargado de los cuervos es Wendamyr.

«Es como si fuera un forastero aquí —pensó Theon—. No ha cambiado nada, pero ha cambiado todo.»

—Llévame a mis habitaciones, mujer —ordenó.

La anciana hizo una reverencia rígida y echó a andar delante de él por la punta de tierra que llevaba al puente. Al menos aquello sí era tal como lo recordaba: las viejas piedras resbaladizas por las salpicaduras del mar y con manchas de líquenes, la espuma de las olas bajo sus pies como si fuera una bestia salvaje, el viento salado agitándole las ropas.

Siempre que había soñado con el regreso a casa, se había visto a sí mismo en su confortable dormitorio de la Torre del Mar, donde había dormido de niño. Pero en vez de eso la anciana lo guiaba hacia el Torreón Sangriento. Allí las estancias eran más grandes y estaban mejor amuebladas, aunque resultaban igual de frías y húmedas. Asignaron a Theon unas habitaciones gélidas, de techos tan altos que se perdían en la penumbra. Aquello lo habría impresionado si no supiera que eran esas mismas habitaciones las que daban su nombre al Torreón Sangriento. Hacía ya mil años, los hijos del Rey del Río fueron asesinados allí mismo, en sus camas, donde luego despedazaron sus cuerpos para podérselos enviar a su padre, en el continente.

Pero los Greyjoy no morían asesinados en Pyke, sólo muy de cuando en cuando se mataban entre hermanos, y los dos suyos habían muerto. Si miró a su alrededor con aversión no fue por miedo a los fantasmas. Los tapices de las paredes estaban cubiertos de moho verdoso, el colchón estaba combado y tenía un olor rancio, y las alfombras eran viejas y quebradizas. Habían pasado años desde la última vez que se ventilaron aquellas estancias. La humedad se metía en los huesos.

—Necesitaré una palangana de agua caliente y que enciendan el fuego en esa chimenea —dijo a la vieja—. Encárgate de que enciendan braseros en las otras habitaciones para caldearlas un poco. Y por los dioses, manda a alguien que cambie esas alfombras.

—Sí, mi señor. Como ordenéis. —Y se marchó.

No tardaron en llevarle el agua caliente que había pedido. En realidad estaba tibia y no tardó en enfriarse, por no mencionar además que era agua de mar, pero le bastó para lavarse de la cara, el pelo y las manos el polvo del largo recorrido a caballo. Mientras un par de esclavos encendían los braseros, Theon se quitó las ropas sucias del viaje y se vistió para reunirse con su padre. Eligió un par de botas de cuero negro muy flexible, calzones de suave lana de cordero color gris plateado, y un jubón de terciopelo negro con el kraken dorado de los Greyjoy bordado en el pecho. Se puso al cuello una fina cadena de oro y sobre las ropas un cinturón de cuero blanco. Por último se colgó una daga sobre una cadera y una espada larga sobre la otra, ambas armas en fundas negras y doradas. Sacó la daga, comprobó el filo con la yema del pulgar, extrajo una piedra de amolar del bolsillo que le colgaba del cinturón y le dio un par de pasadas. Se enorgullecía de tener sus armas siempre afiladas.

—Cuando vuelva quiero encontrarme la habitación caliente y alfombras limpias —advirtió a los esclavos al tiempo que sacaba un par de guantes negros de seda, adornados con unas delicadas volutas en hilo de oro.

Theon regresó al Gran Torreón cruzando un pasaje de piedra cubierto; el eco de sus pisadas se mezclaba con el incesante retumbar del mar, mucho más abajo. Para llegar a la Torre del Mar, en su pilar retorcido, tuvo que cruzar otros tres puentes, cada uno más angosto que el anterior. El último era de madera y cuerdas, y el húmedo viento cargado de sal hacía que se meciera como un ser vivo bajo sus pies. Theon no había recorrido ni la mitad cuando ya tenía el corazón en la garganta. Abajo, muy lejos, las olas estallaban en altas columnas de espuma al romper contra la roca. De niño solía cruzar aquel puente corriendo, incluso de noche cerrada.

«Los niños creen que nada les puede hacer daño —le susurraron al oído sus temores—. Los adultos saben que sí.»

La puerta era de madera gris con tachonaduras de hierro, y Theon se encontró con que estaba atrancada desde dentro. La golpeó con el puño, y soltó una maldición cuando una astilla le perforó el tejido del guante. La madera estaba húmeda y enmohecida, y los tachones de hierro oxidados.

Pasó un momento antes de que abriera la puerta un guardia con coraza de hierro y un yelmo del mismo metal que le cubría todo el rostro.

—¿Eres el hijo?

—Apártate de mi camino o verás quién soy.

El hombre se hizo a un lado. Theon subió por los peldaños serpenteantes que llevaban a las habitaciones privadas de su padre. Lo encontró sentado ante un brasero, bajo un manto de pieles enmohecidas de foca que lo cubrían de la barbilla hasta los pies. Al oír el sonido de sus botas contra la piedra, el señor de las Islas del Hierro alzó la vista para mirar a su único hijo superviviente. Era más menudo de lo que Theon recordaba, y estaba tan demacrado… Balon Greyjoy siempre había sido delgado, pero en aquel momento parecía como si los dioses lo hubieran metido en un caldero y lo hubieran hervido hasta fundir cada gramo de carne, de manera que sólo quedaran el cabello y la piel. Estaba flaco como un hueso, y a la vez duro como el mismo hueso, con un rostro que daba la sensación de estar tallado en pedernal. Sus ojos eran también como el pedernal, negros y duros, pero los años y los vientos marinos habían dado a su cabello el color gris del mar en invierno, salpicado de gaviotas blancas. Si se lo soltara le llegaría por debajo de la cintura.

—Han pasado nueve años, ¿no? —dijo por fin Lord Balon.

—Diez —replicó Theon al tiempo que se quitaba los guantes rotos.

—Se llevaron a un niño —dijo su padre—. ¿Qué eres ahora?

—Un hombre —respondió Theon—. Tu sangre y tu heredero.

—Ya lo veremos —gruñó Lord Balon.

—Lo verás —le prometió Theon.

—Diez años, dices. Stark te tuvo tanto tiempo como yo. Y ahora vienes como enviado suyo.

—Suyo no. Lord Eddard está muerto, la reina Lannister lo decapitó.

—Los dos están muertos. Stark y Robert, que derribó mis muros con sus piedras. Juré que viviría lo suficiente para verlos a los dos en sus tumbas, y lo he logrado. —Hizo una mueca—. Pero el frío y la humedad siguen haciendo que me duelan las articulaciones, igual que cuando estaban vivos. De modo que, ¿de qué ha servido?

—De mucho. —Theon se acercó—. Traigo una carta…

—¿Ned Stark te vestía así? —lo interrumpió su padre, mirándolo desde abajo con los ojos entrecerrados—. ¿Se divertía poniéndote terciopelos y sedas, para convertirte en su querida hijita?

—No soy la hijita de nadie. —Theon sintió que la sangre se le acumulaba en las mejillas—. Si no te gustan mis ropas, me las cambiaré.

—Desde luego. —Lord Balon echó las pieles a un lado y se levantó. No era tan alto como Theon recordaba—. Esa baratija que llevas al cuello, ¿la pagaste con oro o con hierro?

Theon se tocó la cadena de oro. Lo había olvidado. «Ha pasado tanto tiempo…» Según las antiguas costumbres, las mujeres podían adornarse con joyas pagadas con oro, pero un guerrero sólo podía usar las que arrancara de los cadáveres de enemigos muertos por su mano. Aquello se denominaba «pagar el precio del hierro».

—Te ruborizas como una doncella, Theon. Te he hecho una pregunta. ¿Pagaste el precio del oro, o el del hierro?

—El del oro —reconoció Theon.

Su padre metió los dedos bajo el collar y le dio un tirón tan fuerte que le habría arrancado la cabeza a Theon si la cadena no hubiera cedido antes.

—Mi hija tiene como amante un hacha de guerra —dijo Lord Balon—. No permitiré que mi hijo se engalane como una prostituta. —Tiró la cadena al brasero, donde se deslizó entre los carbones—. Justo lo que me temía. Las tierras verdes te han hecho blando, y los Stark te han hecho suyo.

—Te equivocas. Ned Stark era mi carcelero, pero mi sangre sigue siendo de sal y de hierro.

—Pero el mocoso Stark te envía a mí como un cuervo bien enseñado —dijo Lord Balon mientras se volvía para calentarse las manos huesudas sobre el brasero—, con su mensaje insignificante entre las garras.

—La carta que te traigo no es insignificante —dijo Theon—. Y la oferta que te hace es la que yo le sugerí.

—Así que el rey lobo escucha cuando le das consejo, ¿eh? —Por lo visto la sola idea parecía divertir mucho a Lord Balon.

—Sí, me hace caso. He cazado con él, me he entrenado con él, he compartido con él la carne y el aguamiel. Me he ganado su confianza. Me ve como a un hermano mayor, me…

—No. —Su padre le agitó un dedo ante la cara—. Aquí no, en Pyke no, no cuando yo esté presente. Jamás lo llames hermano, es el hijo del hombre que pasó por la espada a tus verdaderos hermanos. ¿O te has olvidado de Rodrik y Maron, que eran sangre de tu sangre?

—No he olvidado nada. —En realidad, Ned Stark no había asesinado a ninguno de sus hermanos. A Rodrik lo mató Lord Jason Mallister en Varamar, y Maron murió aplastado en el derrumbamiento de la antigua torre sur… pero Stark los habría liquidado sin problemas si las circunstancias de la batalla los hubieran enfrentado a él—. Recuerdo muy bien a mis hermanos —insistió Theon. Recordaba sobre todo las bofetadas ebrias de Rodrik, y las bromas crueles de Maron y sus mentiras sin fin—. También me acuerdo de cuando mi padre era rey. —Sacó la carta de Robb y se la tendió—. Leed esto… Alteza.

Lord Balon rompió el sello y desdobló el pergamino. Lo recorrió una y otra vez con sus ojos negros.

—Así que el chico me dará una corona —dijo—. Sólo tengo que acabar con sus enemigos. —Sus labios delgados se fruncieron en una sonrisa.

—A estas alturas Robb debe de estar ya en el Colmillo Dorado —dijo Theon—. Cuando el Colmillo caiga, sólo tardará un día en cruzar las colinas. Las huestes de Lord Tywin están en Harrenhal, aisladas por el oeste. El Matarreyes se encuentra prisionero en Aguasdulces. Para enfrentarse a Robb en el oeste sólo queda Ser Stafford Lannister, con la leva de críos que ha estado reclutando. Ser Stafford se situará entre el ejército de Robb y Lannisport, lo que significa que la ciudad estará sin defensas cuando caigamos sobre ella por mar. Si los dioses nos acompañan, la mismísima Roca Casterly podría caer antes de que los Lannister se dieran cuenta de que estamos interviniendo.

—Roca Casterly jamás ha caído —gruñó Lord Balon.

—Hasta ahora —sonrió Theon.

«Y será un momento tan, tan dulce…»

Su padre no le devolvió la sonrisa.

—¿Y por eso Robb Stark te envía de vuelta a mí después de tantos años? ¿Para que consigas que dé mi aprobación a su plan?

—El plan es mío, no de Robb —dijo Theon con orgullo. «Mío, igual que será mía la victoria, y con el tiempo la corona»—. Yo dirigiré la ofensiva, con tu beneplácito. Como recompensa quiero Roca Casterly como asentamiento cuando se la arrebatemos a los Lannister. —Una vez en posesión de la Roca, tendría también Lannisport y las tierras doradas del oeste. Riquezas y poder como la Casa Greyjoy no había conocido jamás.

—Te concedes una recompensa muy alta a cambio de una idea y unas pocas líneas. —Volvió a leer la carta—. El mocoso no dice nada de recompensas. Sólo que hablas en su nombre, que te debo escuchar, y que le entregue mis velas y mis espadas, y que a cambio me dará una corona. —Sus ojos de pedernal se alzaron hacia los de su hijo—. Que él me dará una corona —repitió con voz cada vez más tensa.

—Se ha expresado mal, lo que quería decir es…

—Lo que quería decir es lo que ha dicho. El chico me dará una corona. Y lo que se da se puede quitar. —Lord Balon tiró la carta al brasero, al mismo brasero de la cadena. El pergamino se curvó, se ennegreció y empezó a arder. Theon se quedó consternado.

—¿Te has vuelto loco?

Su padre le dio un bofetón de revés.

—Cuidado con lo que dices. Ya no estás en Invernalia, y yo no soy Robb el Mocoso, no puedes hablarme así. Soy Greyjoy, el Lord Segador de Pyke, Rey de la Sal y de la Roca, Hijo del Viento Marino, y a mí nadie me da una corona. Yo pago el precio del hierro. Cogeré mi corona, igual que hizo Urron Manorroja hace quinientos años.

Theon retrocedió un paso para alejarse de la repentina ira que llameaba en la voz de su padre.

—Pues cógela —escupió mientras se le enrojecía la mejilla—. Hazte llamar Rey de las Islas del Hierro, a nadie le va a importar… hasta que terminen las guerras, y el vencedor mire a su alrededor y divise a un viejo idiota aferrado a su orilla, con una corona de hierro en la cabeza.

Lord Balon soltó una carcajada.

—Vaya, al menos no eres ningún cobarde. Igual que yo no soy ningún imbécil. ¿Crees que he mandado reunir mis barcos para ver cómo se mecen anclados? No, pienso labrarme un reino por el fuego y la espada. Pero no en el oeste, y no porque me lo conceda el rey Robb el Mocoso. Roca Casterly es demasiado fuerte, y Lord Tywin demasiado astuto. Sí, podríamos tomar Lannisport, pero no defenderla. No. La fruta que quiero coger es otra… No tan dulce y jugosa, claro, pero ahí está, indefensa.

«¿Dónde?», habría podido preguntar Theon. Pero ya lo sabía.

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