DAENERYS

Estaba desayunando un cuenco de sopa fría de caqui y gambas cuando Irri apareció con una túnica qarthiana, una vaporosa prenda de seda marfileña con aljófares.

—Llévate eso —dijo Dany—. Los muelles no son lugar apropiado para ropas finas.

Los Hombres de Leche la consideraban una salvaje, de manera que como tal se vestiría para ellos. Cuando bajó a los establos vestía unos pantalones de seda basta descolorida y unas sandalias de hierba entretejida. Sus pechos menudos se movían con libertad bajo un chaleco pintado dothraki, y del cinturón de medallones le colgaba una daga curva. Jhiqui le trenzó el cabello al estilo dothraki, y del extremo de la trenza le colgó una campanilla de plata.

—No he conseguido ninguna victoria —dijo a su doncella al oír el suave tintineo de la campanilla.

—Quemasteis a los maegi en su casa de polvo y enviasteis sus almas al infierno.

«Esa victoria fue de Drogon, no mía», habría querido decir Dany, pero se contuvo. Los dothrakis la respetarían todavía más si se ponía unas cuantas campanas en el pelo. El tintineo se oyó cuando montó a lomos de su yegua plata y también con cada paso de su montura, pero ni Ser Jorah ni sus jinetes de sangre lo mencionaron. Eligió a Rakharo para cuidar de su gente y de sus dragones mientras estuviera ausente, y Jhogo y Aggo la acompañaron a los muelles.

Dejaron atrás los palacios de mármol y los jardines fragantes, y atravesaron una zona más pobre de la ciudad, donde las modestas casas de ladrillo mostraban a la calle sus paredes sin ventanas. Allí había menos caballos y camellos, y los palanquines escaseaban, pero en cambio abundaban los niños, los mendigos y los perros flacos de color arena. Los hombres de piel clara, vestidos con polvorientas faldas de lino, los miraban pasar desde los arcos de las puertas. «Saben quién soy, y no les gusto.» Dany lo supo por su forma de mirarla.

Ser Jorah habría preferido que fuera dentro de su palanquín, a salvo tras las cortinas de seda, pero ella se había negado. Ya había pasado demasiado tiempo reclinada entre cojines de seda, dejándose llevar de aquí para allá por los bueyes. Al menos, al cabalgar tenía la sensación de que se dirigía hacia alguna parte.

No era casualidad que hubiera elegido el puerto. Volvía a huir. Su vida entera no había sido más que una larga huida. Había empezado huyendo en el vientre de su madre, y desde entonces no había parado jamás. ¿Cuántas veces habían tenido que escapar Viserys y ella en medio de la noche, apenas un paso por delante de los asesinos a sueldo del Usurpador? Pero la huida era la única alternativa a la muerte. Xaro había descubierto que Pyat Pree estaba reuniendo a los brujos supervivientes para causar a Dany tanto mal como fuera posible. Al enterarse, ella se había echado a reír.

—¿No fuisteis vos quien me dijo que los brujos no eran más que soldados viejos que alardean de hazañas ya olvidadas y de proezas del pasado?

—Y así era entonces. —Xaro parecía preocupado—. Pero ahora ya no estoy tan seguro. Se dice que las velas de cristal vuelven a arder en la casa de Urrathon Nocturno, hacía cien años que no se veían. En el Jardín de Gehane crece hierba fantasma, se han visto espíritus de tortugas que llevan mensajes entre las casas sin ventanas del camino de los Brujos, y todas las ratas de la ciudad se están cortando las colas a mordiscos. La esposa de Mathos Mallarawan, que se burló una vez de la túnica apolillada de un brujo, ha enloquecido y se niega a llevar ropa. Incluso las sedas recién lavadas la hacen sentir como si un millar de insectos le corrieran sobre la piel. Y hasta el ciego Sybassion, el Comeojos, ha recuperado la vista, según dicen sus esclavos. Son demasiadas coincidencias. —Suspiró—. Corren tiempos extraños en Qarth. Y los tiempos extraños son malos para el comercio. Me duele decirlo, pero tal vez lo mejor sería que os marcharais de Qarth, y cuanto antes mejor. —Xaro le dio unas palmaditas tranquilizadoras en los dedos—. Pero no tenéis por qué marcharos sola. En el Palacio de Polvo tuvisteis visiones sombrías, pero Xaro ha soñado con otras mucho más luminosas. Os he visto feliz en la cama, con nuestro hijo mamando de vuestro pecho. ¡Surcad conmigo el mar de Jade, y lo haremos realidad! No es demasiado tarde. ¡Dadme un hijo, mi dulce cántico de alegría!

«Tú lo que quieres es que te dé un dragón.»

—No voy a casarme con vos, Xaro.

—En ese caso, marchaos —dijo el hombre con frialdad.

—¿Adónde?

—Adonde sea, pero lejos.

Sí, tal vez ya fuera hora. La gente de su khalasar había agradecido la oportunidad de recuperarse de las penurias padecidas en el desierto rojo, pero ya estaban descansados y con carne sobre los huesos, y empezaban a mostrarse rebeldes. Los dothrakis no estaban acostumbrados a quedarse mucho tiempo en el mismo sitio. Eran un pueblo guerrero, no sabían vivir en las ciudades. Tal vez se había demorado más de lo debido en Qarth, seducida por sus bellezas y comodidades. Empezaba a comprender que era una ciudad que siempre prometía más de lo que daba, y desde que la Casa de los Eternos se había derrumbado entre humo y llamas, sentía que ya no era bienvenida allí. De la noche a la mañana, los qarthianos habían recordado que los dragones eran peligrosos. Dejaron de competir entre ellos para llevarle regalos. Y de pronto la Hermandad de la Turmalina había pedido en público su expulsión, y el Antiguo Gremio de Especieros su muerte. Xaro había tenido que esforzarse al máximo para evitar que los Trece se unieran a ellos.

«Pero ¿adónde puedo ir?» Ser Jorah proponía que siguieran avanzando hacia el este, para alejarse de sus enemigos de los Siete Reinos. Sus jinetes de sangre habrían preferido regresar a su gran mar de hierba, aunque aquello implicara enfrentarse de nuevo al desierto rojo. La propia Dany había valorado la idea de asentarse en Vaes Tolorro hasta que sus dragones crecieran y se hicieran fuertes. Pero tenía el corazón lleno de dudas. Ninguna de las opciones le parecía perfecta… y aunque pudiera decidir hacia dónde debían ir, aún faltaba saber cómo irían.

Xaro Xhoan Daxos no la ayudaría, eso lo sabía demasiado bien. Pese a todas sus promesas de amor, actuaba en su propio beneficio, igual que Pyat Pree. La noche en que le pidió que se marchara, Dany le había rogado un último favor.

—Un ejército, ¿verdad? —preguntó Xaro—. ¿Un cubo de oro? ¿Tal vez un galeón?

—Un barco, sí. —Dany se sonrojó. Detestaba tener que suplicar.

—Soy un comerciante, khaleesi. —Los ojos de Xaro brillaron tanto como las joyas con que se adornaba la nariz—. Así que, en vez de hablar de dar, tendríamos que hablar de comerciar. A cambio de uno de vuestros dragones os daré los diez mejores barcos de mi flota. Sólo tenéis que pronunciar una palabra, una dulce palabra.

—No —dijo ella.

—Qué desgracia —sollozó Xaro—, no me refería a esa palabra.

—¿Pediríais a una madre que vendiera a uno de sus hijos?

—No veo por qué no. Siempre pueden tener más. Las madres venden a sus hijos constantemente.

—La Madre de Dragones no.

—¿Ni siquiera a cambio de veinte barcos?

—Ni siquiera a cambio de cien.

—No tengo cien barcos. —Las comisuras de la boca de Xaro se torcieron hacia abajo—. Pero vos tenéis tres dragones. Dadme uno como pago por todas mis atenciones. Seguiréis teniendo dos, y además treinta barcos.

Treinta barcos bastarían para llevar un pequeño ejército hasta las orillas de Poniente. «Pero no tengo un pequeño ejército.»

—¿Cuántos barcos poseéis, Xaro?

—Ochenta y tres, sin contar con mi barcaza de paseo.

—¿Y vuestros colegas de los Trece?

—Entre todos, tal vez un millar.

—¿Y los Especieros? ¿Y la Hermandad de la Turmalina?

—Sus flotas son insignificantes, no cuentan.

—Decídmelo de todos modos —pidió.

—Los Especieros, mil doscientos o mil trescientos. La Hermandad no tendrá más allá de ochocientos.

—¿Y los asshai’i, los braavosi, los hombres de las Islas del Verano, los ibbeneses y todos los demás pueblos que navegan por el gran mar de sal, cuántos barcos poseen? Entre todos.

—Muchos, sin duda —replicó irritado—. ¿Qué importa eso?

—Estoy tratando de poner precio a uno de los tres dragones vivos que hay en el mundo. —Dany le dedicó una dulce sonrisa—. Me parece que lo justo sería un tercio de todos los barcos del mundo.

—¿No os advertí que no entrarais en el Palacio de Polvo? —Las lágrimas corrieron por las mejillas de Xaro, a ambos lados de la nariz enjoyada—. Esto es lo que tanto temía. Los susurros de los brujos os han vuelto tan loca como la esposa de Mallarawan. ¿Un tercio de todos los barcos del mundo? Bah. Bah, bah y bah.

Desde entonces, Dany no había vuelto a verlo. Su senescal era el encargado de hacerle llegar los mensajes, cada uno más frío del anterior. Tenía que irse de su casa. Estaba cansado de alimentarla a ella y a los suyos. Le exigía que le devolviera los regalos, porque los había aceptado de mala fe. Su único consuelo es que había tenido el sentido común de no casarse con él.

«Los susurros de los brujos hablaron de tres traiciones: una por sangre, una por oro y una por amor.» La primera traición había sido sin duda la de Mirri Maz Duur, que había asesinado a Khal Drogo y a su hijo nonato para vengar a su pueblo. ¿Habían sido las de Pyat Pree y las de Xaro Xhoan Daxos la segunda y la tercera? Le parecía improbable. Pyat no había actuado para conseguir oro, y Xaro nunca la había amado de verdad.

Las calles estaban cada vez más desiertas mientras atravesaban un barrio destinado a sombríos almacenes de piedra. Aggo la precedía y Jhogo iba tras ella, con lo que Ser Jorah Mormont iba a su lado. La campanilla tintineaba suavemente, y Dany descubrió que una vez más sus pensamientos volvían al Palacio de Polvo, igual que la lengua vuelve al espacio que ha dejado un diente al caerse. «Hija de tres —la habían llamado—, hija de la muerte, exterminadora de mentiras, esposa del fuego.» El tres, siempre el tres. Tres fuegos, tres monturas, tres traiciones.

—El dragón tiene tres cabezas —suspiró—. ¿Sabéis qué significa eso, Jorah?

—¿Cómo decís, Alteza? El blasón de la Casa Targaryen es un dragón de tres cabezas, rojo sobre negro.

—Ya lo sé. Pero no hay dragones de tres cabezas.

—Las tres cabezas eran Aegon y sus hermanas.

—Visenya y Rhaenys —recordó—. Yo desciendo de Aegon y Rhaenys por vía de su hijo Aenys y su nieto Jaehaerys.

—Los labios azules sólo dicen mentiras, ¿no es eso lo que os dijo Xaro? ¿Por qué os preocupa lo que os susurraron los brujos? Lo único que querían era sorberos la vida, ya lo sabéis.

—Es posible —reconoció de mala gana—. Pero las cosas que vi…

—Un hombre muerto en la proa de un barco, una rosa azul, un banquete de sangre… ¿qué significa eso, khaleesi? Y un dragón de tela, según me contasteis. Por favor, decidme, ¿qué significa un dragón de tela?

—El dragón de una compañía de títeres —explicó Dany—. Los titiriteros los utilizan en sus espectáculos, para que los caballeros tengan algo contra lo que pelear. —Ser Jorah frunció el ceño. Dany se negaba a dejar el tema—. «Suya es la canción de hielo y fuego», me dijo mi hermano. Estoy segura de que fue mi hermano. Viserys no, Rhaegar. Tenía un arpa con las cuerdas de plata.

—Es cierto que el príncipe Rhaegar tenía un arpa así —reconoció Ser Jorah con el ceño tan fruncido que las cejas se le juntaron—. ¿Lo visteis?

Dany asintió.

—Había una mujer en una cama, amamantando a un bebé. Mi hermano dijo que era el príncipe que les había sido prometido, y le dijo que lo llamara Aegon.

—El príncipe Aegon era el heredero de Rhaegar, nacido de Elia de Dorne —dijo Ser Jorah—. Pero si él era el príncipe prometido, la promesa quedó rota junto con su cráneo cuando los Lannister le destrozaron la cabeza contra una pared.

—Lo recuerdo —dijo Dany con tristeza—. También asesinaron a la hija de Rhaegar, la princesita Rhaenys. Se llamaba igual que la hermana de Aegon. No había ninguna Visenya, pero dijo que el dragón tiene tres cabezas. ¿Qué es la canción de hielo y fuego?

—No la he oído nunca.

—Acudí a los brujos en busca de respuestas, y en vez de eso me dieron cien preguntas nuevas.

Ya volvía a haber gente en las calles.

—¡Abrid paso! —gritó Aggo.

—Ya me llega el olor, khaleesi —dijo Jhogo, olfateando el aire con desconfianza—. Es el agua envenenada.

Los dothrakis desconfiaban del mar y de todo lo que se moviera por él. No querían tener nada que ver con un agua que los caballos no bebían.

«Ya aprenderán —decidió Dany—. Yo me enfrenté a su mar con Khal Drogo. Ellos tendrán que enfrentarse al mío.»

Qarth era uno de los puertos más importantes del mundo, un auténtico espectáculo de colores, sonidos y olores extraños. En las calles había tabernas, almacenes y garitos, entremezclados con burdeles baratos y templos de dioses peculiares. Los rateros, asesinos, vendedores de hechizos y cambistas se mezclaban entre la multitud. Los muelles eran un gran mercado donde las compras y ventas tenían lugar día y noche, y se podían obtener mercancías por una fracción de su precio en un bazar, siempre y cuando no se indagara mucho sobre su procedencia. Ancianas encorvadas vendían aguas aromatizadas y leche de cabra, que llevaban en cántaros de cerámica cargados a los hombros y sujetos con cinchas. Marineros de cien naciones vagaban entre los tenderetes, bebían vinos especiados e intercambiaban chistes en idiomas extraños. El aire olía a sal, a pescado frito, a brea caliente, a miel, a incienso, a aceite y a esperma.

Aggo dio a un pilluelo una moneda de cobre a cambio de una brocheta de ratones asados con miel, y los fue mordisqueando mientras cabalgaba. Jhogo se compró un puñado de jugosas cerezas blancas. Por todas partes se vendían hermosas dagas de bronce, calamares secos, ónice tallado, un poderoso elixir mágico preparado con leche de virgen y color-del-ocaso, y hasta huevos de dragón cuyo aspecto recordaba demasiado al de rocas pintadas.

Al pasar junto a los largos atracaderos de piedra reservados para los barcos de los Trece vio cofres de azafrán, incienso y pimienta, que estaban descargando de la ornamentada nave de Xaro Beso bermellón. Al lado se amontonaban barriles de vino, balas de hojamarga y fardos de pieles a rayas, que estaban subiendo por la pasarela de la Novia de azul, que iba a partir con la marea vespertina. Un poco más allá se había congregado una multitud en torno a un galeón de los Especieros, el Rayo de sol, para pujar por los esclavos. Todo el mundo sabía que un esclavo salía mucho más barato si se compraba directamente del barco, y los estandartes que ondeaban sobre sus palos proclamaban que el Rayo de sol acababa de llegar de Astapor, en la Bahía de los Esclavos.

Dany no conseguiría ayuda de los Trece, de la Hermandad de Turmalina ni del Antiguo Gremio de Especieros. Recorrió con su plata muchos kilómetros de muelles, dársenas y almacenes, hasta llegar al final del puerto en forma de herradura, donde se permitía atracar a los barcos procedentes de las Islas del Verano, Poniente y las Nueve Ciudades Libres.

Desmontó junto a un reñidero donde un basilisco estaba despedazando a un perro rojo de gran tamaño, en medio del griterío de los marineros que lo rodeaban.

—Aggo, Jhogo, vigilad los caballos mientras Ser Jorah y yo hablamos con los capitanes.

—Como ordenes, khaleesi. Montaremos guardia mientras estáis ausentes.

Mientras se acercaba a la primera nave, Dany pensó que era agradable volver a oír a los hombres hablando en valyrio una vez más, e incluso en la lengua común. Marineros, estibadores y mercaderes le abrían paso, sin saber qué pensar de aquella jovencita esbelta con el cabello como oro blanco, que vestía al estilo dothraki y caminaba escoltada por un caballero. Pese a lo caluroso del día, Ser Jorah lucía su jubón de lana verde sobre la cota de malla, con el oso negro de los Mormont bordado en el pecho.

Pero ni la belleza de Dany ni la fuerza del caballero les iban a servir de nada con los hombres cuyos barcos tanto necesitaban.

—¿Así que necesitáis pasaje para un centenar de dothrakis, sus caballos, vos misma, este caballero y tres dragones? —dijo el capitán de la gran coca Amigo ardoroso antes de alejarse entre carcajadas.

Cuando le dijo al lysenio que comandaba la Trompetera que ella era Daenerys de la Tormenta, reina de los Siete Reinos, el hombre hizo una mueca.

—Sí, y yo soy Tywin Lannister, y todas las noches cago oro —replicó.

El contramaestre de la galera de Myr Espíritu de seda señaló que los dragones eran demasiado peligrosos en el mar, donde cualquier llamita podía incendiar los aparejos. En cambio, el propietario de la Barriga de Lord Faro se habría arriesgado a transportar dragones, pero no dothrakis.

—No pienso llevar en mi Barriga a esos salvajes sin dios, ni pensarlo.

Los dos hermanos que capitaneaban las naves gemelas Mercurio y Galgo se mostraron comprensivos y los invitaron a subir para tomar un vaso de vino del Rejo. Fueron tan corteses que Dany se atrevió a albergar esperanzas, pero resultó que el precio que pedían estaba muy por encima de sus posibilidades, tal vez incluso por encima de las de Xaro. La Petto Pellizcos y la Ojos negros eran demasiado pequeñas, la Bravo tenía que partir hacia el mar de Jade, y la Magíster Emallo no parecía capaz de mantenerse a flote.

Mientras se dirigían hacia el siguiente atracadero, Ser Jorah le puso una mano en la base de la espalda.

—Alteza, os están siguiendo. No, no os volváis. —La guió con gentileza hacia el tenderete de un vendedor de objetos de bronce—. Mirad qué hermoso trabajo, mi reina —proclamó en voz alta al tiempo que levantaba una gran bandeja y se la mostraba—. ¿Veis cómo brilla al sol?

El bronce estaba tan pulido que Dany podía ver su rostro reflejado en él… y cuando Ser Jorah lo colocó en el ángulo adecuado, vio también qué había tras ella.

—Hay un hombre gordo de piel oscura y otro de más edad con un cayado. ¿Cuál de los dos?

—Ambos —respondió Ser Jorah—. Nos han estado siguiendo desde que salimos de la Mercurio.

Las ondulaciones del bronce distorsionaban las figuras de los desconocidos, con lo que uno parecía muy alto y enjuto, y el otro espantosamente bajo y gordo.

—Un bronce de primera calidad, gran señora —exclamó el comerciante—. ¡Reluce como el sol! Y por ser para la Madre de Dragones, sólo os costará treinta honores.

La bandeja no valía más de tres.

—¿Dónde están mis guardias? —exclamó Dany—. ¡Este hombre está intentando robarme! —Bajó la voz para hablar con Jorah en la lengua común—. Puede que no tengan malas intenciones. Los hombres han mirado a las mujeres desde el principio de los tiempos, tal vez no sea más que eso.

—¿Treinta? —dijo el vendedor de bronce haciendo caso omiso de sus susurros—. ¿He dicho treinta? Tonto de mí. El precio es de veinte honores.

—Todos los objetos que tienes en este tenderete no valen juntos veinte honores —le replicó Dany mientras examinaba la imagen reflejada.

El anciano tenía aspecto de ser de Poniente, y el de piel oscura debía de pesar más de ciento treinta kilos. «El Usurpador ofreció un título de señor al hombre que me matara, y estos dos están muy lejos de sus hogares. ¿O serán tal vez enviados de los brujos, que intentan cogerme desprevenida?»

—Diez, khaleesi, y sólo porque sois así de hermosa. Utilizadlo como espejo, sólo un bronce de tanta calidad como éste puede reflejar vuestra belleza.

—Más bien me serviría como orinal para las noches. Si lo tiráis tal vez lo recoja, mientras no tenga que agacharme para ello. Pero ni en sueños pagaría por esto. —Dany le volvió a poner la bandeja en las manos—. Si pensáis que pagaré, es que los gusanos se os han metido por la nariz y os han devorado el cerebro.

—Ocho honores —gritó—. Mis esposas me darán una paliza y me llamarán idiota, pero en vuestras manos no soy más que un niño indefenso. Vamos, ocho, es menos de lo que vale.

—¿Para qué quiero yo una bandeja de bronce, cuando Xaro Xhoan Daxos me da de comer en platos de oro?

Se dio la vuelta como si fuera a alejarse, y aprovechó para lanzar una mirada de hurtadillas a los desconocidos. El hombre de piel oscura era casi tan grueso como había parecido en la bandeja, tenía la cabeza calva y brillante, y las mejillas pulidas de los eunucos. Se ceñía el amplio vientre con una tira de seda amarilla manchada de sudor, de la que le colgaba un largo arakh curvo. Por encima de la seda iba desnudo, a excepción de un chaleco con tachonaduras de hierro que de tan pequeño resultaba absurdo. Los antebrazos, gruesos como troncos de árbol, el pecho ancho y el vientre redondo aparecían cubiertos de cicatrices antiguas, muy blancas en comparación con la piel oscura como una avellana.

El otro hombre vestía una capa de viajero de lana sin teñir, con la capucha echada hacia atrás. Tenía una cabellera larga y blanca que le caía sobre los hombros, y una barba sedosa, blanca también, que le cubría la mitad inferior del rostro. Se apoyaba en un cayado de madera dura casi tan alto como él.

«Si quisieran hacerme algún daño, tendrían que ser muy idiotas para vigilarme de manera tan abierta.» De todos modos, lo más prudente sería regresar adonde estaban Jhogo y Aggo.

—El anciano no lleva espada —dijo a Jorah en la lengua común, mientras se alejaba con él.

—Cinco honores —insistió el vendedor corriendo tras ellos—, por cinco honores es todo vuestro, fue hecho para vos.

—Un cayado de madera dura puede romper un cráneo tan bien como cualquier maza —replicó Ser Jorah.

—¡Cuatro! ¡Sé que lo estáis deseando! —No paraba de saltar ante ellos, retrocediendo, sin dejar de ponerles la bandeja ante los rostros.

—¿Todavía nos siguen?

—Levanta eso un poco más —dijo el caballero al vendedor—. Sí. El anciano finge que está examinando las mercancías que hay en un tenderete de vasijas, pero el de piel oscura no os quita la vista de encima.

—¡Dos honores! ¡Dos! ¡Dos! —El vendedor sudaba copiosamente por el esfuerzo de correr de espaldas.

—Pagadle antes de que se nos muera aquí mismo —dijo Dany a Ser Jorah, mientras se preguntaba qué iba a hacer con una bandeja de bronce tan grande.

Mientras el caballero buscaba las monedas, ella se dio media vuelta. Estaba decidida a poner fin a aquella farsa. La sangre del dragón no permitiría que un anciano y un eunuco gordo la siguieran por todo el bazar.

Un qarthiano se cruzó en su camino.

—Madre de Dragones, esto es para vos. —Se arrodilló y le puso ante el rostro un cofrecito enjoyado.

Dany lo cogió casi por puro reflejo. El cofre era de madera tallada, con la tapa de madreperla e incrustaciones de jaspe y calcedonia.

—Sois muy generoso. —Lo abrió. Dentro había un brillante escarabajo verde de ónice y esmeraldas.

«Es muy bonito —pensó—. Servirá para ayudarnos a pagar el pasaje.»

—Lo siento mucho —dijo el hombre cuando la vio meter la mano en el cofre, pero ella apenas lo oyó.

El escarabajo se desenroscó con un siseo. Por un instante Dany pudo ver una cara negra, malévola, casi humana, y una cola arqueada de la que goteaba veneno… y en aquel momento el cofre salió volando de su mano en pedazos. Un dolor repentino le atenazó los dedos. Lanzó un grito y se agarró la mano, mientras el vendedor de objetos de bronce empezaba a chillar, después gritó una mujer, y pronto todos los qarthianos estaban gritando y empujándose. Ser Jorah pasó junto a ella, y Dany cayó con una rodilla en tierra. Volvió a oír el siseo. El anciano golpeó el suelo con el extremo de su cayado, Aggo llegó al galope por en medio de un tenderete donde se vendían huevos y saltó de la silla, el látigo de Jhogo restalló en el aire, Ser Jorah golpeó al eunuco en la cabeza con la bandeja de bronce, marineros, prostitutas y mercaderes corrían o gritaban, o hacían ambas cosas…

—Mil perdones, Alteza. —El anciano se arrodilló—. Ya está muerta. ¿Os he roto la mano?

—Me parece que no. —Dany abrió y cerró los dedos, con una mueca.

—Tenía que quitároslo de la mano —empezó a explicar.

Pero en aquel momento sus jinetes de sangre cayeron sobre él. Aggo le arrebató el cayado de una patada, y Jhogo lo agarró por los hombros, lo tiró al suelo y le puso la daga en la garganta.

—Hemos visto cómo te golpeaba, khaleesi. ¿Quieres ver tú el color de su sangre?

—Soltadlo. —Dany se puso en pie—. Mira el extremo de su cayado, sangre de mi sangre. —El eunuco había conseguido derribar a Ser Jorah. Se interpuso entre ellos justo en el momento en que el arakh y la espada larga salían centelleantes de sus vainas—. ¡Guardad los aceros! ¡Basta!

—¿Qué decís, Alteza? —Mormont bajó la espada sólo unas pulgadas—. Estos hombres os estaban atacando.

—Me estaban defendiendo. —Dany sacudió la mano, le hormigueaban los dedos—. El que me atacó fue el otro, el qarthiano. —Miró a su alrededor, pero ya había desaparecido—. Era un Hombre Pesaroso, en ese cofre enjoyado que me dio había una manticora. Este hombre me la quitó de la mano. —El vendedor de bronce seguía rodando por el suelo. Dany se dirigió hacia él y lo ayudó a ponerse en pie—. ¿Os ha picado?

—No, buena señora —dijo, tembloroso—. Si me hubiera picado ya estaría muerto. Pero me rozó, agh, cuando salió volando de la caja me cayó en el brazo.

Se había ensuciado los calzones, y no era de extrañar. Le dio una moneda de plata a modo de compensación, y se despidió de él antes de volverse hacia el anciano de la barba blanca.

—¿A quién debo mi vida?

—No me debéis nada, Alteza. Me llaman Arstan, aunque durante el viaje que nos ha traído aquí, Belwas ha empezado a llamarme Barbablanca.

Aunque Jhogo lo había soltado, el anciano seguía con una rodilla en tierra. Aggo cogió el cayado, le dio la vuelta, masculló una maldición en dothraki, raspó los restos de la manticora contra una piedra y se lo devolvió.

—¿Y quién es Belwas? —preguntó ella.

—Yo soy Belwas. —El corpulento eunuco de piel morena se adelantó al tiempo que envainaba el arakh—. Belwas el Fuerte me llaman en los reñideros de Meereen. No he sido derrotado jamás. —Se dio una palmada en la barriga cubierta de cicatrices—. Dejo que todos los hombres me hieran una vez antes de matarlos. Contad las heridas y sabréis a cuántos ha matado Belwas el Fuerte.

—¿Y qué haces aquí, Belwas el Fuerte? —A Dany no le hizo falta contar las cicatrices, a simple vista se veía que eran muchas.

—De Meereen me vendieron a Qohor y de allí a Pentos, al hombre gordo del pelo con hedor dulce. Él fue el que envió a Belwas el Fuerte a cruzar el mar, con el viejo Barbablanca para servirlo.

«El hombre gordo del pelo con hedor dulce…»

—¿Illyrio? —preguntó—. ¿Os envía el magíster Illyrio?

—Así es, Alteza —respondió el anciano Barbablanca—. El magíster os ruega que lo perdonéis por enviarnos a nosotros en su lugar, pero ya no puede montar a caballo como cuando era joven, y los viajes por mar le alteran la digestión. —Antes había hablado en el valyrio de las Ciudades Libres, pero en aquel momento cambió a la lengua común—. Sentimos haberos alarmado. Para ser sinceros, no estábamos seguros, pensábamos que tendríais un aspecto más… más…

—¿Regio? —Dany se echó a reír. No llevaba ninguno de sus dragones, y su atuendo no era precisamente el propio de una reina—. Habláis bien la lengua común, Arstan. ¿Sois de Poniente?

—Así es. Nací en las Marcas de Dorne, Alteza. De niño serví como escudero para un caballero de la Casa de Lord Swann. —Sostenía el cayado muy recto junto a él, como si fuera una pica a la que le faltara un estandarte—. Ahora soy el escudero de Belwas.

—¿No sois un poco viejo para eso? —preguntó Ser Jorah, que se había abierto paso para situarse junto a Dany. Sujetaba con incomodidad la bandeja de bronce bajo el brazo. La cabeza de Belwas era muy dura, y la había abollado curvándola.

—No soy tan viejo como para no poder servir a mi señor, Lord Mormont.

—¿También me conocéis a mí?

—Os vi luchar en un par de ocasiones. En Lannisport estuvisteis a punto de desmontar al Matarreyes. Y también en Pyke. ¿No lo recordáis, Lord Mormont?

—Vuestro rostro me resulta familiar —contestó Ser Jorah frunciendo el ceño—, pero en Lannisport había cientos de hombres; y en Pyke, miles. Y no me llaméis lord, no tengo título de señor. La Isla del Oso me fue arrebatada. No soy más que un caballero…

—Un caballero de mi Guardia de la Reina. —Dany lo cogió del brazo—. Mi amigo leal y mi buen consejero. —Estudió el rostro de Arstan. Percibió en él una gran dignidad, una especie de fuerza tranquila que le gustó—. Levantaos, Arstan Barbablanca. Sed bienvenido, Belwas el Fuerte. A Ser Jorah ya lo conocéis. Ko Aggo y Ko Jhogo son mis jinetes de sangre. Cruzaron conmigo el desierto rojo, y vieron nacer a mis dragones.

—Chicos de los caballos. —Belwas mostró los dientes en una sonrisa—. Belwas ha matado muchos chicos de caballos en los reñideros. Caen tintineando cuando mueren.

—Nunca he matado a un moreno gordo —intervino Aggo echando mano del arakh—. Belwas será el primero.

—Envaina tu acero, sangre de mi sangre —dijo Dany—. Este hombre ha venido a servirme. Belwas, tendréis que mostrar respeto a mi pueblo, o dejaréis de estar a mi servicio antes de lo que os gustaría y con más cicatrices que al empezar.

La sonrisa mellada desapareció del rostro ancho del gigante, para dejar paso a una mueca ceñuda y confusa. No había muchos hombres que se atrevieran a amenazar a Belwas, y menos aún niñas que no abultaban ni la tercera parte que él. Dany le dirigió una sonrisa para suavizar la reprimenda.

—Bien, decidme, ¿qué quiere de mí el magíster Illyrio, para haceros venir desde Pentos?

—Quiere dragones —dijo Belwas en tono hosco—, y a la chica que los hace. Os quiere a vos.

—Belwas dice la verdad, Alteza —dijo Arstan—. Se nos ha pedido que os busquemos y os llevemos de vuelta a Pentos. Los Siete Reinos os necesitan. Robert el Usurpador ha muerto, y el reino se desangra. Cuando zarpamos de Pentos había cuatro reyes, y a ninguno se le podía pedir justicia.

El corazón de Dany se llenó de alegría, pero consiguió que no se le reflejara en el rostro.

—Tengo tres dragones —dijo—, y un khalasar de más de cien personas, con todas sus posesiones y caballos.

—No importa —tronó Belwas—. Los llevamos a todos. El hombre gordo alquila tres barcos para su reinecita de pelo de plata.

—Así es, Alteza —asintió Arstan Barbablanca—. La gran coca Saduleon está atracada al final del muelle, y las galeras Sol del verano y Travesura de Joso os esperan ancladas más allá de la escollera.

«Tres cabezas tiene el dragón», pensó Dany.

—Diré a mi pueblo que se disponga para partir de inmediato. Pero los barcos que me lleven a casa deberán tener otros nombres.

—Será como digáis —dijo Arstan—. ¿Qué nombres preferís?

Vhagar —respondió Daenerys—, Meraxes y Balerion. Pintad los nombres en los cascos, con letras doradas de un metro de alto, Arstan. Quiero que todos los que las vean sepan que los dragones han regresado.

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