TYRION

—Ya no duermo como cuando era joven —le dijo el Gran Maestre Pycelle a modo de disculpa por aquella reunión al amanecer—. Prefiero levantarme, aunque el mundo esté a oscuras, que quedarme inquieto en la cama pensando en todo lo que queda por hacer —añadió, pese a que los párpados hinchados delataban que estaba medio dormido.

En las ventiladas cámaras que había debajo de las pajareras, su criada les ofreció huevos duros, ciruelas cocidas y gachas; los sermones corrían por cuenta de Pycelle.

—En estos tiempos tan tristes en que hay tantos hambrientos, considero mi deber que mi mesa también sea austera.

—Encomiable —admitió Tyrion al tiempo que cascaba un huevo moreno, que le recordaba muchísimo a la cabeza calva del Gran Maestre—. Mi punto de vista es diferente. Si hay comida, come; quizá mañana no haya. —Sonrió—. Decidme una cosa, ¿vuestros cuervos también madrugan?

—Desde luego. —Pycelle se acarició la barba blanca como la nieve que le caía sobre el pecho—. ¿Queréis que, cuando hayamos comido, pida que me traigan pluma y tintero?

—No será necesario. —Tyrion puso las cartas sobre la mesa, junto a su plato de gachas. Eran dos pergaminos idénticos, bien enrollados y sellados con cera en ambos extremos—. Dad permiso a la chica para que se retire, así podremos hablar.

—Déjanos a solas, niña —ordenó Pycelle. La criada se apresuró a salir de la habitación—. ¿Qué me decíais de estas cartas?

—Sólo para los ojos de Doran Martell, príncipe de Dorne. —Tyrion quitó trocitos de cáscara al huevo y le dio un mordisco. Le hacía falta sal—. Una carta con dos copias. Enviad a vuestros pájaros más veloces, se trata de un asunto de la mayor importancia.

—Las enviaré en cuanto terminemos de desayunar.

—Enviadlas ahora. Las ciruelas no corren peligro, y el reino sí. Lord Renly viene con su ejército por el camino de las rosas, y nadie sabe cuándo zarparán de Rocadragón los barcos de Lord Stannis.

Pycelle parpadeó.

—Si así lo desea mi señor…

—Así lo desea.

—Mi misión es serviros. —El maestre se puso en pie trabajosamente. La cadena símbolo de su cargo tintineó. Era una joya pesada, consistente en una docena de collares de maestre entrelazados y adornados con gemas. A Tyrion le pareció que había muchos más eslabones de oro, plata y platino que de otros metales inferiores.

Pycelle se movía con tal lentitud que a Tyrion le dio tiempo de terminarse el huevo y probar las ciruelas (demasiado hechas y aguadas para su gusto) antes de que el sonido de unas alas lo hiciera levantarse. Divisó al cuervo negro contra el cielo del amanecer, y se dirigió rápidamente hacia el laberinto de estantes que había al otro lado de la habitación.

El maestre tenía una colección de medicamentos impresionante: docenas de vasijas selladas con cera, cientos de frascos con tapones, también cientos de botellitas de vidrio blanco, innumerables tarros de hierbas secas… y cada recipiente estaba bien etiquetado, con la caligrafía precisa de Pycelle. «Un cerebro muy organizado», reflexionó Tyrion. Y era cierto, una vez se descifraba el sistema de clasificación era evidente que cada poción tenía un lugar adjudicado. «Y qué cosas tan interesantes tiene.» Vio dulcesueño y sombra nocturna, leche de la amapola, lágrimas de Lys, gorragrís en polvo, matalobos y danza demoníaca, veneno de basilisco, ojociego, sangre de viuda…

Tuvo que ponerse de puntillas y estirarse, pero se las arregló para coger un frasquito polvoriento del estante superior. Leyó la etiqueta, sonrió y se lo guardó dentro de la manga.

Ya se había vuelto a sentar a la mesa y estaba pelando otro huevo cuando el Gran Maestre Pycelle bajó por las escaleras con paso pesado.

—Ya está, mi señor. —El anciano se sentó—. Estas cosas… es mejor hacerlas cuanto antes, por supuesto… ¿Decís que se trata de un asunto de la mayor importancia?

—Oh, sí.

Las gachas estaban demasiado espesas para el gusto de Tyrion, y les hubiera querido añadir mantequilla y miel. Cierto que en Desembarco del Rey la mantequilla y la miel no eran productos fáciles de conseguir en los últimos tiempos, pero Lord Gyles mantenía el castillo bien abastecido. La mitad de los alimentos que consumían procedían de sus tierras o de las de Lady Tanda. Rosby y Stokeworth estaban cerca de la ciudad, al norte, y la guerra no había llegado allí.

—El príncipe de Dorne, nada menos. ¿Puedo preguntaros…?

—Mejor no.

—Como queráis. —La curiosidad de Pycelle estaba tan madura que Tyrion casi percibía su sabor—. Puede que… el Consejo del rey…

—La misión del Consejo es aconsejar al rey, maestre. —Tyrion dio unos golpecitos con la cuchara de madera en el borde del cuenco.

—Exacto —dijo Pycelle—. Y el rey…

—Es un niño de trece años. Yo hablo por él.

—Desde luego, desde luego. Sois la Mano del Rey. De todos modos… vuestra gentil hermana, nuestra reina regente…

—Ya lleva un gran peso sobre sus preciosos hombros blancos. No quiero añadirle otra carga. ¿Y vos? —Tyrion inclinó la cabeza hacia un lado y miró inquisitivo al Gran Maestre.

Pycelle bajó la vista hacia su plato de comida. Los ojos dispares de Tyrion, uno verde y otro negro, tenían algo que le daba escalofríos. El enano lo sabía, y los utilizaba.

—Eh… —dijo el anciano dirigiéndose a sus ciruelas—. Sin duda tenéis razón, mi señor. Es muy considerado por vuestra parte… aliviarla de esa… carga.

—Así soy yo. —Tyrion volvió a concentrarse en las gachas que no le gustaban—. Considerado. Al fin y al cabo, Cersei es mi querida hermana.

—Y mujer, además —asintió Pycelle—. Una mujer fuera de lo común, pero aun así… No es poca cosa ocuparse de todos los asuntos del reino, pese a la fragilidad característica de su sexo.

«Oh, sí, es una frágil paloma; que te lo diga Eddard Stark.»

—Me alegra ver que compartís mi preocupación. Os agradezco la hospitalidad de vuestra mesa, pero me espera un día muy largo. —Se bajó de la silla—. Tened la bondad de informarme en cuanto recibamos una respuesta de Dorne.

—Como vos digáis, mi señor.

—Y sólo a mí.

—Eh… desde luego.

Las manos llenas de manchas de Pycelle se aferraban a su barba como un hombre que se ahoga se aferraría a una cuerda. El corazón de Tyrion se llenó de alegría.

«Uno», pensó.

Anadeó hacia el patio bajo, con las piernas atrofiadas quejándose en cada uno de los peldaños. El sol ya brillaba alto en el cielo, y el castillo había cobrado vida. Los guardias patrullaban sobre los muros, y los caballeros y guerreros se entrenaban con armas embotadas. Cerca de allí estaba Bronn, sentado en el borde de un pozo. Un par de sirvientas muy atractivas pasaron cerca de él, llevando entre las dos una cesta de mimbre, pero el mercenario ni siquiera las miró.

—Me doy por vencido, Bronn, no hay manera de educarte. —Tyrion señaló a las mujeres—. Tienes delante ese hermoso espectáculo, y tú sólo te fijas en un montón de brutos armando jaleo con sus armas.

—En la ciudad hay cien prostíbulos donde podría comprar todos los coños que quisiera por una moneda de cobre cortada —replicó Bronn—, pero tal vez un día mi vida dependa de cuánto me haya fijado en esos brutos. —Se levantó—. ¿Quién es el chico del jubón a cuadros azules con tres ojos pintados en el escudo?

—Un caballero errante. Se hace llamar Tallad. ¿Por qué?

—Es el mejor de todos. —Bronn se apartó un mechón de pelo de los ojos—. Pero fíjate en él: entra en una rutina, siempre que ataca asesta los mismos golpes y en el mismo orden. —Sonrió—. El día que se enfrente a mí, eso será su muerte.

—Ha jurado lealtad a Joffrey. No creo que se enfrente a ti.

Echaron a andar por el patio. Bronn acompasó sus largas zancadas a las cortas de Tyrion. Últimamente el mercenario tenía un aspecto casi respetable. Se había lavado y cepillado el pelo negro, estaba recién afeitado y vestía la coraza negra de los oficiales de la Guardia de la Ciudad. Llevaba sobre los hombros una capa color escarlata Lannister, con dibujos de manos doradas. Tyrion se la había regalado tras nombrarlo capitán de su guardia personal.

—¿Cuántos peticionarios tenemos hoy? —preguntó.

—Treinta y tantos —respondió Bronn—. La mayoría para presentar quejas o suplicar algo. Tu amiga ataca de nuevo.

—¿Lady Tanda? —Dejó escapar un gemido.

—Su paje. Te invita a cenar con ella otra vez. Dice que servirá una pierna de venado, y también gansos rellenos de moras y…

—Y a su hija —terminó Tyrion con amargura. Desde el momento en que había puesto los pies en la Fortaleza Roja, Lady Tanda se había dedicado a perseguirlo, armada con un inagotable arsenal de empanadas de lamprea, jabalíes y sabrosos guisos. Por lo visto, estaba segura de que un señor menor, enano para más señas, sería el consorte ideal para su hija Lollys, una mujer corpulenta, blanda, algo retrasada, de la que se decía que seguía siendo doncella a los treinta y tres años—. Discúlpame con ella.

—¿No te gusta el ganso relleno? —Bronn sonrió, malévolo.

—Deberías ir tú a comerte el ganso y a casarte con la chica. O mejor aún, envía a Shagga.

—Shagga preferiría comerse a la chica y casarse con el ganso —señaló Bronn—. De todos modos, Lollys pesa más que él.

—Eso sí que es verdad —reconoció Tyrion mientras pasaban bajo la sombra de una galería en forma de arco que unía dos torres—. ¿Quién más me quiere ver?

—Hay un prestamista de Braavos que trae unos papeles muy complicados —contestó el mercenario poniéndose serio—. Pide ver al rey para tratar con él el pago de no sé qué préstamo.

—Como si Joff supiera contar más allá de veinte. Ponlo en contacto con Meñique, que se las arregle con él. ¿Más?

—Un señor menor del Tridente, dice que los hombres de tu padre quemaron su castillo, violaron a su esposa y mataron a todos sus campesinos.

—Tengo entendido que a eso lo llaman guerra. —Tyrion sospechaba que había sido cosa de Gregor Clegane, o de Amory Lorch, o tal vez de los perros de su padre, los Qohorik—. ¿Qué quiere de Joffrey?

—Campesinos para sus tierras —dijo Bronn—. Ha hecho todo ese viaje para demostrar su lealtad y suplicar una recompensa.

—Lo recibiré mañana. —Tanto si su lealtad era sincera como si simplemente era un hombre desesperado, un señor del río les podría ser útil—. Encárgate de que lo instalen en una habitación cómoda y le sirvan una comida caliente. Hazle llegar un par de botas nuevas, que sean buenas, cortesía del rey Joffrey.

Una muestra de generosidad nunca estaba de más. Bronn asintió.

—También hay una horda de panaderos, carniceros y verduleros que quieren hablar contigo.

—Ya se lo dije la última vez, no tengo nada que darles. —Los alimentos que llegaban a Desembarco del Rey eran escasos, y la mayoría se reservaban para el castillo y la guarnición. Los precios de las verduras, las frutas y los tubérculos habían subido de manera increíble, y Tyrion no quería ni imaginar qué clase de carne iba a parar a las ollas de los tenderetes del Lecho de Pulgas. Ojalá fuera pescado. Aún les quedaba el río y el mar… al menos hasta que llegaran las naves de Lord Stannis.

—Quieren protección. Anoche la muchedumbre asó a un panadero en su horno. Dicen que cobraba el pan demasiado caro.

—¿Y es verdad?

—Ya no está en condiciones de negarlo.

—No se lo comerían luego, supongo.

—Que yo sepa, no.

—Al próximo se lo comerán —dijo Tyrion, sombrío—. Les proporcionaré la protección que pueda. Los capas doradas…

—Dicen que entre los atacantes había capas doradas —lo interrumpió Bronn—. Quieren hablar con el rey en persona.

—Idiotas. —Tyrion los había despedido con su condolencia; su sobrino los despediría con látigos y lanzas. Casi se sintió tentado de permitirlo… pero no, no debía. Tarde o temprano, algún enemigo entraría en Desembarco del Rey, y lo que menos falta le haría en ese momento sería tener traidores bien dispuestos dentro de la ciudad—. Diles que el rey Joffrey comparte sus temores y hará todo lo que pueda por ellos.

—Quieren pan, no promesas.

—Si les doy pan hoy, mañana tendré el doble de personas a mis puertas. ¿Quién más?

—Un hermano negro que viene del Muro. El mayordomo dice que ha traído una especie de mano podrida en un frasco.

—Me extraña que nadie se la haya comido. —Tyrion sonrió, cansado—. En fin, lo tengo que recibir, claro. ¿No se tratará de Yoren, por casualidad?

—No, es un caballero. Thorne.

—¿Ser Alliser Thorne? —De todos los hermanos negros que había conocido en el Muro, Ser Alliser Thorne era el que menos le había gustado. Era un hombre amargado, malévolo, con un concepto demasiado elevado de su valía—. Bien pensado, no me apetece ver a Ser Alliser ahora mismo. Búscale una celda cómoda en la que no hayan cambiado la paja del colchón desde hace un año, y dejemos que su mano se pudra un poco más.

Bronn lanzó una carcajada y se alejó para cumplir las órdenes, mientras Tyrion subía trabajosamente por las escaleras. Cuando cruzaba cojeando el patio exterior, oyó que se alzaba el rastrillo. Su hermana, acompañada por un numeroso grupo, aguardaba ante la entrada principal.

A lomos de su palafrén blanco, Cersei se alzaba ante él majestuosa, como una diosa vestida de verde.

—Hermano —saludó sin la menor calidez. La reina no estaba nada satisfecha con su manera de zanjar el asunto de Janos Slynt.

—Alteza. —Tyrion hizo una reverencia cortés—. Esta mañana estás muy hermosa. —Llevaba una corona de oro y una capa de armiño. Su séquito la seguía a caballo: Ser Boros Blount de la Guardia Real, con armadura blanca y su habitual semblante ceñudo; Ser Balon Swann, con el arco colgado de la silla con incrustaciones de plata; Lord Gyles Rosby, respirando con más dificultades que nunca; Hallyne el Piromante, del Gremio de Alquimistas; y el nuevo favorito de la reina, su primo Ser Lancel Lannister, escudero de su difunto esposo y nombrado caballero por orden de la viuda. También la acompañaban Vylarr y veinte guardias—. ¿Adónde te diriges, hermana? —quiso saber Tyrion.

—Voy a hacer una ronda por las puertas, para inspeccionar los nuevos escorpiones y bombardas. No quiero que la gente piense que todos consideramos la defensa de la ciudad un asunto trivial, como tú. —Cersei clavó en él sus hermosos ojos color verde claro, bellos hasta cuando mostraban tanto desprecio—. Me han informado de que Renly Baratheon se ha puesto en marcha y ha salido de Altojardín. Avanza por el camino de las rosas, junto con todo su ejército.

—Varys me transmitió el mismo informe.

—Puede llegar aquí con la luna llena.

—A ese ritmo tan pausado, no —la tranquilizó Tyrion—. Cada noche celebra un festín en un castillo diferente, y reúne a la corte en cada encrucijada por la que pasa.

—Y cada día se unen a él más hombres. Se dice que ya tiene más de cien mil.

—Parecen muchos.

—Cuenta con las fuerzas de Bastión de Tormentas y Altojardín, pequeño idiota —le espetó Cersei—. Y con todos los vasallos de Tyrell excepto los Redwyne, cosa que me debes a mí. Mientras tenga en mis manos a sus gemelos marcados de viruelas, Lord Paxter se quedará quietecito en el Rejo, y encima se considerará afortunado.

—Lástima que el Caballero de las Flores se escurriera entre tus preciosos dedos. De todos modos, no somos el único problema que tiene Renly. Nuestro padre en Harrenhal, Robb Stark en Aguasdulces… si yo estuviera en su lugar no haría lo que él hace. Avanzaría, mostraría mi poder ante todo el reino, aguardaría, vigilaría. Me tomaría tiempo y dejaría que mis rivales se enfrentaran entre ellos. Si Stark nos derrota, el sur caerá en manos de Renly como un regalo de los dioses, sin que tenga que perder ni a un hombre. Y si es al contrario, podrá caer sobre nosotros mientras nos estemos recuperando.

No consiguió calmar a Cersei.

—Quiero que ordenes a nuestro padre que traiga su ejército a Desembarco del Rey.

«Eso sólo serviría para hacerte sentir a salvo.»

—¿Desde cuándo puedo dar órdenes a nuestro padre?

—¿Y cuándo piensas liberar a Jaime? —Su hermana hizo caso omiso de la pregunta anterior—. Vale por cien como tú.

—Te ruego que no se lo digas a Lady Stark. —Tyrion le dirigió una sonrisa retorcida—. No tenemos a cien como yo para cambiarlos por Jaime.

—Nuestro padre debía de estar loco cuando te envió aquí. Eres peor que inútil. —La reina sacudió las riendas e hizo dar media vuelta a su palafrén. Salió por la puerta al trote, con la capa de armiño ondeando a sus espaldas. Su séquito se apresuró a seguirla.

Lo cierto era que Renly Baratheon no preocupaba a Tyrion ni la mitad que su hermano Stannis. El pueblo quería a Renly, pero jamás había guiado un ejército a la guerra. Stannis era diferente: duro, frío, inexorable. Si pudiera saber qué estaba sucediendo en Rocadragón… pero ninguno de los pescadores a los que había pagado por espiar en la isla había regresado, y hasta los informadores que el eunuco aseguraba tener en la mismísima corte de Stannis habían guardado un silencio ominoso.

Pero se habían visto cerca de sus orillas los cascos listados de galeras lysenas de guerra, y Varys tenía informes de capitanes mercenarios de Myr que se habían puesto al servicio de Rocadragón.

«Si Stannis ataca por mar mientras su hermano Renly intenta derribar nuestras puertas, no tardarán en exhibir la cabeza de Joffrey en una pica. Y lo peor es que la mía estará al lado.» Era una idea deprimente. Tenía que hacer planes para poner a Shae a salvo fuera de la ciudad, por si acaso sucedía lo peor.

Podrick Payne estaba ante la puerta de sus estancias, con la vista clavada en el suelo.

—Está dentro —anunció al cinturón de Tyrion—. Ahí dentro. Mi señor. Perdón.

—Mírame, Pod. —Tyrion suspiró—. Me pone enfermo que le hables a mi bragueta. Aunque me eches un vistazo a la cara no te volverás enano, no es contagioso. A ver, ¿quién me espera dentro de mis estancias?

—Lord Meñique. —Podrick había conseguido mirarlo a la cara un instante, pero enseguida volvió a bajar la vista—. Quiero decir, Lord Petyr. Lord Baelish. El consejero de la moneda.

—Tal como lo dices, parece que ahí dentro hubiera una multitud.

El chico se encogió como si le hubiera dado un palo. Tyrion se sintió culpable de una manera absurda.

Lord Petyr estaba sentado junto a su ventana, lánguido y elegante con su jubón afelpado color ciruela y su capa de seda amarilla, y con una mano enguantada apoyada en la rodilla.

—El rey está luchando contra las liebres con una ballesta —dijo—. Las liebres van ganando. Venid a ver.

Tyrion tuvo que ponerse de puntillas para asomarse. Abajo, una liebre yacía muerta; otra agonizaba, sacudiendo las largas orejas, con una saeta clavada en el costado. Por todas partes se veían más saetas, clavadas en la tierra como briznas de paja que una tormenta hubiera dispersado.

—¡Ahora! —gritó Joff.

El hombre soltó la liebre que sujetaba entre las manos, y el animal empezó a saltar. Joffrey tiró de la llave de la ballesta. La saeta falló por medio metro. La liebre quedó quieta sobre las patas traseras, moviendo la naricilla como si olisqueara al rey. Joff soltó una maldición y la empezó a tensar de nuevo, pero mucho antes de que lo lograra el animal ya había desaparecido.

—¡Otra! —El encargado de las liebres metió las manos en la conejera. El siguiente animal fue como una estela marrón sobre las piedras del patio, mientras que el disparo apresurado de Joffrey casi acertó a Ser Preston en la entrepierna.

—¿Te gusta la liebre a la cazuela, chico? —preguntó Meñique a Podrick Payne mientras se daba la vuelta.

—¿Para comer, mi señor? —Pod clavó la vista en las botas del visitante, un hermoso calzado de cuero teñido de rojo adornado con volutas negras.

—Invierte en cazuelas —le aconsejó Meñique—. Dentro de nada vamos a tener una invasión de liebres en el castillo. Vamos a comer liebre tres veces al día.

—Mejor eso que ratas al espetón —dijo Tyrion—. Puedes marcharte, Pod. A menos que Lord Petyr quiera tomar alguna cosa…

—No, gracias. —Meñique sonrió burlón—. Se dice que quien bebe con el enano, despierta en el Muro. El negro me hace muy pálido.

«No temáis, mi señor —pensó Tyrion—. No es precisamente el Muro lo que os reservo.» Se sentó en una silla alta con cojines.

—Estáis hoy muy elegante, mi señor.

—Me ofendéis. Procuro estar elegante siempre.

—¿Es nuevo ese jubón?

—Sí. Sois muy observador.

—Ciruela y amarillo. ¿Son los colores de vuestra Casa?

—No. Pero uno se cansa de llevar siempre los mismos colores. Al menos yo me canso.

—El cuchillo también es muy hermoso.

—¿Sí? —La mirada de Meñique era traviesa. Desenvainó el cuchillo y le echó una ojeada sin mucho interés, como si fuera la primera vez que lo veía—. Acero valyrio y mango de huesodragón. Aunque un poco vulgar. Si os gusta, ya es vuestro.

—¿Mío? —Tyrion le dirigió una larga mirada—. No. No es mío. Y nunca lo ha sido.

«Lo sabe, el muy insolente lo sabe. Y sabe que lo sé, y cree que no le puedo hacer nada.»

Si alguna vez un hombre se había hecho una armadura de oro había sido Petyr Baelish, no Jaime Lannister. La famosa armadura de Jaime no era más que acero dorado, en cambio Meñique… Tyrion había descubierto unas cuantas cosas sobre el encantador Petyr. Cosas inquietantes.

Hacía diez años, Jon Arryn le había otorgado una sinecura menor en las aduanas, donde Lord Petyr pronto se distinguió al conseguir recaudar tres veces más que cualquier otro recaudador del rey. Robert gastaba a manos llenas. Un hombre como Petyr Baelish, capaz de frotar dos dragones de oro para que parieran un tercero, resultaba de un valor inmenso para su Mano. A los tres años de llegar a la corte ya era consejero de la moneda y miembro del Consejo Privado. En la actualidad, los ingresos de la corona eran diez veces más elevados que en tiempos de su agobiado predecesor… aunque las deudas de la corona también se habían incrementado. Petyr Baelish era un malabarista de primera.

Y también muy inteligente. No se limitaba a recaudar el oro y dejarlo en la cámara del tesoro, oh no. Pagaba las deudas del rey con promesas, y ponía el oro del rey a que rindiera. Compraba carromatos, tiendas, naves, casas… Compraba cereales cuando había cosechas abundantes, y vendía pan cuando empezaba a escasear. Compraba lana en el norte, lino en el sur y encajes en Lys. Almacenaba las telas, las movía, las teñía y las vendía. Los dragones de oro se apareaban y se multiplicaban. Meñique los prestaba y los recuperaba junto con sus crías.

Y, mientras tanto, también fue situando a hombres que le eran leales. Los cuatro Guardianes de las Llaves eran suyos. Él mismo había nombrado al Contador Real y al Balanza Real, y también a los oficiales al mando de las tres cecas. Nueve de cada diez capitanes de puerto, recaudadores de impuestos, agentes de aduanas, agentes textiles, cobradores, fabricantes de vinos… eran leales a Meñique. Se trataba de hombres en su mayoría de extracción popular: hijos de comerciantes, de señores menores, a veces incluso extranjeros… pero, a juzgar por los resultados que obtenían, mucho más capacitados que sus predecesores de noble cuna.

A nadie se le había ocurrido cuestionar los nombramientos, ¿para qué? Meñique no representaba una amenaza para nadie. Era un hombre avispado, sonriente, cordial, amigo de todos, siempre capaz de encontrar el oro que le pidieran el rey o su Mano, y al mismo tiempo de linaje poco elevado, poco más que un caballero errante. No, no había nada que temer de él. No podía llamar a sus vasallos, no tenía un ejército ni una gran fortaleza, sus posesiones eran irrelevantes, no tenía un matrimonio importante en perspectiva.

«Y pese a todo, ¿me atrevo a tocarlo? —se preguntó Tyrion—. ¿Aunque resulte que es un traidor?» No estaba seguro de poder hacerlo, y menos en aquel momento, en medio de la guerra. Con tiempo podría sustituir a los hombres de Meñique en posiciones clave por otros que fueran leales a él, pero…

Resonaron gritos en el patio.

—Vaya. Su Alteza ha matado una liebre —observó Lord Baelish.

—Una liebre muy lenta, sin duda —asintió Tyrion—. Mi señor, tengo entendido que, mientras estuvisteis como pupilo en Aguasdulces, teníais una relación muy cercana con los Tully.

—Se podría decir que sí. Sobre todo con las niñas.

—¿Como cuánto de cercana?

—Yo las desfloré. ¿Os parece suficientemente cercana?

Soltó la mentira (Tyrion estaba casi seguro de que era una mentira) con tal desparpajo que cualquiera se la habría creído. Tal vez la que mintió había sido Catelyn Stark, sobre cómo perdió la virginidad y sobre el tema de la daga. Cuanto más envejecía, más consciente era Tyrion de que nada era sencillo, y pocas cosas eran verdad.

—Las hijas de Lord Hoster no sienten mucho afecto por mí —le confesó—. Dudo que prestaran oídos a ninguna propuesta que yo les presentara. En cambio, si las mismas palabras vinieran de vos les sonarían más dulces.

—Eso dependería de las palabras. Si pensáis ofrecer a Sansa a cambio de vuestro hermano, no me hagáis perder el tiempo. Joffrey no va a prescindir de su juguete, y Lady Catelyn no es tan estúpida como para cambiar al Matarreyes por una chiquilla.

—También pienso contar con Arya. Mis hombres la están buscando.

—Buscar no es lo mismo que encontrar.

—Lo tendré presente, mi señor. De todos modos, a quien esperaba que hicierais cambiar de opinión es a Lady Lysa. Para ella tengo una oferta más jugosa.

—Lysa es más tratable que Catelyn, cierto… pero también más miedosa, y tengo entendido que os detesta.

—Ella cree que tiene buenos motivos. Mientras fui su huésped en el Nido de Águilas, insistió en que yo había matado a su esposo, y no se mostró propensa a escuchar mis negativas. —Se inclinó hacia delante—. Pero si le entrego al verdadero asesino de Jon Arryn, tal vez cambie su opinión sobre mí.

—¿Al verdadero asesino? —Aquello hizo que Meñique se incorporase en su asiento—. Confieso que despertáis mi curiosidad. ¿A quién proponéis?

—Soy generoso con mis amigos, por voluntad propia. —Le tocó el turno de sonreír a Tyrion—. Lysa Arryn lo tiene que comprender.

—¿Qué queréis de ella, su amistad o sus espadas?

—Ambas cosas.

—Lysa no tiene pocas preocupaciones —dijo Meñique mientras se acariciaba la pulcra barbita—. Los clanes están lanzando ataques en las Montañas de la Luna, son más que nunca y están mejor armados.

—Sí, es preocupante —dijo Tyrion Lannister, que les había proporcionado las armas—. Yo podría ayudarla en ese sentido. Con una palabra mía…

—¿Y qué le costaría a ella?

—Quiero que Lady Lysa y su hijo aclamen a Joffrey como rey, le juren lealtad y…

—¿Declaren la guerra a los Stark y a los Tully? —Meñique sacudió la cabeza—. Tenéis una cucaracha en el flan, Lannister. Lysa jamás enviará a sus caballeros contra Aguasdulces.

—Ni yo se lo voy a pedir. No andamos escasos de enemigos. Utilizaría sus fuerzas contra Lord Renly o contra Lord Stannis, si es que sale de Rocadragón. A cambio tendrá justicia para Jon Arryn y paz en el valle. Hasta nombraré a su horroroso hijo Guardián del Oriente, como su padre. —«Quiero verlo volar», susurró una vocecita de niño en su memoria—. Y, para sellar el trato, le entregaré a mi sobrina. —Tuvo el placer de ver una expresión de sincera sorpresa en los ojos verde grisáceo de Petyr Baelish.

—¿A Myrcella?

—En cuanto llegue a la mayoría de edad podrá casarse con el pequeño Lord Robert. Hasta ese momento será la pupila de Lady Lysa en el Nido de Águilas.

—¿Qué opina de este plan Su Alteza la reina? —Tyrion se encogió de hombros, y Meñique prorrumpió en carcajadas—. Ya me parecía a mí. Sois un hombrecillo muy peligroso, Lannister. Sí, le podría cantar esa canción a Lysa. —Otra vez la sonrisa taimada, la mirada astuta—. Si quisiera. —Tyrion asintió y aguardó. Sabía que Meñique no podía soportar un silencio prolongado—. Decidme —siguió Lord Petyr, inmutable, tras una pausa—, ¿qué tenéis para mí?

—Harrenhal. —Resultó muy interesante observar la expresión de su rostro. El padre de Lord Petyr había sido el menor de los señores menores, y su abuelo un caballero errante sin tierras; por nacimiento no le correspondían más que unos pocos acres pedregosos barridos por el viento en la orilla de los Dedos. Harrenhal era una de las ciruelas más ricas de los Siete Reinos, con tierras amplias, ricas y fértiles, y un gran castillo tan formidable como cualquiera del reino… mayor incluso que el de Aguasdulces, donde Petyr Baelish había sido acogido como pupilo, sólo para verse expulsado cuando se atrevió a poner los ojos sobre la hija de Lord Hoster.

Meñique se tomó un instante para colocarse los pliegues de la capa, pero Tyrion ya había visto el relámpago de codicia en aquellos astutos ojos de gato. «Ya es mío», pensó.

—Harrenhal está maldito —dijo Lord Petyr al cabo de un instante, tratando de poner voz de aburrimiento.

—Pues derribadlo hasta los cimientos y construid otro castillo que os complazca más. No os faltará dinero. Pienso nombraros señor feudal del Tridente. Los señores del río han demostrado que no se puede confiar en ellos. Os tendrán que rendir pleitesía.

—¿Los Tully también?

—Si queda alguno vivo cuando esto termine… —Meñique era como un niño que acabara de morder un panal a escondidas. Trataba de ver dónde estaban las abejas, pero la miel era muy dulce.

—Harrenhal con todas sus tierras e ingresos —murmuró—. De un golpe me convertiríais en uno de los más grandes señores del reino. No es que sea ingrato, mi señor, pero… ¿por qué?

—Servisteis bien a mi hermana en el problema de la sucesión.

—Igual que Janos Slynt. Al que se otorgó hace poco ese mismo castillo, Harrenhal… y se le arrebató de inmediato cuando dejó de ser útil.

—Me habéis pillado, mi señor. —Tyrion se echó a reír—. ¿Qué queréis que os diga? Os necesito para convencer a Lady Lysa. A Janos Slynt no lo necesitaba. —Se encogió de hombros—. Prefiero veros a vos en Harrenhal que a Renly sentado en el Trono de Hierro. ¿No es sencillo?

—Muy sencillo. ¿Os dais cuenta de que tal vez tenga que acostarme de nuevo con Lady Lysa para que acepte ese matrimonio?

—No me cabe duda de que desempeñaréis la tarea con gran eficacia.

—En cierta ocasión le dije a Ned Stark que, cuando uno se encuentra desnudo con una mujer fea, lo único que puede hacer es cerrar los ojos y seguir adelante. —Meñique juntó las yemas de los dedos y clavó la vista en los ojos dispares de Tyrion—. Dadme quince días para zanjar algunos asuntos y preparar un barco que me lleve a Puerto Gaviota.

—Me parece muy bien.

—Ha sido una mañana muy agradable, Lannister —dijo su invitado mientras se levantaba—. Y provechosa… para los dos, espero. —Hizo una reverencia, se dio la vuelta en un torbellino de seda amarilla y salió de la estancia.

«Dos», pensó Tyrion.

Subió a su dormitorio para esperar a Varys, que no tardaría en acudir. Seguramente al atardecer, o como muy tarde a primera hora de la noche, aunque esperaba que no. Tenía ganas de visitar a Shae.

Se llevó una agradable sorpresa cuando Galt, de los Grajos de Piedra, le dijo una hora más tarde que el hombre empolvado solicitaba verlo.

—Sois muy cruel —le reprochó el eunuco—, el Gran Maestre se está muriendo de curiosidad. No soporta los secretos.

—¿El cuervo llama negro al grajo? ¿O acaso vos preferís no saber qué le he propuesto a Doran Martell?

—Puede que mis pajaritos ya me lo hayan contado —Varys rió entre dientes.

—¿De veras? —Aquello sí que quería oírlo—. Contadme.

—Hasta ahora los hombres de Dorne se han mantenido al margen de esta guerra. Doran Martell ha llamado a sus vasallos, pero nada más. Es de todos bien sabido que detesta a la Casa Lannister, y la opinión general es que se unirá a Lord Renly. Vos querríais disuadirlo…

—Todo eso es evidente —dijo Tyrion.

—Lo único que me intriga es qué podéis haberle ofrecido a cambio de su alianza. El príncipe es un hombre muy sentimental, y todavía llora la pérdida de su hermana Elia y sus queridos hijitos.

—Mi padre me dijo en cierta ocasión que un señor jamás deja que los sentimientos se interpongan en el camino de su ambición… Y ahora que Lord Janos ha vestido el negro, tenemos un asiento libre en el Consejo Privado.

—Un asiento en el Consejo no es cosa que se desprecie —reconoció Varys—, pero ¿bastará para que un hombre orgulloso olvide el asesinato de su hermana?

—¿Por qué habría de olvidarlo? —sonrió Tyrion—. Le he prometido entregarle a los asesinos de su hermana, vivos o muertos, como él prefiera. Cuando acabe la guerra, claro.

—Mis pajaritos me cuentan —dijo Varys, lanzándole una mirada astuta— que la princesa Elia gritó… cierto nombre… cuando fueron a por ella.

—Si lo sabe todo el mundo, ¿sigue siendo un secreto? —Todo el mundo sabía que Gregor Clegane había matado a Elia y a su bebé. Se decía que había violado a la princesa con las manos todavía sucias de la sangre y los sesos de su hijo.

—Este secreto es el más fiel sirviente de vuestro padre.

—Mi padre sería el primero en deciros que cincuenta mil hombres de Dorne valen más que un perro rabioso.

—¿Y si el príncipe exige la sangre del señor que dio la orden —preguntó Varys mientras se acariciaba una mejilla empolvada—, además de la del que la llevó a cabo?

—La rebelión la lideraba Robert Baratheon. En último extremo, todas las órdenes procedían de él.

—Robert no estaba en Desembarco del Rey.

—Doran Martell tampoco.

—Ya veo. Sangre para su orgullo y un asiento para su ambición. Oro y tierras, por descontado. Una oferta muy dulce… pero los dulces pueden estar envenenados. Si yo fuera el príncipe, pediría algo más antes de coger este panal de miel. Alguna muestra de buena voluntad, una salvaguardia contra la traición. —Varys le dedicó su sonrisa más babosa—. ¿A cuál le enviaréis?

—Ya lo sabéis, ¿verdad? —Tyrion suspiró.

—Ya que así lo planteáis… sí. A Tommen. No podéis ofrecer a Myrcella a Doran Martell y también a Lysa Arryn.

—Recordadme que no juegue a las adivinanzas con vos. Hacéis trampas.

—El príncipe Tommen es un buen muchacho.

—Y si lo aparto de Cersei y de Joffrey ahora que todavía es pequeño, puede que llegue a ser un buen hombre.

—¿Y un buen rey?

—Joffrey es el rey.

—Y Tommen su heredero, si a Su Alteza le sucediera alguna desgracia. Tommen, de naturaleza tan dulce, y tan… manejable.

—Sois muy desconfiado, Varys.

—Lo tomo como un cumplido, mi señor. En cualquier caso, el príncipe Doran no será insensible al gran honor que le hacéis. Un movimiento muy hábil… pero tiene un pequeño fallo.

—¿Ese fallo se llama Cersei? —El enano se echó a reír.

—¿De qué sirve el arte de la política si se enfrenta al amor que siente una madre por el dulce fruto de su vientre? Quizá por la gloria de su Casa y la seguridad del reino, sería posible convencer a la reina para que se dejara arrebatar a Tommen o a Myrcella. Pero, ¿a los dos? Imposible.

—Lo que Cersei no sepa, nunca me hará daño.

—¿Y si Su Alteza descubriera vuestras intenciones antes de que el plan esté maduro?

—En ese caso —dijo—, sabría que el hombre que se lo hubiera contado es mi enemigo.

Y cuando Varys soltó una risita, Tyrion pensó: «Tres».

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