ARYA

El río era una cinta verde azulada que brillaba bajo el sol de la mañana. En las aguas bajas de las orillas crecían juncos abundantes, y Arya vio una culebra de agua que zigzagueaba bajo la superficie, dejando a su paso una estela de ondas. Sobre ellos, un halcón volaba dibujando lentos círculos.

Parecía un lugar muy tranquilo… hasta que Koss divisó el cadáver.

—Ahí, entre los juncos.

Señaló con el dedo, y Arya lo vio. Era el cuerpo de un soldado, informe e hinchado. La embarrada capa verde se le había quedado enganchada a un tronco podrido, y un banco de pececillos plateados le estaba mordisqueando el rostro.

—Ya os dije que había muertos —proclamó Lommy—. Se notaba el sabor en el agua.

Al ver el cadáver, Yoren escupió.

—Dobber, ve a ver si lleva algo que valga la pena. La cota de malla, el cuchillo, alguna moneda, lo que sea. —Picó espuelas a su capón para adentrarse en el río, pero el caballo se debatía contra el lodazal, y más allá de los juncos las aguas eran más profundas. Furioso, con el caballo cubierto de limo hasta las rodillas, Yoren tuvo que retroceder—. Por aquí no se puede cruzar. Koss, vendrás conmigo río arriba, vamos a buscar un vado. Gerren, tú ve río abajo. Los demás esperadnos aquí. Poned un guardia.

Dobber encontró una bolsita de cuero colgada del cinturón del cadáver. Dentro había cuatro monedas de cobre y un mechón de cabello rubio atado con una cinta roja. Lommy y Tarber se desnudaron y chapotearon en el agua. Lommy cogió puñados de lodo y se los tiró a Pastel Caliente al grito de «¡Pastel de Barro! ¡Pastel de Barro!». En la parte trasera de su carromato, Rorge les lanzaba maldiciones y amenazas, y les ordenaba que lo desencadenaran ahora que no estaba Yoren, pero nadie le prestó atención. Kurz atrapó un pez con las manos. Arya se fijó en cómo lo hacía, situándose en aguas bajas, tranquilo como las aguas en calma, moviendo la mano rápida como una serpiente cuando se le acercaba un pez. No parecía tan difícil como atrapar gatos. Los peces no tenían zarpas.

Ya era mediodía cuando regresaron los demás. Woth informó sobre un puente de madera a un kilómetro río abajo, pero lo habían quemado. Yoren sacó una hojamarga del fardo.

—Con suerte podríamos hacer nadar a los caballos, tal vez hasta a los burros, pero no hay manera de cruzar con los carromatos. Y al norte y al oeste hay humo, más incendios, quizá nos interese seguir a este lado del río. —Cogió un palo y dibujó en el barro un círculo del que salía una línea—. Esto es el Ojo de Dioses, con el río que corre hacia el sur. Nosotros estamos aquí. —Hizo un agujero junto a la línea del río, bajo el círculo—. No podemos dar un rodeo por la orilla oeste del lago, como había pensado. Por el este volveríamos al camino real. —Movió el palo hasta el punto donde la línea cortaba el círculo—. Por lo que recuerdo, aquí hay una ciudad. La fortaleza es de piedra, el asentamiento de un señor menor. Apenas un torreón, pero tendrán un guardia, y quizá uno o dos caballeros. Si seguimos el río hacia el norte llegaremos antes de que anochezca. Tendrán barcos, así que venderé todo lo que tengamos para contratar uno. —Recorrió con el palo el círculo que representaba el lago, de arriba abajo—. Con la ayuda de los dioses tendremos vientos favorables y cruzaremos el Ojo de Dioses hasta Harrentown. —Clavó la punta en la parte superior del círculo—. Aquí podremos comprar nuevas monturas, o refugiarnos en Harrenhal. Son los dominios de Lady Whent, que siempre ha sido amiga de la Guardia.

—Pero en Harrenhal hay fantasmas… —dijo Pastel Caliente con los ojos abiertos de par en par.

Yoren escupió.

—Eso para tus fantasmas. —Tiró el palo al barro—. Todos a caballo.

Arya recordaba las historias que la Vieja Tata solía contarles sobre Harrenhal. El malvado rey Harren se había hecho fuerte entre sus muros, de manera que Aegon atacó con sus dragones y transformó el castillo entero en una pira. Según la Tata, los espíritus en llamas seguían hechizando los torreones ennegrecidos. Algunas veces los hombres se acostaban en sus lechos, y por la mañana los encontraban muertos, quemados. En realidad Arya no se creía nada de aquello, y además eran cosas que habían pasado hacía mucho tiempo. Pastel Caliente era tonto: en Harrenhal no habría fantasmas, habría caballeros. Arya podría decirles quién era de verdad, y los caballeros la llevarían a su casa y cuidarían de ella. Para eso estaban los caballeros, para cuidar de la gente, sobre todo de las mujeres. A lo mejor Lady Whent ayudaba también a la niña llorona.

El sendero del río no era el camino real, pero no estaba tan mal, y para variar los carromatos podían rodar sin problemas. Divisaron la primera casa una hora antes del ocaso. Era una edificación pequeña, acogedora, con techo de paja y rodeada de trigales. Yoren se adelantó y saludó a gritos, pero no obtuvo respuesta.

—Puede que estén muertos. O que se escondan. Dobber, Rey, venid conmigo. —Los tres hombres entraron en la casa—. Se han llevado todos los cacharros, no hay ni una moneda —murmuró Yoren cuando volvieron—. Tampoco hay animales, seguro que se han escapado. Quizá nos los encontráramos en el camino real.

Al menos la casa y los campos no estaban quemados, y no había cadáveres. Tarber encontró en la parte de atrás un huerto; recogieron rábanos y cebollas, y llenaron un saco con coles antes de partir.

Un poco más adelante vieron la cabaña de un guardabosques, rodeada de árboles viejos y troncos en montones ordenados preparados para hacerlos leña, y poco más allá una choza desvencijada en el río, elevada sobre soportes de madera. Ambas estaban desiertas. Pasaron junto a más campos sembrados, en los que el trigo, el maíz y la cebada maduraban al sol, pero no había hombres apostados en los árboles, ni vigilando los linderos armados con guadañas. Por último avistaron la ciudad: consistía en un puñado de casas blancas que se alzaban en torno a las paredes de la fortaleza, un gran sept con tejado de madera, el torreón del señor sobre un pequeño altozano al oeste… y ni rastro de seres humanos.

Yoren, a caballo, miraba aquello con el ceño fruncido.

—Esto no me gusta —dijo—. Pero aquí estamos. Iremos a echar un vistazo. Con mucho cuidado. Puede que los habitantes estén escondidos. O quizá se dejaran atrás algún barco, o armas que nos podrían ser útiles.

El hermano negro eligió a diez para que se quedaran guardando los carromatos y a la niña llorona, y dividió a los demás en cuatro grupos de cinco miembros cada uno, para registrar la ciudad.

—Estad bien atentos —les advirtió antes de dirigirse hacia la torre para ver si había algún rastro del señor o de sus guardias.

Arya formaba equipo con Gendry, Pastel Caliente y Lommy. Woth, achaparrado y barrigón, había trabajado una vez de remero en una galera, así que era lo más parecido a un marinero que tenían. Por tanto, Yoren les encargó bajar con él hasta el lago para ver si encontraban algún barco. Mientras cabalgaban entre las silenciosas casas blancas, a Arya se le puso la piel de gallina en los brazos. Aquella ciudad desierta la asustaba casi más que la fortaleza quemada donde habían encontrado a la niña llorosa y a la mujer manca. ¿Por qué había huido la gente, dejando atrás sus hogares y sus campos? ¿Qué los había asustado tanto?

El sol se estaba poniendo por el oeste, y las casas proyectaban largas sombras oscuras. Un ruido repentino hizo que Arya hiciera ademán de desenvainar a Aguja, pero sólo era un postigo que el viento sacudía. Tras viajar por los espacios abiertos del río, la estrechez de la ciudad le ponía los nervios de punta.

Cuando divisó el lago, más allá de las casas y los árboles, Arya azuzó al caballo con las rodillas y pasó al galope junto a Woth y a Gendry. Salió a la extensión de hierba que había junto a la orilla pedregosa. El sol poniente hacía que la superficie tranquila de las aguas brillara como una lámina de cobre batido. Era el lago más grande que había visto en su vida, no se divisaba la otra orilla. A la izquierda había una posada de forma irregular, edificada en el mismo lago sobre grandes pilares de madera. A su derecha, un largo atracadero se adentraba en el lago, y más hacia el este se veían otros muelles, como si la ciudad extendiera sus dedos de madera. Pero el único barco a la vista era un bote de remos volcado en las rocas, bajo la posada, con el fondo completamente podrido.

—Se los han llevado —dijo Arya, desmoralizada. ¿Qué iban a hacer?

—Hay una posada —dijo Lommy a los demás cuando los alcanzaron—. ¿Creéis que habrán dejado algo de comida? ¿O cerveza?

—Vamos a ver —sugirió Pastel Caliente.

—Dejaos de posadas —gruñó Woth—. Yoren nos ha dicho que buscáramos un barco.

—Se han llevado los barcos.

Arya estaba segura, sin saber bien por qué; aunque registraran la ciudad de arriba abajo no encontrarían más que el bote volcado. Abatida, descabalgó y se arrodilló junto al lago. El agua le lamió las piernas. Había unas cuantas luciérnagas de lucecillas parpadeantes. Las aguas verdes eran cálidas como lágrimas, pero no sabían a sal. Sabían a verano, a barro y a cosas creciendo. Arya metió la cabeza para lavarse el polvo, la suciedad y el sudor del viaje. Cuando la levantó de nuevo le corrieron regueros por el cuello y por la espalda. Fue agradable. Le habría gustado poder quitarse la ropa y nadar en las aguas cálidas como una nutria. Quizá podría llegar nadando a Invernalia.

Woth la estaba llamando a gritos para que colaborase en la búsqueda, de manera que obedeció y registró los cobertizos para guardar los botes mientras su caballo pastaba en la orilla. Encontraron unas cuantas velas, algunos clavos, cubos de brea endurecida y una gata con una camada de gatitos recién nacidos. Pero ni rastro de embarcaciones.

Cuando Yoren y los demás reaparecieron, la ciudad estaba ya tan oscura como un bosque cualquiera.

—La torre está desierta —dijo—. El señor se ha marchado, puede que a luchar, o tal vez a poner a salvo a los suyos, quién sabe. No hay ni un caballo ni un cerdo en toda la ciudad, pero algo comeremos. He visto un ganso suelto, también unos cuantos pollos, y en el Ojo de Dioses hay pescado abundante.

—También se llevaron las embarcaciones —informó Arya.

—Podríamos arreglar el fondo de aquel bote de remos —dijo Koss.

—Sólo cabríamos cuatro —dijo Yoren.

—Hay clavos —señaló Lommy—. Y árboles por todas partes. Podríamos construir barcos.

—¿Y tú sabes construir barcos, hijo de tintorero? —Yoren escupió.

Lommy lo miró sin expresión.

—Pues una balsa —sugirió Gendry—. Una balsa la construye cualquiera, y buscaríamos pértigas para guiarla.

—El lago es demasiado profundo para atravesarlo con pértigas —dijo Yoren después de quedarse un rato pensativo—, pero si nos quedáramos en las aguas bajas de la orilla… Aunque tendríamos que abandonar los carromatos. Puede que fuera lo mejor. Lo pensaré esta noche.

—¿Podemos dormir en la posada? —preguntó Lommy.

—No —replicó el anciano—, dormiremos en la fortaleza, con las puertas atrancadas—. Cuando duermo me gusta tener alrededor paredes bien sólidas.

—No deberíamos quedarnos aquí —barbotó Arya sin poder contenerse—. Los habitantes se marcharon. Huyeron todos, incluido su señor.

—Arry tiene miedo —anunció Lommy entre rebuznos de risa.

—No tengo miedo —replicó ella—. Pero es verdad, se marcharon.

—Chico listo —dijo Yoren—. Lo que importa es que los que vivían aquí estaban en guerra, les gustara o no. Nosotros no. La Guardia de la Noche no toma partido, así que nadie es nuestro enemigo.

«Ni nuestro amigo», pensó Arya, aunque en aquella ocasión consiguió controlarse y no decirlo en voz alta. Lommy y los demás la estaban mirando, y no quería parecerles cobarde.

Las puertas de la fortaleza estaban tachonadas con clavos de hierro. Dentro encontraron un par de barras de hierro del tamaño de árboles pequeños. Había agujeros en el suelo y abrazaderas metálicas en la puerta. Cuando pasaron las barras por las abrazaderas, quedaron formando una gran X. Una vez exploraron la fortaleza de arriba abajo, Yoren anunció que no era precisamente la Fortaleza Roja, pero sí mejor que la mayoría, y les serviría perfectamente para una noche. Los muros eran de piedra basta sin mortero, de tres metros de altura. Con una pasarela de madera entre las almenas. Había una poterna al norte, y Gerren descubrió una trampilla bajo la paja de un viejo cobertizo de madera, que cubría un túnel largo y serpenteante. Lo siguió un buen trecho bajo tierra y fue a salir al lago. Yoren los hizo empujar un carromato para situarlo sobre la trampilla, de manera que nadie pudiera entrar por allí y sorprenderlos. Los dividió en tres grupos para montar las guardias, y envió a Tarber, a Kurz y a Cutjack a la torre abandonada para vigilar desde lo alto. Kurz tenía un cuerno de caza, y lo haría sonar en caso de que los amenazara algún peligro.

Metieron en la fortaleza los carromatos y los caballos, y atrancaron las puertas. El granero era una edificación destartalada en la que habrían cabido la mitad de los animales de la ciudad. El refugio, donde los habitantes se metían en momentos de peligro, era un edificio aún más grande, de piedra, bajo y alargado con tejado de paja. Koss salió por la poterna y regresó con el ganso y dos pollos, y Yoren dio permiso para que se encendiera una hoguera. Dentro de la fortaleza había una gran cocina, aunque se habían llevado todas las cazuelas y calderos. Les tocó cocinar a Gendry, Dobber y Arya. Dobber ordenó a Arya que desplumara las aves mientras Gendry cortaba leña.

—¿Por qué no puedo cortar leña yo? —preguntó. Pero nadie le hizo caso. Con gesto hosco, se sentó a desplumar un pollo, mientras Yoren afilaba la daga con una piedra de amolar.

Cuando la cena estuvo lista, Arya comió un muslo de pollo y un trozo de cebolla. Nadie tenía ganas de hablar, ni siquiera Lommy. Después, Gendry se apartó del resto para sacarle brillo a su yelmo. Por la expresión de su rostro era como si ni siquiera estuviera allí. La niña llorona gemía y sollozaba, pero cuando Pastel Caliente le dio un trocito de ganso lo devoró y se quedó esperando más.

A Arya le había correspondido la segunda guardia, de manera que se buscó un colchón de paja en el refugio. Le costaba dormirse, así que pidió prestada la piedra de amolar a Yoren para afilar a Aguja. Syrio Forel le había dicho que una espada roma era como un caballo cojo. Pastel Caliente se acuclilló junto a su colchón y la observó trabajar.

—¿De dónde has sacado una espada tan buena como ésa? —preguntó. Al ver la mirada que le lanzó Arya, alzó las manos en gesto defensivo—. No he dicho que la robaras, sólo quería saber de dónde la has sacado, nada más.

—Me la regaló mi hermano —murmuró.

—No sabía que tenías un hermano.

Arya dejó de afilar la espada un instante para rascarse por debajo de la camisa. En la paja había pulgas, aunque no había motivo para que se preocupase por unas pocas más.

—Tengo muchos hermanos.

—¿De verdad? ¿Son mayores que tú o más pequeños?

«No debería hablar de esto. Yoren me dijo que tuviera la boca cerrada.»

—Mayores —mintió—. Y ellos también tienen espadas, espadas enormes, y me enseñaron a matar a los que me molestaban.

—Te estaba hablando, no molestando.

Pastel Caliente se alejó, y Arya se acurrucó en la paja. Desde el otro lado del refugio le llegaban los gimoteos de la niña llorona. «¿Por qué no se calla? ¿Por qué se pasa el día llorando?»

Debió de quedarse dormida, aunque no recordaba haber cerrado los ojos. Soñó con un lobo que aullaba, y el sonido era tan espantoso que se despertó de repente. Se sentó en la paja, con el corazón latiéndole a toda velocidad.

—Pastel, despierta. —Se puso en pie y empezó a calzarse—. Woth, Gendry, ¿no lo habéis oído?

A su alrededor, los hombres y los muchachos se movieron y se incorporaron en sus lechos de paja.

—¿Qué pasa? —preguntó Pastel Caliente.

—¿Que si hemos oído qué? —quiso saber Gendry.

—Arry ha tenido una pesadilla —dijo alguno.

—No, de verdad, lo he oído —insistió—. Era un lobo.

—Arry tiene lobos en la cabeza —se burló Lommy.

—Que aúllen lo que quieran —le dijo Gerren—. Están afuera, y nosotros dentro.

—Nunca se ha sabido de un lobo que pudiera asaltar una fortaleza —acordó Woth.

—Pues yo no he oído nada —insistió Pastel Caliente.

—¡Era un lobo! —les gritó al tiempo que se ponía la segunda bota—. ¡Pasa algo, viene alguien, levantaos!

Antes de que tuvieran ocasión de abuchearla de nuevo, el sonido les llegó a todos, vibrando en la noche. Pero no era el aullido de un lobo, sino el cuerno de caza de Kurz que daba la señal de peligro. En un instante todos estuvieron de pie, vistiéndose y echando mano de las armas que poseían. Arya corrió hacia la puerta en el momento en que el cuerno sonaba de nuevo. Al pasar junto al granero, Mordedor tironeó de sus cadenas con rabia, y Jaqen H’ghar la llamó desde la parte trasera de su carromato.

—¡Chico! ¡Chico guapo! ¿Es guerra, guerra roja? Suéltanos, chico. Uno puede luchar. ¡Chico!

Arya no le hizo caso y siguió corriendo. Para entonces ya oía el piafar de los caballos y los gritos al otro lado del muro.

Subió a trompicones a la pasarela. Las almenas eran demasiado altas o Arya demasiado baja; tuvo que meter los dedos de los pies entre las piedras para poder ver por encima. Por un momento le pareció que la ciudad se había llenado de luciérnagas. Luego se dio cuenta de que eran hombres con antorchas, que galopaban entre las casas. Vio cómo prendían fuego a un tejado de paja, y las llamas lamían el vientre de la noche con lenguas anaranjadas. Luego hubo otro incendio, y otro más, y pronto hubo fuegos por todas partes.

—¿Cuántos? —preguntó Gendry al llegar junto a ella con el yelmo puesto.

Arya trató de contarlos, pero cabalgaban demasiado deprisa, y las antorchas giraban en el aire cuando las lanzaban a las casas.

—Cien —dijo—. O doscientos, no sé. —Alcanzó a oír los gritos por encima del rugido de las llamas—. No tardarán en venir a por nosotros.

—Mira —señaló Gendry. Una columna de jinetes avanzaba entre los edificios en llamas hacia la fortaleza. El fuego arrancaba destellos de los yelmos de metal, y salpicaba las corazas y cotas de malla con reflejos amarillos y anaranjados. Uno llevaba un estandarte en lo alto de una lanza larga. A Arya le pareció rojo, pero no habría podido asegurarlo en la oscuridad, entre tantos fuegos. Todo parecía rojo, negro o naranja.

El fuego pasaba de una casa a otra. Arya vio cómo consumía un árbol, cómo las llamas se propagaban por las ramas hasta que pareció cubierto por una túnica viva de color naranja. Todos estaban ya despiertos y en las almenas, o tratando de controlar a los caballos aterrados. Oyó a Yoren gritar órdenes. Algo le dio en una pierna, y al bajar la vista vio que la niña llorona se le había abrazado al tobillo.

—¡Lárgate! —Sacudió la pierna para liberarse—. ¿Qué haces aquí arriba? ¡Ve a esconderte, idiota! —Empujó a la niña para que se fuera.

Los jinetes se detuvieron ante las puertas de la fortaleza.

—¡Eh, los de dentro! —gritó un caballero que llevaba un yelmo alto acabado en una púa—. ¡Abrid en nombre del rey!

—¿De qué rey? —le gritó el viejo Reysen antes de que Woth pudiera taparle la boca.

Yoren subió a las almenas junto a la puerta, con la descolorida capa negra atada a un bastón de madera.

—¡Eh, los de abajo! —gritó—. ¡Los de la ciudad se han marchado!

—¿Y tú quién eres, viejo? ¿Uno de los cobardes de Lord Beric? —replicó el caballero del yelmo rematado en una púa—. ¡Si ese gordo idiota de Thoros está contigo, pregúntale si le gustan estos fuegos!

—Aquí no hay nadie que se llame así —respondió Yoren, siempre a gritos—. Sólo unos cuantos chicos para la Guardia. No tenemos nada que ver con vuestra guerra. —Alzó el cayado para que todos vieran el color de la capa—. Mirad esto. Es negro, el negro de la Guardia de la Noche.

—O el negro de la Casa Dondarrion —dijo el hombre que llevaba el estandarte enemigo; los colores se veían mejor en ese momento, a la luz de la ciudad en llamas: un león dorado sobre campo rojo—. El blasón de Lord Beric es un rayo púrpura sobre campo negro.

De pronto, Arya recordó la mañana en que había tirado una naranja a Sansa a la cara, y le había manchado de zumo el estúpido vestido de seda color marfil. En el torneo había un señor menor procedente del sur; la estúpida de Jeyne, la amiga de su hermana, se había enamorado de él. Llevaba un rayo pintado en el escudo, y su señor padre le había encomendado la misión de decapitar al hermano del Perro. Parecía que había sucedido hacía mil años, y a otra persona diferente, con una vida diferente… A Arya Stark, la hija de la Mano, no a Arry, el huérfano. ¿Cómo iba Arry a conocer a aquellos señores?

—¿Acaso estás ciego? —Yoren agitó su cayado de manera que la capa ondeara—. ¿Ves algún rayo de mierda?

—De noche todos los blasones parecen negros —señaló el caballero del yelmo de la púa—. Abrid si no queréis que os consideremos forajidos aliados con los enemigos del rey.

Yoren escupió.

—¿Quién es tu comandante?

—Yo. —Los reflejos de las casas en llamas iluminaron la armadura de su caballo de guerra cuando los demás se apartaron para dejarle paso. Era un hombre fornido, con una manticora pintada en el escudo y un adorno de volutas en la coraza. Lo miró a través del visor abierto del yelmo. Tenía el rostro blanco y porcino—. Ser Amory Lorch, vasallo de Lord Tywin Lannister de Roca Casterly, la Mano del Rey. De Joffrey, el verdadero rey. —Tenía una voz aguda y chillona—. Te ordeno en su nombre que abras estas puertas.

La ciudad ardía en torno a ellos. El aire nocturno estaba lleno de humo, y las brasas rojas arrastradas por el viento eran más numerosas que las estrellas. Yoren frunció el ceño.

—No veo la razón. Haz lo que quieras con la ciudad, eso a mí no me importa, pero déjanos en paz. No somos tus enemigos.

«Mira con los ojos», hubiera querido gritar Arya al hombre de abajo.

—¿No ven que no somos señores ni caballeros? —susurró.

—No creo que eso les importe, Arry —susurró Gendry a sus espaldas.

Entonces observó el rostro de Ser Amory tal como Syrio le había enseñado a observar, y comprendió que tenía razón.

—Si no sois traidores, abrid las puertas —gritó Ser Amory—. Comprobaremos que decís la verdad y seguiremos nuestro camino.

Yoren no dejaba de masticar hojamarga.

—Ya os lo he dicho, aquí no hay nadie más que nosotros. Os doy mi palabra.

—El cuervo nos da su palabra. —El caballero del yelmo con la púa soltó una carcajada.

—¿Te has perdido, viejo? —se burló uno de los lanceros—. El Muro está mucho más al norte.

—En nombre del rey Joffrey, te ordeno una vez más que abras las puertas para demostrar que le profesas lealtad —ordenó Ser Amory.

Yoren meditó durante un largo momento, sin dejar de masticar. Luego escupió.

—No.

—Como queráis. Desafiáis una orden del rey, de manera que os proclamáis rebeldes, con o sin capas negras.

—Aquí sólo tengo a unos muchachos —le gritó Yoren.

—Los muchachos y los ancianos mueren de la misma manera. —Ser Amory alzó un puño con gesto lánguido, y una lanza salió volando desde las sombras iluminadas por los incendios, a su espalda. El objetivo debía de ser Yoren, pero fue a clavarse en Woth, que estaba detrás de él. La punta de la lanza le penetró por la garganta y le salió por la parte de atrás del cuello, oscura y húmeda. Woth agarró el asta con ambas manos y cayó inerte de la pasarela.

—Asaltad los muros y matadlos a todos —dijo Ser Amory con hastío.

Volaron más lanzas. Arya tironeó de la túnica de Pastel Caliente hasta que consiguió que se agachara.

Desde el exterior le llegó el sonido metálico de las armaduras, el roce de las espadas al salir de las vainas, los golpes de las lanzas contra los escudos mezclados con maldiciones y con el retumbar de los cascos de los caballos al galope. Una antorcha describió una parábola sobre sus cabezas y cayó al suelo de tierra del patio dejando un rastro de dedos de fuego.

—¡Espadas! —gritó Yoren—. Dispersaos, defended el muro, que no entren. Koss, Urreg, id a defender la poterna. Lommy, sácale esa lanza a Woth y ponte donde estaba él.

A Pastel Caliente se le cayó la espada corta cuando la desenvainaba, Arya la recogió y se la puso en la mano.

—No sé pelear con esto —dijo el muchacho con los ojos desmesuradamente abiertos.

—Es muy fácil —dijo Arya, pero la mentira murió en su garganta cuando una mano apareció por encima del parapeto.

La vio a la luz de la ciudad en llamas, tan clara que fue como si el tiempo se detuviera. Los dedos eran cortos, encallecidos, con pelos negros como alambres debajo de los nudillos, la uña del pulgar estaba muy sucia. «El miedo hiere más que las espadas», recordó al ver aparecer tras la mano la parte superior de un yelmo.

Descargó un golpe con todas sus fuerzas, y Aguja, acero forjado en castillo, mordió los dedos a la altura de los nudillos.

—¡Invernalia! —gritó. La sangre brotó, los dedos volaron, y el rostro cubierto por el yelmo desapareció tan deprisa como había aparecido.

—¡Detrás de ti! —chilló Pastel Caliente.

Arya se volvió. El segundo hombre era un barbudo sin casco; llevaba la daga entre los dientes para poder usar las dos manos para trepar. En el momento en que levantaba la pierna para saltar el parapeto, la niña le lanzó una estocada a los ojos. Aguja no llegó a tocarlo: se tambaleó hacia atrás y cayó.

«Ojalá aterrice de bruces y se corte la lengua.»

—¡Míralos a ellos, no a mí! —gritó a Pastel Caliente.

La siguiente vez que un hombre intentó entrar por su parte del muro, el chico le lanzó tajos a las manos con su espada corta hasta que cayó.

Ser Amory no disponía de escaleras, pero las murallas eran de piedra basta sin mortero, fáciles de escalar, y los enemigos parecían no tener fin. Por cada uno que recibía los tajos, estocadas o empujones de Arya, otro aparecía por encima del muro. El caballero del yelmo acabado en punta llegó al baluarte, pero Yoren le echó el estandarte negro sobre la cabeza y, mientras trataba de liberarse del trapo, le clavó la daga a través de la armadura. Cada vez que Arya alzaba la vista veía más antorchas surcar el cielo, dejando a su paso largas estelas de llamas que persistían en el fondo de sus ojos por mucho que parpadeara. Vio un estandarte rojo con un león dorado y se acordó de Joffrey. Habría dado cualquier cosa por tenerlo delante para clavarle a Aguja en el rostro burlón.

Cuatro hombres atacaron la puerta con sus hachas, y Koss los abatió uno por uno con sus flechas. Dobber luchó con otro en la pasarela hasta que lo derribó, y Lommy le aplastó la cabeza con una piedra antes de que pudiera levantarse. Celebró la victoria con aullidos de alegría, hasta que vio el cuchillo clavado en el vientre de Dobber, y comprendió que él tampoco se volvería a levantar. Arya saltó sobre el cadáver de un muchacho que no sería mayor que Jon, al que habían cortado un brazo. Creía que no había sido ella, pero no estaba segura. Oyó cómo Qyle suplicaba clemencia justo antes de que un caballero con una avispa en el escudo le destrozara el rostro con una maza de púas. El olor a sangre y a humo lo impregnaba todo, mezclado con el del hierro y la orina, pero al cabo de un rato se fundían en un hedor único. No vio al hombre flaco que consiguió salvar el muro, pero cuando fue consciente de su presencia cayó sobre él junto con Gendry y Pastel Caliente. La espada de Gendry le destrozó el yelmo y se lo arrancó. Era calvo y con cara de miedo, le faltaban algunos dientes y tenía hebras grises en la barba, pero al mismo tiempo que sentía pena por él lo estaba matando al grito de «¡Invernalia! ¡Invernalia!», mientras Pastel Caliente gritaba «¡Pastel Caliente!» junto a ella y lanzaba tajos al cuello huesudo del caído.

Cuando el hombre flaco estuvo muerto, Gendry le quitó la espada y saltó al patio en busca de más rivales. Arya lo siguió con la mirada, y vio por doquier sombras de acero, mientras las llamas arrancaban destellos de las espadas y las cotas de malla. Saltó junto a Gendry y cayó tal como Syrio le había enseñado. La noche resonaba con el choque del acero contra el acero y los gritos de los heridos y los moribundos. Arya titubeó un momento, sin saber hacia dónde dirigirse. La muerte la rodeaba por todas partes.

Y en aquel momento Yoren apareció junto a ella y la sacudió por los hombros.

—¡Chico! —le gritó a la cara, igual que gritaba siempre—. ¡Lárgate de aquí, se acabó, hemos perdido! Recoged todo lo que podáis, vosotros dos, y sacad a los otros chicos de aquí. ¡Venga!

—¿Cómo? —preguntó Arya.

—La trampilla —gritó Yoren—. Debajo del granero.

Y sin más se alejó, espada en mano, para seguir luchando. Arya agarró a Gendry por el brazo.

—Ha dicho que nos marchemos —le gritó—. Por el granero.

Los ojos del Toro reflejaban las llamas a través de las rendijas del yelmo. Asintió. Llamaron a gritos a Pastel Caliente para que bajara de la muralla, y encontraron a Lommy Manosverdes, tendido en el suelo y sangrando por una herida de lanza en la pantorrilla. También encontraron a Gerren, pero estaba muy malherido y no se podía mover. Corrieron hacia el granero, y en aquel momento Arya vio a la niña llorona, en medio del caos, rodeada de humo y muerte. La agarró de la mano y la obligó a ponerse en pie mientras los demás se adelantaban. La niña no quería andar, ni siquiera cuando la abofeteó, de manera que Arya la tuvo que arrastrar con la mano derecha mientras esgrimía a Aguja con la izquierda. Ante ella la noche se había teñido de un rojo sombrío. «El granero está ardiendo», pensó. Una antorcha había caído sobre la paja, las llamas lamían las paredes, y se oían los gritos de los animales atrapados en el interior. Pastel Caliente se asomó por la puerta.

—¡Corre, Arry! ¡Lommy ya ha salido, si la cría no quiere venir, déjala!

Arya, testaruda, la arrastró con más fuerza. Pastel Caliente desapareció de nuevo hacia el interior, dejándolas abandonadas… pero Gendry corrió hacia ellas. El fuego arrancaba destellos del yelmo, tan pulido que los cuernos parecían tener un aura color naranja brillante. Se echó a la niña sollozante al hombro.

—¡Corre!

Entrar en el granero era como adentrarse en un horno. El aire estaba lleno de humo, y la pared posterior era una cortina de fuego del suelo al techo. Los caballos y los burros coceaban, relinchaban y se encabritaban. «Pobres animales», pensó Arya. En aquel momento vio el carromato y a los tres hombres encadenados en el interior. Mordedor se debatía contra las cadenas, los grilletes se le habían clavado en las muñecas y la sangre le corría por los brazos. Rorge maldecía a gritos y pateaba la madera.

—¡Chico! —la llamó Jaqen H’ghar—. ¡Chico guapo!

La trampilla abierta estaba a poco más de un metro, pero el fuego se extendía con rapidez, consumía la madera vieja y la paja seca a una velocidad que parecía increíble. Arya recordó el espantoso rostro quemado del Perro.

—El túnel es estrecho —gritó Gendry—. ¿Cómo la vamos a sacar?

—A tirones —respondió Arya—. A empujones.

—Chicos buenos, chicos guapos —los llamó Jaqen H’ghar entre toses.

—¡Quitadme estas putas cadenas! —gritó Rorge.

—Pasa tú primero —dijo Gendry sin hacerles caso—, luego la niña y después yo. Date prisa, hay un trecho largo.

Arya recordó algo.

—Después de cortar la leña, ¿dónde dejaste el hacha?

—Afuera, junto al refugio. —Echó un vistazo a los hombres encadenados—. Antes salvaría a los burros. No tenemos tiempo.

—¡Llévatela! —le gritó—. ¡Sácala de aquí! ¡Corre! —El fuego le golpeó la espalda con alas al rojo vivo cuando salió corriendo del granero. En el exterior la temperatura fresca era una bendición, pero a su alrededor morían hombres y más hombres. Vio cómo Koss bajaba la espada en gesto de rendición, y vio cómo lo mataban allí mismo. Había humo por todas partes. De Yoren no se veía ni rastro, pero el hacha estaba donde Gendry la había dejando, junto al montón de leña que había al lado del refugio. Mientras la arrancaba del tronco al que estaba clavada, una mano enfundada en un guante de malla la agarró por el brazo. Arya se giró y asestó un hachazo contra las piernas de su atacante. No llegó a verle la cara, sólo la sangre oscura que manaba entre los eslabones de su loriga.

Volver a entrar en el granero fue lo más difícil que había hecho en su vida. El humo salía por la puerta abierta como una serpiente negra, y se oían los gritos de los pobres animales atrapados en el interior, burros, caballos y hombres. Se mordió el labio y cruzó la puerta a toda velocidad, encorvada para respirar mejor donde el humo no era tan denso.

Había un burro atrapado en un círculo de fuego, el animal lanzaba rebuznos angustiados de pánico y de dolor. Le llegó el hedor del pelo al quemarse. El techo había desaparecido, y todavía caían trozos de madera en llamas, junto con briznas de paja y heno. Arya se cubrió la nariz y la boca con una mano. El humo le impedía ver el carromato, pero aún oía los gritos de Mordedor. Avanzó agachada hacia el sonido.

Y de pronto se encontró delante de la enorme rueda. El carromato saltó literalmente, se movió un palmo cuando Mordedor volvió a tirar de las cadenas con fuerza brutal. Jaqen la vio, pero costaba mucho respirar, y aún más hablar. Lanzó el hacha al interior del carromato. Rorge la cogió y la alzó sobre su cabeza, mientras por el rostro sin nariz le corrían regueros de sudor negro. Arya echó a correr entre toses. Oyó el ruido del acero contra la madera vieja del carromato, una vez, y otra, y otra, hasta que la base se soltó con una explosión de astillas.

Arya se lanzó al túnel de cabeza y cayó un metro y medio. Se le llenó la boca de tierra, pero no le importó, hasta le supo bien. Era un sabor a barro, a gusanos, a vida. Bajo la tierra el aire era fresco y reinaba la oscuridad. Arriba no había más que sangre, llamas rojas, humo asfixiante, y relinchos de caballos moribundos. Se movió el cinturón para que Aguja no la entorpeciera y empezó a reptar. Apenas había recorrido cuatro metros de túnel cuando oyó un sonido a sus espaldas, como el rugido de una bestia monstruosa, y una nube de humo caliente y polvo negro le llegó con olor a infierno. Arya contuvo el aliento, se tiró de bruces al suelo del túnel y lloró. No habría sabido decir por quién.

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