CATELYN

Cuando llegaron al pueblo la oscuridad era ya absoluta. Catelyn se preguntó si aquel lugar tendría nombre. Si era así, sus habitantes se habían llevado el dato con ellos al huir, junto con todas sus propiedades, hasta las mismísimas velas del sept. Ser Wendel encendió una antorcha y la acompañó para cruzar la puerta baja.

En el interior, las siete paredes estaban inclinadas y llenas de grietas. «Dios es uno —le había enseñado el septon Osmynd cuando era niña—, aunque tiene siete aspectos, igual que el sept es un edificio con siete paredes.» Los septos ricos de las ciudades tenían estatuas de los Siete y un altar dedicado a cada uno de ellos. En Invernalia el septon Chayle colgaba de cada pared máscaras talladas. Allí Catelyn no encontró más que bastos dibujos al carbón. Ser Wendel colgó la antorcha de una argolla cercana a la puerta y aguardó afuera con Robar Royce.

Catelyn estudió los rostros. El Padre con su barba, como siempre. La Madre sonriente, amorosa y protectora. El dibujo del Guerrero lo representaba con la espada debajo del rostro, igual que al del Herrero le habían puesto el martillo. La Doncella era hermosa; la Vieja, arrugada y sabia.

Y el séptimo rostro… el Desconocido no era hombre ni mujer, y era ambas cosas a un tiempo, siempre proscrito y sin patria, vagando, menos que humano, más que humano, desconocido e imposible de conocer. Allí el rostro era un óvalo negro, una sombra con estrellas en lugar de ojos. A Catelyn la inquietaba. Allí no iba a recibir consuelo.

Se arrodilló ante la Madre.

—Mi señora, contemplad esta batalla con ojos de madre. Todos son hijos. Protégelos si puedes, y protege también a mis hijos. Guarda a Robb, a Bran y a Rickon. Ojalá estuviera con ellos.

El ojo izquierdo de la madre estaba cruzado por una grieta. Parecía como si llorara. Desde allí Catelyn oía la voz retumbante de Ser Wendel, y de cuando en cuando las respuestas sosegadas de Ser Robar. Estaban hablando de la batalla que se avecinaba. Aparte de eso, la noche era tranquila. No se oía ni un grillo, y los dioses guardaban silencio. «¿Te respondieron alguna vez tus antiguos dioses, Ned? —se preguntó—. Cuando te arrodillabas ante tu árbol corazón, ¿crees que te oían?»

La luz titilante de la antorcha parecía danzar sobre las paredes, hacía que los rostros casi parecieran vivos, los retorcía y los cambiaba. En los grandes septos de las ciudades las estatuas tenían los rostros que les habían dado los tallistas, pero aquellos dibujos al carbón eran tan rudimentarios que podían representar a cualquiera. El rostro del Padre le recordaba a su padre, moribundo en un lecho de Aguasdulces. El Guerrero era Renly, y Stannis, y Robb, y Robert, y Jaime Lannister, y Jon Nieve. Incluso vio a Arya en aquellas líneas, aunque fuera sólo por un momento. Entonces una ráfaga de viento entró por la puerta, la antorcha chisporroteó y el parecido se esfumó en un resplandor anaranjado.

El humo hacía que le escocieran los ojos. Se los frotó con las manos llenas de cicatrices. Al mirar de nuevo a la Madre vio el rostro de la suya. Lady Minisa Tully había muerto durante el parto al tratar de dar a Lord Hoster un segundo hijo. El bebé pereció con ella, y también su padre pareció perder una parte de su vida.

«Era tan tranquila… —pensó Catelyn al recordar las manos suaves de su madre y su sonrisa cálida—. Qué diferentes habrían sido nuestras vidas si ella no hubiera muerto. —Se preguntó qué pensaría Lady Minisa de su hija mayor si la viera allí arrodillada ante ella—. He recorrido muchos miles de leguas, ¿y para qué? ¿A quién he ayudado? He perdido a mis hijas, Robb no me quiere a su lado, y Bran y Rickon deben de pensar que soy una madre fría y despegada. Ni siquiera estuve con Ned cuando murió…»

La cabeza le zumbaba, y el sept parecía dar vueltas en torno a ella. Las sombras se movían y cambiaban como animales furtivos que corrieran por las paredes blancas agrietadas. Catelyn no había comido aquel día. Tal vez no había sido buena idea. Se dijo que no había tenido tiempo, pero lo cierto es que la comida había perdido todo sabor en un mundo donde ya no estaba Ned. «Cuando le cortaron la cabeza también me mataron a mí.»

A su espalda la antorcha chisporroteó, y de pronto le pareció ver en la pared el rostro de su hermana, aunque los ojos eran más duros de como los recordaba. No, no eran los ojos de Lysa, sino los de Cersei. «Cersei también es madre. No importa quién sea el padre de esos niños, los sintió dar patadas en su vientre, los parió con sangre y dolor, los alimentó de su pecho… Si de verdad son de Jaime…»

—¿También Cersei os reza, mi señora? —preguntó Catelyn a la Madre.

Veía en la pared los rasgos altivos, fríos y hermosos de la reina Lannister. La grieta seguía en su sitio; hasta Cersei lloraría por sus hijos.

—Cada uno de los Siete encarna a todos los Siete —le había dicho en cierta ocasión el septon Osmynd.

Había tanta belleza en la Vieja como en la Doncella, y la Madre podía ser más fiera que el Guerrero si veía a sus hijos en peligro. «Sí…»

En Invernalia se había fijado lo suficiente en Robert Baratheon para darse cuenta de que el rey no sentía ningún cariño por Joffrey. Si era cierto que el niño era de la semilla de Jaime, Robert lo habría matado junto con su madre, y pocos lo habrían condenado. Los bastardos eran cosa bastante común, pero el incesto era un pecado monstruoso para los dioses, antiguos y nuevos, y los hijos fruto de tal iniquidad se consideraban abominaciones tanto en los septos como en los bosques de dioses. Los caballeros dragón se habían casado entre hermanos, pero por sus venas corría la sangre de la antigua Valyria, donde esas prácticas eran habituales, y al igual que los dragones, los Targaryen no respondían ni ante los dioses ni ante los hombres.

Ned debió de averiguarlo, igual que Lord Arryn antes que él. No era de extrañar que la reina los hubiera matado a ambos. «¿Acaso haría yo menos por mis hijos?» Catelyn apretó las manos, sintió la rigidez de sus dedos heridos, allí donde el acero del asesino había cortado hasta el hueso cuando ella luchó por salvar a su hijo.

—Bran también lo sabe —susurró, bajando la cabeza. «Dioses misericordiosos, seguro que vio algo, que oyó algo, por eso intentaron matarlo en su lecho.»

Perdida, cansada, Catelyn se puso en manos de sus dioses. Se arrodilló ante el Herrero, que arreglaba lo que estaba roto, y le pidió que protegiera a su dulce Bran. Luego acudió a la Doncella y le suplicó que prestara su coraje a Arya y a Sansa, que las guardara en su inocencia. Al Padre le rogó justicia, la fuerza para buscarla y la sabiduría para reconocerla; y al Guerrero que diera energía a Robb y lo escudara en la batalla. Por último se volvió hacia la Vieja, cuyas estatuas solían mostrarla con una lámpara en una mano.

—Guiadme, mujer sabia —rezó—. Mostradme el camino que debo recorrer y no dejéis que tropiece en los lugares oscuros que habré de atravesar.

Oyó un sonido de pisadas tras ella, y un ruido en la puerta.

—Mi señora —dijo Ser Robar con gentileza—, perdonadme, pero se nos acaba el tiempo. Tenemos que estar de vuelta antes del amanecer.

Catelyn se levantó, entumecida. Le dolían las rodillas, y en ese momento habría dado cualquier cosa por un lecho de plumas y una almohada.

—Gracias, ser. Estoy preparada.

Cabalgaron en silencio por el bosque ralo, donde los árboles se inclinaban como ebrios para protegerse del mar. El relincho nervioso de los caballos y el sonido del acero los guiaron de vuelta al campamento de Renly. Las largas hileras de hombres y caballos llevaban armaduras negras, de oscuridad tan cerrada como si el Herrero en persona hubiera martillado la noche hasta convertirla en acero. Había estandartes a su derecha, estandartes a su izquierda, y frente a ella estandartes y más estandartes, pero en la penumbra que precedía al amanecer no era posible distinguir colores ni blasones.

«Un ejército gris —pensó Catelyn—. Hombres grises a lomos de caballos grises con estandartes grises.» Mientras esperaban a caballo, las sombras de los caballeros de Renly elevaron sus lanzas, de manera que cabalgó a través de un bosque de árboles erguidos y desnudos, carentes de hojas y de vida. El lugar donde se alzaba Bastión de Tormentas era simplemente una oscuridad aún más cerrada, un muro de negrura que ninguna estrella conseguía iluminar, pero alcanzó a ver las antorchas que se movían por los prados donde se había montado el campamento de Lord Stannis.

Las velas que había dentro del pabellón de Renly hacían que las paredes de seda parecieran brillar, y transformaban la gran tienda en un castillo mágico lleno de luz esmeralda. Dos miembros de la Guardia Arcoiris estaban de centinelas ante la puerta del pabellón real. La luz verdosa arrancaba un brillo extraño de las ciruelas púrpura del chaleco de Ser Parmen, y daba un color enfermizo a los girasoles que cubrían cada centímetro de la armadura amarilla de Ser Emmon. De sus yelmos brotaban largos penachos de seda, y las capas arco iris les cubrían los hombros.

En el interior Catelyn se encontró a Brienne, armando al rey para la batalla, mientras Lord Tarly y Lord Rowan hablaban de tácticas y disposiciones. Allí hacía un calor agradable, gracias a una docena de pequeños braseros de hierro.

—Tengo que hablar con vos, Alteza —dijo, concediéndole por una vez el tratamiento real, cualquier cosa con tal de que la atendiera.

—Enseguida, Lady Catelyn —replicó Renly.

Brienne le encajó el espaldar al peto por encima de la camisa guateada. La armadura del rey era de color verde oscuro, el color de las hojas en un bosque estival, tan intenso que se bebía la luz de las velas. En aquel bosque, las fijaciones y las incrustaciones refulgían con brillo dorado, centelleando cada vez que se movía.

—Seguid, Lord Mathis.

—Alteza —dijo Mathis Rowan, no sin antes mirar de reojo a Lady Catelyn—, como iba diciendo, nuestro ejército está ya preparado. ¿Por qué hemos de esperar a la aurora? Dad orden de atacar.

—Y yo os dije que no atacaría a traición, no sería caballeresco. Se dijo que la batalla sería al amanecer.

—Lo dijo Stannis —señaló Randyll Tarly—. Quiere que ataquemos contra el sol naciente. Estaremos medio cegados.

—Únicamente hasta el primer impacto —dijo Renly con confianza—. Ser Loras abrirá una brecha, y después será el caos. —Brienne le tensó las correas de cuero verde y abrochó las hebillas doradas—. Cuando caiga mi hermano, no quiero que su cadáver sufra ninguna afrenta. Es de mi misma sangre, no toleraré que se pasee su cabeza en la punta de una pica.

—¿Y si se rinde? —preguntó Lord Tarly.

—¿Rendirse? —Lord Rowan se echó a reír—. Cuando Mace Tyrell puso asedio a Bastión de Tormentas, Stannis prefirió comer ratas antes de abrir las puertas.

—Lo recuerdo perfectamente. —Renly alzó la barbilla para que Brienne le pusiera la gorguera—. Casi al final del asedio, Ser Gawen Wylde y tres de sus caballeros trataron de salir a hurtadillas por una poterna para rendirse. Stannis los atrapó y ordenó que los lanzaran desde las murallas con catapultas. Aún veo la cara que puso Gawen mientras lo ataban. Había sido nuestro maestro de armas.

—No se lanzó a nadie desde las murallas —dijo Lord Rowan con cara de desconcierto—. Lo recordaría.

—El maestre Cressen dijo a Stannis que quizá tendríamos que comernos a nuestros muertos, y que no se ganaba nada tirando afuera una carne tan aprovechable. —Renly se echó el cabello hacia atrás. Brienne se lo ató con una tira de terciopelo, y le puso un casquete guateado para acolchar el peso del yelmo—. Gracias al Caballero de la Cebolla no nos vimos obligados a comer cadáveres, pero faltó poco. Demasiado poco para Ser Gawen, que murió en su celda.

—Alteza. —Catelyn había aguardado con paciencia, pero se acababa el tiempo—. Me prometisteis un momento.

Renly asintió.

—Id a haceros cargo de vuestros hombres, mis señores. Ah, una cosa: si Barristan Selmy está con mi hermano, no quiero que le pase nada.

—No se ha sabido nada de Ser Barristan desde que Joffrey lo expulsó —objetó Lord Rowan.

—Conozco bien al viejo, si no tiene un rey al que proteger no es nadie. Pero no acudió a mí, y Lady Stark dice que no está con Robb Stark en Aguasdulces. Tiene que estar con Stannis, ¿con quién si no?

—Como gustéis, Alteza. No le sucederá nada.

Los señores hicieron una reverencia y se retiraron.

—Decidme lo que queráis, Lady Stark —dijo Renly.

Brienne le puso la capa sobre los anchos hombros. Era de hilo de oro, muy pesado, con el venado coronado de los Baratheon resaltado en copos de azabache.

—Los Lannister trataron de matar a mi hijo Bran. Me he preguntado un millar de veces por qué. Vuestro hermano me ha dado la respuesta. El día en que se cayó había una cacería. Robert, Ned y casi todos los demás hombres fueron en busca de jabalíes, pero Jaime Lannister se quedó en Invernalia, igual que la reina.

—De modo que creéis que el pequeño los sorprendió en medio del incesto… —A Renly no le había costado nada comprender las implicaciones.

—Os lo suplico, mi señor, dadme permiso para ir a ver a vuestro hermano Stannis y contarle mis sospechas.

—¿Con qué objetivo?

—Robb renunciará a la corona si vuestro hermano y vos hacéis lo mismo —dijo, con la esperanza de que fuera cierto. Ella haría que fuera cierto, si resultaba necesario; Robb la escucharía, aunque sus señores no lo hicieran—. Los tres juntos convocaréis un Gran Consejo, el más grande que el reino ha visto en siglos. Enviaremos mensajeros a Invernalia para que Bran lo cuente todo y el mundo entero sepa que los Lannister son los únicos usurpadores. Y luego los señores de los Siete Reinos elegirán quién quieren que sea su rey.

Renly se echó a reír.

—Decidme, mi señora, ¿acaso los lobos huargos votan sobre quién va a dirigir su manada? —Brienne llegó con los guanteletes del rey y el yelmo, coronado por unas astas doradas que se elevaban medio metro sobre su cabeza—. Ya ha pasado el momento de hablar. Ahora se trata de ver quién es más fuerte. —Renly se puso un guantelete de escamas en la mano izquierda, mientras Brienne se arrodillaba ante él para abrocharle la hebilla del cinturón, cargado con el peso de la espada larga y la daga.

—Os lo suplico en nombre de la Madre… —empezó Catelyn, cuando una repentina ráfaga de viento abrió la puerta de la tienda. Le pareció atisbar un movimiento, pero cuando giró la cabeza sólo vio la sombra del rey contra las paredes de seda. Oyó cómo Renly empezaba a decir algo gracioso, mientras su sombra se movía, alzaba la espada, negro contra verde, las velas parpadeaban y se apagaban, la luz temblaba, y entonces vio que la espada de Renly seguía en su funda, envainada, pero la espada de sombra…

—Frío —dijo Renly con voz desconcertada, apenas un instante antes de que el acero de su gorguera se abriera como una gasa bajo el filo de la hoja que no estaba allí. Tuvo tiempo de lanzar un grito breve, ahogado, antes de que la sangre le manara de la garganta como una fuente.

—Alte… ¡no! —gritó Brienne la Azul al ver el espantoso flujo, con una voz tan aterrada como la de una niñita.

El rey se desplomó en sus brazos, una espesa sábana de sangre se arrastraba por la pechera de su armadura, una marea roja que ahogaba el verde y el oro. Se apagaron más velas. Renly trató de hablar, pero se ahogaba en su sangre. Le fallaron las piernas, sólo lo sostenía la fuerza de Brienne. La joven echó la cabeza hacia atrás y lanzó un grito de angustia.

«La sombra. —Allí había sucedido algo oscuro y malvado, lo sabía, algo que no podía comprender—. Ésa no era la sombra de Renly. La muerte entró por la puerta y apagó su vida tan deprisa como el viento apagó esas velas.»

Pareció que pasaron horas, pero apenas habían transcurrido unos instantes cuando Robar Royce y Emmon Cuy entraron a toda prisa. Un par de soldados entraron también con antorchas. Al ver a Renly en los brazos de Brienne y al verla a ella cubierta con la sangre del rey, Ser Robar lanzó un grito de espanto.

—¡Mujer malvada! —rugió ser Emmon, el del acero con girasoles—. ¡Apártate de él, criatura vil!

—Dioses misericordiosos, Brienne, ¿por qué? —preguntó Ser Robar.

Brienne alzó la vista del cuerpo de su rey. La capa arco iris que le cubría los hombros estaba empapada de su sangre.

—Yo… no…

—¡Pagarás caro lo que has hecho! —Ser Emmon cogió un hacha de batalla de mango largo de la pila de armas que había junto a la puerta—. ¡Pagarás la vida del rey con la tuya!

—¡No! —gritó Catelyn Stark, que por fin había recuperado la voz.

Pero era tarde, los hombres estaban poseídos por la sed de sangre, se abalanzaron hacia Brienne entre gritos que ahogaban sus palabras.

Brienne se movió más deprisa de lo que Catelyn habría creído posible. No tenía su espada, de manera que sacó la de la vaina de Renly y la alzó para detener el movimiento descendente del hacha de Emmon. Saltó una chispa blanquiazul cuando el acero chocó contra el acero con un clamor estremecedor, y Brienne se puso en pie de un salto al tiempo que echaba a un lado sin contemplaciones el cuerpo muerto del rey. Ser Emmon tropezó con él cuando trató de acercarse, y la espada que blandía Brienne trazó un arco en el aire, partió en dos el mango de madera y envió la cabeza del hacha girando por los aires. Otro hombre le pegó una antorcha encendida a la espalda, pero la capa arco iris estaba tan empapada en sangre que no ardió. Brienne se giró y lanzó un tajo, y antorcha y mano salieron volando. Las llamas prendieron en las alfombras. El hombre mutilado empezó a gritar. Ser Emmon soltó el mango del hacha y corrió a buscar su espada. El segundo soldado lanzó una estocada, Brienne la paró, y sus aceros chocaron en una danza vertiginosa. Cuando Emmon Cuy volvió a entrar, Brienne se vio obligada a retroceder, pero consiguió mantenerlos a ambos a distancia. En el suelo, la cabeza de Renly rodó hacia un lado, con una segunda boca muy abierta, y la sangre todavía manando en lentas pulsaciones.

Ser Robar se había quedado atrás, titubeante, pero en aquel momento echó mano de su espada. Catelyn le agarró el brazo.

—¡Robar, no, escuchad! Os equivocáis con ella, no ha sido ella. ¡Ayudadla! Escuchadme, ha sido Stannis. —El nombre salió de sus labios antes de que supiera cómo había llegado allí, pero mientras lo decía sabía que era cierto—. Os lo juro, vos me conocéis, ha sido Stannis quien lo ha matado.

—¿Stannis? —El joven caballero arco iris miró a aquella demente con ojos claros y asustados—. ¿Cómo?

—No lo sé. Hechicería, magia negra, había una sombra, una sombra. —Su voz le sonaba enloquecida, pero las palabras brotaban como un chorro incontenible mientras las espadas seguían chocando tras ella—. Una sombra con una espada, os lo juro, ¿estáis ciego? ¡La chica estaba enamorada de él! ¡Ayudadla! —Miró a su espalda, vio caer al segundo guardia, la espada se desprendió de sus dedos inertes. Afuera se oían gritos. No tardarían en entrar más hombres furiosos, estaba segura—. Es inocente, Robar. Os doy mi palabra, ¡lo juro por la tumba de mi esposo y por mi honor de Stark!

Aquello lo hizo decidirse.

—Yo los contendré —dijo—. Lleváosla. —Se dio la vuelta y salió.

El fuego había prendido en las paredes y reptaba por los costados de la tienda. Ser Emmon presionaba a Brienne con su armadura amarilla esmaltada mientras ella vestía sólo prendas de lana. Se había olvidado de Catelyn, hasta que ella le estrelló un brasero de hierro contra la nuca. Llevaba el yelmo puesto, de manera que el golpe no le causó daños graves, pero lo hizo caer de rodillas.

—Brienne, conmigo —ordenó Catelyn.

La joven no era tan torpe como para no ver la oportunidad que le ofrecía. De un tajo partió la seda verde de la tienda. Salieron a la oscuridad y al frío gélido del amanecer. Al otro lado del pabellón se oían gritos.

—Por aquí —la apremió Catelyn—. Y no corras. Debemos caminar sin prisa o llamaremos la atención. Vayamos tranquilas, como si no pasara nada.

Brienne se colgó la espada del cinturón y caminó al paso de Catelyn. El aire nocturno olía a lluvia. Tras ellas el pabellón del rey ardía ya por todos lados, las llamas se elevaban a gran altura en la oscuridad. Nadie hizo ademán de detenerlas. Junto a ellas pasaron hombres corriendo, entre gritos de fuego, asesinato y brujería. Otros, reunidos en grupos pequeños, hablaban en voz baja. Algunos rezaban, y un joven escudero estaba de rodillas y lloraba sin disimulo.

Los ejércitos de Renly ya se estaban desmembrando, los rumores se extendían de boca en boca. Las hogueras nocturnas se estaban apagando, y hacia el este empezaba a divisarse la mole inmensa de Bastión de Tormentas, que emergía como un sueño de piedra entre los jirones de niebla blanca que cubrían los campos. «Fantasmas matutinos», como los llamaba la Vieja Tata, espíritus que regresaban a sus tumbas. Ahora Renly era uno de ellos, estaba muerto, como su hermano Robert y como su querido Ned.

—Jamás pude abrazarlo, sólo cuando moría —dijo Brienne en voz baja mientras caminaban en medio del caos creciente. Su voz sonaba como si fuera a derrumbarse de un momento a otro—. En un momento se estaba riendo, y al siguiente había sangre por todas partes… mi señora, no lo entiendo. ¿Visteis…?

—Vi una sombra. Al principio pensé que era la de Renly, pero era la de su hermano.

—¿Lord Stannis?

—Lo sentí. Ya sé que no tiene lógica…

—Lo mataré —declaró la chica fea y desgarbada, para ella tenía toda la lógica necesaria—. Lo mataré con la espada de mi señor. Lo juro. Lo juro. Lo juro.

Hal Mollen y el resto de su escolta la esperaban con los caballos. Ser Wendel Manderly se moría por saber qué pasaba.

—El campamento entero se ha vuelto loco, mi señora —barbotó nada más verla—. ¿Es verdad que Lord Renly ha…? —Se detuvo de repente, con los ojos clavados en Brienne y en la sangre que la cubría.

—Muerto, sí, pero no a nuestras manos.

—La batalla… —empezó Hal Mollen.

—No habrá batalla. —Catelyn montó a caballo, y su escolta formó en torno a ella, con Ser Wendel a la izquierda y Ser Perwyn Frey a la derecha—. Brienne, hemos traído el doble de caballos de los que necesitamos. Elige uno y acompáñanos.

—Tengo caballo propio, mi señora. Y armadura.

—Deja eso aquí. Tenemos que estar a buena distancia antes de que empiecen a buscarnos. Las dos estábamos con el rey cuando lo mataron. Eso no se olvida. —Brienne, sin palabras, hizo lo que le decían—. En marcha —ordenó Catelyn a su escolta cuando todos estuvieron montados—. Si alguien intenta detenernos, matadlo.

A medida que los largos dedos del amanecer reptaban por los campos, el color regresaba al mundo. Allí donde había habido hombres grises a lomos de caballos grises con picas de sombra brillaban ahora con destellos plateados las puntas de diez mil lanzas, y entre la miríada de estandartes al viento Catelyn vio el calor del rojo, el rosa y el naranja, la riqueza de los azules y castaños, el resplandor del oro y del amarillo. Todo el poderío de Bastión de Tormentas y Altojardín, el poderío que hasta hacía una hora había pertenecido a Renly.

«Ahora son de Stannis —comprendió—, aunque aún no lo sepan. ¿Hacia quién se van a volver, si no hacia el último Baratheon? Stannis lo ha ganado todo de un golpe malévolo.»

—Yo soy el rey legítimo —había dicho, con la mandíbula tensa como el hierro—, y vuestro hijo es tan traidor como mi hermano. También le llegará su hora.

Sintió un escalofrío.

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