THEON

En un momento dado dormía. Al siguiente estaba despierto.

Kyra estaba acurrucada junto a él, con un brazo en torno al suyo y los pechos presionados contra su espalda. Oía su respiración, suave y rítmica. La sábana estaba enroscada en torno a los cuerpos de los dos. Era noche cerrada. El dormitorio estaba a oscuras, en silencio.

«¿Qué ha sido eso? ¿He oído algo? ¿O a alguien?»

El viento susurraba contra los postigos. En algún punto lejano, maullaba un gato en celo. Nada más.

«Duérmete, Greyjoy —se dijo—. El castillo está tranquilo, tienes guardias apostados. En tu puerta, en la entrada, en la armería…»

Le habría gustado atribuirlo a una pesadilla, pero no recordaba haber soñado nada. Kyra lo había dejado agotado. Hasta que Theon envió a buscarla, se había pasado sus dieciocho años de vida en la ciudad de invierno, sin poner un pie jamás entre los muros del castillo. Llegó a él empapada, ansiosa y ágil como una comadreja, y el hecho de follar con una vulgar moza de taberna en el lecho del propio Lord Eddard Stark le proporcionaba un placer adicional.

La muchacha murmuró algo en sueños mientras Theon se liberaba de su brazo y se ponía en pie. En la chimenea brillaban todavía unas pocas brasas. Wex dormía al pie de la cama, enroscado en su capa, como si nada sucediera en el mundo. La quietud era absoluta. Theon se dirigió hacia la ventana y abrió los postigos. La noche lo acarició con dedos gélidos, y se le puso la carne de gallina. Se inclinó sobre el alféizar de piedra y contempló las torres oscuras, los patios desiertos, el cielo negro y más estrellas de las que nadie podría contar aunque viviera hasta los cien días del nombre. La media luna parecía flotar sobre la torre de la campana, y proyectaba su reflejo sobre el tejado de los invernaderos. No se oían alarmas, ni gritos, ni tan siquiera una pisada.

«Todo va bien, Greyjoy. ¿Oyes el silencio? Deberías estar ebrio de alegría. Has tomado Invernalia con menos de treinta hombres, esta hazaña se narrará en las canciones.»

Theon volvió a la cama. Tendió a Kyra sobre la espalda y la penetró otra vez, eso haría que desaparecieran los fantasmas. Los jadeos y risitas de la muchacha fueron una grata alternativa al silencio de la noche.

Se detuvo de repente. Estaba tan acostumbrado a los aullidos de los lobos huargos que ya apenas los oía, pero una parte de él, cierto instinto de cazador, detectó su ausencia.

Urzen montaba guardia junto a su puerta. Era un hombre nervudo, con un escudo redondo colgado a la espalda.

—Los lobos están callados —le dijo Theon—. Ve a ver qué hacen, y vuelve de inmediato.

La sola idea de que los lobos huargos anduvieran libres le volvía el estómago del revés. Recordaba demasiado bien aquel día en el Bosque de los Lobos, cuando los salvajes habían atacado a Bran. Verano y Viento Gris los habían despedazado.

Dio una patadita a Wex con la punta de la bota. El chico se incorporó y se frotó los ojos.

—Ve a asegurarte de que Bran Stark y su hermano pequeño están en sus camas. Y date prisa.

—¿Mi señor? —lo llamó Kyra, adormilada.

—Duérmete, esto no es asunto tuyo. —Theon se sirvió una copa de vino y la bebió de un trago. No dejaba de escuchar, con la esperanza de oír un aullido.

«Muy pocos hombres —pensó con amargura—, tengo muy pocos hombres. Si Asha no viene pronto…»

Wex fue el primero en regresar, sacudiendo la cabeza. Theon masculló una maldición, y recogió la túnica y los calzones del suelo, donde los había tirado en su precipitación por acostarse con Kyra. Sobre la túnica se puso un jubón de cuero tachonado en hierro, y al cinto una espada larga y una daga. Tenía el pelo tan enmarañado como las ramas de un bosque, pero había cosas más importantes de las que preocuparse.

Cuando terminó de vestirse, Urzen ya estaba de vuelta.

—Los lobos han desaparecido.

—Despierta a todo el castillo —dijo Theon. Se obligaba a hablar con una voz tan fría y pausada como la de Lord Eddard—. Que bajen todos al patio, todos. A ver quién falta. Y di a Lorren que haga una ronda por las puertas. Ven conmigo, Wex.

Se preguntó si Stygg habría llegado ya a Bosquespeso. No era tan buen jinete como decía (lo cierto era que ninguno de los hombres del hierro sabía montar a caballo de verdad), pero ya había tenido tiempo más que suficiente. Tal vez Asha estuviera en camino. «Y si se entera de que he perdido a los Stark…» No quería ni pensarlo.

El dormitorio de Bran estaba desierto, al igual que el de Rickon, un poco más abajo. Theon se maldijo a sí mismo. Debería haber puesto un guardia para vigilarlos, pero le había parecido más importante situar hombres en los muros y en la entrada que dedicarlos a hacer de niñeras de un par de mocosos, uno de ellos encima tullido.

Oyó sollozos en el exterior, a medida que sus hombres obligaban a los habitantes del castillo a salir de sus camas para ir al patio. «Ya les daré yo motivos para lloriquear. Los he tratado con amabilidad, y así me lo pagan. —Hasta había hecho azotar a dos de sus hombres por violar a la chica de las perreras; quería demostrar que era justo—. Y aun así me echan la culpa por lo de la violación. Y por todo lo demás.» Le parecía una injusticia. Mikken se había hecho matar por bocazas, igual que Benfred. En cuanto a Chayle, a alguien tenía que entregar al Dios Ahogado, era lo que sus hombres esperaban de él.

—No tengo nada en tu contra —había dicho al septon antes de que lo arrojaran al pozo—, pero aquí ya no hay lugar para ti ni para tus dioses.

Los demás deberían haber estado agradecidos de que no los eligiera a ellos, pero no. A saber cuántos estaban implicados en el complot contra él.

Urzen regresó con Lorren el Negro.

—La Puerta del Cazador —dijo Lorren—. Más vale que vengas a ver esto.

La Puerta del Cazador estaba situada, muy convenientemente, cerca de las perreras y de las cocinas. Daba directamente a los prados y a los bosques, con lo que los jinetes podían entrar y salir sin pasar por la ciudad de invierno. De manera que era la que utilizaban las partidas de caza.

—¿Quién estaba aquí de guardia? —exigió saber Theon.

—Drennan y Squint.

Drennan era uno de los que habían violado a Palla.

—Si han dejado escapar a los críos, esta vez no me conformaré con arrancarles un poco de piel de las espaldas, os lo juro.

—No va a hacer falta —replicó Lorren el Negro con voz cortante.

Y era cierto. Encontraron a Squint flotando boca abajo en el foso, con las entrañas a la deriva tras él, como un nido de serpientes blancuzcas. Drennan yacía medio desnudo en la torre de entrada, en la pequeña habitación desde donde se manejaba el puente levadizo. Una túnica desastrada le ocultaba las cicatrices a medio curar de la espalda, pero tenía las botas tiradas sobre la alfombra, y los calzones enroscados en torno a los pies. En una mesita junto a la puerta había un trozo de queso, al lado de una jarra vacía. Y dos vasos.

Theon cogió uno y olfateó los posos de vino que quedaban en el fondo.

—Squint tenía que patrullar el adarve, ¿no?

—Sí —asintió Lorren.

Theon tiró el vaso a la chimenea.

—Parece que Drennan se estaba bajando los calzones para metérsela a la mujer, cuando ella se lo metió a él. El cuchillo del queso, por lo visto. Que alguien busque una pértiga para pescar al otro idiota que está en el foso.

El otro idiota tenía aún peor aspecto que Drennan. Cuando Lorren el Negro lo sacó del agua, vieron que tenía un brazo dislocado por el codo, le faltaba la mitad del cuello y tenía un agujero desgarrado en lugar del ombligo y la entrepierna. La pértiga le desgarró las entrañas cuando Lorren lo sacó. El hedor era espantoso.

—Los lobos huargos —dijo Theon—. Y parece que los dos a la vez. —Volvió hacia el puente levadizo, asqueado.

Invernalia estaba rodeada por dos inmensos muros de granito, con un ancho foso entre ambos. La muralla exterior tenía ochenta pies de altura, y la interior más de cien. Por falta de hombres, Theon se había visto obligado a renunciar a las defensas exteriores, y a apostar sus guardias en la muralla interior. Si los habitantes del castillo se alzaban contra él no quería encontrarse con que sus hombres estaban al otro lado del foso.

«Tienen que ser dos o más —se dijo—. Mientras la mujer distraía a Drennan, los otros liberaron a los lobos.»

Theon pidió una antorcha y encabezó la marcha por las escaleras que subían al adarve. Movía la llama ante él, muy baja, en busca de… lo que encontró. En la parte interior de la muralla, entre dos almenas.

—Sangre —anunció—. Mal limpiada. Me imagino que la mujer mató a Drennan y bajó el puente levadizo. Squint oyó el ruido de las cadenas, vino a echar un vistazo… y hasta aquí llegó. Luego tiraron el cadáver entre las almenas al foso, para que no lo encontrara algún otro centinela.

—Las otras torres de guardia no están lejos —dijo Urzen escudriñando las murallas—. Desde aquí veo las antorchas…

—Ves las antorchas, pero no a los guardias —replicó Theon, malhumorado—. Invernalia tiene más torres que yo hombres.

—Hay cuatro guardias en la puerta de la muralla —dijo Lorren el Negro—. Y otros cinco que patrullan las murallas, aparte de Squint.

—Si hubiera hecho sonar el cuerno… —dijo Urzen.

«Estoy rodeado de idiotas.»

—A ver, Urzen, intenta imaginar que eras tú el que estaba aquí arriba. Todo está oscuro y hace frío. Llevas horas patrullando las murallas, estás deseando que acabe tu turno de guardia. En ese momento oyes un ruido, vas hacia la entrada, y de repente ves unos ojos en la cima de las escaleras, unos ojos verdes y dorados que brillan a la luz de las antorchas. Dos sombras se precipitan hacia ti a una velocidad inimaginable. Ves el destello de unos dientes, esgrimes la lanza, y caen sobre ti, te abren la barriga, desgarrando el cuero de tu ropa como si fuera papel. —Dio un empujón a Urzen—. Ahora estás tendido de espaldas, se te salen las tripas, y uno de ellos te muerde el cuello. —Theon lo agarró por el cuello huesudo, apretó los dedos y sonrió—. Dime, mientras está pasando todo eso, ¿en qué momento te paras a hacer sonar el puto cuerno?

Soltó a Urzen sin miramientos, y el hombre cayó entre dos almenas, al tiempo que se frotaba la garganta. «Tendría que haber hecho matar a esas dos fieras el mismo día en que tomamos el castillo», pensó, furioso. Había visto cómo mataban, sabía lo peligrosos que eran.

—Tenemos que ir tras ellos —dijo Lorren el Negro.

—No mientras no haya luz. —Theon no tenía la menor intención de perseguir a los lobos de noche por el bosque; era demasiado fácil que los cazadores se convirtieran en presas—. Esperaremos a que amanezca. Entretanto, más vale que vaya a hablar con mis leales súbditos.

En el patio, se alineaba contra la muralla un grupo intranquilo de hombres, mujeres y niños. A muchos no les habían dado tiempo para vestirse, de manera que se cubrían con mantas de lana, o tiritaban desnudos arrebujados en las capas o las sábanas. Una docena de hombres del hierro los tenía arrinconados, cada uno con una antorcha en una mano y el arma en la otra. El viento soplaba a ráfagas, y la luz anaranjada parpadeante se reflejaba en los yelmos de acero para iluminar las barbas espesas y los ojos de mirada hosca.

Theon recorrió la hilera de prisioneros, escudriñó los rostros como si quisiera averiguar cuál escondía algún dato, alguna culpa. Pero todos le parecían culpables.

—¿Cuántos faltan?

—Seis. —A sus espaldas Hediondo dio un paso al frente; olía a jabón, y el viento le agitaba la larga cabellera—. Los dos Stark, el chico de los pantanos y su hermana, el retrasado mental de los establos y tu mujer salvaje.

«Osha. —Había sospechado de ella desde el momento en que vio el segundo vaso—. No debí confiar en ella. Es tan antinatural como Asha. Hasta tiene un nombre parecido.»

—¿Habéis mirado en los establos?

—Aggar dice que no falta ningún caballo.

—¿Bailarina sigue en su sitio?

¿Bailarina? —Hediondo frunció el ceño—. Aggar dice que todos los caballos están en su sitio. Sólo falta el retrasado.

«Entonces es que van a pie.» Eran las mejores noticias que había recibido desde que despertara. Sin duda Bran iría en su cesta, a la espalda de Hodor. Osha tendría que llevar a Rickon en brazos, de lo contrario las piernecitas del niño no les permitirían avanzar mucho. Theon tenía confianza en volver a capturarlos pronto.

—Bran y Rickon han escapado —dijo a los habitantes del castillo al tiempo que los miraba a los ojos—. ¿Quién de vosotros sabe adónde van? —No obtuvo respuesta—. No han podido huir sin ayuda —siguió Theon—. Sin comida, sin ropas, sin armas… —Había ordenado poner bajo llave todas las espadas y hachas de Invernalia, pero sin duda le habrían ocultado algún arma—. Quiero los nombres de todos los que los han ayudado. De los que miraron hacia otro lado para que escaparan. —La única respuesta fue el silbido del viento—. Volveré a capturarlos en cuanto amanezca. —Se colgó los pulgares del cinturón de la espada—. Me van a hacer falta cazadores. ¿Quién quiere una buena piel de lobo para abrigarse este invierno? ¿Gage? —El cocinero siempre lo había recibido con alegría cuando volvía de cazar y le preguntaba si había conseguido algo delicioso que servir a la mesa, pero en aquel momento no le dijo nada. Theon dio media vuelta, siguió escudriñando los rostros en busca de una expresión de culpabilidad—. Los bosques no son lugar para un tullido. Y Rickon, con lo pequeño que es, ¿cuánto aguantará ahí afuera? Tata, imagina lo asustado que debe de estar. —La anciana se había pasado diez años hablando con él, le había contado innumerables cuentos, pero en aquel momento lo miraba como si fuera un desconocido—. Podría haber matado a todos los hombres, podría haber entregado a las mujeres a mis soldados para que se divirtieran, y en vez de eso os he protegido. ¿Así es como me lo agradecéis?

Joseth, que había cuidado de sus caballos; Farlen, que le había enseñado todo lo que sabía sobre los perros; Barth, la esposa del cervecero, la primera mujer con la que se había acostado… Y ninguno lo miraba a los ojos. «Me detestan», comprendió. Hediondo se acercó a él.

—Arráncales la piel —le recomendó; le brillaban los labios gruesos—. Lord Bolton siempre decía que un hombre desnudo tiene pocos secretos, pero que un hombre desollado no tiene ninguno.

Theon sabía que el hombre desollado era el blasón de la Casa Bolton; hacía mucho, mucho tiempo, algunos de los señores habían llegado a hacerse capas con la piel de sus enemigos muertos. Muchos Stark habían terminado así. Supuestamente todo aquello había terminado hacía un millar de años, cuando los Bolton juraron lealtad a Invernalia. «O eso dicen, pero las viejas costumbres son difíciles de olvidar, bien lo sé yo.»

—Mientras yo reine en Invernalia, en el norte no se desollará a nadie —dijo Theon en voz alta. «Soy el único que os protege de gente como él», habría querido gritar. No podía hacerlo de manera tan evidente, pero tal vez alguno fuera lo bastante avispado para aprender la lección.

El cielo empezaba a cobrar un tono grisáceo sobre las murallas. No tardaría en amanecer.

—Joseth, ensíllame a Sonrisas, y ensilla también otro caballo para ti. Murch, Gariss y Tym Carapicada, vosotros también venís. —Murch y Gariss eran los mejores cazadores del castillo, y Tym era un excelente arquero—. Aggar, Napiarroja, Gelmarr, Hediondo, Wex. —También necesitaba a sus hombres para guardarle las espaldas—. Farlen, prepara los perros, tú te encargarás de ellos.

—¿Y por qué querría yo dar caza a mis señores legítimos, que además no son más que niños? —El canoso encargado de las perreras se cruzó de brazos.

—Ahora tu señor legítimo soy yo —replicó Theon acercándose a él—, y soy además el que cuida de que a Palla no le pase nada. —Vio morir la rebeldía en los ojos de Farlen.

—Sí, mi señor.

Theon dio un paso atrás, y buscó otros posibles integrantes para el grupo.

—Maestre Luwin —anunció.

—Yo no sé nada de caza.

«No, pero no me fío de dejaros en el castillo durante mi ausencia.»

—Pues ya va siendo hora de que aprendáis.

—Dejadme ir a mí también. Quiero una capa de piel de lobo. —Un muchachito dio un paso al frente, tendría la edad de Bran. Theon tardó un instante en recordar quién era—. He ido de caza montones de veces —siguió Walder Frey—. Ciervos, alces, hasta jabalíes…

—Participó en una caza del jabalí con su padre —se burló su primo riéndose—, pero no lo dejaron ni acercarse al jabalí, claro.

Theon miró al chico con gesto dubitativo.

—Ven si quieres, pero si no puedes seguir el ritmo de la marcha no esperes que te llevemos en brazos. —Se volvió hacia Lorren el Negro—. Tienes el mando en Invernalia durante mi ausencia. Si no volvemos, haz lo que quieras con el castillo.

«Así estos imbéciles empezarán a rezar por que tenga éxito.»

Se reunieron junto a la Puerta del Cazador mientras los primeros rayos del sol acariciaban la Torre de la Campana. El aliento se condensaba en el aire frío de la mañana. Gelmarr se había equipado con un hacha de mango largo para poder herir a los lobos antes de que le cayeran encima. La hoja era tan pesada que podía matar de un golpe. Aggar llevaba canilleras de acero. Hediondo llegó con una lanza larga y un saco de las lavanderas lleno de algo que no quiso mostrar. Theon tenía su arco, no necesitaba otra cosa. En cierta ocasión había salvado la vida a Bran con una flecha; esperaba no tener que arrebatársela con otra, pero si era necesario lo haría.

La partida que cruzó el foso se componía de once hombres, dos niños y una docena de perros. Al otro lado de la muralla exterior, el rastro era evidente en la tierra blanda: las marcas de las pisadas de los lobos, las profundas de Hodor, las más ligeras de los dos Reed… Una vez entre los árboles el suelo era pedregoso y las hojas caídas hacían más difícil seguir las huellas, pero para entonces la perra castaña de Farlen ya había captado el rastro. El resto de los perros la seguían de cerca. Los sabuesos olfateaban y ladraban, y un par de mastines de tamaño monstruoso cerraban la marcha. Sus cuerpos imponentes y su ferocidad podían marcar la diferencia a la hora de enfrentarse a un lobo huargo arrinconado.

Había supuesto que Osha se dirigiría hacia el sur en busca de Ser Rodrik, pero el rastro llevaba hacia el nornoroeste, hacia el corazón mismo del Bosque de los Lobos. A Theon aquello no le gustó nada. Sería una amarga ironía si los Stark se dirigieran hacia Bosquespeso y se entregaran en manos de Asha.

«Antes de eso los veré muertos —pensó con amargura—. Es mejor que me crean cruel a que me crean idiota.»

Quedaban jirones de niebla pálida enroscados en los árboles. Los centinelas y los pinos soldado abundaban allí, y no hay nada tan oscuro y sombrío como un bosque de hoja perenne. El terreno era desigual, y las agujas caídas ocultaban el suelo blando de turba y lo hacían traicionero para los caballos, de manera que tenían que avanzar muy despacio. «Pero no tan despacio como un hombre que carga con un tullido, ni una bruja huesuda con un crío de cuatro años a la espalda.» Se obligó a tener paciencia. Se apoderaría de ellos antes de que anocheciera.

El maestre Luwin trotó para situarse a su lado cuando seguían un sendero estrecho a lo largo del borde de un precipicio.

—Hasta ahora esto de cazar no se diferencia en absoluto de cabalgar por los bosques, mi señor.

—Hay ciertas similitudes. —Theon sonrió—. Pero las cacerías acaban con sangre.

—¿Tiene que ser así? Esta fuga ha sido una locura, pero ¿no tendréis compasión? Los niños a los que buscamos fueron como hermanos para vos.

—El único Stark que se comportó como un hermano conmigo fue Robb, aunque Bran y Rickon tienen más valor vivos que muertos.

—Lo mismo se puede decir de los Reed. Foso Cailin se encuentra al borde de los pantanos. Si quiere, Lord Howland puede convertir la ocupación de vuestro tío en una visita a los infiernos, pero mientras tengáis a sus herederos no podrá hacer nada.

Theon no se había parado a pensar en aquello. En realidad no se había parado a pensar en nada relativo a los embarrados, aparte de mirar un par de veces a Meera y preguntarse si aún sería virgen.

—Puede que tengáis razón. No los mataremos si no es imprescindible.

—Y tampoco a Hodor, ¿verdad? Sabéis de sobra que el muchacho es corto de inteligencia. Hace lo que le dicen. ¿Cuántas veces cepilló vuestro caballo, engrasó vuestra silla o limpió vuestra armadura?

—Si no se enfrenta a nosotros, no lo mataremos. —Hodor no tenía la menor importancia para Theon. Señaló al maestre con un dedo—. Pero como digáis una palabra acerca de perdonar a la salvaje, os mataré junto a ella. Me ofreció su juramento de lealtad y se cagó en él.

—No disculpo a los perjuros —dijo el maestre con una inclinación de cabeza—. Haced lo que debáis. Os agradezco vuestra compasión.

«Compasión —pensó Theon, dejando atrás a Luwin—. Es una trampa de mierda. Demasiada compasión y resultas débil, poca y te llaman monstruo.» Pero sabía que el maestre lo había aconsejado bien. Su padre pensaba sólo en términos de conquista, pero ¿de qué servía tomar un reino si luego no se podía conservar? La fuerza y el temor sólo bastaban hasta cierto punto. Lástima que Ned Stark se llevara a sus hijas al sur, de lo contrario Theon habría asegurado su dominio sobre Invernalia casándose con una de ellas. Sansa era una niña muy bonita, y seguramente a aquellas alturas ya estaría en condiciones de llevársela a la cama. Pero se encontraba a mil leguas de distancia y en manos de los Lannister. Una verdadera pena.

El bosque era cada vez más indómito. Los pinos y los centinelas dejaban paso a los enormes robles oscuros. Los espinos enmarañados ocultaban barrancos traicioneros. Las colinas pedregosas eran más y más abruptas. Pasaron junto a una pequeña granja, desierta e invadida por la maleza, y rodearon una presa inundada, en la que las aguas tranquilas tenían un brillo tan gris como el del acero. Cuando los perros empezaron a aullar, Theon supuso que los fugitivos estarían cerca. Picó espuelas a Sonrisas para ponerlo al trote, pero lo único que encontraron fue el cadáver de un ciervo joven… o mejor dicho, lo que quedaba de él.

Desmontó para inspeccionarlo más de cerca. El cadáver era reciente, y obviamente lo habían matado los lobos. Los perros lo olisquearon impacientes, y uno de los mastines clavó los dientes en una pata hasta que Farlen le ordenó a gritos que la soltara. «No lo han despedazado —advirtió Theon—. De aquí han comido lobos, no hombres.» Aunque Osha no hubiera querido arriesgarse a encender una hoguera, al menos habría cortado unas cuantas tajadas. No tenía sentido que hubieran dejado allí tanta carne para que se pudriera.

—¿Seguro que seguimos el rastro correcto, Farlen? —preguntó—. ¿No es posible que los perros estén siguiendo a otros lobos?

—La perra conoce muy bien el olor de Verano y el de Peludo.

—Más te vale.

No había pasado ni una hora cuando el sendero los llevó ladera abajo, hacia un arroyo de aguas turbias crecido por las lluvias recientes. Allí los perros perdieron el rastro. Farlen y Wex vadearon la corriente con los sabuesos y volvieron sacudiendo las cabezas mientras los animales corrían orilla arriba, orilla abajo, olfateándolo todo.

—Entraron por aquí, mi señor —dijo el encargado de las perreras—, pero no veo por dónde salieron.

Theon desmontó y se arrodilló junto al arroyo. Sumergió una mano en él. El agua estaba fría.

—No se habrán quedado dentro mucho rato —dijo—. Llevad la mitad de los perros corriente abajo, yo iré hacia arriba… —Wex dio una sonora palmada—. ¿Qué pasa? —preguntó Theon.

El chico mudo señaló. El suelo cercano al agua era un lodazal embarrado. Las huellas que habían dejado los lobos eran evidentes.

—Sí, marcas de zarpas. ¿Y qué?

El escudero clavó el talón en el barro y giró sobre el pie, primero hacia un lado, luego hacia el otro. Dejó una marca muy honda. Joseth lo comprendió.

—Un hombre del tamaño de Hodor habría dejado marcas muy profundas en el barro —dijo—. Y más todavía con el peso del chico cargado a la espalda. Pero las únicas huellas de botas que se ven aquí son las nuestras. Miradlas.

Theon, atónito, comprobó que era verdad. Los lobos habían entrado solos en las aguas turbias y crecidas.

—Osha debió de desviarse. Antes del ciervo, seguro. Hizo que los lobos se adelantaran para que les siguiéramos la pista. —Se giró hacia los cazadores—. Si me estáis engañando…

—Sólo había un rastro, mi señor, lo juro —dijo Gariss a la defensiva—. Y los lobos huargos no se habrían separado de los chicos. No durante mucho tiempo.

«Eso es verdad», pensó Theon. Verano y Peludo se habrían alejado para cazar, pero tarde o temprano volverían con Bran y Rickon.

—Gariss, Murch, coged cuatro perros y volved por donde hemos venido hasta el lugar donde perdimos la pista. Aggar, tú vigílalos. No quiero trucos. Farlen y yo seguiremos el rastro de los huargos. Cuando encontréis la pista, haced sonar el cuerno una vez. Si veis a esas bestias, dos veces. Una vez sepamos dónde están, encontraremos a sus amos.

Se llevó a Wex, a Frey y a Gynir Napiarroja para explorar corriente arriba. Wex y él cabalgaban por una orilla del arroyo, y Napiarroja y Walder Frey por la otra. Los lobos podían haber salido por cualquiera de las dos. Theon estaba alerta en busca de huellas, rastros, ramas rotas, cualquier indicio de que los lobos huargos hubieran salido del agua. Distinguió sin problemas huellas de ciervos, alces y tejones. Wex sorprendió a una raposa que bebía del arroyo, y Walder hizo salir a tres conejos de la maleza, incluso se las arregló para ensartar uno de un flechazo. Vieron marcas de zarpas de oso en la corteza de un abedul de gran altura. Pero de los lobos huargos, ni rastro.

«Un poco más lejos —se dijo Theon—. Más allá de aquel roble, después de aquel otero, en el próximo meandro del arroyo, seguro que encontraremos algo…» Siguió avanzando incluso mucho después de comprender que debía dar media vuelta. La creciente ansiedad le estaba haciendo un nudo en el estómago. Ya era mediodía cuando, de mala gana, se dio por vencido e hizo que Sonrisas diera media vuelta.

No sabía cómo, pero Osha y aquellos jodidos mocosos lo eludían. No era posible, iban a pie, cargados con un tullido y un niño pequeño. Con cada hora que pasaba aumentaba la probabilidad de que escaparan. «Si llegan a algún pueblo…» Los habitantes del norte jamás negarían su ayuda a los hijos de Ned, a los hermanos de Robb. Les darían caballos para que corrieran más, les proporcionarían comida, los hombres se disputarían el honor de protegerlos… Todo el puto norte haría causa común con ellos.

«Los lobos fueron corriente abajo, nada más. —Se aferró a aquella idea—. La perra castaña encontrará el punto por donde salieron del agua, y les seguiremos la pista.»

Pero cuando se reunieron con el grupo de Farlen, bastó una mirada al rostro del encargado de las perreras para acabar con todas las esperanzas de Theon.

—Esos perros no valen ni para cebo de osos —dijo airadamente—. Ojalá tuviera un oso.

—La culpa no es de los perros. —Farlen se arrodilló entre uno de los mastines y su querida perra castaña, con una mano sobre cada uno de ellos—. En una corriente no se puede seguir un rastro, mi señor.

—Los lobos tuvieron que salir del arroyo en algún punto.

—No me cabe duda. Corriente arriba o corriente abajo. Si seguimos, acabaremos por encontrar el lugar. Pero ¿en qué dirección?

—¿Cuándo se ha visto un lobo que nade corriente arriba kilómetros y kilómetros? —dijo Hediondo—. Puede que un hombre lo hiciera, si se supiera perseguido, pero un lobo…

Theon no estaba tan seguro. Aquellas bestias no eran como el resto de los lobos. «Debería haberlos despellejado el primer día.»

El mismo resultado habían obtenido Gariss, Murch y Aggar. Los cazadores habían retrocedido la mitad del camino hacia Invernalia, sin encontrar ni rastro del lugar donde los Stark se habían separado de los lobos huargos. Los sabuesos de Farlen parecían tan frustrados como sus amos, se empeñaban en olfatear cada árbol y cada roca, y se lanzaban dentelladas unos a otros.

—Volveremos al arroyo. —Theon se negaba a reconocer la derrota—. Registraremos todo de nuevo. Esta vez llegaremos hasta donde sea preciso.

—No los vamos a encontrar —dijo de repente Frey—. Los acompañan los comerranas. Los embarrados son taimados como serpientes, no pelean como los hombres decentes. Se esconden y disparan flechas envenenadas. No los vemos, pero ellos nos ven. Los que los siguen por los pantanos se pierden y no vuelven a aparecer. Tienen casas que se mueven, hasta castillos, como la Atalaya de Aguasgrises. —Miró nervioso la vegetación que los rodeaba por todas partes—. Puede que estén aquí mismo, que nos estén oyendo.

Farlen se echó a reír para demostrar lo que opinaba de semejante idea.

—Mis perros olerían cualquier cosa que estuviera entre los arbustos. Les habrían caído encima antes de que te diera tiempo a pestañear, chico.

—Los comerranas no huelen como las personas —se empecinó Frey—. Apestan a pantano, a ranas, a agua estancada… En los sobacos les crece musgo, no pelo, y pueden sobrevivir sin comer nada más que barro y respirar agua de pantano.

Theon estaba a punto de decirle por dónde se podía meter sus fábulas infantiles cuando intervino el maestre Luwin.

—Según las historias, los lacustres crecieron cerca de los niños del bosque en los tiempos en que los verdevidentes trataron de hacer caer el martillo de las aguas sobre el Cuello. Puede que tengan conocimientos secretos.

De pronto el bosque parecía mucho más sombrío que hacía un instante, como si una nube acabara de ocultar el sol. Una cosa era que un niño idiota fuera por ahí diciendo tonterías, pero los maestres tenían que ser más sabios.

—Los únicos niños que me interesan son Bran y Rickon —dijo Theon—. Volvemos ahora mismo al arroyo.

Por un momento temió que no lo obedecieran, pero al final las viejas costumbres se impusieron. Lo siguieron de mala gana, pero lo siguieron. El niño, Frey, parecía tan sobresaltado como los conejos a los que había espantado poco antes. Theon distribuyó a sus hombres por las dos orillas, y siguieron la corriente. Cabalgaron kilómetros y kilómetros, despacio, con cautela, desmontando para guiar a los caballos por las riendas en los puntos más peligrosos, dejando que aquellos perros inútiles olisquearan cada arbusto. Al llegar a un punto donde un árbol caído había creado una presa natural, los cazadores tuvieron que dar un rodeo en torno al estanque de aguas verdes, pero si los lobos habían hecho lo mismo no habían dejado la menor huella ni rastro. Por lo visto las bestias habían seguido nadando. «Cuando los atrape van a nadar hasta hartarse. Entregaré a los dos al Dios Ahogado.»

Cuando empezó a oscurecer en el bosque, Theon Greyjoy tuvo que darse por vencido. O los lacustres conocían de verdad la magia de los niños del bosque, o la salvaje Osha los había engañado con alguno de sus trucos. Los hizo avanzar a toda prisa en medio del ocaso, pero cuando el último resto de luz desapareció Joseth reunió por fin valor para dirigirse a él.

—Esto es inútil, mi señor. Nos vamos a romper una pierna, o dejaremos tullido un caballo.

—Joseth tiene razón —dijo el maestre Luwin—. No vamos a conseguir nada registrando el bosque a la luz de las antorchas.

Theon sentía el sabor de la bilis en la garganta, y tenía un nido de serpientes en el estómago. Si regresaba a Invernalia con las manos vacías, tanto le daría vestirse de bufón, porque todo el norte se iba a burlar de él. «Y cuando se entere mi padre, cuando se entere Asha…»

—Mi señor príncipe —dijo Hediondo al tiempo que se acercaba a su caballo—, puede que los Stark no vinieran por aquí. Si yo estuviera en su lugar habría ido hacia el noreste. Hacia las tierras de los Umber, que son buenos vasallos de los Stark. Pero quedan lejos. Los chicos tendrán que refugiarse en algún sitio. Y puede que yo sepa dónde. —Theon lo miró con desconfianza—. ¿Conocéis ese molino viejo —siguió—, una edificación aislada en Agua Bellota? Nos detuvimos en aquel lugar cuando me llevaron cautivo a Invernalia. La mujer del molinero nos vendió heno para los caballos, mientras aquel caballero viejo le decía lo guapos que eran sus mocosos. Puede que los Stark se escondan allí.

Theon conocía el molino. Incluso se había acostado un par de veces con la esposa del molinero. Ni el lugar ni la mujer tenían nada de especial.

—¿Y por qué allí? Hay una docena de pueblos y fortalezas a la misma distancia.

—¿Que por qué? —Los ojos claros de Hediondo tenían un brillo burlón—. Pues no sabría decirlo. Pero tengo el presentimiento de que están allí.

Theon empezaba a hartarse de aquellas respuestas insidiosas. «Sus labios parecen un par de gusanos follando.»

—¿Qué quieres decir? Si me has estado ocultando algo…

—Qué cosas tiene mi señor príncipe. —Hediondo desmontó e indicó a Theon que hiciera lo mismo. Cuando ambos estuvieron a pie, abrió el saco que había cargado desde Invernalia—. Mirad esto.

Cada vez había menos luz. Theon, impaciente, metió las manos en el saco y palpó una piel suave y un tejido de lana áspero. Una punta afilada le pinchó la piel, y cerró los dedos en torno a algo frío y duro. Sacó un broche de plata y azabache en forma de cabeza de lobo.

—Gelmarr —dijo, preguntándose en quién podía confiar. «En ninguno de ellos»—. Aggar. Napiarroja. Venid con nosotros. Los demás podéis volver a Invernalia con los perros, no los necesitamos para nada. Ya sé dónde se esconden Bran y Rickon.

—Príncipe Theon —suplicó el maestre Luwin—, ¿recordaréis vuestra promesa? Dijisteis que tendríais compasión.

—Dije que tendría compasión esta mañana —replicó Theon. «Es mejor que me teman a que se burlen de mí»—. Antes de que me hicieran enfadar.

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