PRÓLOGO

La cola del cometa rasgaba el amanecer; era una brecha roja que sangraba sobre los riscos de Rocadragón como una herida en el cielo rosa y púrpura.

El maestre estaba de pie en el balcón de sus aposentos, azotado por el viento. Allí era adonde llegaban los cuervos tras un largo vuelo. Sus excrementos salpicaban las gárgolas de cuatro metros que se alzaban a ambos lados del hombre, un sabueso infernal y un wyvern, dos de las miles que vigilaban desde los muros de la antigua fortaleza. Cuando llegó a Rocadragón, el ejército de seres de piedra lo ponía nervioso, pero con los años se había acostumbrado a ellos. En aquel momento los consideraba viejos amigos. Los tres juntos observaron el cielo como si fuera un mal presagio.

El maestre no creía en las profecías. Aun así, pese a su avanzada edad, Cressen nunca había visto un cometa ni la mitad de brillante que ése, ni de aquel color, aquel color espantoso, el color de la sangre, las llamas, los ocasos… Se preguntó si sus gárgolas habrían visto alguna vez uno semejante. Llevaban allí mucho más tiempo que él, y allí seguirían mucho después de que muriera. Si las lenguas de piedra pudieran hablar…

«Qué tontería. —Se apoyó en la barandilla, vio el mar batir abajo y sintió la piedra negra, dura y áspera bajo los dedos—. Gárgolas que hablan y profecías en el cielo. Soy un viejo idiota que empieza a pensar como un niño.» ¿Acaso toda la sabiduría ganada con tanto trabajo a lo largo de una vida lo estaba abandonando, igual que la salud y las fuerzas? Era un maestre, había aprendido en la gran Ciudadela de Antigua, allí había obtenido su cadena. ¿A qué se veía reducido si las supersticiones lo dominaban como a cualquier campesino ignorante?

Aun así… aun así… El cometa se divisaba ya incluso durante el día, mientras de las fumarolas de Montedragón, tras el castillo, se alzaban columnas de vapor color gris claro, y el día anterior un cuervo blanco había llegado de la Ciudadela con un mensaje, noticias ya anticipadas pero no por ello menos temibles: el anuncio del fin del verano. Presagios, todo eran presagios. Demasiados para negarlos. «¿Qué significa todo esto?», habría querido gritar.

—Maestre Cressen, tenemos visita. —Pylos hablaba en voz baja, como si no quisiera molestar a Cressen en su solemne meditación. Si supiera las tonterías que poblaban la cabeza del maestre habría hablado a gritos—. La princesa quiere ver el cuervo blanco. —Pylos, correcto como siempre, la llamaba «princesa», ahora que su señor padre era rey. Rey de una roca humeante en medio del gran mar salado, pero rey al fin y al cabo—. Insiste en ver el cuervo. La acompaña su bufón.

El anciano apartó la vista del amanecer y se dio media vuelta, apoyándose con una mano sobre su wyvern.

—Acompáñame a mi silla y hazlos pasar.

Pylos lo tomó por un brazo y lo ayudó a volver al interior. En su juventud, Cressen había caminado con paso vivo, pero ya no faltaba mucho para su octogésimo día del nombre, y tenía las piernas frágiles e inseguras. Dos años atrás se había roto la cadera en una caída, y los huesos no se habían soldado bien. Hacía un año, cuando cayó enfermo, la Ciudadela envió a Pylos desde Antigua, apenas días antes de que Lord Stannis cerrase la isla. Decían que lo enviaban para ayudarlo en su trabajo, pero Cressen sabía que no era así. Pylos estaba allí para reemplazarlo cuando muriera. No le importaba. Alguien tenía que ocupar su lugar, y sería antes de lo que le gustaría…

Dejó que el joven lo acomodara tras los montones de libros y papeles.

—Hazla pasar. No está bien hacer esperar a una dama.

Hizo con la mano un gesto débil para indicarle que se apresurara; él, que ya no podía darse prisa en nada. Tenía la piel arrugada y llena de manchas, fina como el papel, tanto que se veía el entramado de venas y la forma de los huesos. Y cómo temblaban aquellas manos suyas, que otrora fueron tan firmes y hábiles…

Pylos regresó con la niña, tan tímida como siempre. Tras ella, con su característico andar, arrastrando los pies y dando saltitos, iba su bufón. Llevaba cencerros colgados, y en la cabeza un cubo viejo de latón a modo de yelmo, con unas astas de ciervo pegadas. Los cencerros resonaban a cada paso, todos con sonidos diferentes: clang-a-dang, bong-dong, ring-a-ling, clong, clong, clong.

—¿Quién nos visita tan temprano, Pylos? —preguntó Cressen.

—Somos Manchas y yo, maestre. —Los candorosos ojos azules se clavaron en él. Por desgracia, el rostro en el que brillaban no era precisamente hermoso. La niña había heredado la mandíbula cuadrada y prominente de su padre, y las desafortunadas orejas de su madre; además contaba con una desfiguración propia, legado del brote de psoriagris que casi se la había llevado a la tumba cuando aún no era más que un bebé. La mitad de una mejilla y buena parte del cuello eran de carne rígida y muerta, con la piel agrietada y escamosa, moteada de negro y gris, con tacto como de piedra—. Pylos dice que podemos ver el cuervo blanco.

—Por supuesto, por supuesto —respondió Cressen. Nunca había podido negarle nada. Ya se le habían negado demasiadas cosas en su breve vida. Se llamaba Shireen. Cumpliría diez años en su siguiente día del nombre, y era la niña más triste que el maestre Cressen había conocido jamás. «Su tristeza es mi vergüenza —pensó el anciano—, otra prueba de mi fracaso.»—. Maestre Pylos, hazme el favor de traer esa ave de la pajarera para que la vea Lady Shireen.

—Será para mí un placer.

Pylos era un joven muy educado, no tendría más allá de veinticinco años, pero su solemnidad correspondía más bien a un hombre de sesenta. Sólo le faltaba tener más humor, más vida. Eso era lo que más escaseaba en aquel lugar. En los lugares sombríos se necesita un toque de ligereza, no de solemnidad, y Rocadragón era uno de los lugares más sombríos que nadie pudiera imaginar, una ciudadela solitaria en un desierto de agua, azotada por las tormentas y la sal, con la sombra humeante de la montaña a su espalda. Un maestre tiene que ir allí adonde lo envían, de manera que Cressen había llegado allí, con su señor, hacía ya doce años. Lo había servido bien, pero jamás había sentido que aquel sitio fuera su hogar. En los últimos tiempos, cuando despertaba de algún sueño inquieto en el que siempre estaba presente la mujer roja, le costaba recordar dónde se encontraba.

El bufón volvió la cabeza a manchas para ver cómo Pylos subía por las escaleras de hierro que llevaban a la pajarera. Los cencerros sonaron al ritmo del movimiento.

—Bajo el mar, los pájaros tienen escamas en vez de plumas —dijo. Clang, clang—. Lo sé, lo sé, je, je, je.

Caramanchada resultaba lastimero hasta para ser un bufón. Quizá en algún tiempo fue capaz de provocar carcajadas con una réplica ingeniosa, pero el mar le había arrebatado ese poder, junto con la mitad de los sesos y todos los recuerdos. Era blando y obeso, padecía estremecimientos y temblores, y a menudo era incoherente. La niña era la única que seguía riendo con sus bromas, la única a la que le importaba.

«Una niña fea, un bufón triste y un maestre… eso sí que es una historia para llorar.»

—Siéntate conmigo, pequeña. —Cressen le hizo un gesto para que se acercara—. Es muy temprano para hacer visitas, acaba de amanecer. Deberías estar abrigadita en la cama.

—He tenido sueños malos —respondió Shireen—. Eran sobre los dragones. Venían a comerme.

—Este tema ya lo hemos hablado —le dijo con voz amable el maestre Cressen; no recordaba un tiempo en que la niña no hubiera sufrido pesadillas—. Los dragones no pueden cobrar vida. Están tallados en piedra, pequeña. En tiempos ya muy lejanos, nuestra isla era el fortín más occidental del gran Feudo Franco de Valyria. Los valyrios erigieron esta ciudadela, y conocían formas de tallar la piedra que nosotros ya hemos olvidado. Todo castillo debe tener una torre allí donde se encuentran dos muros, es necesario para defenderlo. Los valyrios dieron forma de dragones a esas torres para que la fortaleza pareciera aún más temible, y también por eso coronaron los muros con un millar de gárgolas, y no con simples almenas. —Tomó una manita rosada entre las suyas, frágiles y llenas de manchas, y la apretó con cariño—. Así que ya ves, no hay nada que temer.

—Y la cosa del cielo, ¿qué? —Shireen no estaba nada convencida—. Dalla y Matrice estaban hablando junto al pozo, y Dalla dijo que la mujer roja le había dicho a mi madre que eso era aliento de dragón. Si los dragones tienen aliento, ¿no es porque están cobrando vida?

«La mujer roja —pensó el maestre Cressen con amargura—. Por si no fuera bastante malo que haya llenado de locuras la cabeza de la madre, ahora está envenenando los sueños de la hija.» Tendría que hablar seriamente con Dalla para que no fuera difundiendo semejantes tonterías.

—Eso del cielo, pequeña, es un cometa. Una estrella con cola que se ha perdido en el cielo. Pronto desaparecerá, y no volveremos a verla. Te lo prometo.

Shireen asintió con valentía.

—Mi madre dice que el cuervo blanco significa que ya no es verano.

—Eso es cierto, mi señora. Los cuervos blancos vienen sólo de la Ciudadela. —Cressen se llevó los dedos a la cadena que lucía en torno al cuello. Cada uno de los eslabones estaba forjado en un metal distinto para simbolizar su dominio de las diferentes ramas del saber. El collar del maestre, el símbolo de su orden. En el orgullo de la juventud lo había llevado con facilidad, pero ya le parecía pesado, y sentía el metal frío contra la piel—. Son más grandes que los otros cuervos, y más listos; los crían para llevar los mensajes más importantes. Éste lo enviaron para decirnos que el Cónclave se ha reunido, ha estudiado los informes y mediciones que han hecho maestres de todo el reino, y ha declarado que este largo verano termina ya. Ha durado diez años, dos ciclos y dieciséis días; ha sido el verano más largo que se recuerda.

—¿Y ahora hará frío? —Shireen era una niña del verano, nunca había conocido el auténtico frío.

—A su debido tiempo —respondió Cressen—. Si los dioses son bondadosos, nos otorgarán un otoño cálido y buenas cosechas, y así podremos prepararnos para el invierno que se avecina.

La gente sencilla decía que un verano largo siempre venía seguido de un invierno más largo aún, pero al maestre no le pareció oportuno asustar a la niña con cuentos como aquéllos.

—Bajo el mar siempre es verano —canturreó Caramanchada haciendo sonar sus cencerros—. Las señoras sirenas llevan «anenimonas» en el pelo, y tejen túnicas con algas de plata. Lo sé, lo sé, je, je, je.

—Me gustaría tener una túnica de algas de plata —dijo Shireen dejando escapar una risita.

—Bajo el mar, nieva hacia arriba —dijo el bufón—, y la lluvia es seca como un hueso viejo. Lo sé, lo sé, je, je, je.

—¿Es verdad que nevará? —preguntó la niña.

—Sí —asintió Cressen. «Pero espero que no sea hasta dentro de unos años y que la nieve no dure demasiado tiempo»—. Ah, ahí viene Pylos con el pájaro.

Shireen lanzó una exclamación de alegría. Hasta Cressen tuvo que reconocer que aquella ave resultaba impresionante. Era blanca como la nieve, más grande que un halcón, con los brillantes ojos negros que indicaban que no era un simple cuervo albino, sino un auténtico cuervo blanco, de pura raza de la Ciudadela.

—Ven —llamó.

El cuervo extendió las alas, emprendió el vuelo y surcó la habitación con sonoros aleteos para ir a posarse en la mesa, junto a él.

—Iré a traer vuestro desayuno —anunció Pylos.

Cressen asintió.

—Ésta es Lady Shireen —dijo al cuervo.

El pájaro movió arriba y abajo la cabeza blanca, como si asintiera.

Lady —graznó—. Lady.

La niña se quedó boquiabierta.

—¡Sabe hablar!

—Sí, sabe unas cuantas palabras. Ya te lo he dicho, son unos pájaros muy listos.

—Pájaro listo, hombre listo, bufón muy muy listo —dijo Caramanchada al tiempo que hacía sonar los cencerros. Empezó a canturrear—: Las sombras vienen a bailar, mi señor; bailar, mi señor; bailar, mi señor —entonó saltando a la pata coja, primero con un pie, luego con otro—. Las sombras se van a quedar, mi señor; quedar, mi señor; quedar, mi señor. —Con cada palabra sacudía la cabeza, y los cencerros de las astas resonaban con estrépito.

El cuervo blanco graznó, alzó el vuelo y revoloteó para ir a posarse en la barandilla de hierro de las escaleras que llevaban a la pajarera. Shireen pareció encogerse.

—No para de cantar eso. Le he dicho que no lo haga, pero no me hace caso. Me da miedo. Dile que no lo cante.

«¿Y cómo voy a hacerlo? —se preguntó el anciano—. Hace unos años podría haberlo hecho callar para siempre, pero ahora…»

Caramanchada había llegado a Rocadragón siendo apenas un muchachito. El recordado Lord Steffon lo había encontrado en Volantis, al otro lado del mar Angosto. El rey (el viejo rey, Aerys II Targaryen, que en aquellos tiempos no estaba aún tan loco) lo había enviado a buscar una novia para el príncipe Rhaegar, que no tenía hermanas con las que pudiera contraer matrimonio. «Hemos visto a un bufón espléndido —escribió a Cressen, quince días antes de la fecha prevista para su regreso de la infructífera misión—. No es más que un niño, pero es ágil como un mono y tan ingenioso como una docena de cortesanos. Sabe hacer juegos malabares, acertijos y trucos mágicos, y canta maravillosamente en cuatro idiomas. Hemos comprado su libertad y esperamos llevarlo a casa con nosotros. A Robert le encantará y quizá hasta enseñe a reír a Stannis.»

Cressen se entristecía cada vez que recordaba aquella carta. Nadie enseñó nunca a Stannis a reír, y desde luego no lo hizo el pequeño Caramanchada. La tormenta se desencadenó de repente, con un viento huracanado, y la Bahía de los Naufragios hizo honor a su nombre. La galera de dos mástiles del señor, la Orgullo del viento, se hundió a la vista del castillo. Desde las almenas, los dos hijos mayores observaron cómo el barco de su padre se destrozaba contra las rocas antes de que lo engulleran las olas. Un centenar de remeros y marineros se hundieron con Lord Steffon Baratheon y su señora esposa, y durante días cada marea dejaba una nueva cosecha de cadáveres hinchados en la costa, bajo Bastión de Tormentas.

El chico llegó a la orilla el tercer día. El maestre Cressen había bajado con los demás para ayudar a identificar los cadáveres. Encontraron al bufón desnudo, con la piel blanca, arrugada y cubierta de arena húmeda. Cressen habría jurado que estaba muerto, pero cuando Jommy lo agarró por los tobillos para arrastrarlo hasta el carro funerario, el niño empezó a toser, escupió agua y se sentó. Hasta el día en que murió, Jommy siguió diciendo que la carne de Caramanchada estaba fría y viscosa.

Nadie pudo explicar jamás los dos días que el bufón había pasado perdido en el mar. Los pescadores decían que, a cambio de su semilla, una sirena le había enseñado a respirar agua. Caramanchada nunca dijo nada. El muchacho listo e ingenioso del que Lord Steffon había hablado en su carta no llegó a Bastión de Tormentas; el niño que encontraron apenas si podía hablar, y lo que decía carecía por completo de ingenio. Pero el rostro del bufón no permitía albergar dudas sobre su identidad. En la Ciudad Libre de Volantis tenían la costumbre de tatuar los rostros de los esclavos y criados, y la piel del cuello y el cuero cabelludo del niño lucían el dibujo imborrable de cuadrados rojos y verdes.

—Ese desdichado está loco, sufre y no sirve de nada a nadie, ni siquiera a sí mismo —declaró el viejo Ser Harbert, castellano de Bastión de Tormentas en aquellos tiempos—. Lo más misericordioso sería llenarle la copa con la leche de la amapola. Todo acabaría con un sueño sin dolor. Si él tuviera cerebro os daría las gracias.

Pero Cressen se había negado a hacerlo, y al final su opinión prevaleció. Pese a los años transcurridos, nunca había llegado a saber si su victoria había supuesto una victoria también para Caramanchada.

—Las sombras vienen a bailar, mi señor; bailar, mi señor; bailar, mi señor —siguió cantando el bufón, al tiempo que movía la cabeza y hacía sonar los cencerros: bong dong, ring-a-ling, bong dong.

Señor —chilló el cuervo blanco—. Señor, señor, señor.

—Los bufones cantan lo que quieren —dijo el maestre a su nerviosa princesa—. No te tomes en serio lo que dice. Puede que mañana se acuerde de otra canción y no vuelvas a oír ésta nunca más. —«Canta maravillosamente en cuatro idiomas», había escrito Lord Steffon…

—Maestre, con permiso —dijo Pylos, que acababa de regresar a la estancia.

—Te has olvidado de las gachas —señaló Cressen con una sonrisa. Aquello era impropio de Pylos.

—Maestre, Ser Davos regresó anoche. Lo estaban comentando en la cocina. Pensé que querríais saberlo lo antes posible.

—Davos… ¿anoche? ¿Y dónde está?

—Con el rey. Se han pasado hablando buena parte de la noche.

En otros tiempos, Lord Stannis lo habría despertado, fuera la hora que fuera, para pedirle consejo.

—Deberían habérmelo dicho —se quejó Cressen—. Deberían haberme despertado. —Desentrelazó sus dedos de los de Shireen—. Perdóname, mi señora, pero tengo que ir a hablar con tu señor padre. Pylos, deja que me apoye en tu brazo. En este castillo hay demasiados escalones. Me parece que cada noche ponen unos pocos más sólo para fastidiarme.

Shireen y Caramanchada salieron con ellos, pero la niña no tardó en cansarse del paso lento del anciano y lo adelantó. El bufón la siguió, sacudiendo los cencerros que resonaban como locos.

Cressen era muy consciente de que un castillo no era el lugar más adecuado para una persona frágil, y lo fue más todavía al bajar por la escalera circular de la Torre del Dragón Marino. Lord Stannis estaría sin duda en la Cámara de la Mesa Pintada, en la parte más alta del Tambor de Piedra, el torreón central de Rocadragón, llamado así porque sus muros milenarios rugían y retumbaban durante las tormentas. Para llegar allí tenían que cruzar la galería, atravesar la muralla intermedia y la interior con sus gárgolas guardianas y sus puertas de hierro negro, y subir tantas escaleras que Cressen prefería no pensar en ello. Los jóvenes subían los peldaños de dos en dos; para los ancianos con caderas lastimadas, cada uno representaba una tortura. Pero a Lord Stannis jamás se le ocurriría ir a verlo, de manera que el maestre se resignó a padecer aquel tormento. Al menos contaba con la ayuda de Pylos, cosa por la que se sentía muy agradecido.

Atravesaron la galería a paso cansino, pasando ante una hilera de ventanales altos en forma de arco, desde los que se divisaba el imponente panorama de la muralla defensiva, la muralla exterior y la aldea de pescadores que había más allá. En el patio, los arqueros practicaban al grito de «tensar, apuntar, disparar». El sonido de las flechas era como el de una bandada de pájaros que emprendieran el vuelo. Los guardias patrullaban por los adarves y vigilaban entre las gárgolas a las huestes acampadas en el exterior. El humo de las hogueras poblaba el aire de la mañana, tres mil hombres se aprestaban a desayunar sentados bajo los estandartes de sus señores. Más allá, el fondeadero estaba abarrotado de barcos. En los seis últimos meses no se había permitido partir a ninguna nave que se hubiera acercado a Rocadragón. La Furia de Lord Stannis, una galera de tres cubiertas y trescientos remos, casi parecía pequeña al lado de las panzudas carracas y cocas que la rodeaban.

Los hombres que montaban guardia en el exterior del Tambor de Piedra conocían de vista a los maestres y los dejaron pasar.

—Espera aquí —dijo Cressen a Pylos una vez en el interior—. Lo mejor será que vaya a verlo yo solo.

—Maestre, hay muchas escaleras.

—No creas que no lo sé. —Cressen sonrió—. He subido por estos peldaños tantas veces que conozco cada uno por su nombre.

Pero a medio camino ya lamentaba la decisión. Se había detenido para recuperar el aliento y calmar el dolor de la cadera cuando oyó el sonido de unas botas contra la piedra, y se encontró cara a cara con Ser Davos Seaworth, que bajaba en aquel momento.

Davos era un hombre menudo, que llevaba la baja estirpe escrita claramente en el rostro. Se cubría los hombros con una capa verde muy usada, manchada de salitre y descolorida por el sol, y llevaba un jubón y unos calzones color marrón, a juego con su pelo y sus ojos castaños. Tenía la barbita corta salpicada de hebras grises, y ocultaba la mano izquierda mutilada con un guante de cuero. Se detuvo al ver a Cressen.

—Ser Davos, ¿cuándo habéis vuelto? —saludó el maestre.

—En lo más oscuro de la noche. Mi hora favorita.

Se decía que nadie jamás había pilotado un barco de noche ni la mitad de bien que Davos Manicorto. Antes de que Lord Stannis lo nombrara caballero, había sido el contrabandista más famoso y escurridizo de los Siete Reinos.

—¿Noticias?

—Ha sido tal como vos le dijisteis —contestó el caballero meneando la cabeza—. No se alzarán por su causa, maestre. No sienten ningún afecto por él.

«No —pensó Cressen—. Ni lo sentirán jamás. Es fuerte, capaz, justo… sí, y sabio quizá en exceso… pero con eso no basta. Con eso no ha bastado nunca.»

—¿Hablasteis con todos?

—¿Con todos? No. Sólo con los que quisieron recibirme. Por mí tampoco sienten afecto esos nobles. Para ellos siempre seré el Caballero de la Cebolla. —Apretó la mano izquierda, cerrando los muñones de los dedos en un puño. Stannis le había hecho cortar la última articulación de todos excepto del pulgar—. Comí con Gulian Swann y con el viejo Penrose, y los Tarth accedieron a reunirse conmigo a medianoche en un bosque. Los demás… bueno, Beric Dondarrion ha desaparecido, se dice que ha muerto, y Lord Caron está con Renly. Ahora es Bryce el Naranja, de la Guardia Arcoiris.

—¿La Guardia Arcoiris?

—Renly ha creado una Guardia Real —explicó el antiguo contrabandista—, pero sus siete hombres no van de blanco. Cada uno tiene un color. Loras Tyrell es el Lord Comandante.

Aquello era muy propio de Renly Baratheon, muy acorde con sus gustos: una nueva orden de caballeros, espléndida, con ropajes nuevos que todo el mundo admiraría. Ya de niño le habían gustado los colores vivos y los tejidos de calidad, tanto como los juegos. «¡Miradme todos! —gritaba mientras corría, riendo, por los pasillos de Bastión de Tormentas—. ¡Miradme todos, soy un dragón!», o bien: «¡Miradme todos, soy un mago!», o bien: «¡Miradme, miradme, soy el dios de la lluvia!».

El muchachito osado de pelo negro indómito y ojos llenos de alegría era ya un hombre adulto de veintiún años, y aún seguía jugando. «“¡Miradme todos, soy un rey!” —pensó Cressen con tristeza—. Oh, Renly, Renly, mi niño querido, ¿sabes qué estás haciendo? Y si lo sabes, ¿te importa? ¿Es que soy el único que se preocupa por él?»

—¿Qué razones os dieron los señores para sus negativas? —preguntó a Ser Davos.

—Algunos buenas palabras, otros palabras rudas; unos me dieron excusas, otros hicieron promesas y unos cuantos se limitaron a mentir. —Se encogió de hombros—. Al final, todo son palabras, y las palabras se las lleva el viento.

—¿No habéis podido traerle ninguna esperanza?

—Sólo falsa, y yo no hago esas cosas —replicó Davos—. Le dije la verdad.

El maestre Cressen recordó el día en que Davos fue nombrado caballero, tras el asedio de Bastión de Tormentas. Lord Stannis había defendido el castillo durante casi un año con una reducida guarnición contra las numerosas huestes de Lord Tyrell y Lord Redwyne. Hasta el mar les estaba vedado, vigilado día y noche por las galeras de Redwyne, con los estandartes color borgoña del Rejo. En el interior de Bastión de Tormentas hacía ya tiempo que se habían comido los caballos, no quedaban gatos ni perros, y la guarnición sólo podía comer raíces y ratas. Entonces llegó una noche de luna nueva, en la que las nubes ocultaron las estrellas. Al abrigo de la oscuridad, Davos el contrabandista burló el cordón de Redwyne y las rocas de la Bahía de los Naufragios. Su pequeño barco tenía el casco negro, velas negras, remos negros y la bodega abarrotada de cebollas y pescado en salazón. No era gran cosa, pero sí lo suficiente para mantener con vida a la guarnición el tiempo necesario para que Eddard Stark llegara a Bastión de Tormentas y rompiera el sitio.

Lord Stannis recompensó a Davos con las mejores tierras del cabo de la Ira, un pequeño fuerte y el rango de caballero… pero también decretó que le cortaran una falange de cuatro dedos de la mano izquierda, como castigo por sus años como contrabandista. Davos lo aceptó con la condición de que fuera el propio Stannis quien esgrimiera el cuchillo. El señor utilizó un hachuela de carnicero para que el corte fuera rápido y limpio. Después de aquello, Davos eligió para su casa el nombre de Seaworth, y como blasón un barco negro sobre campo gris claro… con una cebolla en las velas. El antiguo contrabandista solía decir que Lord Stannis le había hecho un favor, ya que tenía que limpiarse y cortarse cuatro uñas menos.

«No —pensó Cressen—, un hombre como aquél no daría falsas esperanzas, ni suavizaría una dura verdad.»

—La verdad puede ser un trago amargo hasta para alguien como Lord Stannis, Ser Davos. Sólo piensa en volver a Desembarco del Rey en la plenitud de su poder para acabar con sus enemigos y recuperar lo que le corresponde por derecho. En cambio, ahora…

—Si lleva un ejército tan escaso como éste a Desembarco del Rey, será para morir. No tiene suficientes hombres. Es lo que le he dicho, pero ya sabéis cómo es de orgulloso. —Davos alzó la mano enguantada—. Antes de que le entre en la cabeza un poco de sentido común, a mí me crecerán otra vez los dedos.

—Habéis hecho todo lo posible. —El anciano suspiró—. Ahora me corresponde a mí sumar mi voz a la vuestra.

El refugio de Lord Stannis Baratheon era una gran habitación redonda con muros desnudos de piedra negra y cuatro ventanas altas y estrechas, cada una en dirección a uno de los puntos cardinales. En el centro de la cámara había una gran mesa que le daba su nombre, una inmensa tabla de madera tallada por orden de Aegon Targaryen en los días anteriores a la Conquista. La Mesa Pintada tenía más de quince metros de largo y la mitad de ancho en uno de los extremos, pero apenas unos pies en el otro. Los carpinteros de Aegon le habían dado la forma de la tierra de Poniente, trazando con las sierras todas las bahías y penínsulas, de manera que la mesa no tenía ni un borde liso. En la superficie, oscurecida por casi trescientos años de barnices, estaban pintados los Siete Reinos tal como eran en tiempos de Aegon: ríos y montañas, castillos y ciudades, lagos y bosques…

En toda la estancia no había más que una silla, situada con precisión en el punto exacto que ocupaba Rocadragón ante la costa de Poniente, y elevada sobre una plataforma con peldaños para proporcionar una buena vista de toda la superficie de la mesa. La silla la ocupaba un hombre vestido con un chaleco de cuero ajustado y calzones de lana marrón. Al oír entrar al maestre Cressen alzó la vista.

—Sabía que vendríais, anciano, tanto si os llamaba como si no. —Su voz estaba desprovista de toda calidez. Como de costumbre.

Stannis Baratheon, señor de Rocadragón, y por la gracia de los dioses heredero legítimo del Trono de Hierro de los Siete Reinos de Poniente, tenía hombros anchos y miembros nervudos, y carnes y rostro tan tensos que parecían de cuero secado al sol hasta endurecerse como el acero. La palabra que más se utilizaba para definir a Stannis era «duro», y duro era, ciertamente. Aún no había cumplido treinta y cinco años, pero sólo le quedaba una franja estrecha de fino pelo negro que le pasaba por detrás de las orejas, como la sombra de una corona. Su hermano, el difunto rey Robert, se había dejado crecer la barba en sus últimos años de vida. El maestre Cressen no lo había visto, pero se decía que era una barba salvaje, espesa, fiera. Casi como respuesta, Stannis mantenía las patillas y los bigotes bien cortos. Eran como una sombra de un color negro azulado que le cruzaba la mandíbula cuadrada y las hondonadas huesudas de las mejillas. Sus ojos eran como heridas abiertas bajo unas cejas gruesas, tan azules y oscuros como el mar en la noche. Su boca habría sido la desesperación del más gracioso de los bufones; era una boca creada para los bufidos, las reprimendas y las órdenes cortantes, de labios finos y músculos tensos, una boca que había olvidado cómo sonreír y nunca había sabido abrirse en una carcajada. En ocasiones, cuando todo estaba tranquilo y silencioso en medio de la noche, al maestre Cressen le parecía que podía oír a Lord Stannis chirriando los dientes al otro lado del castillo.

—En otros tiempos me habríais despertado —dijo el anciano.

—En otros tiempos erais joven. Ahora sois viejo, estáis enfermo y os hace falta dormir. —Stannis jamás había aprendido a suavizar las palabras para fingir o adular. Decía lo que pensaba, sin importarle lo más mínimo si eso afectaba a los demás—. Sabía que os enteraríais pronto del mensaje de Davos. Como de costumbre, ¿no?

—De lo contrario, no os sería de ninguna ayuda —respondió Cressen—. Me he encontrado a Davos en la escalera.

—Y supongo que os lo habrá contado todo. Tendría que haberle cortado la lengua, además de los dedos.

—Entonces no os habría sido muy útil como mensajero.

—Con lengua tampoco me ha sido útil como mensajero. Los señores de la tormenta no se alzarán por mí. Por lo visto no les gusto, y el hecho de que mi causa sea justa no significa nada para ellos. Los más cobardes se quedarán sentados tras sus murallas, a la espera de ver hacia dónde soplan los vientos y quién tiene próxima la victoria. Los valientes se han aliado con Renly. ¡Con Renly! —Escupió el nombre como si fuera un veneno para la lengua.

—Vuestro hermano es el señor de Bastión de Tormentas desde hace trece años. Esos señores son sus vasallos juramentados…

—Sus vasallos —lo interrumpió Stannis—, cuando por derecho deberían ser los míos. Nunca pedí Rocadragón. Nunca lo quise. Lo tomé porque los enemigos de Robert estaban aquí y él me condenó a erradicarlos. Construí su flota, hice su trabajo, obediente como debía ser un hermano pequeño con su hermano mayor, como debería ser Renly conmigo. ¿Y cómo me lo agradece Robert? Me nombra señor de Rocadragón, y entrega Bastión de Tormentas y todas sus rentas a Renly. Bastión de Tormentas perteneció a la Casa Baratheon durante trescientos años. Debería haber pasado a mí por derecho cuando Robert subió al Trono de Hierro.

Era una afrenta antigua y dolorosa, en aquel momento más que nunca. Aquél era el punto débil de su señor. Porque, aunque Rocadragón era antiguo y fuerte, sólo contaba con la alianza de unos cuantos señores menores, cuyas fortalezas en islas pedregosas no tenían suficiente población para crear el ejército que Stannis necesitaba. Ni siquiera los mercenarios que había traído de la otra orilla del mar Angosto, de las Ciudades Libres de Myr y Lys, bastaban para que el ejército acampado al otro lado de los muros fuera suficiente para acabar con el poder de la Casa Lannister.

—Robert cometió una injusticia con vos —dijo el maestre Cressen con cautela—, pero tenía buenas razones. Rocadragón perteneció durante mucho tiempo a la Casa Targaryen. Le hacía falta un hombre fuerte que gobernara aquí, y Renly no era más que un niño.

—Sigue siendo un niño. —La furia de Stannis resonaba en la estancia vacía—. Un niño ladrón que quiere robarme la corona. ¿Qué ha hecho Renly en su vida para ganarse un trono? Se sienta en el Consejo y bromea con Meñique, y en los torneos luce una armadura espléndida y deja que cualquiera más fuerte lo derribe del caballo. A eso se reduce mi hermano Renly, que se cree digno de ser rey. ¿Por qué los dioses me castigaron con estos hermanos?

—No puedo explicar los motivos de los dioses.

—Últimamente no podéis explicar muchas cosas. ¿Quién es el maestre de Renly? Debería hacerlo llamar, quizá sus consejos me fueran más útiles que los vuestros. ¿Qué creéis que le dijo ese maestre a mi hermano cuando decidió robarme mi corona? ¿Qué consejo habrá ofrecido vuestro colega a ese traidor?

—Me extrañaría mucho que Lord Renly hubiera pedido consejo a nadie, Alteza.

El menor de los tres hijos de Lord Steffon se había convertido en un hombre osado, pero incauto, que actuaba por impulso, sin planes previos. En eso, como en tantas otras cosas, Renly se parecía a su hermano Robert y era muy diferente de Stannis.

—Alteza —repitió Stannis con amargura—. Os burláis de mí dándome trato de rey, pero ¿de qué soy rey? Rocadragón y unas cuantas piedras en el mar Angosto, ése es mi reino. —Bajó de la plataforma de la silla y se quedó junto a la mesa. Su sombra se proyectaba sobre la desembocadura del río Aguasnegras y sobre el bosque pintado donde se encontraba Desembarco del Rey. Aquél era el reino que exigía, lo tenía al alcance de la mano, y sin embargo estaba tan lejos…—. Esta noche voy a cenar con mis señores vasallos, con los pocos que tengo. Celtigar, Velaryon, Bar Emmon y los demás. Un grupo patético, la verdad sea dicha, pero son lo único que me han dejado mis hermanos. Ese pirata lyseno de Salladhor Saan vendrá con la última lista de todo lo que le debo, y Morosh de Myr me recomendará precaución por culpa de las mareas y los temporales de otoño; mientras que Lord Sunglass, siempre tan pío, no dejará de hablar de la voluntad de los Siete. Celtigar me preguntará qué señores de la tormenta se van a unir a nosotros. Velaryon amenazará con retirar sus fuerzas a menos que ataquemos pronto. ¿Qué les voy a decir? ¿Qué debo hacer?

—Vuestros verdaderos enemigos son los Lannister, mi señor —respondió el maestre Cressen—. Si vuestro hermano y vos hicierais causa común contra ellos…

—No haré tratos con Renly —replicó Stannis en un tono que no admitía discusión—. Al menos, mientras siga proclamándose rey.

—Entonces no tratéis con Renly —cedió el maestre. Su señor era orgulloso y testarudo. Una vez tomaba una decisión, no había manera de hacerlo cambiar—. Hay otros que también se pueden adecuar a vuestras necesidades. El hijo de Eddard Stark ha sido proclamado Rey en el Norte, tiene el apoyo de todas las fuerzas de Invernalia y Aguasdulces.

—Es un niño —dijo Stannis—. Y otro falso rey. ¿Acaso tengo que aceptar un reino desmembrado?

—Medio reino es mejor que nada —insistió Cressen—. Y si ayudáis al chico a vengar la muerte de su padre…

—¿Por qué voy a vengar a Eddard Stark? Para mí no significaba nada. Oh, cierto, Robert lo adoraba. Lo quería como a un hermano, ¡cuántas veces se lo oí decir! Yo era su hermano, no Ned Stark, pero por cómo me trataba nadie lo habría dicho. Defendí Bastión de Tormentas en su nombre, vi morir de hambre a muchos hombres valientes mientras Mace Tyrell y Paxter Redwyne celebraban banquetes a la vista de mis murallas. ¿Me dio las gracias Robert? No. Le dio las gracias a Stark, por romper el sitio cuando ya únicamente teníamos rábanos y ratas para comer. Construí una flota por orden de Robert y capturé Rocadragón para él. ¿Acaso me tomó la mano y me dijo: «Bravo, hermano, no sé qué habría hecho sin ti»? No, me echó la culpa de que Willem Darry pudiera escapar con Viserys y con la cría, como si hubiera estado en mi mano impedirlo. Ocupé un puesto en su Consejo durante quince años, ayudé a Jon Arryn a dirigir el reino mientras Robert se emborrachaba y se iba de putas, pero cuando Jon murió, ¿acaso me nombró Mano? No, corrió en busca de su querido amigo Ned Stark y le ofreció a él ese honor. Pues mira, para lo que les ha servido a los dos…

—Así han sido las cosas, mi señor —dijo el maestre Cressen con voz amable—. Se han cometido muchas injusticias con vos, pero el pasado no es ya más que un recuerdo. El futuro aún puede ser vuestro si os unís a los Stark. También hay otros que pueden conveniros. ¿Qué os parece Lady Arryn? Si la reina asesinó a su esposo, no cabe duda de que querrá hacerle justicia. Tiene un hijo pequeño, el heredero de Jon Arryn. Tal vez, si prometierais a Shireen con él…

—Es un crío débil y enfermizo —se opuso Lord Stannis—. Hasta su padre se daba cuenta: me pidió que lo acogiera como pupilo en Rocadragón. Le habría sentado bien servir como paje, pero la maldita Lannister hizo envenenar a Lord Arryn antes de que lo lleváramos a cabo, y ahora Lysa lo tiene escondido en el Nido de Águilas. Podéis estar seguro de que no se separará de él.

—Entonces habrá que enviar a Shireen al Nido de Águilas —insistió el maestre—. Rocadragón es un hogar triste para cualquier niño. Y que la acompañe su bufón, así tendrá cerca un rostro conocido.

—Conocido y repugnante. —Stannis frunció el ceño, pensativo—. Pero… puede que valga la pena intentarlo…

—¿Acaso el legítimo señor de los Siete Reinos tiene que suplicar ayuda a viudas y usurpadores? —preguntó bruscamente una voz de mujer.

—Mi señora —dijo el maestre Cressen, volviéndose e inclinando la cabeza, molesto por no haberla oído entrar.

—Yo no suplico —soltó Stannis con un bufido—. A nadie. Más te vale tenerlo presente, mujer.

—Me complace oírlo, mi señor. —Lady Selyse era tan alta como su esposo, de cuerpo flaco y rostro delgado, orejas prominentes, nariz afilada y una sombra de bigote en el labio superior. Se lo quitaba con las pinzas cada día y lo maldecía constantemente, pero siempre volvía a crecerle. Sus ojos eran claros; su boca, firme; y su voz, como un látigo. En aquel momento lo hizo restallar—. Lady Arryn te debe lealtad, al igual que los Stark, tu hermano Renly y todos los demás. Eres su rey legítimo. No sería correcto que suplicaras y negociaras por lo que te corresponde por la gracia de dios.

Había dicho «dios», no «dioses». La mujer roja se la había ganado en cuerpo y alma, la había hecho apartarse de los dioses de los Siete Reinos, tanto de los nuevos como de los antiguos, para adorar al que llamaban Señor de la Luz.

—Tu dios se puede guardar su gracia —replicó Lord Stannis, que no compartía la devoción de su esposa por la nueva fe—. Lo que necesito son espadas, no bendiciones. ¿Acaso tienes escondido un ejército del que aún no me has hablado?

En la voz de Stannis no había afecto alguno. Siempre se había sentido incómodo en compañía de mujeres, incluso de su esposa. Cuando fue a Desembarco del Rey para ocupar un puesto en el Consejo de Robert, dejó a Selyse y a su hija en Rocadragón. Escribió pocas cartas e hizo aún menos visitas. Cumplía con sus deberes en el lecho conyugal una o dos veces al año, pero aquello no le proporcionaba placer, y los hijos varones que tanto esperaba nunca llegaron.

—Mis hermanos, tíos y primos tienen ejércitos —replicó ella—. La Casa Florent servirá bajo tu estandarte.

—La Casa Florent apenas si puede reunir dos mil espadas. —Se decía que Stannis conocía las fuerzas de cada una de las casas de los Siete Reinos—. Y tienes mucha más fe que yo en tus hermanos y tíos, mi señora. Las tierras de Florent están demasiado cercanas a Altojardín para que tu señor tío se arriesgue a incurrir en la ira de Mace Tyrell.

—Hay otra posibilidad. —Lady Selyse se acercó—. Mira por las ventanas, mi señor. Ahí está la señal que aguardabas, grabada en el cielo. Es roja, del rojo de las llamas, roja como el corazón ardiente del dios verdadero. Es su estandarte… ¡y también el tuyo! Mira, surca los cielos como el aliento llameante de un dragón. Y tú eres el señor de Rocadragón. Significa que ha llegado tu momento, Alteza. Es tal como te digo. Significa que debes zarpar de esta roca desolada, como hizo en su momento Aegon el Conquistador, para arrasarlo todo a tu paso igual que él. Sólo tienes que dar la orden y abrazar el poder del Señor de la Luz.

—¿Cuántas espadas pondrá en mi mano el Señor de la Luz? —exigió Stannis de nuevo.

—Tantas como necesites —le prometió su esposa—. Para empezar, las espadas de Bastión de Tormentas y las de Altojardín, y las de todos sus señores vasallos.

—Davos no opina lo mismo —replicó Stannis—. Esas espadas han jurado lealtad a Renly. Adoran a mi hermano pequeño, con todo su encanto, igual que adoraban a Robert… y como nunca me adorarán a mí.

—Sí —dijo ella—. Pero si Renly muriera…

Stannis miró a su esposa con los ojos entrecerrados durante largo rato, hasta que Cressen no pudo guardar silencio.

—Eso no hay ni que pensarlo, Alteza. Pese a las tonterías que ha hecho Renly…

—¿Tonterías? ¡Traiciones! —Stannis dio la espalda a su esposa—. Mi hermano es joven y fuerte, cuenta con el apoyo de un gran ejército y con esa Guardia Arcoiris que ha creado.

—Melisandre ha mirado en las llamas y lo ha visto muerto.

—Un fratricidio… —Cressen estaba horrorizado—. Mi señor, eso es una maldad, impensable… por favor, escuchadme…

—¿Y qué le diréis, maestre? —Lady Selyse le dirigió una mirada calculadora—. ¿Que puede conseguir medio reino si se arrodilla ante los Stark y vende nuestra hija a Lysa Arryn?

—Ya he escuchado vuestro consejo, Cressen —dijo Lord Stannis—. Ahora quiero oír el suyo. Podéis retiraros.

El maestre Cressen dobló una rodilla entumecida. Mientras recorría trabajosamente la estancia en dirección a la salida, sentía los ojos de Lady Selyse clavados en la espalda. Cuando llegó al pie de las escaleras apenas si podía mantenerse erguido.

—Ayúdame —pidió a Pylos.

Una vez en sus aposentos, Cressen ordenó salir al joven y cojeó otra vez hacia el balcón para estar entre sus gárgolas mientras contemplaba el mar. Uno de los navíos de guerra de Salladhor Saan navegaba por las aguas que rodeaban el castillo, su alegre casco con rayas pintadas cortaba las aguas verde grisáceo a medida que los remos se alzaban y volvían a hundirse en ellas. Lo estuvo observando hasta que lo perdió de vista tras un cabo.

«Ojalá mis temores pudieran desaparecer con tanta facilidad.» ¿Había vivido tanto tiempo sólo para ver aquello?

Cuando un maestre se ponía su collar, renunciaba a tener hijos, pero Cressen se había sentido padre de todos modos. Robert, Stannis, Renly… tres hijos a los que había criado después de que la furia del mar se cobrara la vida de Lord Steffon. ¿Lo había hecho tan mal como para que uno de ellos acabara matando a otro? No podía permitirlo. No iba a permitirlo.

La mujer estaba en el núcleo de todo aquello. Lady Selyse no, la otra. La mujer roja, como la llamaban los criados, que tenían miedo de decir su nombre en voz alta.

—Yo pronunciaré su nombre —dijo Cressen a su sabueso infernal de piedra—. Melisandre. Ella.

Melisandre de Asshai, hechicera, portadora de sombras y sacerdotisa de R’hllor, el Señor de la Luz, el Corazón de Fuego, el Dios de la Llama y la Sombra. Melisandre, cuya locura no debía extenderse más allá de Rocadragón. No lo podía permitir.

Sus ojos, acostumbrados a la luz de la mañana, tardaron en habituarse a la penumbra de la estancia. El anciano encendió una vela con manos temblorosas y la llevó al taller que había bajo las escaleras de la pajarera, donde tenía los ungüentos, pócimas y medicinas bien ordenados en estantes. En el más bajo, entre una hilera de remedios en frascos cuadrados de barro, encontró una pequeña redoma de cristal color índigo, no más grande que su dedo meñique. El contenido resonó cuando la agitó. Cressen sopló para quitar una espesa capa de polvo y se la llevó a la mesa. Se dejó caer en la silla, quitó el tapón y vertió el contenido de la redoma. Una docena de cristales del tamaño de semillas cayó sobre el pergamino que había estado leyendo. A la luz de la vela, brillaban como piedras preciosas, de un color tan púrpura que el maestre pensó que jamás había visto nada igual.

La cadena que llevaba en torno al cuello le parecía muy pesada. Rozó uno de los cristales con la punta del dedo meñique. «Que una cosa tan diminuta contenga el poder de la vida y la muerte…» Estaban hechos a partir de una planta que sólo crecía en las islas del mar de Jade, a medio mundo de distancia. Había que dejar secar las hojas y macerarlas en agua de limas, azúcar y unas raras especias de las Islas del Verano. Luego se tiraban, y la poción se espesaba con ceniza y se dejaba reposar hasta que cristalizaba. El proceso era lento y dificultoso; y los ingredientes, caros y casi imposibles de encontrar. Pero los alquimistas de Lys conocían sus secretos, así como los Hombres sin Rostro de Braavos… y los maestres de su orden, aunque no era cosa que se comentara más allá de los muros de la Ciudadela. Todo el mundo sabía que un maestre forjaba su eslabón de plata cuando aprendía el arte de la curación… pero preferían olvidar que un hombre que sabe curar también sabe cómo matar.

Cressen no recordaba ya el nombre que daban los de Asshai a la hoja, ni cómo llamaban los envenenadores lysenos al cristal. En la Ciudadela lo llamaban sencillamente «estrangulador». Se disolvía en vino y hacía que los músculos de la garganta se apretaran más que los de un puño, cerrando la tráquea. Según se contaba, el rostro de la víctima se ponía tan púrpura como la pequeña semilla de cristal de la que nacía su muerte, pero lo mismo le pasaba a quien se ahogaba con un bocado de comida.

Aquella misma noche, Lord Stannis daría un banquete a sus vasallos, y en él estarían su señora esposa… y la mujer roja, Melisandre de Asshai.

«Tengo que descansar —se dijo el maestre Cressen—. He de conservar todas mis fuerzas para cuando oscurezca. No me deben temblar las manos, ni debe flaquear mi valor. Lo que voy a hacer es espantoso, pero alguien ha de hacerlo. Si hay dioses, sin duda sabrán perdonarme.»

Hacía tiempo que dormía muy mal. Una cabezada haría que estuviera más fresco para la dura prueba que lo aguardaba. Se dirigió hacia la cama, estaba cansado. Pero, cuando cerró los ojos, siguió viendo la luz del cometa, roja, llameante, viva entre la oscuridad de sus sueños.

«Puede que sea mi cometa —pensó entre neblinas, justo antes de quedar dormido—. Un presagio de sangre que augura un asesinato… sí…»

Cuando despertó ya había oscurecido por completo, la estancia estaba a oscuras, le dolían todas las articulaciones. Cressen se incorporó, con la cabeza palpitante. Cogió el bastón y se puso en pie, inseguro. «Es muy tarde —pensó—. No me han llamado.» Siempre lo llamaban para los banquetes, tenía un lugar asignado próximo a la sal, cerca de Lord Stannis. Se le apareció el rostro de su señor, no el hombre que era ya, sino el niño que había sido, siempre entre las sombras mientras el sol brillaba sobre su hermano mayor. Hiciera lo que hiciera, Robert lo había hecho antes y mejor. Pobre muchacho… por él, por su bien, tenía que darse prisa.

El maestre recogió los cristales del pergamino donde los había dejado. Cressen no tenía anillos huecos, como los que se decía que llevaban los envenenadores de Lys, sino incontables bolsillos grandes y pequeños, cosidos en el interior de las amplias mangas de su túnica. Ocultó en uno de ellos los cristales estranguladores y abrió la puerta.

—¡Pylos! ¿Dónde estás? —llamó. No recibió respuesta, así que volvió a llamarlo de nuevo, más alto—. ¡Pylos, te necesito!

Siguió sin obtener contestación. Era muy extraño, la celda del joven maestre estaba sólo medio tramo de peldaños más abajo, siempre lo oía cuando lo necesitaba. Al final, Cressen tuvo que llamar a los criados.

—Deprisa —les dijo—. He dormido demasiado. Ya habrá empezado el banquete… ya estarán bebiendo… tendrían que haberme despertado.

¿Qué le había pasado al maestre Pylos? No comprendía nada.

Tuvo que cruzar una vez más la larga galería. El viento nocturno soplaba a través de los grandes ventanales, impregnado de olor a mar. Las llamas de las antorchas se agitaban a lo largo de los muros de Rocadragón, y en el campamento al otro lado de las murallas se divisaban cientos de hogueras para cocinar, como si un manto de estrellas hubiera caído sobre la tierra. En el cielo el cometa brillaba, rojo, malévolo.

«Soy demasiado viejo y sabio para tener miedo de semejantes cosas», se dijo el maestre.

Las puertas del salón principal estaban situadas en la boca de un dragón de piedra. Una vez ante ellas, ordenó a los criados que se fueran. Sería mejor que entrara solo, no quería parecer débil. Cressen se apoyó en el bastón, subió los últimos peldaños y caminó con dificultad para pasar bajo los dientes del arco. Un par de guardias abrieron ante él las pesadas puertas rojas, dejando salir una ráfaga de luz y ruido. Cressen entró en las fauces del dragón.

—Bailar, mi señor; bailar, mi señor… —La cancioncilla de Caramanchada, al ritmo del sonido de los cencerros, se oía por encima del tintineo de cuchillos y platos, y el murmullo bajo de las conversaciones. La misma tonadilla espantosa que había cantado aquella mañana—. Las sombras se van a quedar, mi señor; quedar, mi señor; quedar, mi señor.

Las mesas más bajas estaban abarrotadas de caballeros, arqueros y capitanes de los mercenarios, que partían con las manos las grandes hogazas de pan negro para mojar los trozos en el guiso de pescado. Allí no se oían carcajadas estrepitosas, ni los gritos broncos que enturbiaban la dignidad de los festines de otros señores. Lord Stannis jamás permitiría semejante cosa.

Cressen se dirigió hacia la plataforma elevada en la que estaban sentados los señores y el rey. Tuvo que dar un rodeo para esquivar a Caramanchada. El bufón estaba bailando y sacudiendo los cencerros, y no lo vio ni oyó cómo se acercaba. Saltó sobre una pierna, cambió el peso hacia la otra, y sin querer derribó el bastón de Cressen. Cayeron al suelo en un revoltijo de brazos y piernas, al tiempo que una carcajada recorría la sala en torno a ellos. Sin duda ofrecían un espectáculo muy cómico.

Caramanchada estaba despatarrado sobre él, el rostro pintarrajeado del bufón presionaba el del anciano. Se le había caído el yelmo de hojalata, con las astas y los cencerros.

—Bajo el mar la gente cae hacia arriba —declaró—. Lo sé, lo sé, je, je, je. —El bufón dejó escapar una risita, rodó a un lado, se puso en pie de un salto y empezó a bailar.

El maestre trató de salvar la dignidad, sonrió débilmente e intentó incorporarse, pero la cadera le dolía tanto que por un momento tuvo miedo de habérsela roto de nuevo. Sintió cómo unas manos fuertes lo agarraban por debajo de los brazos y lo ponían en pie.

—Gracias, ser —murmuró, al tiempo que se volvía para ver qué caballero había acudido en su ayuda…

—Maestre —respondió Lady Melisandre. Su voz grave tenía la música del mar de Jade—. Deberíais tener más cuidado.

Como de costumbre, iba vestida de rojo de los pies a la cabeza, con una túnica larga y suelta de seda brillante como el fuego, mangas acampanadas y cortes en el corpiño bajo los que se veía tejido de un color rojo más oscuro. Llevaba en torno al cuello una gargantilla de oro rojo, más apretada que el collar de ningún maestre, adornada con un rubí de buen tamaño. Su cabello no era anaranjado, ni color fresa, como suele ser en el caso de las personas pelirrojas, sino de un tono de cobre bruñido que brillaba a la luz de las antorchas. Hasta tenía los ojos rojos. En cambio, su piel era suave y clara, sin mácula, blanca como la leche. Y era una mujer esbelta, grácil, más alta que la mayoría de los caballeros, con pechos llenos, cintura fina y rostro en forma de corazón. Los hombres que la veían no apartaban la vista con rapidez, ni siquiera los maestres. Muchos consideraban que era hermosa. No era hermosa. Era roja y terrible y roja.

—Os… os lo agradezco, mi señora —dijo Cressen. «Ella sabe qué augura el cometa. Es más sabia que tú, viejo», le susurró su miedo.

—Un hombre de vuestra edad debería vigilar mejor por dónde pisa —dijo Melisandre, cortés—. La noche es oscura y alberga cosas aterradoras.

El maestre conocía la frase, era una oración de la fe de la mujer. «No importa, yo también tengo mi fe.»

—Sólo los niños temen a la oscuridad —le dijo.

Pero de fondo, mientras lo decía, se oía a Caramanchada otra vez con su cancioncilla.

—Las sombras vienen a bailar, mi señor —entonaba—; bailar, mi señor; bailar, mi señor…

—Esto sí que es una paradoja —dijo Melisandre—. Un bufón inteligente y un sabio estúpido. —Se inclinó, recogió del suelo el yelmo de Caramanchada y lo puso sobre la cabeza de Cressen. El cubo se le deslizó sobre las orejas, y los cencerros tintinearon—. Una corona a juego con vuestra cadena, Lord Maestre —anunció.

A su alrededor, las carcajadas se acrecentaron. Cressen apretó los labios e hizo un esfuerzo por controlar la ira. Aquella mujer creía que era un anciano indefenso, pero antes de que acabara la noche descubriría que no era así. Quizá estuviera viejo, pero seguía siendo un maestre de la Ciudadela.

—No me hace falta una corona, sino la verdad —le dijo al tiempo que se quitaba el yelmo del bufón.

—En este mundo existen verdades que no se aprenden en Antigua. —Melisandre le dio la espalda en un torbellino de seda roja y se dirigió hacia la mesa elevada, a la que estaban sentados el rey Stannis y su reina. Cressen tendió a Caramanchada el cubo con astas y fue a seguirla.

El maestre Pylos estaba sentado en su lugar.

El anciano se detuvo y se quedó mirándolo.

—Maestre Pylos —dijo al final—. No… no me has despertado.

—Su Alteza me ordenó que os dejara descansar. —Pylos tuvo al menos la decencia de sonrojarse—. Me dijo que no hacía falta que estuvierais presente.

Cressen paseó la mirada por los caballeros, capitanes y señores, repentinamente silenciosos. Lord Celtigar, viejo y amargado, llevaba un manto con dibujos de cangrejos rojos bordados en granates. El atractivo Lord Velaryon vestía ropas de seda verde mar, con un caballito de mar de oro blanco en la garganta a juego con su larga cabellera rubia. Lord Bar Emmon, ese muchacho regordete de catorce años, iba envuelto en terciopelo púrpura con ribetes de foca blanca; Ser Axell Florent seguía igual de poco agraciado pese a las ropas rojizas y las pieles de zorro; el piadoso Lord Sunglass lucía adularias en torno al cuello, la muñeca y los dedos; y el capitán lyseno Salladhor Saan era todo él un destello de raso escarlata, oro y piedras preciosas. El único que vestía con sencillez era Ser Davos, con su casaca marrón y su manto de lana verde. También fue el único que le sostuvo la mirada, con los ojos llenos de compasión.

—Estáis muy viejo y enfermo, anciano, ya no me sois útil. —Parecía la voz de Lord Stannis, pero no podía ser él, no, era imposible—. De ahora en adelante mi consejero será Pylos. Ya se encarga él de los cuervos, puesto que vos no podéis subir a la pajarera. No quiero que os matéis sirviéndome.

El maestre Cressen parpadeó. «Stannis, mi señor, mi muchachito triste y hosco, hijo que nunca tuve, no podéis hacer esto, ¿no sabéis cuánto me he ocupado de vos? ¿No sabéis que he vivido por vos, que os he querido pese a todo? Sí, os he querido, más que a Robert o a Renly, porque vos erais al que nadie quería, el que más me necesitaba.»

—Como deseéis, mi señor —fue lo que dijo—. Pero… estoy hambriento. ¿No tendré un lugar en vuestra mesa? —«A tu lado, mi lugar está a tu lado…».

—Sería un honor para mí que el maestre se sentara a mi lado, Alteza —dijo Ser Davos, levantándose del banco.

—Como quieras. —Lord Stannis se volvió para decirle algo a Melisandre, que se había sentado a su derecha, en un lugar de gran honor. Lady Selyse estaba a la izquierda de su esposo, y lucía una sonrisa tan brillante y quebradiza como las joyas con que se adornaba.

«Demasiado lejos —pensó Cressen desanimado, fijándose en el lugar donde estaba sentado Davos. Entre el contrabandista y la mesa elevada se encontraban la mitad de los señores vasallos—. Para ponerle el estrangulador en la copa tengo que estar más cerca, pero ¿cómo?»

Caramanchada se dedicó a hacer cabriolas mientras el maestre caminaba con paso cansino hacia la mesa, hacia el lugar que ocupaba Davos Seaworth.

—Aquí comemos peces —anunció el bufón en tono alegre, blandiendo un bacalao a modo de cetro—. Bajo el mar, los peces nos comen a nosotros. Lo sé, lo sé, je, je, je.

Ser Davos se apartó a un lado para dejarle sitio en el banco.

—Esta noche todos deberíamos llevar trajes de colores —dijo sombrío a Cressen mientras se sentaba—, porque este asunto es una bufonada de principio a fin. La mujer roja ha visto la victoria en sus llamas, así que Stannis piensa lanzarse a la conquista aun con las cifras en contra. Si esa mujer se sale con la suya, me temo que todos veremos lo que vio Caramanchada…: el fondo del mar.

Cressen se metió las manos en las mangas como para calentárselas. Sus dedos rozaron los bultitos duros de los cristales en la lana.

—Lord Stannis.

Stannis, que estaba hablando con la mujer roja, se volvió; pero la que replicó fue Lady Selyse.

—Nada de «lord». Alteza, si no os importa.

—Está viejo, su mente desvaría —le dijo el rey con tono seco—. ¿Qué queréis, Cressen?

—Si tenéis intención de haceros a la mar, es imprescindible que hagáis causa común con Lord Stark y Lady Arryn…

—No voy a hacer causa común con nadie —replicó Stannis Baratheon.

—Igual que la luz no hace causa común con la oscuridad —añadió Lady Selyse tomándole la mano.

Stannis asintió.

—Los Stark quieren robarme la mitad de mi reino, igual que los Lannister me han robado el trono, y mi querido hermano me ha robado las espadas y las fortalezas que me corresponden por derecho. Todos son usurpadores, todos son mis enemigos.

«Lo he perdido», pensó Cressen, desesperado. Si pudiera acercarse a Melisandre sin que lo advirtieran… Lo único que necesitaba era estar un instante al lado de su copa.

—Sois el heredero legítimo de vuestro hermano Robert —dijo a la desesperada—, el verdadero señor de los Siete Reinos y rey de los ándalos, los rhoynar y los primeros hombres, pero no podréis triunfar si no contáis con aliados.

—Tiene un aliado —dijo Lady Selyse—. R’hllor, el Señor de la Luz, el Corazón de Fuego, el Dios de la Llama y la Sombra.

—Los dioses no son aliados de confianza —insistió el anciano—, y ése en concreto no tiene ningún poder aquí.

—¿Eso creéis? —El rubí del cuello de Melisandre reflejó la luz cuando volvió la cabeza hacia Cressen, y durante un instante al anciano le pareció que brillaba tanto como el cometa—. Si pensáis seguir diciendo tonterías, deberíais poneros de nuevo vuestra corona, maestre.

—Sí —asintió Lady Selyse—. El yelmo de Manchas. Os sienta bien, viejo. Ponéoslo de nuevo, yo os lo mando.

—Bajo el mar nadie lleva sombrero —dijo Caramanchada—. Lo sé, lo sé, je, je, je.

Los ojos de Lord Stannis eran agujeros sombríos bajo el espeso ceño, mientras movía la mandíbula en silencio. Siempre rechinaba los dientes cuando se enfadaba.

—Bufón —gruñó al final—, mi señora esposa lo ordena. Dale tu yelmo a Cressen.

«No —pensó el anciano maestre—, éste no eres tú, tú no eres así, siempre fuiste justo; duro, pero no cruel, jamás, no entendías las burlas, igual que no entendías la risa.»

Caramanchada se acercó bailoteando, haciendo resonar los cencerros. El maestre se quedó sentado, en silencio, mientras el bufón le ponía el cubo astado. Cressen inclinó la cabeza bajo el peso. Los cencerros sonaron.

—De ahora en adelante deberíais dar los consejos cantando —dijo Lady Selyse.

—Estás yendo demasiado lejos, mujer —replicó Lord Stannis—. Es un anciano, y me ha servido bien.

«Y te serviré hasta el final, mi buen señor, mi pobre hijo solitario», pensó Cressen, porque de repente había visto la manera de hacerlo. La copa de Ser Davos estaba ante él, todavía medio llena de tinto agrio. Cogió un copo de cristal de su manga, lo apretó entre el índice y el pulgar y extendió la mano hacia la copa. «Con movimientos suaves, con destreza, no puedo temblar», rezó, y los dioses fueron bondadosos con él. En un abrir y cerrar de ojos ya no tenía nada entre los dedos. Hacía años que sus manos no eran tan firmes, ni sus movimientos tan fluidos. Davos lo había visto, pero nadie más, de eso estaba seguro. Se levantó con la copa en la mano.

—Puede que sí haya sido un estúpido. Lady Melisandre, ¿queréis compartir conmigo una copa de vino? En honor a vuestro dios, vuestro Señor de la Luz. Un brindis por su poder.

—Como queráis —dijo la mujer roja, mirándolo atentamente.

Sentía que todos estaban pendientes de ellos. Davos lo intentó detener cuando se alejaba del banco, le agarró la manga con los dedos que Lord Stannis le había mutilado.

—¿Qué estáis haciendo? —susurró.

—Lo que debo hacer —respondió el maestre Cressen—. Por el bien del reino, y por el alma de mi señor. —Se liberó de la mano de Davos, no sin derramar una gota de vino sobre la alfombra.

La mujer se reunió con él al pie de la mesa elevada. Todos los ojos estaban clavados en ellos, pero Cressen sólo veía los suyos. Seda roja, ojos rojos, el rubí rojo de su garganta, labios rojos curvados en una sombra de sonrisa cuando puso la mano sobre la suya, en torno a la copa. Tenía la piel caliente, febril.

—No es tarde, maestre, aún podéis derramar el vino.

—No —susurró él, ronco—. No.

—Como queráis. —Melisandre de Asshai le cogió la copa de las manos y bebió un largo trago. Cuando se la devolvió, apenas si quedaba un sorbo de vino—. Y ahora, vos.

Le temblaban las manos, pero se obligó a ser fuerte. Un maestre de la Ciudadela no debía tener miedo. Sintió el sabor agrio del vino en la lengua. La copa vacía se le escurrió de entre las manos y se hizo añicos contra el suelo.

—Sí tiene poder aquí, mi señor —dijo la mujer—. Y el fuego purifica.

El rubí de su garganta brillaba, rojo.

Cressen trató de responder, pero las palabras se le atravesaron en la garganta. Se oyó un silbido agudo, espantoso, cuando intentó tomar aire. Unos dedos de hierro se le cerraron en torno al cuello. Mientras caía de rodillas, sacudió la cabeza una vez más: la negaba a ella, negaba su poder, negaba su magia, negaba a su dios. Los cencerros de sus astas tintineaban y parecían decir: «bufón, bufón, bufón», mientras la mujer roja lo miraba desde arriba con conmiseración, y las llamas de las velas danzaban en sus ojos rojos rojos rojos.

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